Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en la vida eterna»

1 de septiembre de 2013


Temas: muerte y vida eterna.

Publicado: BOA 2013, 519.


La fe en Dios creador y la esperanza en la vida eterna se corresponden como el comienzo y la consumación de la historia de la salvación, y consiguientemente del Credo. Hemos sido creados por amor para la comunión con Dios nuestro Padre, para ser herederos con Jesucristo, y para ser glorificados con Él después de haber participado en sus padecimientos. El kerigma apostólico tiene como meta la vida eterna (cf. 2Ts 1,9-10). La creación, redimida de la esclavitud a la que la sometió el pecado del hombre, también participará en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8,18-25). La tercera parte del Credo profesa lo que Rm 8 escribe sobre la vida del creyente en el dinamismo del Espíritu Santo.

La muerte es la terminación irrevocable de la vida humana temporal, el sello que cierra definitivamente la existencia; no disponemos de otra oportunidad para corregir el itinerario recorrido. La vida personal, que siempre es única y propia, contemplada desde su final, es considerada breve. Aunque el discurrir cotidiano pueda dar la impresión de una duración lenta y larga, y algunos días parezcan interminables, sin embargo, mirada desde su fin, nos admiramos de que haya transcurrido tan pronto. La vida del hombre es única, ya que no tenemos otra de repuesto. Cada acontecimiento ocurre por primera, por última y por única vez; esta singularidad hace precioso el tiempo, que no debemos malgastar, sino redimirlo todos los días de la rutina y la banalidad. Es sabio, como dice el adagio, recordar los novísimos (muerte, juicio, infierno y gloria) para no pecar, para no desistir en la lucha contra el pecado. La vida del hombre, además de corta y única, es también propia y personal, ya que las personas no somos intercambiables; a nadie podemos ceder la vida y de nadie podemos recibirla prestada. La muerte es irremediable; nuestras vidas son como los ríos que van a dar a la mar, que es el morir; porque somos mortales y pasa la figura de este mundo, desembocamos en el piélago de la eternidad (cf. 1Co 7,7-31). La vida eterna empieza después de la muerte; estaremos patentes ante Dios, cuya luz nos juzgará sin que podamos ocultarnos.

La eternidad no puede ser representada por nosotros, ya que cae fuera de nuestra percepción espaciotemporal, pero sí podemos excluir lo que no es: la eternidad no es una duración temporal interminable. Sería un tormento el vacío de una existencia condenada a una “inmortalidad” temporal, para la cual solo existiría el tedio, sin pasado, sin presente y sin futuro. La eternidad, en cambio, es posesión plena, sin añoranza del pasado ni inquietud por el futuro. Un gozo llena el pecho, sin pasión ni aburrimiento; es ser enteramente bien lo que somos. La fe en Cristo resucitado y la vida eterna nos hacen vencer la tentación de encerrarnos en la caducidad.

La Sagrada Escritura sugiere la eternidad dichosa con numerosas imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, casa del Padre, descanso definitivo, cielo, paraíso, Jerusalén celestial, bienaventuranza, felicidad plena y sin fin, visión de Dios, y “estar siempre con el Señor” (cf. Flp 1,23; Jn 14,3; 1Ts 4,17). San Pablo expresó la trascendencia de la consumación en el cielo con estos términos: «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar, Dios lo ha preparado para los que lo aman» (1Co 2,9). Ver a Dios significa amarlo íntimamente, contemplarlo cara a cara como un amigo a otro amigo, como se miran padre e hijo. Santa Teresa de Jesús escribió en un momento sublime: «El gran bien que hay en el reino del cielo es un sosiego y una gloria en sí mismos, un alegrarse todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos, que viene de ver que todos santifican y alaban el Señor y bendicen su nombre (...), y todos le aman en perfección y en su ser» (Camino de perfección, 30, 5). «El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1024) . En palabras de un teólogo contemporáneo: «La vida eterna es plenitud de la triple estratificación del sujeto de la esperanza. El “yo” personal es divinizado; la humanidad deviene comunión de los santos; el mundo se torna nueva creación» (Juan Luis Ruiz de la Peña).

La consumación de la historia en Dios es cantada en esta visión grandiosa y bella del Apocalipsis: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y el mar ya no existía. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, procedente de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: “He aquí la morada de Dios entre los hombres; Él vivirá entre ellos, ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios”. Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que estaba sentado en el trono: “Mira, hago nuevas todas las cosas”» (Ap 21,1-5; cf. 7,15-17; 22,5; 2P 3,13). “Dios será todo en todos” (cf. 1Co 15,28; Ef 1,10; 4,6; Col 3,11). La vida eterna es como la presencia del cielo en nuestro mundo renovado. La muerte ya no existirá, pues “la muerte ha sido absorbida en la victoria” (cf. 1Co 15,54). Todas las promesas de Dios y todas las aspiraciones del hombre se encontrarán en plenitud.

El Concilio Vaticano II, a la luz de Cristo, Hombre nuevo, principio de solidaridad humana y fundamento de una tierra nueva y un cielo nuevo, ha iluminado la dignidad de la persona, la comunidad de los hombres y la promesa del reino consumado de Dios (cf. Gaudium et spes, 22, 33 y 39) . El camino de la humanidad recibe luz y sentido de la meta última, que es la vida eterna. El Hijo de Dios encarnado ha asumido nuestra condición humana, nuestra historia y nuestro mundo, haciéndolos suyos y orientándolos, por la resurrección, a la gloria de Dios.

Como contrapunto de la vida eterna, no podemos olvidar el riesgo de lo que la Sagrada Escritura llama “muerte segunda”, que es la muerte eterna (cf. Ap 2,11; 20,6.14; 21,8). La muerte segunda significa la autoexclusión por parte del hombre de entrar en la nueva Jerusalén; la muerte eterna es el reverso de la vida eterna (cf. 1Jn 3,15; Mt 5,22.29; 13,42). El que la muerte eterna sea como la sombra de la vida eterna quiere decir que no está automáticamente excluida la perdición; que debemos vivir en alerta, vigilando y orando, eligiendo el bien, cargando diariamente con la cruz de Jesús y entrando por la puerta estrecha (Mt 7,13-14). El hombre es tan libre como para decir “no” a Dios y perderse, o para decir “sí” a Dios y ganarse eternamente. El abismo de la perdición eterna enaltece desde su tristeza la dicha inmensa de la salvación. Tanto la representación de la felicidad eterna como la de la perdición definitiva nos trasciende; la fantasía no debe enredarnos con sus imágenes.

Terminamos con la invocación de la plegaria eucarística y del final del último libro de la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). En medio de nuestra peregrinación, suspiramos por la patria del cielo.