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Exhortación Apostólica

Evangelii gaudium,
sobre el anuncio del Evangelio
en el mundo actual

24 de noviembre de 2013


Temas: alegría (nueva evangelización y transmisión de la fe); Iglesia (conversión y misión); mundo actual (economía y cultura), y agente pastoral; evangelización (Pueblo de Dios, homilía, predicación y kerigma); compromiso (pobreza, bien común y paz social, y diálogo); y evangelizador (motivaciones y María).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html

Publicado: BOA 2013, 705.


  • (Introducción)
  • Capítulo Primero Transformación misionera de la Iglesia
  • Capítulo Segundo En la crisis del compromiso comunitario
  • Capítulo Tercero Anuncio del Evangelio
  • Capítulo Cuarto Dimensión social de la evangelización
  • Capítulo Quinto Evangelizadores con espíritu
  • Notas

    |<  <  >  >|Notas

    1. La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años.

    I. Alegría que se renueva y se comunica

    2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es caer en una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se cierra en sus propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente; muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Así no es posible llevar una vida digna y plena; ese no es el deseo de Dios para nosotros; esa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.

    3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría que nos da el Señor»1. Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Ese es el momento para decirle a Jesucristo: “Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor; pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor; acéptame una vez más entre tus brazos redentores”. ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete; nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga ese amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús; no nos declaremos muertos nunca, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida, que nos lanza hacia adelante!

    4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado, saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (Is 9,2); y anima a los habitantes de Sion a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (Is 12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un monte alto, alegre mensajero para Sion; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (Is 40,9). La creación entera participa de esa alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y se ha compadecido de sus pobres» (Is 49,13).

    Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sion; grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za 9,9). Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, como poderoso Salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades, trátate bien (…) No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!

    5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41), y en su canto, María proclama: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Esta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20), e insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después, ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (Hch 2,46). Por donde pasaban los discípulos, había «una gran alegría» (Hch 8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (Hch 13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso su camino» (Hch 8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (Hch 16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en esa corriente de alegría?

    6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la vida, que a veces son muy duras; se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser amado infinitamente, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha (…). Pero traigo algo a la memoria, algo que me hace esperar: que el amor del Señor no se ha acabado, que no se ha agotado su ternura; mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! (…). Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).

    7. La tentación aparece frecuentemente bajo la forma de excusas y quejas, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría»2. Puedo decir que los gozos más bellos y espontáneos que he visto en mis años de vida son de personas muy pobres que tienen poco a lo que aferrarse. También recuerdo la alegría genuina de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios, que se nos manifestó en Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»3.

    8. Solo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora, porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido a la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?

    II. Dulce y confortadora alegría de evangelizar

    9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una liberación profunda adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien arraiga y se desarrolla; por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de Cristo nos apremia» (2Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1Co 9,16).

    10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida se acrecienta dándola, y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»4. Cuando la Iglesia convoca a la tarea evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que es entregada para dar vida a los demás. Eso es, en definitiva, la misión»5. Por consiguiente, un evangelizador no debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas (…). Y ojalá el mundo actual —que busca, a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes o desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»6.

    Eterna novedad

    11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará el vigor; subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap 14,6), y es «el mismo, ayer, hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la inmensa riqueza de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan profunda e inmensa que, por mucho que sepa el alma de ella, siempre puede entrar más adentro»7. O bien, como afirmaba san Ireneo: «(Cristo), en su venida, ha traído consigo toda novedad»8. Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad, y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo, y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda acción evangelizadora auténtica es siempre “nueva”.

    12. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús es «el primer y más grande evangelizador»9. En cualquier forma de evangelización, la primacía es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios mismo, misteriosamente, quiere producir; la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1Co 3,7). Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante que compromete nuestra vida entera; nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo.

    13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar “deuteronómica”, en analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria eclesial cotidiana de la Pascua, en la que nos va introduciendo cada vez más profundamente (cf. Lc 22,19). La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles nunca olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Eran como las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1); entre ellos, se destacan algunas personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos líderes que os anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente “alguien que recuerda”.

    III. Nueva evangelización para la transmisión de la fe

    14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de los tiempos, se celebró del 7 al 28-10-2012 la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, cuyo tema fue “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” . Allí se recordó que la nueva evangelización nos implica a todos, y que se realiza fundamentalmente en tres ámbitos10:

    En primer lugar, el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna»11. También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y sincera y la expresan de diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, para que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.

    En segundo lugar, el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo»12, no pertenecen de corazón a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se esfuerza para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.

    Finalmente, la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen derecho a recibir el Evangelio, y los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie; no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello u ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo, sino «por atracción»13.

    15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo, «porque esa es la tarea primordial de la Iglesia»14. La actividad misionera «representa aún hoy en día el “mayor desafío” para la Iglesia»15, y «la causa misionera debe ser la primera»16. ¿Qué sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la acción misionera es el paradigma de todas las obras de la Iglesia. En esta línea, los obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos, en espera pasiva, en nuestros templos»17, y que hace falta pasar «de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera»18. Esta tarea sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).

    Propuesta y límites de esta Exhortación

    16. Acepté con gusto la petición de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación19. Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del Sínodo; también he consultado a diversas personas, y procuro además expresar las preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la obra evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas relacionados con la evangelización en el mundo actual que podrían desarrollarse aquí, pero he renunciado a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y de cuidadosa profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal un juicio definitivo o completo sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios; en este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable “descentralización”.

    17. He optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de la Constitución Dogmática Lumen gentium , decidí detenerme largamente, entre otros temas, en las siguientes cuestiones:

  • a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
  • b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
  • c) La Iglesia entendida como totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
  • d) La homilía y su preparación.
  • e) La inclusión social de los pobres.
  • f) La paz y el diálogo social.
  • g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
  • 18. Me he extendido en esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo he hecho con la intención de ofrecer un tratado, sino solo para mostrar la importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador que invito a asumir en cualquier actividad que se realice, para que, de esa manera, podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!» (Flp 4,4).

    Capítulo Primero
    Transformación misionera de la Iglesia

    |<  <  >  >|Notas

    19. La evangelización obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo momento y por todas partes, de manera que la fe en Él llegue a cada rincón de la tierra.

    I. Iglesia en salida

    20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de “salida” que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó la llamada a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó la llamada de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo hacia la tierra prometida (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo: «Irás donde yo te envíe» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar esta llamada: salir de la comodidad y atrevernos a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.

    21. La alegría del Evangelio, que llena la vida de la comunidad de los discípulos, es una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17); la vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21); y la sienten, llenos de admiración, los primeros que se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua» (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto, pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido» (Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se queda a dar más explicaciones o hacer más signos, sino que el Espíritu lo conduce hacia otros pueblos.

    22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola, también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera y de formas muy diversas, que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.

    23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y la comunión «se configura esencialmente como comunión misionera»20. Fiel al modelo del Maestro, hoy es vital que la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin excusas y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie; así se lo anuncia el ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua y pueblo» (Ap 14,6).

    Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar

    24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que “primerean”, que se involucran, que acompañan, que fructifican y que festejan. “Primerear”, tomar la iniciativa: disculpad este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor ha tomado la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza expansiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear!

    Como consecuencia, la Iglesia sabe “involucrarse”. Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos, pero luego dice a los discípulos: «Seréis felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, acorta distancias, se rebaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, sintiendo la carne sufriente de Cristo en los demás. Los evangelizadores tienen así “olor a oveja”, y las ovejas escuchan su voz.

    Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a “acompañar”: acompaña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que sean; sabe de esperas largas y de aguante apostólico. En la evangelización son muy importantes la paciencia y la despreocupación por el tiempo disponible.

    Fiel al don del Señor, también sabe “fructificar”. La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda; cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no se enfada ni se desespera; encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o estén inacabados. El discípulo sabe dar su vida entera y arriesgarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su fuerza liberadora y renovadora.

    Por último, la comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe “festejar”. Celebra y festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización. La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia, en medio de la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado impulso de entrega.

    II. Pastoral en conversión

    25. No ignoro que los documentos no despiertan hoy el mismo interés que en otras épocas, y son rápidamente olvidados. No obstante, destaco que lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido programático y consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no nos sirve una «simple administración»21; debemos ponernos en «estado permanente de misión»22 en todas las regiones de la tierra.

    26. Pablo VI invitó a ampliar la llamada a la renovación, para expresar con fuerza que no se dirige solo a los individuos aislados, sino a la Iglesia entera. Recordemos ese memorable texto, que no ha dejado de interpelarnos con fuerza: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio (…). De esa conciencia iluminada y operante brota el deseo espontáneo de comparar la imagen ideal de la Iglesia —tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como Esposa suya, santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)— y el rostro real que presenta hoy la Iglesia (…). Brota, por lo tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí»23.

    El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo: «Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a su vocación (…). Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una reforma perenne, de la que la Iglesia misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad»24.

    Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar el dinamismo evangelizador; igualmente, las buenas estructuras sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva ni espíritu evangélico auténtico, sin “fidelidad de la Iglesia a su propia vocación”, cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.

    Inaplazable renovación eclesial

    27. Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y todas las estructuras eclesiales se conviertan en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual, más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral solo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras; que la pastoral ordinaria, en todas sus instancias, sea más expansiva y abierta; que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida, y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II a los obispos de Oceanía, «toda renovación en el seno de la Iglesia debe tender a la misión como objetivo, para no quedar atrapada en una especie de introversión eclesial»25.

    28. La parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas, que requieren la docilidad y la creatividad misionera del pastor y de la comunidad. Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es capaz de reformarse y de adaptarse continuamente, seguirá siendo «la misma Iglesia que vive en las casas de sus hijos y de sus hijas»26. Esto supone que esté realmente en contacto con los hogares y con la vida del pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la gente, o en un grupo de elitistas que se miran a sí mismos. La parroquia es presencia eclesial en el territorio, y ámbito de la escucha de la Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del anuncio, de la caridad generosa, de la adoración y de la celebración27. A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus miembros para que sean agentes de evangelización28; es comunidad de comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir caminando, y centro de constante envío misionero. Pero tenemos que reconocer que la llamada a la revisión y renovación de las parroquias todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más cerca de la gente, sean ámbitos de viva comunión y participación, y se orienten completamente a la misión.

    29. Las demás instituciones eclesiales, comunidades de base, pequeñas comunidades, movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza de la Iglesia que el Espíritu suscita para evangelizar todos los ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo fervor evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la Iglesia, pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica que es la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en la pastoral orgánica de la Iglesia particular29. Esa integración evitará que se queden solo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces.

    30. Las Iglesias particulares, porciones de la Iglesia católica bajo la guía de sus respectivos obispos, también están llamadas a la conversión misionera. Ellas son los sujetos primarios de la evangelización30, ya que son la manifestación concreta de la única Iglesia en cada lugar del mundo, y en ellas «verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica»31. Son la Iglesia encarnada en un espacio determinado, y están provistas de todos los medios de salvación dados por Cristo, pero con un rostro local. Su alegría de comunicar a Jesucristo se expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en los lugares más necesitados como en una salida constante hacia las periferias de su propio territorio o hacia los nuevos ámbitos socioculturales32, y procuran estar siempre allí donde más hagan falta la luz y la vida del Resucitado33. A fin de que este impulso misionero sea cada vez más intenso, generoso y fecundo, exhorto también a las Iglesias particulares a entrar en un proceso decidido de discernimiento, purificación y reforma.

    31. El obispo debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia diocesana siguiendo siempre el ideal de las primeras comunidades cristianas, donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4,32). Para eso, a veces estará delante, para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo; otras veces estará simplemente en medio de todos, con su cercanía sencilla y misericordiosa; y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo, para ayudar a los rezagados y, sobre todo, porque el rebaño tiene su propio olfato para encontrar nuevos caminos. En su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera, tendrá que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de participación que propone el Código de Derecho Canónico34 y de otras formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a todos, y no solo a algunos siempre dispuestos a hacer halagos. Pero el objetivo de esos procesos participativos no será principalmente la organización eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos.

    32. Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias sobre el ejercicio de mi ministerio que lo vuelvan más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización. El papa Juan Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una forma del ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva»35. Hemos avanzado poco en ese sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escuchar la llamada a una conversión pastoral. El Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarcales, las conferencias episcopales pueden «desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el sentimiento colegial tenga una aplicación concreta»36. Pero ese deseo no se ha realizado plenamente, ya que todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna autoridad doctrinal auténtica37. Una centralización excesiva, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera.

    33. La pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”. Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía las orientaciones de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en un discernimiento pastoral sabio y realista.

    III. Desde el corazón del Evangelio

    34. Si pretendemos poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la selección interesada de contenidos que realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos secundarios; de ahí que algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da sentido. El mayor problema se produce cuando el mensaje que anunciamos acaba apareciendo identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo. Entonces, conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos, o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio, que le otorga sentido, hermosura y atractivo.

    35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad ni verdad, y se vuelve así más contundente y radiante.

    36. Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes, por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental, lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las verdades de la doctrina católica, por ser distinta su conexión con el fundamento de la fe cristiana»38. Eso vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.

    37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía de las virtudes y de los actos que proceden de ellas39. Lo que cuenta ante todo es «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu: «El elemento principal de la nueva ley es la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor»40. Por ello, explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma, la misericordia es la mayor de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en los demás y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es propio de la virtud superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual su omnipotencia resplandece de modo máximo»41.

    38. Es importante extraer consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo, hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una proporción adecuada en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si a lo largo de un año litúrgico un párroco habla diez veces sobre la templanza y solo dos o tres sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción que ensombrece precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, o más del papa que de la Palabra de Dios.

    39. Así como la organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es negada; no hay que alterar la integridad del mensaje del Evangelio. Es más, cualquier verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y, en ese contexto, todas las verdades tienen su importancia y se iluminan entre sí. Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación no se debe ensombrecer bajo ninguna circunstancia! Todas las virtudes están al servicio de esa respuesta de amor. Si dicha invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y ahí está nuestro peor peligro, porque no se anunciará propiamente el Evangelio, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener “olor a Evangelio”.

    IV. Misión que se encarna en los límites humanos

    40. La Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la verdad. La tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a «madurar el juicio de la Iglesia»42, como también lo hacen, de otro modo, las demás ciencias. Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo, Juan Pablo II dijo que la Iglesia presta atención a sus aportaciones «para sacar indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de Magisterio»43. Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y en el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una imperfecta dispersión; pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio44.

    41. Al mismo tiempo, los enormes y veloces cambios culturales requieren que prestemos una atención constante para intentar expresar las verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente novedad, pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa es la sustancia (…) y otra la manera de formular su expresión»45. A veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano, en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no es verdaderamente cristiano; de ese modo, somos fieles a una formulación, pero no entregamos la sustancia: ese es el riesgo más grave. Recordemos que «la expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado»46.

    42. Esto tiene una gran incidencia en el anuncio del Evangelio, si de verdad tenemos el propósito de que su belleza pueda ser mejor percibida y acogida por todos. De cualquier modo, nunca podremos convertir las enseñanzas de la Iglesia en algo comprendido fácilmente o valorado positivamente por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz, alguna oscuridad, que no le quita la firmeza a la adhesión a ella. Hay cosas que solo se comprenden y valoran desde esa adhesión, que es hermana del amor, más allá de la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos. Por ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la actitud evangelizadora que despierta la adhesión del corazón con la cercanía, el amor y el testimonio.

    43. En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ya no prestan el mismo servicio de cara a la transmisión del Evangelio; no tengamos miedo a revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas, pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios «son poquísimos»47. Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» ni convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando «la misericordia de Dios quiso que fuera libre»48. Esta advertencia, hecha hace muchos siglos, tiene una tremenda actualidad, y debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar en una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita llegar realmente a todos.

    44. Por otra parte, ni los pastores ni los fieles que acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios deben olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la Iglesia Católica : «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales»49.

    Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia los pasos que puedan irse dando progresivamente en el crecimiento de las personas50. Recuerdo a los sacerdotes que el confesionario no debe ser una sala de torturas, sino el lugar de la misericordia del Señor, que nos estimula a hacer todo el bien posible. Un pequeño paso en medio de las grandes limitaciones humanas puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente correcta de quien pasa sus días sin afrontar dificultades importantes. A todos les debe llegar el consuelo y el estímulo del amor salvífico de Dios, que actúa misteriosamente en cada persona, más allá de sus defectos y caídas.

    45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites del lenguaje y de las circunstancias, y procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien ni a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con los débiles (…), todo para todos» (1Co 9,22); nunca se encierra, nunca se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y por eso no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino.

    V. Madre de corazón abierto

    46. La Iglesia “en salida” es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo ni sentido; muchas veces se trata más bien de detener el paso y dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó a un lado del camino. A veces hay que ser como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad.

    47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes; de ese modo, si alguien, movido por el Espíritu, se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es “la puerta”, el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles51. Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como controladores y no como facilitadores de la gracia, pero la Iglesia no es una aduana, sino la casa paterna, donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas.

    48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos, sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio»52, y la evangelización que reciben gratuitamente es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin rodeos que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres: nunca debemos dejarlos solos.

    49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que he dicho muchas veces a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por su posición y que termine atrapada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar a nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz ni el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los proteja, y sin un horizonte de sentido o de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa protección, en las normas que nos vuelven jueces implacables, o en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).

    Capítulo Segundo
    En la crisis del compromiso comunitario

    |<  <  >  >|Notas

    50. Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la acción evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un “exceso de diagnóstico”, que no siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables. Por otra parte, tampoco nos serviría una mirada puramente sociológica, que con su metodología podría pretender abarcar toda la realidad de una manera supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea de un discernimiento evangélico; es la mirada del discípulo misionero, que se «alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo»53.

    51. No es función del papa ofrecer un análisis detallado y completo sobre la realidad contemporánea; aliento a todas las comunidades a tener una «capacidad siempre vigilante de estudiar los signos de los tiempos»54. Se trata de una responsabilidad importante, ya que algunas realidades del presente, si no son bien atendidas, pueden desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es preciso distinguir entre aquello que puede ser un fruto del Reino y aquello que atenta contra el proyecto de Dios; esto implica no solo discernir e interpretar cada caso, sino —y aquí radica lo decisivo— elegir lo primero y rechazar lo segundo. Doy por conocidos los diversos análisis que ofrecieron otros documentos del Magisterio universal, así como los que han propuesto los episcopados regionales y nacionales. En esta Exhortación solo pretendo detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden en los sujetos que participan de un modo más directo en las instituciones eclesiales y en las tareas evangelizadoras.

    I. Algunos desafíos del mundo actual

    52. La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, los de los ámbitos de la salud, de la educación y de la comunicación; sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los llamados países ricos; la alegría de vivir se apaga frecuentemente; la falta de respeto y la violencia crecen; y la desigualdad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir, y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados y acumulativos que se vienen dando en el desarrollo científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus aplicaciones en distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y de la información, origen de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.

    No a una economía de la exclusión

    53. Así como el mandamiento de “no matarás” pone un límite claro que asegura el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir “no a una economía de la exclusión y de la desigualdad”; esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muera de frío un anciano sin techo y que sí lo sea una caída de dos puntos de la bolsa: eso es exclusión. No se puede tolerar que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre: eso es desigualdad. Hoy, todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar; hemos dado inicio a la cultura del “descarte”, que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión, queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella debajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados”, sino desechos, “sobrantes”.

    54. En este contexto, algunos defienden todavía la teoría del “derrame favorable”, que supone que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor igualdad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los sacralizados mecanismos del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o el entusiasmo por ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores ajenos; ya no lloramos ante el drama de los demás, ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia, y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera.

    No a la nueva idolatría del dinero

    55. Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos tiene en su origen una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos: la adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) tiene una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro ni un objetivo verdaderamente humanos. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, las graves carencias de su orientación antropológica, que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo.

    56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera; de ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de desarrollar el potencial de sus economías y a los ciudadanos de tener su poder adquisitivo real. A todo ello se añaden una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales; el afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.

    No a un dinero que gobierna en lugar de servir

    57. Tras esta actitud se esconde el rechazo a la ética y el rechazo a Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón; se la considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder; y se la siente como una amenaza, pues condena la manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del mercado. Para estas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su realización plena y a su independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética —una ética no ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la Antigüedad: «No compartir los bienes con los pobres es robarles y quitarles la vida. Los bienes que tenemos no son nuestros, sino suyos»55.

    58. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El papa ama a todos, ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar, respetar y promocionar a los pobres. Os exhorto a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y de las finanzas a una ética en favor del ser humano.

    No a la desigualdad que genera violencia

    59. Actualmente se reclama mayor seguridad. Pero, mientras no se reviertan la exclusión y la desigualdad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos, será imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres, pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano llevará a su explosión. Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona en la periferia a una parte de sí misma, ningún programa político o recurso policial o de inteligencia puede asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la desigualdad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema, sino también porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su fuerza dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social, por más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de destrucción y de muerte; con el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado “fin de la historia”, ya que las condiciones para un desarrollo sostenible y en paz todavía no están adecuadamente planteadas ni realizadas.

    60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero el consumismo desenfrenado, unido a la desigualdad, es doblemente dañino para el tejido social; la desigualdad genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentísticas no resuelven ni resolverán jamás. Estas solo sirven para pretender engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con generalizaciones indebidas, y pretenden encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción, profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología política de sus gobernantes.

    Algunos desafíos culturales

    61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos desafíos que pueden presentarse56. A veces se manifiestan en verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de persecución a los cristianos, las cuales han alcanzado en algunos países niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y con la crisis de las ideologías que ha surgido como reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica solo a la Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una cultura en la que cada uno quiere ser el portador de su propia verdad subjetiva hace difícil que los ciudadanos deseen integrarse en un proyecto común, más allá de los beneficios y deseos personales.

    62. En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial y lo provisional; lo real cede el lugar a lo aparente. En muchos países, la globalización ha significado un deterioro acelerado de las raíces culturales, con la invasión de tendencias pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así lo han manifestado en distintos sínodos los obispos de varios continentes. Los obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar mayoritariamente dirigidos desde los países del Norte, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural»57. Igualmente, los obispos de Asia «subrayaron la influencia que se ejerce desde el exterior sobre las culturas asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta que son el resultado de una exposición excesiva a los medios de comunicación social (…). Eso tiene como consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los medios de comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales»58.

    63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy al desafío de la proliferación de nuevos movimientos religiosos; algunos tienden al fundamentalismo, y otros parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto es el resultado, por una parte, de una reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista e individualista, y, por otra parte, de las carencias de la población que vive en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su penetración sutil, vienen a llenar, dentro del individualismo imperante, el vacío dejado por el racionalismo secularista. Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y un clima poco acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de evangelización.

    64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y a la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social, y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente en las etapas de la adolescencia y de la juventud, tan vulnerables a los cambios. Como bien indican los obispos de Estados Unidos, mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan esa enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los derechos absolutos de los individuos. Bajo ese punto de vista, se percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como si interfiriera con la libertad individual»59. Vivimos en una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos al mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales; por consiguiente, se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de maduración en valores.

    65. A pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos países —incluso donde el cristianismo es minoría— la Iglesia católica es una institución creíble ante la opinión pública y confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más necesitados. En repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común.

    66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y grupos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave, porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a un grupo, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de satisfacción emocional que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero la aportación indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan los obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos, que aceptan entrar en una unión de vida total»60.

    67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerra y enfrentamiento, los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas formas de asociación para la defensa de derechos y para la consecución de objetivos nobles; así se manifiesta la sed de participación de los numerosos ciudadanos que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.

    Desafíos de la inculturación de la fe

    68. El sustrato cristiano de algunos pueblos —sobre todo occidentales— es una realidad viva; ahí, y especialmente en los más necesitados, encontramos una reserva moral que guarda valores de auténtico humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo; sería desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos en los lugares donde una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que unas “semillas del Verbo”, ya que se trata de una auténtica fe católica, con modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos frente a los embates del secularismo actual que una mera suma de creyentes. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida.

    69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos desconocer, sin embargo, que siempre hay una llamada al crecimiento. Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc.; pero precisamente la piedad popular es el mejor punto de partida para sanarlas y liberarlas.

    70. También es cierto que a veces se coloca el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana, en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en realidad no responde a una auténtica “piedad popular”. Algunos promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción social ni por la formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el pueblo católico; es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos ni les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado alentado por el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística a la fe en un escenario religioso plural.

    Desafíos de las culturas urbanas

    71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realizará en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas; Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad y el deseo de bien, de verdad y de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada; Dios no se oculta ante aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.

    72. En la ciudad, lo religioso se expresa en diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas, muchas veces los ciudadanos luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso; necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed (cf. Jn 4,7-26).

    73. Continúan gestándose nuevas culturas en esas enormes geografías humanas en las que el cristiano ya no suele ser una persona influyente, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las transformaciones de esas grandes áreas y su cultura son un lugar privilegiado de la nueva evangelización61. Esto requiere imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la influencia de los medios de comunicación de masas, no son ajenos a esas transformaciones culturales, que también provocan cambios significativos en sus modos de vida.

    74. Se hace necesaria una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los demás y con el entorno, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos acontecimientos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede observarse un entramado en el que grupos de personas comparten imaginación y sueños para su vida, y se constituyen en nuevos sectores humanos, en territorios culturales o en ciudades invisibles; diversas formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de su vida personal y familiar, son muchísimos los “no ciudadanos”, los “ciudadanos a medias” o los “sobrantes urbanos”. La ciudad posee una especie de ambivalencia permanente, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos infinitas posibilidades, también causa numerosas dificultades para el desarrollo pleno de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos lacerantes, y, en muchos lugares del mundo, las ciudades son el escenario de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son interpretadas adecuadamente, no podrán acallarse por la fuerza.

    75. No podemos ignorar que en las ciudades se desarrollan con facilidad el tráfico de drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de ancianos y enfermos, y diversas formas de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad, se convierte frecuentemente en lugar de huidas y de desconfianzas mutuas; las casas y los barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar e integrar. La proclamación del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y completo de la vida humana que propone el Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debemos darnos cuenta de que un programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no son aptos para esta realidad. Vivir a fondo lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura y en cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.

    II. Tentaciones de los agentes pastorales

    76. Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos agentes pastorales, desde los obispos hasta quienes realizan el más sencillo y desconocido de los servicios eclesiales; me gustaría más bien reflexionar acerca de los desafíos a los que todos ellos se enfrentan en medio de la actual cultura globalizada. Pero tengo que decir, en primer lugar y como deber de justicia, que la aportación de la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a mucha gente a curarse o a morir en paz en hospitales precarios, acompañan a personas esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, se desgastan en la educación de niños y jóvenes, cuidan ancianos abandonados por todos, tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, y se entregan de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con alegría; ese testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.

    77. No obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados de algún modo por la cultura globalizada actual, que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas posibilidades, también puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales, «lugares donde regenerar la fe en Jesús crucificado y resucitado, donde compartir las preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas, y donde discernir en profundidad y con criterios evangélicos sobre la existencia y experiencia de cada uno, con la finalidad de orientar hacia lo bueno y lo bello las elecciones individuales y sociales»62. Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas tentaciones que afectan particularmente a los agentes pastorales en la actualidad.

    Sí al desafío de una espiritualidad misionera

    78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la identidad propia. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos, que brindan cierto alivio, pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo ni la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.

    79. La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales transmiten a veces una marcada desconfianza y un cierto desencanto hacia el mensaje de la Iglesia. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con lo que son ni con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión evangelizadora, y eso debilita la entrega; terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas, y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.

    80. En los agentes pastorales se desarrolla, más allá del estilo espiritual o de la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal; tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras, que determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no han recibido el anuncio no existieran. Llama la atención que incluso quienes aparentemente poseen convicciones doctrinales y espirituales sólidas suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades económicas o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero!

    No a la pereza egoísta

    81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, que las parroquias consigan catequistas capacitados y que perseveren en la tarea durante varios años; y algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una respuesta alegre al amor de Dios, que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el sabor de la misión y quedan sumidos en una pereza paralizante.

    82. El problema no es tanto el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas ni una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen; no se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado. Esta pereza pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar lo que cuesta la evolución de los procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva a prestar más atención a la organización que a las personas, y así entusiasmarse más por la “hoja de ruta” que por la ruta misma. Y otros caen en la pereza por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida; el inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.

    83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el pragmatismo gris de la vida cotidiana de la Iglesia, en el cual aparentemente todo transcurre con normalidad, pero en realidad la fe va desgastándose y degenerando en intolerancia»63. Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la tentación constante de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio»64. Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que solo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo eso, me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!

    No al pesimismo estéril

    84. La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega ni nuestro fervor; mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que derrama siempre el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua, y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11-10-1962: «A veces llegan a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la medida, y que no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina (…). Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, que anuncian siempre acontecimientos infaustos, como si el fin de los tiempos fuera inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres, pero más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e inesperados; pues todo, aun las adversidades humanas, aquella lo dispone para mayor bien de la Iglesia»65.

    85. Una de las tentaciones más importantes que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara avinagrada. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo; el que comienza sin confiar ya ha perdido la mitad de la batalla y ha enterrado sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las fragilidades propias, hay que seguir adelante sin darse por vencidos, y recordar lo que el Señor le dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu derrotista es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica.

    86. Es cierto que en algunos lugares se ha producido una “desertificación espiritual”, fruto de los proyectos de sociedades que quieren construirse sin Dios o que destruyen sus raíces cristianas. Allí, «el mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena»66. En otros casos, la resistencia violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi a escondidas en el país que aman; esa es otra forma muy dolorosa de desierto. También la familia o el lugar de trabajo pueden ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de ese desierto, de ese vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer y su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios y del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida, y de esta forma mantengan viva la esperanza»67. En todo caso, allí estamos llamados a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde, traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos robar la esperanza!

    Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo

    87. Hoy, cuando las redes y los instrumentos de comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de abrazarnos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una peregrinación santa. De ese modo, las mayores posibilidades de comunicación se traducirán en más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de uno mismo para unirse a otros hace bien; encerrarse en uno mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada decisión egoísta que tomemos.

    88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza permanente, el temor a ser invadidos y las actitudes defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás, buscando la cómoda privacidad o el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos querrían un Cristo puramente espiritual, sin carne ni cruz, también se pretenden relaciones interpersonales solo mediadas por aparatos sofisticados, pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad; y mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física interpelante, con su dolor y sus peticiones, pero también con su alegría contagiosa, en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable de la entrega de uno mismo, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos ha invitado a la revolución de la ternura.

    89. El aislamiento, que es una forma de inmanentismo, puede expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero también puede encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne ni compromiso con el otro; si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que los sane, los libere y los llene de vida y de paz, al mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.

    90. Las formas propias de la religiosidad popular están encarnadas, porque han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras, sino con Dios, Jesucristo, María o un santo. Tienen carne, tienen rostros; son aptas para alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de “espiritualidad del bienestar” sin comunidad, por una “teología de la prosperidad” sin compromisos fraternos, o por experiencias subjetivas sin rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.

    91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá en escapar de una relación personal y comprometida con Dios, que al mismo tiempo nos compromete con los otros. Eso es lo que sucede hoy cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los demás, o cuando escapan sutilmente de un lugar a otro o de una tarea a otra, quedándose sin vínculos profundos o estables: «Imaginatio locorum et mutatio multos fefellit»68; es un falso remedio que enferma el corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus llamadas; también es aprender a sufrir, abrazados a Jesús crucificado, cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad69.

    92. Esa es la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística, contemplativa, que sabe apreciar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, y que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás, como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos del Señor están llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16); están llamados a dar testimonio de una pertenencia evangelizadora, de una manera siempre nueva70. ¡No nos dejemos robar la comunidad!

    No a la mundanidad espiritual

    93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de una apariencia de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que solo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses, y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21); y toma muchas formas, según el tipo de personas y los estamentos a los que afecta. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no se suele conectar con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto; pero, si invadiera la Iglesia, «sería mucho más desastrosa que cualquier otra mundanidad simplemente moral»71.

    94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero que en definitiva encierran al sujeto en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a los demás por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar se analiza y clasifica a los demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En ninguno de los dos casos interesan verdaderamente Jesucristo o los demás; son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar un auténtico dinamismo evangelizador.

    95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas, pero con la misma pretensión de “dominar el espacio de la Iglesia”. En algunos hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero no les preocupa que el Evangelio tenga una inserción real en el Pueblo fiel de Dios o en las necesidades concretas de la historia; así, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de unos pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a uno mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas y recepciones; o bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios, sino la Iglesia como organización. No lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, genera grupos elitistas, e impide salir a buscar a los alejados o a las inmensas multitudes sedientas de Cristo; ya no hay fervor evangélico, sino disfrute espurio de una autocomplacencia egocéntrica.

    96. En ese contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia como Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, y de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es “sudor de nuestra frente”. Nos entretenemos, vanidosos, hablando sobre “lo que habría que hacer” —el pecado del “habriaqueísmo”— como maestros espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera; cultivamos nuestra imaginación sin límites; y perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel.

    97. Quien ha caído en esta mundanidad mira desde arriba y desde lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la apariencia; ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado de su inmanencia y de sus intereses, y, como consecuencia de eso, no aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda corrupción con apariencia de bien, y hay que evitarla poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esa mundanidad asfixiante se cura tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!

    No a la guerra entre nosotros

    98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a la Iglesia para alimentar controversias internas; más que pertenecer al conjunto de la Iglesia, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo que se siente diferente o especial.

    99. El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, y herido por un individualismo difuso que divide a los seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos de su propio bienestar. En diversos países resurgen enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte superadas. A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente; que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto reconocerán que sois mis discípulos; en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que Jesús pedía encarecidamente al Padre: «Que sean uno en nosotros (…) para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la tentación de la envidia; estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos.

    100. A los que están heridos por divisiones históricas les resulta difícil aceptar que los exhortemos al perdón y a la reconciliación, ya que interpretan que ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales; pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por eso me duele tanto comprobar cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las ideas propias a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?

    101. Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! Esta exhortación paulina se dirige a cada uno de nosotros: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rm 12,21); y esta también: «¡No nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y antipatías, y quizás ahora mismo estemos enojados con alguien; pero, al menos, digamos al Señor: “Señor, estoy enojado con este o con aquella; te pido por él o ella”. Rezar por aquel con el que estamos enfadados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!

    Otros desafíos eclesiales

    102. Los laicos son, sencillamente, la inmensa mayoría del Pueblo de Dios, a cuyo servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y de la misión del laico en la Iglesia; se cuenta con un laicado numeroso, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis y la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical, que nace del Bautismo y de la Confirmación, no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes; en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de la toma de decisiones. Si bien se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, ese compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político o económico; muchas veces se limita a las tareas intraeclesiales, sin un compromiso real por la aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación de los laicos y la evangelización de los grupos profesionales e intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.

    103. La Iglesia reconoce la indispensable aportación de la mujer a la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares, que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones; por ejemplo, la especial atención femenina hacia los demás, que se expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales con los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevas aportaciones a la reflexión teológica, pero todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina en la Iglesia más incisiva. Porque «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral»72 y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales.

    104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia preguntas profundas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la “función”, no de la “dignidad” ni de la santidad»73. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza para el servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote con Cristo Cabeza —es decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia, las funciones «“no dan lugar a la superioridad” de unos sobre otros»74; de hecho, una mujer, María, es más importante que los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere “jerárquica”, hay que tener bien presente que «está ordenada “totalmente” a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo»75. Su clave y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la Eucaristía; de ahí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia.

    105. La pastoral juvenil, tal y como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los jóvenes no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas en las estructuras habituales. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o peticiones, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden; por esa misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos predominantemente juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu, que abre caminos nuevos, acordes con sus expectativas y sus búsquedas de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin embargo, ahondar en la participación de los jóvenes en la pastoral de conjunto de la Iglesia76.

    106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se ha mejorado en dos aspectos: la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de que tengan un mayor protagonismo. Cabe reconocer que, en el contexto actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y voluntariado. Algunos participan en la vida de la Iglesia, e integran grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean “callejeros de la fe” y estén felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza y a cada rincón de la tierra!

    107. En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Frecuentemente, esto se debe a la ausencia de un fervor apostólico contagioso en las comunidades, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo; donde hay vida, fervor y ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias donde los sacerdotes no tienen mucha entrega ni alegría, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa comunidad viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar de la escasez vocacional, hoy se tiene una conciencia más clara de la necesidad de una mejor selección de los candidatos al sacerdocio; los seminarios no pueden aceptar a candidatos con cualquier tipo de motivaciones, y menos si tienen que ver con inseguridades afectivas o con búsquedas de poder, glorias humanas o bienestar económico.

    108. Como ya he dicho, no pretendo ofrecer un diagnóstico completo, e invito a las comunidades a completar y enriquecer estas perspectivas a partir de la conciencia de sus desafíos propios y cercanos. Cuando lo hagan, espero que tengan en cuenta que, cada vez que intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos; ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir absurdamente los mismos errores del pasado; los jóvenes nos llaman a despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la humanidad y nos abren al futuro, evitando que nos quedemos anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual.

    109. Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia ni la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!

    Capítulo Tercero
    Anuncio del Evangelio

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    110. Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque «no puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de que Jesús es el Señor», ni sin una «primacía de la proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de evangelización»77. Recogiendo las inquietudes de los obispos asiáticos, Juan Pablo II les expresó que, para que la Iglesia cumpla «su destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y progresiva de la muerte y resurrección salvadora de Jesucristo, debe ser vuestra prioridad absoluta»78. Eso vale para todos.

    I. Todo el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio

    111. La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización es más que una institución orgánica o jerárquica; es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende cualquier expresión institucional necesaria. Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la Iglesia, que tiene su fundamento último en la iniciativa libre y gratuita de Dios.

    Pueblo para todos

    112. La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia; no hay acciones humanas, por muy buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí79; Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por Dios80; ella, a través de sus acciones evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina, que actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera, viene de Dios, y solo si entramos en esa iniciativa divina, solo si imploramos esa iniciativa divina, podremos también ser —con Él y en Él— evangelizadores»81. El principio de la primacía de la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones sobre la evangelización.

    113. Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia, es para todos82, y Dios ha preparado un camino para unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como pueblo y no como seres aislados83. Nadie se salva solo, esto es, ni como individuo aislado ni por sus propias fuerzas; Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en una comunidad humana. Ese pueblo que Dios ha elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo de élite; Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego (…), porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a los temerosos o indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser parte de su pueblo, y lo hace con gran respeto y amor!

    114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad, y anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo se pierde, y está necesitado de respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio.

    Pueblo con muchos rostros

    115. Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios; se trata del estilo de vida que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un pueblo84. Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia cultura con legítima autonomía85; eso se debe a que la persona, «por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de fvida social»86, y está siempre referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano tiene siempre una ubicación cultural: «naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente»87. La gracia supone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.

    116. En estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la han transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio, de modo que, como podemos ver en la historia de la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que, «permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de las culturas y de los pueblos en que ha sido acogido y ha arraigado»88. En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra «la belleza de su rostro polifacético»89. En las manifestaciones cristianas de un pueblo evangelizado, el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la Revelación y regalándole un nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia «introduce a los pueblos, con sus culturas, en su misma comunidad»90, porque «toda cultura propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar, concebir y vivir el Evangelio»91; así, «la Iglesia, asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”, ‘la novia adornada con sus joyas’ (cf. Is 61,10)»92.

    117. La diversidad cultural bien entendida no amenaza la unidad de la Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios; el mismo Espíritu Santo es la armonía, y también es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo93. Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones, y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es uniformidad, sino multiforme armonía que atrae. La evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el Espíritu engendra en la Iglesia; no haría justicia a la lógica de la encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas, y tiene un contenido transcultural. Por ello, en la evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han acogido la predicación cristiana, no es indispensable imponer una determinada forma de cultura, por más bella y antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio. El mensaje que anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero en la Iglesia caemos a veces en la vanidosa sacralización de nuestra propia cultura, con lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.

    118. Los obispos de Oceanía pidieron que la Iglesia desarrolle allí «una comprensión y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y culturas de la región», e instaron «a todos los misioneros a trabajar en armonía con los cristianos indígenas, para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se expresen en formas legítimas, adecuadas a cada cultura»94. No podemos pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que utilizaron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión o de la expresión de una cultura95. Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de Cristo.

    Todos somos discípulos misioneros

    119. En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu, que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esa unción, que lo hace infalible “in credendo”: esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe; el Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación96. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas, y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión.

    120. En virtud del Bautismo recibido, todos los miembros del Pueblo de Dios se convierten en discípulos misioneros (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualesquiera que sean su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por personas cualificadas, donde el resto del pueblo fiel sea solo receptor de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en una llamada dirigida a cada cristiano, para que nadie aplace su compromiso con la evangelización, pues si uno ha tenido una verdadera experiencia del amor salvador de Dios, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, y no debe esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; no decimos que somos “discípulos” y “misioneros”, sino que somos siempre “discípulos misioneros”. Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41); o a la samaritana, que apenas terminó su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús es el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?

    121. Por supuesto que todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Queremos tener una mejor formación, profundizar en nuestro amor y testimoniar más claramente el Evangelio. En este sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen constantemente; pero eso significa que debemos, no aplazar la misión evangelizadora, sino encontrar el modo de comunicar a Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso, todos estamos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que, más allá de nuestras imperfecciones, nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Nuestro corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él; entonces, eso que hemos descubierto, eso que nos ayuda a vivir y que nos da una esperanza, eso es lo que necesitamos comunicar a los demás. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a ofrecer implica decir, como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera (…) y me concentro en lo que queda por delante» (Flp 3,12-13).

    Fuerza evangelizadora de la piedad popular

    122. Del mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización; esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente; cada generación le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las distintas situaciones existenciales que esta debe reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece»97. Cuando en un pueblo se ha inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de maneras siempre nuevas; de ahí la importancia de la evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones elocuentes; puede decirse que «el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo»98. Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios; se trata de una realidad en permanente desarrollo, en la que el Espíritu Santo es el agente principal99.

    123. En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarna en una cultura y se sigue transmitiendo. Vista con desconfianza en algún momento, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI, en su Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, quien dio un impulso decisivo en ese sentido; allí explicó que la piedad popular «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»100 y que «hace que las personas puedan ser generosas y sacrificarse hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe»101. Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos»102.

    124. En el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística popular»103. Se trata de una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos»104, que no está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto de fe acentúa más el credere in Deum que el credere Deum105. Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»106; conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «Caminar juntos hacia los santuarios y participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador»107. ¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!

    125. Para entender esa realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar, sino amar. Solo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en la gran carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un hogar humilde para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones solo como una búsqueda natural de la divinidad; son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).

    126. En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar; sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien, estamos llamados a alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación, que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que prestar atención, particularmente a la hora de pensar en la nueva evangelización.

    Persona a persona

    127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana; se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación, y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser discípulo es tener una disposición permanente para llevar a otros el amor de Jesús, y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo o en un camino.

    128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y otras cosas que llenan el corazón. Solo después de esa conversación es posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios, que se hizo hombre, se entregó por nosotros y está vivo, ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio que se comparte con la actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa; otras veces, a través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero termine con una breve oración que conecte con las inquietudes que la persona ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada y que su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia existencia.

    129. No hay que pensar que el anuncio evangélico debe transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable; se transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas, con el Pueblo de Dios, con sus innumerables manifestaciones y signos, como sujeto colectivo. Por consiguiente, si el Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica solo a través del anuncio persona a persona. Eso debe hacernos pensar que, en aquellos países donde el cristianismo es minoría, las Iglesias particulares, además de alentar a cada bautizado a anunciar el Evangelio, deben fomentar activamente formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada con formas propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque esos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado; si dejamos que las dudas y los temores sofoquen la audacia, es posible que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos en lo cómodo y no provoquemos avance alguno; y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia.

    Carismas al servicio de la comunión evangelizadora

    130. El Espíritu Santo enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia108; no son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie, sino que son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro, que es Cristo, desde donde son encauzados en un impulso evangelizador. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios, para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades o dones para afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial será su ejercicio; aunque suponga un esfuerzo, es en la comunión donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo.

    131. Las diferencias entre las personas y en las comunidades son a veces incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La diversidad tiene que estar siempre en armonía con la ayuda del Espíritu Santo; solo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad y la multiplicidad, y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, y eso no ayuda a la misión de la Iglesia.

    Cultura, pensamiento y educación

    132. El anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales, científicas y académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las ciencias, con el fin de desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una apologética original109 que ayude a crear la disposición para que el Evangelio sea escuchado por todos. Cuando algunos aspectos de la razón y de las ciencias son acogidos en el anuncio del mensaje, esos mismos aspectos se convierten en instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que, asumido, no solo es redimido, sino que además se vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y renovar el mundo.

    133. Ya que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a cada persona, porque el Evangelio también se anuncia a las culturas en su conjunto, la teología —no solo la teología pastoral—, en diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene gran importancia para discernir cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad de contextos culturales y de destinatarios110. La Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo con el mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir ese servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia; pero es necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de escritorio.

    134. Las universidades son un ámbito privilegiado para organizar y desarrollar este empeño evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio explícito del Evangelio, constituyen una aportación muy valiosa a la evangelización de la cultura, aun en los países y ciudades donde las adversidades suponen un desafío a nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados111.

    II. Homilía

    135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que requiere una profunda evaluación por parte de los pastores. Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y en su preparación, porque son muchas las peticiones relacionadas con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un pastor con su pueblo. Sabemos que los fieles le dan mucha importancia, y tanto ellos como los mismos ministros ordenados sufren muchas veces, aquellos al escuchar y estos al predicar; es triste que así sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, y una fuente constante de renovación y de crecimiento.

    136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del predicador, y de que Él despliega su poder a través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar, porque el Señor también ha querido llegar a los demás mediante nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente; venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc 1,45), se quedaban maravillados ante sus enseñanzas (cf. Mc 6,2), y sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).

    Contexto litúrgico

    137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y recordados siempre de nuevo los compromisos de la alianza»112. Hay una valoración especial de la homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el momento cumbre del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la comunión sacramental; la homilía es retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe conocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, ha quedado interrumpido o no ha podido dar fruto.

    138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, porque no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle fervor y sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por consiguiente, debe ser breve y no parecerse a una charla o clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría a dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la celebración. Ese mismo contexto exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida; eso reclama que la palabra del predicador no ocupe un lugar excesivo, ya que debe hacer que el Señor brille más que el ministro.

    Conversación de la madre

    139. Hemos dicho que el Pueblo de Dios, por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo, sabiendo que el hijo confía en que todo lo que se le enseñe será para bien, porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus diálogos, donde se enseña y se aprende, se corrige y se valora lo bueno; así ocurre también en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía; la prédica cristiana, por tanto, encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que tiene que decir y para encontrar el modo de decirlo. Así como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de “cultura materna”, en clave de dialecto materno (cf. 2M 7,21.27); así el corazón se dispone a escuchar mejor. Esa clave es una especie de armonía que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.

    140. Este ámbito maternoeclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases y la alegría de sus gestos. Aun las veces en que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este espíritu maternoeclesial, siempre será fecunda, igual que los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de sus hijos.

    141. Son admirables los recursos que tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos, y para cautivar a gente común con enseñanzas y exigencias elevadas. Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese espíritu, y bendice, lleno de gozo en el Espíritu, al Padre que le atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, se las has revelado a los pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su pueblo, y al predicador le corresponde hacer sentir ese gusto del Señor a su gente.

    Palabras que hacen arder los corazones

    142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y enriquece a los que expresan su amor por medio de las palabras; no es un bien material, sino las personas mismas, que se dan mutuamente en el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasisacramental: «La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien; no se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios; su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.

    143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos; donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el ardor del corazón y el aburrimiento. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo de la caridad; durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras directamente, sin intermediarios, pero en la homilía quieren que alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, para que después cada uno elija por dónde seguir su conversación. La palabra es esencialmente mediadora, y requiere no solo de los dos que dialogan, sino también de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2Co 4,5).

    144. Hablar de corazón implica tenerlo no solo ardiente, sino además iluminado por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos pródigos —y predilectos en María—, el otro abrazo, el del Padre misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio de esos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el Evangelio.

    III. Preparación de la predicación

    145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral. Con mucho cariño, quiero detenerme a proponer un camino de preparación de la homilía; son indicaciones que a algunos les podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo personal y comunitario suficientemente largo, aunque deba dedicarse menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu Santo, que actúa en la predicación, no es meramente pasiva, sino activa y creativa; implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las capacidades propias, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se prepara no es “espiritual”; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido.

    Culto a la verdad

    146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad»113. La humildad del corazón reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores»114; esa actitud de humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor al manejarla. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y dedicarle tiempo e interés gratuitos; hay que dejar de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en un ambiente de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor; uno solo le dedica un tiempo gratuito y sin prisas a las cosas o a las personas que ama, y aquí se trata de amar a Dios, que ha querido hablar. A partir de ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1S 3,9).

    147. Ante todo, conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente, pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos o tres mil años; su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que creamos entender las palabras, que parezcan traducidas a nuestra lengua, eso no significa que podamos comprender correctamente cuanto quería expresar el escritor sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no se centra en entender todos los pequeños detalles de un texto; lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza ese esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso será solo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor quiso transmitir en primer lugar, y no solo hay que reconocer una idea, sino también el efecto que ese autor quiso producir. Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; y si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no debería ser utilizado para informar acerca de las últimas noticias.

    148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Este es un principio importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró solo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la voluntad de Dios, a partir de la experiencia vivida; así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales que pudieran negar otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar; uno de los defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.

    Personalización de la Palabra

    149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: conocer su aspecto lingüístico o exegético es necesario, pero, además, debe acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva»115. Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si crece en nosotros mismos el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que, «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra»116. Como dice san Pablo, «predicamos buscando agradar no a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1Ts 2,4). Si está vivo ese deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, esta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34); las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del pastor.

    150. Jesús se irritaba ante esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (St 3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta; así, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha contemplado»117. Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que, como una espada, «penetra hasta la división del alma y del espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral. También en esta época, la gente prefiere escuchar a los testigos, «tiene sed de autenticidad (…), exige a los evangelizadores que les hablen de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente, como si lo estuvieran viendo»118.

    151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y que no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra; ante tanta belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que toque su propia vida, que le llame, que lo exhorte, que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre podrá ofrecer a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo, te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no solo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cualquier evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las palabras que por sí solo no podría hallar»119.

    Lectura espiritual

    152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu: es lo que llamamos lectio divina. Consiste en la lectura de la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese mismo mensaje a su propia vida. La lectura espiritual de un texto debe partir de su sentido literal; de otra manera, fácilmente uno le hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirve para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Eso, en definitiva, sería utilizar algo sagrado para el beneficio propio, y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios; nunca hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz» (2Co 11,14).

    153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: “Señor, ¿qué me dice a este texto? ¿Qué quieres cambiar en mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?”; o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?”. Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra, muy común, es comenzar a pensar en lo que el texto le dice a los demás, para evitar aplicarlo a la vida propia. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan suavizar el mensaje específico de un texto; y otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero eso sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él; invita siempre a dar un paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad nuestra propia existencia, que la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos lograr.

    Un oído en el pueblo

    154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo; así, descubre «las aspiraciones, las riquezas, los límites y las maneras de orar, de amar y de considerar la vida y el mundo que distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo “concreto” con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea»120. Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos vivan, con una experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios»121, y eso es mucho más que encontrar algo interesante que decir; lo que se procura descubrir es «“lo que el Señor desea decir” en una determinada circunstancia»122. Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico, en el que se intenta reconocer, a la luz del Espíritu, «la llamada que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella, Dios llama al creyente»123.

    155. En esta búsqueda, es posible simplemente acudir a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, la desilusión, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno, la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer aquello que realmente tenga que ver con la vida de los fieles. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer crónicas de actualidad para despertar interés: para eso ya está la televisión. En todo caso, es posible partir de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando en la predicación comentarios sobre la realidad, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.

    Recursos pedagógicos

    156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de evangelización»124. La preocupación por la forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual: es responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación con el fin de asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas palabras» (Si 32,8).

    157. Solo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar metáforas o imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar solo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la vida propia; una imagen bien lograda lleva al aprecio del mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener “una idea, un sentimiento y una imagen”.

    A successful image can make people savour the message, awaken a desire and move the will towards the Gospel.

    158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de la predicación, y sacan fruto de ella con tal de que sea sencilla, clara y directa, y esté bien adaptada»125. La sencillez tiene que ver con el lenguaje utilizado, que debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios, para no correr el riesgo de hablarle al vacío. Sucede frecuentemente que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan; hay palabras propias de la teología o de la catequesis cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, compartir la vida de la gente y prestarles una gustosa atención. La sencillez y la claridad son dos cosas diferentes: la prédica puede tener un lenguaje muy sencillo, y a la vez ser poco clara; se puede volver incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que los fieles puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.

    159. Otra característica es el lenguaje positivo: más que decir lo que no hay que hacer, proponer lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si se indica algo negativo, intentar siempre mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da esperanza, orienta hacia el futuro y no nos deja encerrados en la negatividad. ¡Qué bueno es que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hagan más atractiva la predicación!

    IV. Una evangelización para la profundización del kerigma

    160. El envío misionero del Señor incluye la llamada al crecimiento de la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20); así, queda claro que el primer anuncio debe llevar también a un camino de formación y de maduración. La evangelización busca también el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene para ella. Todo ser humano necesita cada vez más de Cristo, y la evangelización no debería consentir que alguien se conforme con poco, sino lograr que todos puedan decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).

    161. No sería correcto interpretar exclusiva o prioritariamente esta llamada al crecimiento como una formación doctrinal. Se trata de “observar” lo que el Señor nos ha indicado como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con todas las virtudes, ese mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica como discípulos: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que, cuando los autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una síntesis definitiva, a lo más esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley (…), de modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Por ejemplo, san Pablo, para quien el precepto del amor no solo resume la ley, sino que constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este único precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14), y presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino de crecimiento en el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros, y en el amor para con todos» (1Ts 3,12). También Santiago exhorta a los cristianos a cumplir «la “ley real” según la Escritura: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (St 2,8), para no fallar en ningún precepto.

    162. Por otra parte, ese camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido por el don, porque lo antecede aquella otra petición del Señor: «bautizándolos en el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre otorga gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1Co 4,7) son la condición necesaria para esta santificación constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de dejar que una vida «según el Espíritu» (Rm 8,5) nos transforme progresivamente en Cristo.

    Catequesis kerigmática y mistagógica

    163. La educación y la catequesis están al servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos episcopados. Recuerdo la Exhortación Apostólica Catechesi tradendae (1979), el Directorio General para la Catequesis (1997) y otros documentos, cuyos contenidos no es necesario repetir aquí. Quisiera detenerme solo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.

    164. Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer anuncio o kerigma, que debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El kerigma es trinitario: es el fuego del Espíritu, que se entrega en forma de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista siempre vuelve a resonar el primer anuncio: “Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte”. Que a este anuncio se le llame “primero” no significa que esté al comienzo y después sea olvidado o reemplazado por otros contenidos que lo superen; es el primero en un sentido cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que volver a escuchar de distintas maneras, y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas y momentos126. Por eso, también «el sacerdote, como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado»127.

    165. No hay que pensar que en la catequesis se abandona el kerigma en pos de una formación supuestamente más “sólida”; nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Cualquier formación cristiana consiste ante todo en profundizar el kerigma, que se va haciendo carne más y mejor cada vez, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis; es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano. La centralidad del kerigma exige al anuncio ciertas características que son hoy necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad y apele a la libertad, que transmita alegría, estímulo y vitalidad, y que tenga una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a unas pocas doctrinas, a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia y acogida cordial que no condena.

    166. Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en las últimas décadas, es la de una iniciación mistagógica128, que significa básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la experiencia formativa, donde interviene toda la comunidad, y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar formas muy diversas, de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad educativa. El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está centrado en ella, pero necesita siempre una ambientación adecuada, una motivación atractiva, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento, y la integración de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta.

    167. Es bueno que toda catequesis preste una atención especial al “camino de la belleza” (via pulchritudinis)129. Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es solo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida con un nuevo resplandor y con un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea, todas las expresiones con verdadera belleza pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un relativismo estético130 que pueda oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar el aprecio por la belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello131, el Hijo hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces, se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la amplitud de sus múltiples expresiones actuales, a fin de transmitir la fe con un nuevo «lenguaje parabólico»132. Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra, las diversas formas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos culturales, e incluso otros modos no convencionales de belleza, que pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto particularmente atractivos para otros.

    168. En lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que invita a crecer en la fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida, de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que disfrutan al detectar cualquier peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras, y custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.

    Acompañamiento personal de los procesos de crecimiento

    169. En una civilización paradójicamente herida de anonimato, y, a la vez, obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita una mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. En este mundo, los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente el aroma de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este “arte del acompañamiento”, para que todos aprendan a quitarse siempre las sandalias al llegar a la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5); tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de la proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión, pero que, al mismo tiempo, sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.

    170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe acercar cada vez más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar al que poder retornar siempre; dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes que giran siempre en torno a sí mismos, sin llegar a ninguna parte. El acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una especie de terapia que fomentara ese encierro de las personas en su inmanencia y dejara de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.

    171. Necesitamos más que nunca hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos caracterizados por la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. En la comunicación con el otro, lo primero es la capacidad del corazón, que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores; solo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva es posible encontrar los caminos de un genuino crecimiento y despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en cada vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten133; es decir, la organicidad de las virtudes se da siempre y necesariamente in habitu, aunque los condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio»134. Para llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean capaces de tomar decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia; como decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».

    172. El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su vida en la gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre su responsabilidad o su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos ni la pusilanimidad; siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo para anunciar el Evangelio. Nuestra propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, expresando con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás, y nos capacita para encontrar maneras de despertar su confianza, su apertura y su disposición para crecer.

    173. El auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con Timoteo y Tito es un ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la acción apostólica: al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1Tm 1,3-5), les da criterios para su vida personal y para su acción pastoral. Esto se distingue claramente de cualquier tipo de acompañamiento intimista o de autorrealización aislada; los discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.

    En torno a la Palabra de Dios

    174. No solo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios; toda la evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización; por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja evangelizar continuamente. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial»135. La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los hace capaces de un auténtico testimonio evangélico en su vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja contraposición entre Palabra y sacramento: la Palabra proclamada, viva y eficaz, predispone a la recepción del sacramento; y en el sacramento, esa Palabra alcanza su máxima eficacia.

    175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta a todos los creyentes136. Es fundamental que la Palabra revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir la fe137. La evangelización requiere familiaridad con la Palabra de Dios, y eso exige a las diócesis, a las parroquias y a todas las agrupaciones católicas proponer un estudio serio y perseverante de la Biblia, así como promover su lectura orante personal y comunitaria138. Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar a que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha hablado; ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado»139. Acojamos el sublime tesoro de la Palabra revelada.

    Capítulo Cuarto
    Dimensión social de la evangelización

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    176. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero «ninguna definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y dinámica que conlleva la evangelización sin el riesgo de empobrecerla o incluso mutilarla»140. Quisiera compartir ahora mis inquietudes acerca de la dimensión social de la evangelización, precisamente porque, si esta dimensión no está debidamente explicitada, se corre siempre el riesgo de desfigurar el sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora.

    I. Repercusiones comunitarias y sociales del kerigma

    177. El kerigma tiene un contenido ineludiblemente social; la vida comunitaria y el compromiso con los demás están en el corazón mismo del Evangelio. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata repercusión moral, cuyo centro es la caridad.

    Confesión de la fe y compromiso social

    178. Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano implica descubrir que con ello nos «confiere una dignidad infinita»141. Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide conservar cualquier duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser humano; su redención tiene un sentido social porque «Dios, en Cristo, no redime solamente a la persona individual, sino también las relaciones sociales entre los hombres»142. Confesar que el Espíritu Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar todas las situaciones humanas y todos los vínculos sociales: «El Espíritu Santo posee una inventiva infinita, propia de una mente divina, que sabe cómo desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e impenetrables»143. La evangelización procura cooperar también con esa acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del Evangelio, reconocemos la íntima conexión que existe entre la evangelización y la promoción humana, que necesariamente debe expresarse y desarrollarse en toda acción evangelizadora. La aceptación del primer anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que Él mismo nos comunica, provoca en la vida y en las acciones de la persona una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el bien de los demás.

    179. Esta inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico y el amor fraterno efectivo está expresada en algunos textos de las Escrituras, que conviene considerar y meditar detenidamente para extraer de ellos todas sus consecuencias. Es un mensaje al cual nos hemos acostumbrado y que repetimos casi mecánicamente, pero no nos aseguramos de que tenga una incidencia real en nuestras vidas y en nuestras comunidades. ¡Qué peligrosa y qué dañina es esta rutina, que nos lleva a perder el asombro, la cautivación y el entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y de la justicia! La Palabra de Dios enseña que en el hermano está la prolongación permanente de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt 7,2), y responde a la misericordia divina para con nosotros: «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará (…). Con la medida con que midáis, se os medirá» (Lc 6,36-38). Lo que expresan estos textos es la prioridad absoluta de la «salida de sí hacia el hermano» como uno de los dos mandamientos principales que fundan toda norma moral, y como el signo más claro para discernir sobre el camino de crecimiento espiritual, en respuesta a la entrega absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo, «el servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia, y expresión irrenunciable de su propia esencia»144. La Iglesia es misionera por naturaleza, y de esa naturaleza también brota ineludiblemente la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que comprende, asiste y promueve.

    Reino que nos reclama

    180. Leyendo las Escrituras, resulta claro que la propuesta del Evangelio no es solo la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a algunos individuos necesitados, lo cual podría constituir una “caridad a la carta”, una serie de acciones tendentes solo a tranquilizar la propia conciencia. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios, que reina en el mundo, y en la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será un ámbito de fraternidad, de justicia, de paz y de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).

    181. El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo, y nos recuerda aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre»145. Sabemos que «la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación mutua que se establece en el curso de los tiempos entre el Evangelio y la vida personal y social concreta del hombre»146. Se trata del criterio de universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los hombres se salven, y su plan de salvación consiste en «reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo y anunciad la Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación espera ansiosamente esa revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). “Toda la creación” quiere decir también “todos los aspectos de la vida humana”, de manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene un destino universal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todos los ambientes de la convivencia, a todas las personas y a todos los pueblos. Nada de lo humano le puede resultar extraño»147. La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia.

    Enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales

    182. Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones hipotéticas están sujetas a mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de discusión, pero no podemos evitar ser concretos —sin pretender entrar en detalles— para que los grandes principios sociales no se queden en meras generalidades que no interpelen a nadie; hace falta sacar consecuencias prácticas de ellos para que «puedan incidir eficazmente también en las complejas situaciones actuales»148. Los pastores, acogiendo las aportaciones de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano. Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el ámbito privado y que está solo para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas «para que las disfrutemos» (1Tm 6,17), para que todos puedan disfrutarlas; de ahí que la conversión cristiana exija revisar «especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común»149.

    183. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social o nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, y sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe —que nunca es cómoda o individualista— implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades; la tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y del Estado es principalmente tarea de la política», la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia»150. Todos los cristianos, también los pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo; orienta una acción transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo. Al mismo tiempo, une «su propio compromiso al que ya tienen las demás Iglesias y Comunidades eclesiales en el campo social, tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico»151.

    184. No es el momento para desarrollar las graves cuestiones sociales que afectan al mundo actual, algunas de las cuales he comentado en el capítulo segundo. Este no es un documento social, y para reflexionar acerca de esos distintos temas tenemos un instrumento muy adecuado en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia , cuyo uso y estudio recomiendo vivamente. Además, ni el papa ni la Iglesia tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí lo que indicaba lúcidamente Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con valor universal; no es este nuestro propósito, ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país»152.

    185. A continuación, me centraré en dos grandes cuestiones que me parecen fundamentales en este momento de la historia; las desarrollaré con bastante amplitud porque considero que determinarán el futuro de la humanidad. Se trata, en primer lugar, de la inclusión social de los pobres, y, luego, de la paz y el diálogo social.

    II. Inclusión social de los pobres

    186. De nuestra fe en Cristo hecho pobre, siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad.

    Unidos a Dios, escuchamos un clamor

    187. Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto implica que debemos ser dóciles y estar atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo (…). Ahora, pues, ve, yo te envío…» (Ex 3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los israelitas clamaron al Señor, y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15). Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti, y tú cargarías con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta de solidaridad ante sus necesidades afecta directamente a nuestra relación con Dios: «Si te maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Si 4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del mundo ve que su hermano está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17). Recordemos también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la figura del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (St 5,4).

    188. La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar ese clamor brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros, por lo que no se trata de una misión reservada solo a algunos: «La Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al hombre, “escucha el clamor por la justicia” y quiere responder a él con todas sus fuerzas»153. En este marco se comprende la petición de Jesús a sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo cual implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy concretas que encontramos. La palabra “solidaridad” está un poco desgastada y a veces se la interpreta mal, pero significa mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad; supone crear una nueva mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos.

    189. La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que sirvan mejor al bien común, por lo que la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se llevan a la práctica, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones ni actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras, tarde o temprano, se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.

    190. A veces hay que escuchar el clamor de pueblos enteros, de los pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no solo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos de los pueblos»154. Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos. Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor generosidad sus bienes al servicio de los demás»155. Para hablar adecuadamente de nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos al clamor de otros pueblos o de otras regiones de nuestro propio país; necesitamos crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos los pueblos llegar a ser artífices de su propio destino»156, al igual que «cada hombre está llamado a desarrollarse»157.

    191. En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres, como expresaron tan bien los obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las alegrías, esperanzas, angustias y tristezas del pueblo brasileño, especialmente de las poblaciones de las periferias urbanas y de las zonas rurales —sin tierra, sin techo, sin pan, sin salud— lesionadas en sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus clamores y conociendo su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica generalizada del desperdicio»158.

    192. Pero queremos más todavía; nuestro sueño vuela más alto. No hablamos solo de asegurar a todos la comida o un sustento digno, sino también de que tengan «prosperidad “sin exceptuar bien alguno”»159. Esto implica educación, atención sanitaria y especialmente trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida. Un salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes destinados al uso común.

    Fidelidad al Evangelio para no correr en vano

    193. El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno. Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia. El Evangelio proclama: «Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la misericordia con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio divino: «Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley de libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia, pero la misericordia triunfa en el juicio» (St 2,12-13). En este texto, Santiago se muestra como heredero de lo más rico de la espiritualidad judía del postexilio, que atribuía a la misericordia un valor salvífico especial: «Rompe tus pecados con obras de justicia, y tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la literatura sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte y purifica de todo pecado» (Tb 12,9). Más gráficamente aún lo expresa el Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego llameante, la limosna perdona los pecados» (Si 3,30), y la misma síntesis aparece recogida en el Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos con otros, porque la caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1P 4,8). Esta verdad penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y ejerció una resistencia profética contracultural ante el individualismo hedonista pagano. Recordemos solo un ejemplo: «Así como, ante el peligro del incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo (…), del mismo modo, si de nuestra paja surge la llama del pecado, y por eso nos turbáramos, una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca para poder sofocar el incendio»160.

    194. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y tan elocuente, que ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o debilitar su sentido exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los sistemas conceptuales están para favorecer el contacto con la realidad que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella; eso vale sobre todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia y a la misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Para qué oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos solo por no caer en errores doctrinales, sino también por ser fieles a este camino luminoso de vida y de sabiduría, porque «a los defensores de “la ortodoxia” se les reprocha a veces su pasividad, indulgencia o complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes políticos que las mantienen»161.

    195. Cuando san Pablo quiso consultar a los Apóstoles de Jerusalén para discernir «si corría o había corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio clave de autenticidad que le indicaron fue no olvidarse de los pobres (cf. Ga 2,10). Este gran criterio para que las comunidades paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista de los paganos tiene una gran actualidad en el contexto presente, donde tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. Nosotros no siempre podemos manifestar adecuadamente toda la belleza del Evangelio, pero hay un signo que no debe faltarnos jamás: la opción por los últimos, por aquellos a los que la sociedad descarta y desecha.

    196. A veces somos duros de corazón y de mente; nos olvidamos, nos entretenemos, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo y de distracción que ofrece la sociedad. Así, se produce una especie de alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada una sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de consumo, hace más difícil la realización de esa entrega y la formación de esa solidaridad interhumana»162.

    Lugar privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios

    197. El corazón de Dios tiene un sitio preferente para los pobres; tanto, que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2Co 8,9). Todo el camino de nuestra redención está protagonizado por los pobres. La salvación vino a nosotros a través del «sí» de una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio. El Salvador nació en un pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres; fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7); creció en un hogar de sencillos trabajadores; y trabajó con sus manos para ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían multitudes de desposeídos, y así se manifestó lo que Él mismo dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A los que estaban afligidos por el dolor o agobiados por la pobreza, les aseguró que Dios los tenía en el centro de su corazón: «¡Bienaventurados vosotros, los pobres, porque el Reino de Dios os pertenece!» (Lc 6,20), se identificó con ellos: «Tuve hambre y me disteis de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos es la llave del cielo (cf. Mt 25,35 ss.).

    198. Para la Iglesia, la opción por los pobres tiene una base teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia»163, y esa preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos que Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia asumió la opción por los pobres, entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia»164. Esta opción —enseñaba Benedicto XVI— «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza»165. Por eso, quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos; además de participar del sensus fidei, conocen en sus dolores al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos; la nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos y a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a acoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos.

    199. Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es un derroche activista, sino ante todo una atención hacia el otro «considerándolo como uno consigo»166. Esta atención amante es el inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la cual deseamos buscar su bien de forma efectiva; esto implica valorar al pobre en su bondad particular, con su forma de ser, con su cultura y con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo; nos permite servir al otro, no por necesidad o por vanidad, sino por su belleza, más allá de su apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la otra persona depende que le dé algo gratis»167. El pobre, cuando es amado, «es estimado como de alto valor»168, y eso diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología y de cualquier intento de utilizar a los pobres en beneficio de intereses personales o políticos. Solo desde esa cercanía real y cordial podemos acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación, y únicamente eso hará posible que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su casa. ¿No sería ese estilo la más grande y eficaz presentación de la Buena Nueva del Reino?»169. Sin la opción preferente por los más pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido, o de ahogarse en el mar de palabras que la actual sociedad de la comunicación produce cada día»170.

    200. Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia católica, quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres están especialmentos abiertos a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferente por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.

    201. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Esa es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales, profesionales e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenales para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio171, nadie puede sentirse eximido de la preocupación por los pobres y por la justicia social: «La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia y por la paz, y el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, se les exige a todos»172. Temo que estas palabras solo sean objeto de algunos comentarios y tampoco tengan una verdadera incidencia práctica; no obstante, confío en la apertura y en la buena disposición de los cristianos, y os pido que busquéis comunitariamente nuevos caminos para acoger esta propuesta renovada.

    Economía y distribución de los ingresos

    202. La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no solo por la exigencia pragmática de implantar un orden social adecuado, sino también para sanar a la sociedad de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que solo podrá llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias solo deberían ser considerados como respuestas pasajeras. Mientras no se resuelvan de raíz los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la desigualdad173, no se resolverán los problemas del mundo ni, en definitiva, ningún problema. La desigualdad es la raíz de los males sociales.

    203. La dignidad de cada persona y el bien común son cuestiones que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen solo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar los puestos de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven objeto de una manipulación oportunista que las desvirtúa. La cómoda indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. Ser empresario es una noble vocación, siempre que quien la tenga se deje interpelar por un sentido más amplio de la vida; eso le permitirá servir verdaderamente al bien común con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles los bienes de este mundo para todos.

    204. Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El crecimiento en igualdad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone; requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor distribución de los ingresos, a la creación de puestos de trabajo y a una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo. Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no debe recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.

    205. ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación, y una de las formas más preciosas de caridad, porque busca el bien común174. Tenemos que convencernos de que la caridad «no es solo el principio de las microrrelaciones, como las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macrorrelaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas»175. ¡Ruego al Señor que nos regale más políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los pobres! Es indispensable que los gobernantes y los poderes financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas; que procuren que haya trabajo digno, educación y atención sanitaria para todos los ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes? Estoy convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común social.

    206. La economía, como su propia etimología indica, debería ser el arte de conseguir una administración adecuada de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello, ningún gobierno puede actuar al margen de la responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones globales, por lo que la política local se está saturando de problemas a resolver. Si realmente queremos lograr una economía mundial sana, hace falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción que, preservando la soberanía de las naciones, asegure el bienestar económico de todos los países, y no solo de unos pocos.

    207. Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin ocuparse activamente ni cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a todos, correrá el riesgo de desaparecer, aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos, y es fácil que termine sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con ritos, con reuniones infecundas o con discursos vacíos.

    208. Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología política. Mis palabras no son las de un enemigo ni las de un rival; solo me interesa procurar que aquellos que están esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas cadenas indignas y tengan un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble y más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.

    Cuidar la fragilidad

    209. Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se identifica especialmente con los más pequeños (cf. Mt 25,40). Eso nos recuerda que todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra. Pero en el vigente modelo “exitista” y “privatista” no parece tener sentido invertir para que los lentos, los débiles o los menos dotados puedan abrirse camino en la vida.

    210. Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y de fragilidad en las que estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque aparentemente eso no nos aporte beneficios tangibles ni inmediatos: los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío particular, por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos; por ello, exhorto a los países a una apertura generosa, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué bonitas son las ciudades que, ya en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan y favorecen el reconocimiento del otro!

    211. Siempre me ha angustiado la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, entre los niños que utilizas para la mendicidad, o entre los que tienen que trabajar a escondidas porque lo hacen informalmente? No nos hagamos los distraídos; hay mucha complicidad. ¡La pregunta es para todos! Este crimen mafioso y aberrante está instalado en nuestras ciudades, y muchos tienen las manos manchadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.

    212. Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente disponen de menos posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo, entre ellas encontramos constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la fragilidad de sus familias.

    Nowadays efforts are made to deny them their human dignity and to do with them whatever one pleases, taking their lives and passing laws preventing anyone from standing in the way of this.

    ai quali oggi si vuole negare la dignità umana al fine di poterne fare quello che si vuole, togliendo loro la vita e promuovendo legislazioni in modo che nessuno possa impedirlo.

    213. Entre esos débiles, a los que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, y a quienes actualmente se les quiere negar su dignidad humana para hacer con ellos lo que se quiera; se les quita la vida y se promueven leyes para que nadie pueda impedirlo. Muchas veces, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se intenta presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y conservador; sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cualquier etapa de su desarrollo; es un fin en sí mismo, y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cayera, no quedarían fundamentos sólidos ni permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. La razón es suficiente por sí misma para reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si además lo miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano clama venganza ante Dios y se convierte en una ofensa al Creador del hombre»176.

    214. Precisamente porque es una cuestión que atañe a la coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona, no debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión; quiero ser completamente honesto al respecto. Este no es un asunto sujeto a supuestas reformas o “modernizaciones”; no es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, en las que el aborto se les presenta como una solución rápida a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?

    215. Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los intereses económicos o de un uso indiscriminado; me refiero al conjunto de la creación. Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de las demás criaturas. Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada persona, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden signos de destrucción y de muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras generaciones177. En este sentido, hago propio el bello y profético lamento que expresaron hace varios años los obispos de Filipinas: «Una increíble variedad de insectos vivían en el bosque y estaban ocupados en todo tipo de tareas (…). Los pájaros volaban por el aire, y sus plumas brillantes y sus diferentes cantos añadían color y melodía al verde de los bosques (...). Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en un páramo (...). Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos marrones chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre viva de la tierra hacia el mar (...). ¿Cómo van a poder nadar los peces en alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos que hemos contaminado? ¿Quién ha convertido el maravilloso mundo marino en cementerios subacuáticos despojados de vida y de color?»178.

    216. Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del lugar y del mundo en que vivimos.

    III. Bien común y paz social

    217. Hemos hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).

    218. La paz social no puede entenderse como una pacificación o una mera ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre el resto. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios puedan mantener su estilo de vida sin sobresaltos, mientras los demás sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que ver con la distribución de los ingresos, la inclusión social de los pobres y los derechos humanos, no pueden ser descartadas con el pretexto de construir un consenso de despacho o una paz efímera para una minoría feliz. La dignidad de la persona y el bien común están por encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios; cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética.

    219. La paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra fruto de un equilibrio precario de las fuerzas; la paz se construye día a día, en la instauración del orden querido por Dios, que conlleva una justicia más perfecta entre los hombres»179. En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos tampoco tendrá futuro, y será siempre germen de nuevos conflictos y de diversas formas de violencia.

    220. En cada nación, sus habitantes desarrollan la dimensión social de sus vidas configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un pueblo, no como masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos que «ser ciudadano fiel es una virtud, y la participación en la vida política es una obligación moral»180, pero convertirse en pueblo es todavía más, y requiere un proceso constante en el cual se ve involucrada cada nueva generación; es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una armonía pluriforme.

    221. Para avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad social; brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia, los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales»181. Bajo su luz, quiero proponer ahora estos cuatro principios, que orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la convicción de que su aplicación puede ser un camino genuino hacia la paz dentro de cada nación y en el mundo entero.

    El tiempo es superior al espacio

    222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite; la plenitud provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El “tiempo”, ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el “momento” es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que nos atrae. De ahí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.

    223. Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por los resultados inmediatos; ayuda a soportar con paciencia las situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad, y es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle prioridad al espacio lleva a actuar precipitadamente para tener todo resuelto en el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y autoafirmación; es cristalizar los procesos y pretender detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios; el tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en acontecimientos históricos importantes. Nada de ansiedad, sino convicciones claras y tenacidad.

    224. A veces me pregunto quiénes se preocupan realmente, en el mundo actual, por generar procesos que construyan pueblos, más que por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón para valorar con acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza una auténtica razón de ser la “plenitud de la existencia humana”, de acuerdo con el carácter peculiar y las “posibilidades” de dicha época»182.

    which calls for attention to the bigger picture, openness to suitable processes and concern for the long run.

    225. Ese criterio también es muy propio de la evangelización, que exige contemplar todo el horizonte, estudiar todos los procesos posibles y asumir lo largo del camino. El Señor mismo, en su vida mortal, dio a entender muchas veces a sus discípulos que había cosas que no podían comprender todavía y que era necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn 16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) ilustra un aspecto importante de la evangelización: cómo el enemigo puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido por la bondad del trigo, que se manifiesta con el tiempo.

    La unidad prevalece sobre el conflicto

    226. El conflicto no puede ser ignorado o disimulado; ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad.

    227. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si no pasara nada; se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan atrapados, pierden horizontes y proyectan en las instituciones sus propias confusiones e insatisfacciones; así la unidad se vuelve imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse ante el conflicto: aceptar sufrirlo, resolverlo y transformarlo en un eslabón de un nuevo proceso. «¡Bienaventurados los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).

    228. De este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que solo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran la dignidad más profunda de los demás. Por eso, hace falta postular un principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer historia, en un ámbito vivo donde los conflictos, las tensiones y las divergencias pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior que preserva lo valioso y útil de ambos lados.

    229. Este criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz. Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14); el anuncio evangélico comienza siempre con un saludo de paz, y la paz preside y cohesiona en todo momento las relaciones entre los discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad permanente «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20). Pero si profundizamos en estos textos bíblicos, tenemos que llegar a descubrir que el primer ámbito en el que estamos llamados a lograr esa pacificación en las diferencias es nuestra interioridad, nuestra propia vida, siempre amenazada por la indefinición y el fracaso183. Con corazones rotos en miles de fragmentos, será difícil construir una auténtica paz social.

    230. La paz anunciada no es una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades; supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto cultural que haga emerger una “diversidad reconciliada”, como bien enseñaron los obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una riqueza (...). Solo con la unidad, con la conversión de los corazones y con la reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país»184.

    La realidad es más importante que la idea

    231. Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad simplemente es, la idea se elabora; entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine separándose de la realidad. Es peligroso vivir en el reino de la mera palabra, de la imagen, del sofisma; de ahí que haya que postular un tercer principio: la realidad es superior a la idea. Esto supone evitar diversas formas de disimular la realidad: las purezas angelicales, los totalitarismos de lo relativo, las retóricas vacías, los proyectos más formales que reales, los fundamentalismos antihistóricos, los sistemas éticos sin bondad, la intelectualidad sin sabiduría...

    232. La idea —las elaboraciones conceptuales—está en función de la captación, la comprensión y la conducción de la realidad. La idea desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan; lo que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay que pasar del nominalismo formal a la objetividad armoniosa; de otro modo, se manipula la verdad, igual que cuando se suplanta la gimnasia por la cosmética185. Hay políticos—e incluso dirigentes religiosos— que se preguntan por qué el pueblo no los comprende ni los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la retórica; otros olvidaron la sencillez, e importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.

    233. La realidad es superior a la idea. Este criterio atañe a la encarnación de la Palabra y a su puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1Jn 4,2). El criterio de realidad, de una Palabra ya encarnada y que siempre busca encarnarse, es esencial para la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar la historia de la Iglesia como historia de salvación; a recordar a nuestros santos, que inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros pueblos; y a recoger la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender elaborar un pensamiento desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro lado, este criterio nos impulsa a poner en práctica la Palabra realizando obras de justicia y caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo.

    El todo es superior a la parte

    234. Entre la globalización y la localización también se produce una tensión. Hace falta prestar atención a lo global para no caer en la mezquindad cotidiana; al mismo tiempo, conviene no perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies en la tierra. Las dos cosas unidas impiden caer en cualquiera de estos dos extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante, pasajeros miméticos del furgón de cola, admirando los fuegos artificiales del mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos programados; y el otro, que se conviertan en un museo folclórico de ermitaños localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, e incapaces de dejarse interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus límites.

    235. El todo es más que cualquier parte, y también es más que la mera suma de ellas; por eso, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares. Hay que ampliar siempre la mirada para reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos, pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos; es necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del lugar propio, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando se integra cordialmente en una comunidad, no se anula, sino que recibe siempre nuevos estímulos para su propio desarrollo; no es ni la esfera global que anula, ni la parcialidad aislada que esteriliza.

    236. El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, en la que cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros; el modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que conservan su originalidad en él. Tanto la acción pastoral como la acción política procuran recoger en ese poliedro lo mejor de cada uno; allí entran los pobres, con su cultura, sus proyectos y sus propias potencialidades, y aun las personas que puedan ser cuestionadas por sus errores tienen algo que aportar, que no debe perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que incorpore verdaderamente a todos.

    237. A los cristianos, este principio nos habla también de la totalidad o integridad del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a predicar; su riqueza plena incorpora a los académicos y a los obreros, a los empresarios y a los artistas, a todos. La mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna en expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de fiesta. La Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus pequeños; así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra a la oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte, iluminando a todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es inherente: solo termina de ser Buena Noticia cuando es anunciado a todos, cuando fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y cuando integra a todos los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.

    IV. Diálogo social como contribución a la paz

    238. La evangelización también implica un camino de diálogo. En este tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales la Iglesia debe estar presente para cumplir un servicio en favor del pleno desarrollo del ser humano y para procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad —que incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias— y con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos, «la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe»186, aporta su experiencia de dos mil años y tiene siempre en cuenta las vidas y los sufrimientos de los seres humanos; eso va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado que puede enriquecer a los que no creen, e invita a la razón a ampliar sus perspectivas.

    239. La Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar este gran bien universal. Con el anuncio de Jesucristo, que es la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida reconciliada187. Es hora de saber, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, cómo diseñar la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, con memoria y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su cultura, no una clase, una fracción, un grupo ni una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo; se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.

    240. Al Estado le compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad188; sobre la base de los principios de subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y creación de consensos, desempeña un papel fundamental e indelegable en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Ese papel, en las circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.

    241. En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las cuestiones particulares, pero, junto con las diversas fuerzas sociales, apoya las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona y al bien común, y, al hacerlo, propone siempre con claridad los valores fundamentales de la existencia humana, para transmitir convicciones que luego puedan traducirse en acciones políticas.

    Diálogo entre la fe, la razón y la ciencia

    242. El diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que pacifica189. El cientificismo y el positivismo rehúsan «admitir como válidas las formas de conocimiento distintas de las propias de las ciencias positivas»190. La Iglesia propone otro camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de las metodologías propias de las ciencias empíricas, y otros saberes como la filosofía, la teología y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella, porque «tanto la luz de la razón como la de la fe provienen de Dios»191, y no pueden contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los avances científicos para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley natural, a fin de procurar que respeten siempre la centralidad y el valor supremo de la persona en todas las fases de su existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida por este diálogo, que abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las posibilidades de la razón. También este es un camino de armonía y de pacificación.

    243. La Iglesia no pretende detener el admirable progreso de la ciencia; al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el desarrollo de la ciencia, manteniéndose con rigor académico en el campo de su objeto específico, vuelve evidente una determinada conclusión que la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los creyentes tampoco pueden pretender que una opinión científica que les agrade, y que ni siquiera haya sido suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y fructífero.

    Diálogo ecuménico

    244. El esfuerzo ecuménico responde a la oración del Señor Jesús, que pide «que todos sean uno» (Jn 17,21). La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los cristianos superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que le es propia, en aquellos hijos que, ciertamente incorporados a ella por el Bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión»192. Tenemos que recordar siempre que somos peregrinos, y peregrinamos juntos; para eso, hay que confiar el corazón al compañero de camino, sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiar en los demás es un arte; la paz es un arte. Jesús nos dijo: «¡Bienaventurados los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9); en este esfuerzo, también entre nosotros, se cumple la antigua profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is 2,4).

    245. Bajo esta luz, el ecumenismo es una aportación a la unidad de la familia humana. La presencia en el Sínodo del patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y del arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un verdadero don de Dios y un precioso testimonio cristiano193.

    246. Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente. Los misioneros en esos continentes mencionan reiteradamente las críticas, quejas y burlas que reciben debido al escándalo de los cristianos divididos. Si nos concentramos en las convicciones que nos unen y recordamos el principio de la jerarquía de verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes de anuncio, de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes; por lo tanto, el esfuerzo por una unidad que facilite la acogida de Jesucristo deja de ser mera diplomacia o cumplimiento forzado, para convertirse en un camino ineludible de la evangelización. Los signos de división entre los cristianos en países que ya están destrozados por la violencia añaden más motivos de conflicto por parte de quienes deberíamos ser un fermento activo de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata solo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino además de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros. Por poner solo un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos, los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través del intercambio de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y al bien.

    Relaciones con el judaísmo

    247. Hay que dirigir una mirada muy especial al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás ha sido revocada, porque «los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). La Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas Escrituras, considera al pueblo de la Alianza y a su fe como una raíz sagrada de la propia identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos no podemos considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni incluimos a los judíos entre aquellos llamados a dejar las idolatrías para convertirse al verdadero Dios (cf. 1Ts 1,9). Creemos, junto con ellos, en el único Dios que actúa en la historia, y acogemos con ellos la Palabra revelada común.

    248. El diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la vida de los discípulos de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y amargamente las terribles persecuciones de las que han sido y son objeto, particularmente aquellas que involucran o han involucrado a cristianos.

    249. Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza, y hace brotar tesoros de sabiduría de su encuentro con la Palabra divina; por eso, la Iglesia también se enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y la preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos.

    Diálogo interreligioso

    250. El diálogo con los creyentes de las religiones no cristianas debe caracterizarse por una actitud de apertura en la verdad y en el amor, a pesar de los diversos obstáculos y dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades religiosas. Dicho diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida humana, o simplemente, como proponen los obispos de la India, «estar abiertos a ellos, compartiendo sus alegrías y sus penas»194; así aprendemos a aceptar a los demás en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma, podremos asumir juntos el deber de servir a la justicia y a la paz, que deberá convertirse en un criterio básico para cualquier intercambio. Un diálogo en el que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico pueden convertirse en un proceso en el que, a través de la escucha del otro, ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento; por lo tanto, esos esfuerzos también pueden expresar el amor a la verdad.

    251. En este diálogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos195. Un sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de los cuales no son dueños. La verdadera apertura implica mantenerse firme en las convicciones propias más hondas, con una identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el diálogo puede enriquecer realmente a cada uno»196. No nos sirve una apertura diplomática que diga que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que hemos recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de contraponerse, se sostienen y se alimentan mutuamente197.

    252. En esta época, adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam, hoy particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana, donde pueden celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca hay que olvidar que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final»198. Los escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son objeto de profunda veneración, y es admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres y varones del Islam son capaces de dedicar tiempo diariamente a la oración y de participar fielmente en sus ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos tienen la profunda convicción de que la vida, en su totalidad, es de Dios y para Él; también reconocen la necesidad de responderle con un compromiso ético y con la misericordia hacia los más pobres.

    253. Para sostener el diálogo con el Islam es indispensable la formación adecuada de los interlocutores; no solo para que estén sólida y gozosamente radicados en su propia identidad, sino también para que sean capaces de reconocer los valores de los demás, de comprender las inquietudes que subyacen en sus peticiones y de sacar a la luz las convicciones comunes. Los cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad a los cristianos para poder celebrar sus cultos y vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad de la que gozan los creyentes del Islam en los países occidentales! Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas generalizaciones, porque el auténtico Islam y una interpretación adecuada del Corán se oponen a toda violencia.

    254. Los no cristianos, por gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia, pueden vivir «justificados mediante la gracia de Dios»199, y así «asociados al misterio pascual de Jesucristo»200; pero, debido a la dimensión sacramental de la gracia santificante, la acción divina tiende a producir en ellos signos, ritos y expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a una experiencia comunitaria de camino hacia Dios201. No tienen el sentido ni la eficacia de los Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo o de experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu suscita en todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a sobrellevar las penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía. También los cristianos podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo largo de los siglos, que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.

    Diálogo social en un contexto de libertad religiosa

    255. Los padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la libertad religiosa, considerada como un derecho humano fundamental202, y que incluye «la libertad de elegir la religión que se estime verdadera y de manifestar públicamente las creencias propias»203. Un pluralismo sano, que de verdad respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y a la oscuridad de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los templos, sinagogas o mezquitas; se trataría, en definitiva, de una nueva forma de discriminación y de autoritarismo. El respeto debido a las minorías de agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones religiosas; eso, a la larga, fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la paz.

    256. A la hora de preguntarse por la incidencia pública de la religión, hay que distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales como la prensa caen frecuentemente en generalizaciones groseras y poco académicas cuando hablan de los defectos de las religiones, y muchas veces no son capaces de distinguir que no todos los creyentes —ni todas las autoridades religiosas— son iguales. Algunos políticos aprovechan esta confusión para justificar acciones discriminatorias, y otras veces se desprecian los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción creyente, olvidando que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado a todas las épocas, y tienen una fuerza motivadora que abre nuevos horizontes, estimula el pensamiento y amplía la mente y la sensibilidad; son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos a la oscuridad, solo por haber surgido en el contexto de una creencia religiosa? Incluyen principios profundamente humanistas que tienen un valor racional, aunque estén teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.

    257. Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de tradición religiosa alguna, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos areópagos, como el atrio de los gentiles, donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda de la trascendencia»204. Ese también es un camino de paz para nuestro mundo herido.

    258. A partir de algunos temas sociales, importantes de cara al futuro de la humanidad, he procurado explicitar una vez más la ineludible dimensión social del anuncio del Evangelio, para alentar a todos los cristianos a manifestarla siempre en sus palabras, actitudes y acciones.

    Capítulo Quinto
    Evangelizadores con espíritu

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    259. “Evangelizadores con Espíritu” quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y en todo momento y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual corremos el riesgo de que nuestras acciones queden vacías y nuestro anuncio sin alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no solo con palabras, sino sobre todo con una vida transfigurada en presencia de Dios.

    260. En este último capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana, ni desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales y célebres escritos de grandes autores; no pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la nueva evangelización.

    261. Decir que algo tiene “espíritu” suele indicar que hay unos móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera o se sobrelleva, a pesar de contradecir las inclinaciones y deseos propios. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar un impulso evangelizador más fervoroso, alegre, generoso, audaz, lleno de amor y contagioso! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia a una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.

    I. Motivaciones para un renovado impulso misionero

    262. “Evangelizadores con Espíritu” quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social o misionero, ni los discursos o praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón; esas propuestas parciales y desintegradoras solo llegan a grupos reducidos y no van más allá, porque mutilan el Evangelio. Hace falta cultivar siempre un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la actividad205; sin momentos detenidos de adoración, de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas se vacían fácilmente de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión y de lectura orante de la Palabra, y las adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación»206. Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en una falsa espiritualidad.

    263. Es sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en el anuncio y dotados de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana. En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de uno mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia, que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene de las limitaciones humanas, más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es más difícil, sino que es distinto, y aprendamos de los santos que nos han precedido y han afrontado las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que nos detengamos a redescubrir algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy207.

    Encuentro personal con el amor de Jesús, que nos salva

    264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo cada vez más. Pero ¿qué amor no genera la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de darlo a conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos; nos hace falta clamar cada día y pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué agradable es ponernos frente a un crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente estar en su presencia! ¡Cuánto bien nos hace dejar que vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón; si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra y vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva; no hay nada mejor que se pueda transmitir a los demás.

    265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, es algo precioso y que habla a nuestra propia vida. Cada vez que volvemos a descubrirlo, nos convencemos de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch 17,23). A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que ya existe en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, para conocer la verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte; el entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de responder a esta esperanza»208. El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esa convicción. Tenemos un tesoro de vida y de amor que no puede engañar, un mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que baja a lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo; es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita solo se cura con un amor infinito.

    266. Y esa convicción se sostiene con la experiencia, constantemente renovada, de sentir su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo; y no es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo solo con la razón. Sabemos bien que con Él la vida se vuelve mucho más plena y es más fácil encontrarle un sentido a todo; por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él; percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo, deja de estar seguro de lo que transmite, y actúa sin fuerza ni pasión; y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a nadie.

    267. Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca y amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación; ese es el móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la gloria del Padre, que Jesús buscó durante toda su existencia; Él es el Hijo eternamente feliz por estar en «el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no; más allá de los pequeños límites de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para mayor gloria del Padre que nos ama.

    Gusto espiritual de ser pueblo

    268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1P 2,10). Para ser evangelizadores de almas, también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor, que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige, llena de cariño y de ardor, hacia todo su pueblo. Así, redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado; nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.

    269. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace verlo cercano a todos! Si habla con alguien, le mira a los ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52) y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin importarle que lo traten de comilón o borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad; compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no como si fuera un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.

    270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una distancia prudente de las llagas del Señor, pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos refugios personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del ojo de la tormenta humana, para que de verdad aceptemos entrar en contacto con la existencia concreta de los demás y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente, y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, de pertenecer a un pueblo.

    271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1P 3,16), y «en lo posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18); también se nos exhorta a tratar de vencer «al mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miren despectivamente, sino hombres y mujeres del pueblo. Y esa no es la opinión de un papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas sine glossa, sin comentarios; de ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida con el pueblo fiel a Dios, tratando de encender el fuego en el corazón del mundo.

    272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios, hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1Jn 4,8). Benedicto XVI dijo que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»209, y que el amor es, en el fondo, la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y que nos da la fuerza para vivir y actuar»210. Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios; cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto, si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, y nos saca de nuestros limitados esquemas espirituales. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto de ser un manantial que desborda y refresca a los demás; solo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás y deseando su felicidad. Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad; eso no es más que un lento suicidio.

    273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me pueda quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme; yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a uno mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Ahí aparece la enfermera del alma, el docente del alma, el político del alma; esos que han decidido a fondo ser y estar con los demás y para los demás. Pero si uno separa entre la tarea por una parte y la privacidad por otra, todo se le volverá gris, y estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias necesidades; dejará de ser pueblo.

    274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos también reconocer que cualquier persona es digna de nuestra entrega; no por su aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida; Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logramos ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de nuestra vida. Es hermoso ser pueblo fiel de Dios, ¡y alcanzamos la plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!

    Acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu

    275. En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad profunda que se traduce en el pesimismo, el fatalismo y la desconfianza. Algunas personas no se entregan a la misión porque creen que nada puede cambiar y para ellos es inútil esforzarse; piensan así: “¿Para qué me voy a privar de mis comodidades y placeres, si no voy a ver ningún resultado importante?”. Esa actitud hace imposible ser misioneros, y es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una actitud autodestructiva, porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se volvería insoportable»211. Si pensamos que las cosas no van a cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y sobre la muerte y está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive; de otro modo, «si Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1Co 15,14). El Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también sucede hoy; se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda.

    276. La resurrección de Jesús no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección; es una fuerza imparable. Es verdad que muchas veces parece como si Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no cesan. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto; en un campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse. Cada día renace en el mundo la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible; esa es la fuerza de la resurrección, y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo.

    277. También aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso y las pequeñeces humanas, que tanto duelen. Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos, que cuando los baja definitivamente, dominado por un descontento crónico, por un desinterés que le seca el alma. Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en definitiva se está buscando a sí mismo en un “carrerismo” sediento de reconocimientos, aplausos, premios o puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.

    278. La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, y que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad; es creer que Él marcha victorioso en la historia «en unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14). Creámosle al Evangelio, que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras, como la pequeña semilla que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32); como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt 13,33); y como la buena semilla, que crece en medio de la cizaña (cf. Mt 13,24-30) y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca que por todas partes germine ese mundo nuevo; y aunque se corten los brotes, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos a la orilla de ese camino de la esperanza viva!

    279. Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior, y es la convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama sentido de misterio. Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5), aunque muchas veces esa fecundidad sea invisible, inaferrable, imposible de contabilizar. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo, y tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, y no se pierde ninguna dolorosa paciencia; todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, ni una organización humanitaria, ni un espectáculo en el que contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor tome nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo al que nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos, pero sin pretender ver resultados llamativos; solo sabemos que nuestra entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa, y sigamos adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.

    280. Para mantener vivo el ardor misionero, hace falta una confianza decidida en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26), pero esa confianza generosa tiene que alimentarse, y para eso necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar todas nuestras debilidades en el empeño misionero. Es verdad que esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar; yo mismo lo he experimentado muchas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente y nos impulse hacia donde Él quiera; Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡A eso se le llama ser misteriosamente fecundos!

    Fuerza misionera de la intercesión

    281. Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva para buscar el bien de los demás: la intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones, siempre pido con alegría por todos vosotros (...), porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así, descubrimos que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.

    282. Esta actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante todo, doy gracias a mi Dios, por medio de Jesucristo, por todos vosotros» (Rm 1,8). Es un agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por todos vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada incrédula, negativa ni desesperanzada, sino una mirada espiritual, de profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en él; al mismo tiempo, es una gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a los demás. De esa forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto más generoso, se ha liberado del aislamiento de su conciencia, y está deseoso de hacer el bien y de compartir su vida con los demás.

    283. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como “levadura” en el seno de la Trinidad; es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian. Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre se nos adelanta, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.

    II. María, Madre de la evangelización

    284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo está siempre María; ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la Iglesia evangelizadora, y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la nueva evangelización.

    Regalo de Jesús a su pueblo

    285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; y luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan ante todo una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una misión salvífica especial. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra, y solo después de hacer eso, pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que a su Iglesia le falte el icono femenino; María, que lo engendró con tanta fe, también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras, engendran a Cristo, fue expresada bellamente por el beato Isaac de Stella: «En las Escrituras, inspiradas divinamente, lo que se entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María (…); también se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda (…). Cristo permaneció nueve meses en el seno de María, permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la consumación de los siglos, y en el conocimiento y el amor del alma fiel por los siglos de los siglos»212.

    286. María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura; la pequeña esclava del Padre, que se estremece en la alabanza; la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas; la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que surja la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo nuestros corazones a la fe con su cariño materno; como una verdadera madre, camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias de todos los pueblos que han recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el Bautismo para sus hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la acción maternal de María, que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella; allí encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan Diego, María les acaricia con su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón (…). ¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre?»213.

    Estrella de la nueva evangelización

    287. A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe214, y «su excepcional peregrinación en la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia»215; ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad. Hoy nosotros fijamos la mirada en ella, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores216. En esta peregrinación evangelizadora, no faltan las etapas de aridez, oscuridad, y hasta cierto cansancio, como el que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Este es el comienzo del Evangelio, o sea, de la buena y agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de “noche de la fe” —usando una expresión de san Juan de la Cruz—; como un “velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. Pues de ese modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzó en su itinerario de fe»217.

    288. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia, porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles, sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola, descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia; y es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos, y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos; es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que nos ayude con su oración maternal para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos y una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una fuerza que nos llena de inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María, avanzamos confiados hacia esa promesa, y le decimos:

    Virgen y Madre María, / tú que, movida por el Espíritu, / acogiste al Verbo de la vida / en la profundidad de tu humilde fe, / totalmente entregada al Eterno, / ayúdanos a decir nuestro “sí” / ante la urgencia, más imperiosa que nunca, / de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.

    Tú, llena de la presencia de Cristo, / llevaste la alegría a Juan el Bautista, / haciéndolo exultar en el seno de su madre. / Tú, estremecida de gozo, / cantaste las maravillas del Señor. / Tú, que permaneciste firme ante la cruz / con una fe inquebrantable / y recibiste el alegre consuelo de la resurrección, / te uniste a los discípulos en la espera del Espíritu / para que naciera la Iglesia evangelizadora.

    Haznos llegar ahora un nuevo ardor de resucitados / para llevar a todos el Evangelio de la vida, / que vence a la muerte. / Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos / para que llegue a todos / el don de la belleza que no se apaga.

    Tú, Virgen de la escucha y de la contemplación, / madre del amor, esposa de las bodas eternas, / intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo, / para que nunca se encierre ni se detenga / en su pasión por instaurar el Reino.

    Estrella de la nueva evangelización, / ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, / del servicio, de la fe ardiente y generosa, / de la justicia y del amor a los pobres, / para que la alegría del Evangelio / llegue hasta los confines de la tierra / y ninguna periferia quede privada de su luz.

    Madre del Evangelio viviente, / manantial de alegría para los humildes, / ruega por nosotros. / Amén. Aleluya.

    Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.

    Franciscus


    Notas:

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    [1]  Pablo VI, Exhortación Apostólica Gaudete in Domino (9-5-1975), 22: AAS 67=1975, 297.
    [2]  ibíd., 8: AAS 67=1975, 292.
    [3]  Encíclica Deus caritas est (25-12-2005), 1: AAS 98=2006, 217 .
    [4]  5.ª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29-6-2007), 360.
    [5]  ibíd.
    [6]  Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi (8-12-1975), 80: AAS 68=1976, 75.
    [7]  Cántico espiritual, 36, 10.
    [8]  Adversus haereses, IV, c. 34, 1: PG 7, 1083: «Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens».
    [9]  Evangelii nuntiandi, 7: AAS 68=1976, 9.
    [10]  Cf. Propositio 7 .
    [11]  Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la 13ª Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (28-10-2012): AAS 104=2012, 890 .
    [12]  Ibíd.
    [13]  Benedicto XVI, Homilía en la Eucaristía de inauguración de la 5ª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en el Santuario de “La Aparecida” (13-5-2007): AAS 99=2007, 437 .
    [14]  Encíclica Redemptoris missio (7-12-1990), 34: AAS 83=1991, 280.
    [15]  Ibíd., 40: AAS 83=1991, 287.
    [16]  Ibíd., 86: AAS 83=1991, 333.
    [17]  Documento de Aparecida, 548.
    [18]  Ibíd., 370.
    [19]  Cf. Propositio 1.
    [20]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici (30-12-1988), 32: AAS 81=1989, 451.
    [21]  Documento de Aparecida, 201.
    [22]  Ibíd., 551.
    [23]  Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam (6-8-1964), 3: AAS 56=1964, 611-612.
    [24]  Concilio Vaticano II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.
    [25]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Oceania (22-11-2001), 19: AAS 94=2002, 390.
    [26]  Christifideles laici, 26: AAS 81=1989, 438.
    [27]  Cf. Propositio 26.
    [28]  Cf. Propositio 44.
    [29]  Cf. Propositio 26.
    [30]  Cf. Propositio 41.
    [31]  Concilio Vaticano II, Decreto Christus Dominus, sobre el oficio pastoral de los obispos, 11.
    [32]  Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en un Congreso con ocasión del 40º Aniversario del Decreto Ad Gentes (11-3-2006): AAS 98=2006, 337 .
    [33]  Cf. Propositio 42.
    [34]  Cf. cc. 460-468; 492-502; 511-514; 536-537.
    [35]  Juan Pablo II, Encíclica Ut unum sint (25-5-1995), 95: AAS 87=1995, 977-978.
    [36]  Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
    [37]  Cf. Juan Pablo II, Motu Proprio Apostolos suos (21-5-1998): AAS 90=1998, 641-658.
    [38]  Unitatis redintegratio, 11.
    [39]  Cf. santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
    [40]  Summa Theologiae I-II, q. 108, art. 1.
    [41]  Summa Theologiae II-II, q. 30, art. 4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad 1: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por Él mismo, sino por nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros sacrificios, pero quiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más de cerca la utilidad del prójimo».
    [42]  Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12 .
    [43]  Motu Proprio Socialium scientiarum (1-1-1994): AAS 86=1994, 209 .
    [44]  Santo Tomás de Aquino remarcaba que la multiplicidad y la variedad «proviene de la intención del primer agente», quien quiso que «lo que faltaba a cada cosa para representar la bondad divina, fuera suplido por las otras», porque su bondad «no podría representarse convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47, art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas en sus múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47, art. 2, ad 1; q. 47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos escucharnos unos a otros y complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y del Evangelio.
    [45]  Juan XXIII, Discurso en la solemne apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11-10-1962): AAS 54=1962, 792: «Est enim aliud ipsum depositum fidei, seu veritates, quae veneranda doctrina nostra continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur» .
    [46]  Ut unum sint, 19: AAS 87=1995, 933.
    [47]  Summa Theologiae I-II, q. 107, art. 4.
    [48]  Ibíd.
    [49]  N. 1735.
    [50]  Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Familiaris consortio (22-11-1981), 34: AAS 74=1982, 123.
    [51]  Cf. san Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; san Cirilo de Alejandría, In Johannem Evangelium IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿Y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer —“¿quién conoce sus delitos?”, dice el salmo—, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la eternidad?».
    [52]  Benedicto XVI, Discurso durante el Encuentro con el Episcopado brasileño en la Catedral de San Pablo, Brasil (11-5-2007), 3: AAS 99=2007, 428 .
    [53]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Pastores dabo vobis (25-3-1992), 10: AAS 84=1992, 673.
    [54]  Ecclesiam suam, 19: AAS 56=1964, 632.
    [55]  San Juan Crisóstomo, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
    [56]  Cf. Propositio 13.
    [57]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Africa (14-9-1995), 52: AAS 88=1996, 32-33; Id., Encíclica Sollicitudo rei socialis (30-12-1987), 22: AAS 80=1988, 539.
    [58]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Asia (6-11-1999), 7: AAS 92=2000, 458.
    [59]  United States Conference of Catholic Bishops, Ministry to Persons with a Homosexual Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
    [60]  Conférence des Évêques de France. Conseil Famille et Société, Élargir le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons le débat! (28-9-2012).
    [61]  Cf. Propositio 25.
    [62]  Azione Cattolica Italiana, Messaggio della 14ª Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8-5-2011).
    [63]  Joseph Ratzinger, Situación actual de la fe y la Teología. Conferencia pronunciada en el Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la Doctrina de la Fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en L’Osservatore Romano, 1-11-1996. Cf. Documento de Aparecida, 12.
    [64]  Georges Bernanos, Journal d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
    [65]  Discurso en la solemne apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 4, 2-4: AAS 54=1962, 789.
    [66]  John Henry Newman, Letter of 26 January 1833, en The Letters and Diaries of John Henry Newman, III, Oxford 1979, 204.
    [67]  Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11-10-2012): AAS 104=2012, 881 .
    [68]  Tomás de Kempis, De Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: ‘La imaginación y el cambio de lugares engañó a muchos’.
    [69]  Vale el testimonio de santa Teresa de Lisieux, en su trato con aquella hermana que le resultaba particularmente desagradable, cuando una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía… De pronto, oí a lo lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros (…) No puedo expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad» (Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres complètes, Paris 1992, 274-275).
    [70]  Cf. Propositio 8.
    [71]  Henri de Lubac, Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231.
    [72]  Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 295.
    [73]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Christifideles laici (30-12-1988), 51: AAS 81=1989, 493.
    [74]  Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter Insigniores, sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial (15-10-1976), VI: AAS 69=1977, 115, citada en Christifideles laici, 51, nota 190: AAS 81=1989, 493.
    [75]  Juan Pablo II, Carta Apostólica Mulieris dignitatem (15-8-1988), 27: AAS 80=1988, 1718.
    [76]  Cf. Propositio 51.
    [77]  Ecclesia in Asia, 19: AAS 92=2000, 478.
    [78]  Ibíd., 2: AAS 92=2000, 451.
    [79]  Cf. Propositio 4.
    [80]  Cf. Lumen gentium, 1.
    [81]  Meditación en la primera Congregación General de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (8-10-2012): AAS 104=2012, 897 .
    [82]  Cf. Propositio 6; Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22 .
    [83]  Cf. Lumen gentium, 9.
    [84]  Cf. 3ª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Puebla (23-3-1979), 386-387 .
    [85]  Gaudium et spes, 36.
    [86]  Ibíd., 25.
    [87]  Ibíd., 53.
    [88]  Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte (6-1-2001), 40: AAS 93=2001, 294-295.
    [89]  Ibíd., 40: AAS 93=2001, 295.
    [90]  Redemptoris missio, 52: AAS 83=1991, 300. Cf. Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae (16-10-1979), 53: AAS 71=1979, 1321.
    [91]  Ecclesia in Oceania, 16: AAS 94=2002, 384.
    [92]  Ecclesia in Africa, 61: AAS 88=1996, 39.
    [93]  Cf. Summa Theologiae, I, q. 39, art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el nexo de ambos, no se puede entender la unidad de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf. también ibíd. I, q. 37, art. 1, ad 3.
    [94]  Ecclesia in Oceania, 17: AAS 94=2002, 385.
    [95]  Cf. Ecclesia in Asia, 20: AAS 92=2000, 478-482.
    [96]  Cf. Lumen gentium, 12.
    [97]  Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio (14-9-1998), 71: AAS 91=1999, 60.
    [98]  Documento de Puebla, 450; cf. Documento de Aparecida, 264.
    [99]  Cf. Ecclesia in Asia, 21: AAS 92=2000, 482-484.
    [100]  N. 48: AAS 68=1976, 38.
    [101]  Ibíd.
    [102]  Discurso en la Sesión inaugural de la 5ª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13-5-2007), 1: AAS 99=2007, 446-447 .
    [103]  Documento de Aparecida, 262.
    [104]  Ibíd., 263.
    [105]  Cf. Summa Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
    [106]  Documento de Aparecida, 264.
    [107]  Ibíd.
    [108]  Cf. Lumen gentium, 12.
    [109]  Cf. Propositio 17.
    [110]  Cf. Propositio 30.
    [111]  Cf. Propositio 27.
    [112]  Juan Pablo II, Carta Apostólica Dies Domini (31-5-1998), 41: AAS 90=1998, 738-739.
    [113]  Evangelii nuntiandi, 78: AAS 68=1976, 71.
    [114]  Ibíd.
    [115]  Pastores dabo vobis, 26: AAS 84=1992, 698.
    [116]  Ibíd., 25: AAS 84=1992, 696.
    [117]  Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
    [118]  Evangelii nuntiandi, 76: AAS 68=1976, 68.
    [119]  Ibíd., 75: AAS 68=1976, 65.
    [120]  Ibíd., 63: AAS 68=1976, 53.
    [121]  Ibíd., 43: AAS 68=1976, 33.
    [122]  Ibíd.
    [123]  Pastores dabo vobis, 10: AAS 84=1992, 672.
    [124]  Evangelii nuntiandi, 40: AAS 68=1976, 31.
    [125]  Ibíd., 43: AAS 68=1976, 33.
    [126]  Cf. Propositio 9.
    [127]  Pastores dabo vobis, 26: AAS 84=1992, 698.
    [128]  Cf. Propositio 38.
    [129]  Cf. Propositio 20.
    [130]  Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Inter mirifica, sobre los medios de comunicación social, 6.
    [131]  Cf. san Agustín, De musica, VI, XIII, 38: PL 32, 1183-1184; id., Confessiones, IV, XIII, 20: PL 32, 701.
    [132]  Benedicto XVI, Discurso en ocasión de la proyección del documental “Arte y fe - via pulchritudinis” (25-10-2012): L’Osservatore Romano, ed. semanal en español (4-11-2012), 11 .
    [133]  Summa Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas dispositiones contrarias».
    [134]  Ecclesia in Asia, 20: AAS 92=2000, 481.
    [135]  Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Verbum Domini (30-9-2010), 1: AAS 102=2010, 682 .
    [136]  Cf. Propositio 11.
    [137]  Cf. Dei Verbum, 21-22.
    [138]  Cf. Verbum Domini, 86-87: AAS 102=2010, 757-760.
    [139]  Discurso durante la primera Congregación General del Sínodo de los Obispos (8-10-2012): AAS 104=2012, 896.
    [140]  Evangelii nuntiandi, 17: AAS 68=1976, 17.
    [141]  Juan Pablo II, Mensaje a los discapacitados, Ángelus (16-11-1980): L’Osservatore Romano, ed. semanal en español (23-11-1980), 9 .
    [142]  Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 52.
    [143]  Juan Pablo II, Catequesis (24-4-1991), 6: L’Osservatore Romano, ed. semanal en español (26-4-1991), 3 .
    [144]  Benedicto XVI, Motu Proprio Intima Ecclesiae natura (11-11-2012): AAS 104=2012, 996 .
    [145]  Pablo VI, Encíclica Populorum progressio (26-3-1967), 14: AAS 59=1967, 264.
    [146]  Evangelii nuntiandi, 29: AAS 68=1976, 25.
    [147]  Documento de Aparecida, 380.
    [148]  Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 9.
    [149]  Juan Pablo II, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in America (22-1-1999), 27: AAS 91=1999, 762.
    [150]  Deus caritas est, 28: AAS 98=2006, 239-240.
    [151]  Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 12.
    [152]  Pablo VI, Carta Apostólica Octogesima adveniens (14-5-1971), 4: AAS 63=1971, 403.
    [153]  Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis nuntius (6-8-1984), XI, 1: AAS 76=1984, 903.
    [154]  Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 157.
    [155]  Octogesima adveniens, 23: AAS 63=1971, 418.
    [156]  Populorum progressio, 65: AAS 59=1967, 289.
    [157]  Ibíd., 15: AAS 59=1967, 265.
    [158]  Conferência Nacional dos Bispos do Brasil, Documento Exigências evangélicas e éticas de superação da miséria e da fome (abril 2002), Introducción, 2.
    [159]  Juan XXIII, Encíclica Mater et magistra (15-5-1961), 3: AAS 53=1961, 402.
    [160]  San Agustín, De Catechizandis Rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327.
    [161]  Libertatis nuntius, XI, 18: AAS 76=1984, 907-908.
    [162]  Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus (1-5-1991), 41: AAS 83=1991, 844-845.
    [163]  Juan Pablo II, Homilía durante la Misa para la evangelización de los pueblos en Santo Domingo (11-10-1984), 5: AAS 77=1985, 358 .
    [164]  Sollicitudo rei socialis, 42: AAS 80=1988, 572.
    [165]  Discurso en la Sesión inaugural de la 5ª Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13-5-2007), 3: AAS 99=2007, 450.
    [166]  Summa Theologiae II-II, q. 27, art. 2.
    [167]  Ibíd., I-II, q. 110, art. 1.
    [168]  Ibíd., I-II, q. 26, art. 3
    [169]  Novo millennio ineunte, 50: AAS 93=2001, 303.
    [170]  Ibíd.
    [171]  Cf. Propositio 45.
    [172]  Libertatis nuntius, XI, 18: AAS 76=1984, 908.
    [173]  Esto implica «eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo Diplomático (8-1-2007): AAS 99=2007, 73 .
    [174]  Cf. Commission sociale des évêques de France, Declaración Réhabiliter la politique (17-2-1999); Pío XI, Mensaje, 18-12-1927 .
    [175]  Benedicto XVI, Encíclica Caritas in veritate (29-6-2009), 2: AAS 101=2009, 642 .
    [176]  Christifideles laici, 37: AAS 81=1989, 461.
    [177]  Cf. Propositio 56.
    [178]  Catholic Bishops’ Conference of the Philippines, Carta pastoral What is Happening to our Beautiful Land? (29-1-1988).
    [179]  Populorum progressio, 76: AAS 59=1967, 294-295.
    [180]  United States Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral Forming Consciences for Faithful Citizenship (2007), 13.
    [181]  Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 161.
    [182]  Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965, 30-31.
    [183]  Cf. Ismael Quiles, S. I., Filosofía de la educación personalista, Buenos Aires 1981, 46-53.
    [184]  Comité permanent de la Conférence Episcopale Nationale du Congo, Message sur la situation sécuritaire dans le pays (5-12-2012), 11.
    [185]  Cf. Platón, Gorgias, 465.
    [186]  Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (21-12-2012): AAS 105=2013, 51 .
    [187]  Cf. Propositio 14.
    [188]  Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1910; Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 168.
    [189]  Cf. Propositio 54.
    [190]  Fides et ratio, 88: AAS 91=1999, 74.
    [191]  Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, I, VII; cf. Fides et ratio, 43: AAS 91=1999, 39.
    [192]  Unitatis redintegratio, 4.
    [193]  Cf. Propositio 52.
    [194]  Catholic Bishops’ Conference of India, Declaración final de la 30ª Asamblea General, The Church’s Role for a Better India (8-3-2012), 8-9.
    [195]  Cf. Propositio 53.
    [196]  Redemptoris missio, 56: AAS 83=1991, 304.
    [197]  Cf. Discurso a la Curia Romana (21-12-2012): AAS 105=2013, 51; Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, 9; Catecismo de la Iglesia Católica, 856.
    [198]  Lumen gentium, 16.
    [199]  Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1996), 72 .
    [200]  Ibíd.
    [201]  Cf. ibíd., 81-87.
    [202]  Cf. Propositio 16.
    [203]  Benedicto XVI, Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente (14-9-2012), 26: AAS 104=2012, 762 .
    [204]  Propositio 55.
    [205]  Cf. Propositio 36.
    [206]  Novo millennio ineunte, 52: AAS 93=2001, 304.
    [207]  Cf. Víctor Manuel Fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa». Acto de apertura del I Congreso Nacional de Doctrina Social de la Iglesia, Rosario (Argentina), 2011: UCActualidad 142 (2011), 16.
    [208]  Redemptoris missio, 45: AAS 83=1991, 292.
    [209]  Deus caritas est, 16: AAS 98=2006, 230.
    [210]  Ibíd., 39: AAS 98=2006, 250.
    [211]  II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, Mensaje final, 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal en español (29-10-1999), 10.
    [212]  Isaac de Stella, Sermo 51: PL 194, 1863.1865.
    [213]  Nican Mopohua, 118-119.
    [214]  Cf. Lumen gentium, cap. VIII, 52-69.
    [215]  Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptoris Mater (25-3-1987), 6: AAS 79=1987, 366.
    [216]  Cf. Propositio 58.
    [217]  Redemptoris Mater, 17: AAS 79=1987, 381.