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Mensaje

Jornada Mundial de las Misiones 2013

20 de octubre de 2013


Temas: fe, misión “ad gentes” y nueva evangelización (Año de la fe).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/missions/documents/papa-francesco_20130519_giornata-missionaria2013.html

Publicado: BOA 2013, 430.


Queridos hermanos y hermanas:

Este año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el Año de la fe , ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta perspectiva, quisiera proponer algunas reflexiones.

1. La fe es un don precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos conocer y amar; Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de su vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más buena, más bella. Dios nos ama, pero la fe necesita ser acogida, es decir, necesita nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en Dios, de vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que no se reserva solo a unos pocos, sino que se ofrece generosamente a todos. Todas las personas deberían poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo de la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido; si queremos guardarlo solo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Verbum Domini, 95) . Toda comunidad es “adulta” cuando profesa la fe, la celebra con alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin descanso, saliendo de su propio ambiente para llevarla también a las “periferias”, especialmente a aquellas que aún no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, y de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida.

2. El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano II , es un estímulo para que toda la Iglesia tome conciencia de forma renovada de su presencia en el mundo contemporáneo y de su misión entre los pueblos y las naciones. La misionariedad no es solo una cuestión de territorios geográficos, sino de pueblos, de culturas y de individuos independientes, precisamente porque los “confines” de la fe no solo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino también el corazón de cada hombre y de cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de manera especial cómo la tarea misionera, la tarea de ampliar los confines de la fe, es un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristianas: «Al vivir el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales, que en cierto modo le hacen visible, a ellas les corresponde también dar testimonio de Cristo ante las gentes» (Decreto Ad gentes, 37). Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer propio el mandato confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8); no como un aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un aspecto esencial: todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo, y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, a los sacerdotes, a los consejos presbiterales y pastorales, y a cada persona y grupo responsable en la Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y formativos, sintiendo que el compromiso apostólico no está completo si no contiene el propósito de dar testimonio de Cristo ante las naciones, ante todos los pueblos. La misionariedad no es solo una dimensión programática en la vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que afecta a todos los aspectos de dicha vida.

3. A menudo, la labor de evangelización encuentra obstáculos no solo fuera, sino también dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje, la esperanza de anunciar a todos el mensaje de Cristo y de ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones, todavía se piensa que llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. A este respecto, Pablo VI usó palabras iluminadoras: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda tomar... es un homenaje a esta libertad» (Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, 80). Siempre debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio; Jesús ha venido entre nosotros para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que lo que se destaca y se propone es la violencia, la mentira, el error. Es urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida buena del Evangelio con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior mismo de la Iglesia; porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia. Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre eclesial. Pablo VI escribió que «cuando el más humilde predicador, catequista o pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne a su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentre solo, ejerce un acto de Iglesia»; no actúa «por una misión que él se atribuye o por inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (ibíd., 60). Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado por el Espíritu Santo.

4. En nuestra época, la movilidad generalizada y la facilidad de comunicación a través de los nuevos medios han mezclado entre sí a los pueblos, el conocimiento y las experiencias. Por motivos de trabajo, familias enteras se trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales, así como el turismo y otros fenómenos análogos, empujan a un gran movimiento de personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales, conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las regiones tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la fe o indiferentes a la dimensión religiosa, o están animados por otras creencias. Por tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan de la fe, haciendo que necesiten una “nueva evangelización”. A esto se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no le ha llegado la buena noticia de Jesucristo, y que vivimos una crisis que afecta a muchas áreas de la vida; no solo a la economía, las finanzas, la seguridad alimentaria y el medio ambiente, sino también al sentido profundo de la vida y a los valores fundamentales que la animan. La convivencia humana está marcada por tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga en la búsqueda del camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja, donde el horizonte del presente y del futuro parece estar cubierto por nubes amenazantes, se hace aún más urgente llevar con valentía a todas las realidades el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación y comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer a las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino, y solo el encuentro con Cristo puede dársela. Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza misionera de la Iglesia no busca el proselitismo, sino dar un testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor. La Iglesia —lo repito una vez más— no es una organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de personas animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y que desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia en ese camino.

5. Quisiera animaros a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo. Estoy especialmente agradecido a los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos —cada vez más numerosos— que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también me gustaría subrayar que incluso las Iglesias jóvenes están trabajando generosamente en el envío de misioneros a las Iglesias que se encuentran en dificultad —no es raro que se trate de Iglesias de antigua cristiandad—, llevando la frescura y el entusiasmo con que viven la fe, que renueva la vida y da esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) es una riqueza para cada una de las Iglesias particulares, para cada comunidad; y donar misioneros y misioneras nunca es una pérdida, sino una ganancia. Pido a todos aquellos que sienten la llamada que respondan con generosidad a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y que no tengan miedo de ser generosos con el Señor. Invito también a los obispos, a las familias religiosas, a las comunidades y a todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes, y a ayudar a las Iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y laicos para fortalecer la comunidad cristiana. Esta atención debe estar también presente entre las Iglesias que forman parte de una misma Conferencia Episcopal o región; es importante que las Iglesias más ricas en vocaciones ayuden con generosidad a las que sufren por su escasez. Al mismo tiempo, exhorto a los misioneros y a las misioneras, especialmente a los sacerdotes fidei donum y a los laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las Iglesias a las que son destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las Iglesias de las que proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hch 14,27). Los misioneros pueden llegar a ser un camino hacia una especie de “restitución” de la fe, llevando la frescura de las Iglesias jóvenes, de modo que las Iglesias de antigua cristiandad redescubran el entusiasmo y la alegría de compartir la fe, en un intercambio que enriquece mutuamente el camino de seguimiento del Señor.

La solicitud por todas las Iglesias, que el obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, se refleja de forma importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas para que ofrezcan su ayuda con el fin de favorecer la difusión del Evangelio en el mundo.

Por último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido su derecho a vivirla con dignidad. Más numerosos que los mártires de los primeros siglos, ellos son nuestros hermanos y hermanas, testigos valientes que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución actuales. Muchos incluso arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio de Cristo. Deseo asegurar que me siento cercano en la oración a las personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e intolerancia, a los que les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).

Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada (2Ts 3,1); que este Año de la fe haga cada vez más fuerte nuestra relación con Cristo, el Señor, pues solo en Él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Apostólica Porta fidei, 15) . Ese es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra; así, todos, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos «la dulce y confortadora alegría de evangelizar» (Evangelii nuntiandi, 80).

Vaticano, 19 de mayo de 2013, Solemnidad de Pentecostés.