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Homilía

Año de la Fe 2012-2013

Santa Misa de Clausura del Año de la Fe

24 de noviembre de 2013


Temas: Jesucristo (centralidad).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2013/documents/papa-francesco_20131124_conclusione-annus-fidei.html

Publicado: BOA 2013, 837.


La Solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe , convocado por el papa Benedicto XVI , a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo —el cual nos hizo hijos de Dios y hermanos en la Iglesia—, que tiene como meta el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva y santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.

Dirijo también un saludo cordial y fraterno a los patriarcas y arzobispos mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del obispo de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio. Del mismo modo, y por su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y de la concordia.

Las lecturas bíblicas que han sido proclamadas tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro; Cristo, centro de la creación, del pueblo y de la historia.

1. En la segunda lectura, tomada de la Carta a los Colosenses, el apóstol Pablo nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús; nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en Él, por medio de Él y para Él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que todas las cosas sean reconciliadas en Él (cf. Col 1,12-20): Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esa descripción nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así, la actitud que se pide al creyente que quiere ser tal es la de reconocer y acoger en su vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Así, nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo; nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo; y nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, la pérdida de este centro, al sustituirlo por cualquier otra cosa, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para nosotros mismos.

2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es el centro del Pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro; ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y, ante el Señor, lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En su búsqueda de un rey ideal, aquellos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el “hermano” alrededor del cual se constituye el pueblo, el que cuida de su pueblo, de todos nosotros, al precio de su vida. En Él somos uno, un único pueblo unido a Él, y compartimos un solo camino, un solo destino; solo en Él, con Él como centro, encontramos nuestra identidad como Pueblo.

3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre; a Él podemos referir las alegrías, las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia quedan iluminados; Él nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio —«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»—, aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, se agarra a Jesús crucificado, implorándole: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43), en su Reino. Jesús solo pronuncia palabras de perdón, no de condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir ese perdón, el Señor no deja de atender su petición. Hoy podemos pensar todos en nuestra historia, nuestro camino; cada uno de nosotros tiene su historia, con sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. Nos vendrá bien pensar en nuestra historia, mirar a Jesús, y, desde el corazón, repetirle a menudo, pero en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque quiero ser bueno, pero me falta la fuerza, no puedo, soy pecador. Acuérdate de mí, Jesús; Tú puedes acordarte de mí porque Tú estás en el centro, Tú estás precisamente en tu Reino”. ¡Qué bien! Digámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, Tú que estás en el centro, Tú que estás en tu Reino”.

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza; nos dice que la gracia de Dios siempre es más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es más generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino. Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación; vayamos todos juntos por ese camino.