Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Amén»

16 de septiembre de 2013


Temas: fe y amén.

Publicado: BOA 2013, 522.


El Catecismo de la Iglesia Católica dedica unos números a explicar el sentido de la palabra “Amén”, como dedica un espacio considerable al significado de las palabras “Creo” y “Creemos”. La palabra “Amén” tiene la misma raíz hebrea que la palabra “fe” (Emunah) (cf. Is 7,9; 28,16; 30,15). La raíz compartida por los dos términos quiere decir ‘solidez, estabilidad, fidelidad’. Dios es fiable en sus palabras, promesas y mandamientos; Dios es como la roca firme sobre la que podemos levantar confiadamente el edificio de nuestra vida (cf. Mt 7,21-27). Creer es decir “Amén” al Credo que sintetiza la fe de la Iglesia. Porque Dios merece la confianza suprema, es razonable cimentar la vida en su Palabra, que es inseparablemente Verdad y Amor. Por tanto, «la cuestión del conocimiento de la verdad se coloca en el centro de la fe» (Lumen fidei, 23) . Afianzarnos en Dios es garantía de serenidad y de pervivencia.

El sujeto fundamental de la fe es la Iglesia, y los creyentes hemos recibido de la Iglesia la fe; creemos en su interior, nos apoyamos en la fidelidad que el Señor le prometió y que la hace estable, compartimos la gracia de creer dentro de la familia de la fe, y participamos en la transmisión de la fe como enviados en el nombre del Señor, no como espontáneos. «Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia», rezamos en el himno Te Deum. La Iglesia extendida por todo el mundo profesa la misma y única fe. En el diálogo inicial del Bautismo, el presidente de la celebración pregunta al candidato: «¿Qué pides a la Iglesia de Dios?», y este responde: «la fe». Y en la Confirmación, después de preguntar el obispo a los confirmandos por su fe, y de haber renovado estos sus promesas bautismales, concluye el obispo: «Esta es nuestra fe; esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro». Creer es un acto primordialmente eclesial, y por ello puede ser también hondamente personal; la vida en la comunidad cristiana refuerza, no diluye, nuestra personalidad. «La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes» (Catecismo, 181).

En el catecumenado de la Iglesia antigua y en el restaurado por mandato del Concilio Vaticano II, hay dos ritos mutuamente referidos: la entrega del símbolo de la fe y la profesión del mismo símbolo de la fe (traditio symboli y redditio symboli). La Iglesia entrega la síntesis de la fe para que los catecúmenos sean gestados en ella, y estos devuelvan a la Iglesia el símbolo después de haberlo aprendido con la cabeza y el corazón, con los labios y la vida. Ambas madres, María y la Iglesia, están unidas en la misión maternal; María, que es madre de la Iglesia y de la fe cristiana, está presente junto a la fuente bautismal para engendrar en el seno de la madre Iglesia nuevos hijos; la Iglesia examina si lo que entregó le es devuelto fielmente, y puede reconocer la autenticidad de la fe transmitida y profesada.

Lo que acabamos de decir explica el sentido de la palabra “símbolo”, que se denomina también profesión de la fe: el Credo. El Símbolo de la fe es signo de identificación y de comunión de los cristianos, y consiguientemente los distingue de los no cristianos. El Símbolo de la fe es la recopilación de las creencias básicas de los cristianos, que, por ello, son contenido básico de la catequesis. En su origen, el símbolo era un objeto que se partía en dos, y esas partes se entregaban a personas diferentes. Si las dos partes antes separadas, al juntarlas de nuevo, coincidían y se acoplaban, eso era señal de que pertenecían al mismo objeto y garantía de identificación. El símbolo es una contraseña que garantiza la autenticidad; la Iglesia verifica si el Credo profesado por los catecúmenos coincide con el Credo que ella vive y les transmitió.

La palabra “Amén” no es simplemente una respuesta para salir del paso; es una palabra muy densa con raíces profundas en la Sagrada Escritura. El mismo Dios es reconocido como «el Dios del Amén» (Is 65,16), porque su fidelidad dura para siempre, cumple su palabra y no se arrepiente de sus promesas. Sin detenernos ahora en el sentido del “Amén” con el que Jesús declara autorizadamente la voluntad de Dios (cf. Mt 5,18; 18,31), nos fijamos en que el mismo Jesucristo recibe ese nombre: «Esto dice el Amén, el testigo fiel y veraz» (Ap 3,14). «Todas las promesas de Dios han alcanzado su “sí” en Jesucristo. Así, por medio de Él, decimos nuestro “Amén” a Dios» (2Co 1,20). El ministerio apostólico, que Pablo desempeña junto con sus colaboradores, no es un servicio titubeante entre el “sí” y el “no” al Evangelio, sino un espejo de la fidelidad de Dios, manifestada en Jesucristo (cf. 2Tm 2,13). La Iglesia, tanto en la evangelización como en las pruebas, pronuncia el “Amén” junto con los elegidos del cielo (cf. Ap 7,12), en alabanza de Dios, por los siglos de los siglos (cf. Ap 22,21-22).

La palabra “Amén” no es simple deseo, como a veces puede sugerir su traducción ‘así sea’; nos adherimos confiadamente con el corazón y con los labios a la fidelidad de Dios, manifestada en Jesucristo y recibida personalmente por cada cristiano en el Espíritu Santo que se nos ha dado. Decir “Amén” al terminar la recitación del Credo significa que el creyente acepta como verdadero lo profesado y reconoce al mismo Dios, sumamente digno de crédito y de confianza. Es un “sí” obediente a Dios, glorificación de su fidelidad, alabanza de la gloria de su gracia, y compromiso de cara al futuro, ya que las palabras de Dios no son vacías, sino leales, vivas y creadoras (cf. Rm 1,25; Ga 1,5; 2P 3,8; Hb 4,12; 13,21; Ap 7,11). El “Amén” del pueblo apuesta por la promesa del cumplimiento de la Ley (cf. Dt 27,15-26; Ne 5,13). La Palabra del Dios viviente suscita vida, otorga valentía, conforta y consuela.

El “Amén” a Dios apoyándonos en su Palabra debe ayudarnos a ir a contracorriente de la “cultura de lo provisional” (papa Francisco). El “sí” del hombre a Dios por la fe y por el amor nos da fuerzas para perseverar en el seguimiento de Jesús y en la vocación, para no ser víctimas de los vientos que soplen en cada momento, y para no ceder a los sentimientos inconstantes del corazón. La perseverancia humilde y sacrificada es admirable también para quienes, al parecer, se niegan a vivirla.

«Si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino de los hombres creyentes» (Encíclica Lumen fidei, 8). En esta caravana de testigos (cf. Hb 12,1) están Abrahán, Moisés, la Virgen María, su esposo san José, Pablo, los Apóstoles, los mártires y los santos. María dijo “sí” a Dios, puso en sus manos la llave de la libertad, concedió a Dios un crédito ilimitado: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). María es dichosa porque ha creído (cf. Lc 1,45), mostrándonos que en la fe hay un surtidor inagotable de gozo y de alegría (cf. Rm 15,13).

Terminamos con unas palabras de la oración a la Virgen María que concluye la Encíclica Lumen fidei (n. 60): «¡Madre, sostén nuestra fe! Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada (...). Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe (...). Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado. Recuérdanos que quien cree no está nunca solo. Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que Él sea luz en nuestro camino».