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Catequesis

Audiencia General - Año de la Fe 2012-2013

Comunión de los bienes espirituales

6 de noviembre de 2013


Temas: comunión de los santos (sacramentos, carismas y caridad).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2013/documents/papa-francesco_20131106_udienza-generale.html

Publicado: BOA 2013, 839.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado hablé de la comunión de los santos , entendida como comunión entre las personas santas, es decir, entre nosotros, los creyentes. Hoy desearía profundizar en otro aspecto de esta realidad: ¿recordáis que había dos aspectos: uno, la comunión, la unidad entre nosotros, y el otro, la comunión con las cosas santas, con los bienes espirituales? Las dos realidades están estrechamente relacionadas entre sí. En efecto, la comunión entre los cristianos crece mediante la participación en los bienes espirituales; en particular, consideramos: los sacramentos, los carismas y la caridad. (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 949-953) . Nosotros crecemos en unidad, en comunión con los sacramentos, los carismas que cada uno recibe del Espíritu Santo, y la caridad.

Ante todo, la comunión con los sacramentos. Los sacramentos expresan y realizan una comunión efectiva y profunda entre nosotros, puesto que en ellos encontramos a Cristo Salvador y, a través de Él, a nuestros hermanos en la fe. Los sacramentos no son apariencias ni ritos, sino que son la fuerza de Cristo; Jesucristo está presente en los sacramentos. Cuando celebramos la Eucaristía, Jesús vivo es quien nos congrega, nos hace comunidad, y nos hace adorar al Padre. Cada uno de nosotros, en efecto, mediante el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, está incorporado a Cristo y unido a toda la comunidad de los creyentes. Por lo tanto, si por un lado es la Iglesia la que “hace” los sacramentos, por el otro son los sacramentos los que “hacen” a la Iglesia, la edifican, generando nuevos hijos, agregándolos al pueblo santo de Dios, y consolidando su pertenencia.

Cada encuentro con Cristo, que nos da la salvación en los sacramentos, nos invita a “ir” y comunicar a los demás una salvación que hemos podido ver, tocar, encontrar, acoger, y que es verdaderamente creíble, porque es amor. De este modo, los sacramentos nos impulsan a ser misioneros, y el compromiso apostólico de llevar el Evangelio a todos los ambientes, incluso a los más hostiles, constituye el fruto más auténtico de una vida sacramental asidua, en cuanto que es participación en la iniciativa salvífica de Dios, que quiere salvar a todos. La gracia de los sacramentos alimenta en nosotros una fe fuerte y gozosa, una fe que sabe asombrarse ante las “maravillas” de Dios y sabe resistir ante los ídolos del mundo; por ello, es importante recibir la Comunión, que los niños estén bautizados pronto, y que estén confirmados, porque los sacramentos son la presencia de Jesucristo en nosotros, una presencia que nos ayuda. Es importante, cuando nos sentimos pecadores, acercarnos al sacramento de la Reconciliación; alguien podrá decir: “Me da miedo, porque el sacerdote se enfadará”. No, no se enfadará. ¿Tú sabes a quién te encontrarás en el sacramento de la Reconciliación? ¡Encontrarás a Jesús, que te perdona! Es Jesús quien te espera allí, y ese Sacramento hace crecer a toda la Iglesia.

Un segundo aspecto de la comunión con las cosas santas es el de la comunión de los carismas. El Espíritu Santo concede a los fieles una multitud de dones y de gracias espirituales; esta riqueza, digamos, “imaginativa” de los dones del Espíritu Santo tiene como fin la edificación de la Iglesia. Los carismas —palabra un poco difícil— son los regalos que nos da el Espíritu Santo: habilidad, capacidad... regalos dados, no para que queden ocultos, sino para compartirlos con los demás; no se dan para beneficio de quien los recibe, sino para utilidad del pueblo de Dios. Si un carisma, uno de estos regalos, sirve para afirmarse a sí mismo, entonces es dudoso que se trate de un carisma auténtico o vivido fielmente. Los carismas son gracias particulares dadas a algunos para hacer el bien a muchos otros; son actitudes, inspiraciones e impulsos interiores que nacen en la conciencia y en la experiencia de determinadas personas, que están llamadas a ponerlos al servicio de la comunidad. Estos dones espirituales favorecen, en especial, la santidad de la Iglesia y de su misión; todos estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, y a acogerlos como estímulos útiles para una presencia y una obra fecunda de la Iglesia. San Pablo exhortaba: «No apaguéis el espíritu» (1Ts 5,19); no apaguemos el espíritu que nos da estos regalos, estas habilidades, estas virtudes tan bellas, que hacen crecer a la Iglesia.

¿Cuál es nuestra actitud ante estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos conscientes de que el Espíritu de Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Los consideramos una ayuda espiritual mediante la cual el Señor sostiene nuestra fe y refuerza nuestra misión en el mundo?

Y llegamos al tercer aspecto de la comunión con las cosas santas, la comunión de la caridad, la unidad entre nosotros que produce la caridad, el amor. Los paganos, observando a los primeros cristianos, decían: “¡cómo se aman, cómo se quieren!; no se odian, no hablan mal unos de otros”. Esa es la caridad, el amor de Dios, que el Espíritu Santo nos pone en el corazón. Los carismas son importantes en la vida de la comunidad cristiana, pero son siempre medios para crecer en la caridad, en el amor, que san Pablo sitúa sobre los carismas (cf. 1Co 13,1-13). Sin amor, en efecto, incluso los dones más extraordinarios son vanos. Un hombre que cura a la gente, que tiene esa cualidad, aquella otra virtud... ¿tiene amor y caridad en su corazón? Si lo tiene, bien; pero si no lo tiene, no es útil a la Iglesia; sin amor, esos dones y carismas no sirven a la Iglesia, porque donde no hay amor hay un vacío llenado por el egoísmo. Y me pregunto: ¿podemos vivir en comunión y en paz, si somos egoístas? No se puede; por eso es necesario el amor que nos une. El más pequeño de nuestros gestos de amor tiene efectos buenos para todos; por lo tanto, vivir la unidad en la Iglesia y la comunión de la caridad no significa buscar el interés propio, sino compartir los sufrimientos y las alegrías de los hermanos (cf. 1Co 12,26), dispuestos a llevar las cargas de los más débiles y pobres. Esta solidaridad fraterna no es una figura retórica, un modo de hablar, sino que es parte integrante de la comunión entre los cristianos. Si la vivimos, somos en el mundo signo, “sacramento” del amor de Dios; lo somos los unos para los otros, lo somos para todos. No se trata solo de ese pequeño amor que nos podemos ofrecer mutuamente, sino de algo más profundo: es una comunión que nos hace capaces de entrar en la alegría y en el dolor de los demás para hacerlos sinceramente nuestros.

A menudo somos demasiado áridos, indiferentes, distantes; en lugar de transmitir fraternidad, transmitimos malhumor, frialdad y egoísmo. Y con malhumor, frialdad y egoísmo no se puede hacer crecer la Iglesia; la Iglesia solo crece con el amor que viene del Espíritu Santo. El Señor nos invita a abrirnos a la comunión con Él, en los sacramentos, en los carismas y en la caridad, para vivir de manera digna nuestra vocación cristiana.

Y ahora me permito pediros un acto de caridad... podéis estar tranquilos, que no se hará una colecta. Antes de venir a la plaza fui a ver a una niña de un año y medio con una enfermedad gravísima; su padre y su madre rezan y piden al Señor la salud para esta hermosa niña, que se llama Noemí. Sonreía, pobrecita. No la conocemos, pero es una niña bautizada, es una de nosotros, es una cristiana. Hagamos un acto de amor por ella y pidamos en silencio que el Señor la ayude en este momento y le conceda la salud; luego rezaremos el Avemaría... Y ahora, todos juntos, recemos a la Virgen por la salud de Noemí. Dios te salve, María... Gracias por este acto de caridad.

(Saludo a los peregrinos de lengua española)