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Catequesis

Audiencia General - Año de la fe 2012-2013

Iglesia, santa

2 de octubre de 2013


Temas: Iglesia (santidad).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2013/documents/papa-francesco_20131002_udienza-generale.html

Publicado: BOA 2013, 575.


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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Credo, después de haber profesado: «Creo en la Iglesia, una», añadimos el adjetivo “santa”; es decir, afirmamos la santidad de la Iglesia, y esta es una característica que ha estado presente desde los inicios en la conciencia de los primeros cristianos, quienes se llamaban simplemente “los santos” (cf. Hch 9,13.32.41; Rm 8,27; 1Co 6,1), porque tenían la certeza de que la acción de Dios, el Espíritu Santo, es quien santifica a la Iglesia.

¿Pero en qué sentido es santa la Iglesia si vemos que la Iglesia histórica, en su camino a lo largo de los siglos, ha tenido tantas dificultades, problemas, momentos oscuros? ¿Cómo puede ser santa una Iglesia formada por seres humanos, por pecadores? Hombres pecadores, mujeres pecadoras, sacerdotes pecadores, religiosas pecadoras, obispos pecadores, cardenales pecadores, papa pecador... todos. ¿Cómo puede ser santa una Iglesia así?

Para responder a la pregunta, desearía dejarme guiar por un pasaje de la Carta de san Pablo a los cristianos de Éfeso. El Apóstol, tomando como ejemplo las relaciones familiares, afirma que «Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa» (Ef 5,25-26). Cristo amó a la Iglesia, entregándose Él mismo en la cruz. Y eso significa que la Iglesia es santa porque procede de Dios, que es santo, le es fiel y no la abandona en manos de la muerte y del mal (cf. Mt 16,18). Es santa porque Jesucristo, el Santo de Dios (cf. Mc 1,24), está unido de modo indisoluble a ella (cf. Mt 28,20); es santa porque está guiada por el Espíritu Santo, que purifica, transforma y renueva. No es santa por nuestros méritos, sino porque Dios la hace santa, y es fruto del Espíritu Santo y de sus dones. No somos nosotros quienes la hacemos santa; es Dios, el Espíritu Santo, quien con su amor hace santa a la Iglesia.

Me podréis decir: “Pero la Iglesia está formada por pecadores; lo vemos a diario”. Y eso es verdad: somos una Iglesia de pecadores; y nosotros, pecadores, estamos llamados a dejarnos transformar, renovar y santificar por Dios. A lo largo de la historia, algunos han tenido la tentación de afirmar que la Iglesia es solo la Iglesia de los puros, de los que son totalmente coherentes, y que a los demás hay que alejarles. ¡Eso no es verdad! ¡Eso es una herejía! La Iglesia, que es santa, no rechaza a los pecadores, no nos rechaza a todos nosotros; no rechaza porque llama a todos y les acoge, también a los más lejanos; llama a todos a dejarse envolver por la misericordia, por la ternura y por el perdón del Padre, que ofrece a todos la posibilidad de encontrarle, de caminar hacia la santidad. “Padre, soy un pecador, tengo grandes pecados, ¿cómo puedo sentirme parte de la Iglesia?”. Querido hermano, querida hermana: eso es precisamente lo que desea el Señor, que tú le digas: “Señor, estoy aquí, con mis pecados”. ¿Alguno de vosotros está aquí sin sus pecados? Ninguno, ninguno de nosotros. Todos llevamos con nosotros nuestros pecados. Pero el Señor quiere oír que le decimos: “Perdóname, ayúdame a caminar, transforma mi corazón”. Y el Señor puede transformar el corazón. El Dios que encontramos en la Iglesia no es un juez despiadado, sino que es como el Padre de la parábola evangélica; y tú puedes ser como el hijo que ha dejado la casa, que ha tocado fondo en la lejanía de Dios. Cuando tienes la fuerza de decir “quiero volver a casa”, hallas la puerta abierta; Dios te sale al encuentro porque te espera siempre, te abraza, te besa y hace fiesta. Así es el Señor, así es la ternura de nuestro Padre celestial. El Señor nos quiere parte de una Iglesia que sabe abrir los brazos para acoger a todos; que no es la casa de unos pocos, sino la casa de todos, donde todos pueden ser renovados, transformados y santificados por su amor: los más fuertes, los más débiles, los pecadores, los indiferentes, y quienes se sienten desalentados y perdidos. La Iglesia ofrece a todos la posibilidad de recorrer el camino de la santidad, que es el camino del cristiano: nos hace encontrar a Jesucristo en los sacramentos, especialmente en la Confesión y en la Eucaristía; nos comunica la Palabra de Dios; y nos hace vivir en la caridad, en el amor de Dios hacia todos. Preguntémonos entonces: ¿nos dejamos santificar? ¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos abiertos a los pecadores, que da valentía y esperanza, o somos una Iglesia cerrada en sí misma? ¿Somos una Iglesia en la que se vive el amor de Dios, en la que se presta atención al otro, y en la que rezamos unos por otros?

Una última pregunta: ¿qué puedo hacer yo, que me siento débil, frágil y pecador? Dios te dice: no tengas miedo de la santidad; no tengas miedo de apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios; no tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios. Cada cristiano está llamado a la santidad (cf. Constitución Dogmática Lumen gentium, 39-42) , y la santidad no consiste sobre todo en hacer cosas extraordinarias, sino en dejar actuar a Dios. Es el encuentro de nuestra debilidad con la fuerza de su gracia, es tener confianza en su acción, lo que nos permite vivir en la caridad y hacer todo con alegría y humildad, para gloria de Dios y en servicio al prójimo. Hay una frase célebre del escritor francés Léon Bloy, que dijo en los últimos momentos de su vida: «Existe una sola tristeza en la vida, la de no ser santos». No perdamos la esperanza en la santidad; recorramos todos este camino. ¿Queremos ser santos? El Señor nos espera a todos con los brazos abiertos; nos espera para acompañarnos en este camino de la santidad. Vivamos con alegría nuestra fe y dejémonos amar por el Señor; pidamos a Dios en la oración ese don, para nosotros y para los demás.

(Saludo a los peregrinos de lengua española)