Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Solemnidad de Nuestra Señora
de san Lorenzo 2013

8 de septiembre de 2013


Temas: fe (luz) y amor.

Publicado: BOA 2013, 511.


Nuestra Señora de san Lorenzo nos ha convocado a la fiesta como sus hijos e hijas de Valladolid. Esta fiesta es una ocasión excelente para expresar nuestra fe y devoción; es alegría, descanso y desahogo de las cargas diarias; y es convivencia y oportunidad anual para identificarnos con nuestra historia como ciudad. La fiesta pertenece a todos, y todos nos sentimos invitados. La hemos recibido de nuestros antepasados, la disfrutamos en el presente y la transmitimos año tras año a quienes se incorporan a la corriente de la vida; con la aportación de todos, se va acrecentando su significado a través de manifestaciones religiosas, artísticas, lúdicas y folclóricas para niños, jóvenes y adultos. Deseamos que el alma de nuestra fiesta sea la devoción a la Virgen de san Lorenzo, a la que unimos hoy la memoria de las manifestaciones de afecto y gratitud que tuvieron lugar hace cincuenta años . Todo se funde en el sentimiento de piedad hondamente arraigado en nuestra ciudad. Recordamos en la oración a quienes ya no pueden acompañarnos este año porque han terminado su peregrinación en la historia. ¡Que Nuestra Señora de san Lorenzo les muestre a Jesús, el Fruto bendito de su vientre!

De Jesús y de María, la Iglesia celebra también el nacimiento, la natividad. La de hoy es una fiesta relacionada con los orígenes de nuestra fe. Con san Bernardo podemos exclamar: ¡Bendito Fruto, bendita Madre, bendito seno virginal, bendita raíz! Unimos a esta bendición a san Joaquín y santa Ana, padres de la Virgen María; y a Abrahán y David, de cuya estirpe nació el Mesías, que es Jesús. «Su origen es desde antiguo, de tiempo inmemorial» (Mi 5,1), porque está escondido en el designio eterno de Dios (cf. Rm 8,28-30). La historia de la salvación, dentro de la cual discurre nuestra vida, hunde sus raíces en la sabiduría y el amor del mismo Dios; Jesucristo, hijo de Abrahán, hijo de David, hijo de María, es el centro y el punto culminante de esa historia (cf. Rm 9,4-5). El nacimiento de María prepara la encarnación del Hijo de Dios, la venida del Mesías. Hoy celebramos nuestro origen y nuestro fundamento, que está en Dios, en la progenie de Jesús, el Mesías, y en el nacimiento de la Virgen María. Si olvidáramos nuestros cimientos, nuestra vida quedaría desfundamentada; si perdiéramos las raíces, seríamos estériles. La fiesta de hoy nos manifiesta de dónde venimos y, por tanto, cuál es nuestra vocación y el sentido de nuestra vida.

En la celebración de las fiestas patronales se expresa particularmente lo que deseamos transmitir a las generaciones que van llegando. Queridos padres, la mejor herencia que comunicáis a vuestros hijos es la vida y la orientación para vivirla. ¿A dónde vamos a ir buscando una base sólida para nuestra existencia, si olvidamos que Dios es nuestro origen, guía y meta? «En la familia, la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia; los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia que acompañen el crecimiento en la fe de sus hijos» (Encíclica Lumen fidei, 53, del papa Francisco, escrita con la aportación del papa Benedicto ; las primeras palabras están tomadas del himno litúrgico del Oficio de las Horas para la Memoria de san Agustín, el día 28 de agosto: «Lumen intactum fidei per orbis climata spargens», (san Agustín) ‘derramó la luz de la fe por el orbe’). Padres de familia y abuelos, enseñad a rezar a vuestros hijos y nietos, y rezad con ellos. Depositad a vuestros niños en el regazo de Nuestra Señora de san Lorenzo, que es Madre de abuelos, de hijos y de nietos. La intimidad con Dios se transmite rezando, abriendo el corazón y los labios al horizonte luminoso de la fe; la actitud orante y la actitud de la fe confiada convergen. Hasta el signo de la cruz trazado con fe por los padres delante de los hijos es evangelizador; así se va suscitando en los pequeños el sentido religioso de la vida. Llevad a vuestros hijos a rezar ante la imagen de la Virgen, que es vuestra Madre del cielo y la de ellos; despertad en vuestros niños, desde el amanecer de su vida, el sentido de Dios, que será la mejor compañía de sus días. ¡Que entren pronto en comunicación con su Amigo Jesús!

La fe nos acompaña en el camino. «Por eso, si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes» (Lumen fidei, 8). En la historia de la fe, desde el Antiguo Testamento y el Nuevo, nos estimulan muchos testigos de Dios, entre los cuales emergen dos figuras señeras, Abrahán y María. Abrahán es el padre de los creyentes, y María fue elogiada por su fe (cf. Gn 12,1 ss.; 13,16; 15,5; 22,16; Hb 11,8-19; Rm 4; Ga 3,6-14; St 2,21-24; Lc 1,45; 8,21; 11,27-28) (cf. Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Mater).

María, desde el alumbramiento de Jesús en Belén como Luz del mundo, lo mostró a los pastores, a los magos y a los ancianos Simeón y Ana, símbolos de la esperanza secular de Israel. Acudamos a María, Madre del Salvador y Virgen fiel, cuando nuestra fe esté perturbada y oscurecida, para que con su amor sanen las heridas de nuestra vida, y recobremos fuerzas e ilusión para proseguir en el camino. Rodeados por los innumerables testigos de la fe, sacudámonos el lastre que nos oprime, fijos los ojos en Jesús, que inició y completa nuesta fe (cf. Hb 12,1-2). María es Madre de los creyentes, es cobijo de los hijos que viven a la intemperie, es pacificadora de los hermanos enfrentados, es puerto seguro de los náufragos. Con unas palabras del canto popular “Salve, Madre”, digámosle: «Aunque mi amor te olvidare, tú no te olvides de mí».

Desde hace tiempo estamos deseando y suspirando, clamando y reclamando puestos de trabajo; que se multiplique de manera apreciable el empleo, para que la paciencia de los desempleados no se agote, y para que el horizonte de vida de los jóvenes se despeje y puedan proyectar razonablemente su futuro. El trabajo dignifica a la persona, es importante para su reconocimiento social, y le ayuda eficazmente a ordenar su tiempo y su existencia. Ante Nuestra Señora de san Lorenzo, nos hacemos eco de esta necesidad básica que afecta a las condiciones de vida de tantos hermanos nuestros. Queremos que la oración por la que pedimos a Dios el pan de cada día esté acompañada por nuestra solidaridad generosa, que sabe compartir.

Se puede comprender cómo la egoísta, injusta e inmoral corrupción se convierte en humillación y afrenta cuando para numerosos ciudadanos disminuyen los recursos y se extiende sin parar el empobrecimiento. En cambio, el trabajo perseverante para superar la situación actual, que nos desazona; el respeto de la ética, sin la cual no hay sociedad auténticamente humana; la unión de los esfuerzos y la honradez solidaria; todo ayuda eficazmente a soportar los necesarios sacrificios. Los signos positivos que van apareciendo alimentan nuestra esperanza, que desde hace mucho tiempo está duramente probada.

La fe y el amor son inseparables, según aprendemos en el Evangelio; por eso, la fe sin obras es estéril (cf. St 2,20). Consiguientemente, «la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz». «La fe no aparta del mundo ni es ajena a los afanes concretos de los hombres de nuestro tiempo». La fe no solo ilumina el corazón de los creyentes, ni su eficacia es exclusivamente de trascendencia salvífica, ni «sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia un futuro con esperanza». «Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones que tienen como fundamento el amor de Dios» (Lumen fidei, 51). «Cuando la fe se apaga, se corre el riesgo de que los fundamentos de la vida se debiliten» (ibíd., 55). ¿Por qué no analizamos los niveles de la crisis actual para descubrir cuáles son las causas éticas y antropológicas? Gracias a la fe, la humanidad ha reconocido la dignidad única de cada persona. ¡Que nada oscurezca este descubrimiento fundamental! Gracias al amor cristiano, las relaciones entre los hombres se deben caracterizar por la fraternidad; gracias a la esperanza, las pruebas son iluminadas para caminar con ilusión.

La fe no es la solución automática de todos los males; su eficacia profunda nos alcanza de otra manera. «La luz de la fe no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo» ni los suprime. «La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una linterna, guía nuestros pasos en la noche, y eso basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña... En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz» (ibíd., 57).

Queridos hermanos, nos dirigimos a Santa María la Virgen, en la Fiesta de su Natividad, con algunas invocaciones de la oración final de la Encíclica del papa Francisco: «¡Madre, sostén nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada (...). Ayúdanos a fiarnos plenamente de Dios (...), sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz (...). Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado. Recuérdanos que quien cree nunca está solo» (ibíd., 60). Nuestra Señora de san Lorenzo, Patrona de Valladolid, aquí estamos; protege a nuestras familias, acompaña a los enfermos, guía nuestra vida, e intercede por nosotros ante el Señor.