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Mensaje

100ª Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2014

Emigrantes y refugiados:
hacia un mundo mejor

19 de enero de 2014


Temas: migración (persona, pobreza y prejuicio).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/migration/documents/papa-francesco_20130805_world-migrants-day.html

Publicado: BOA 2013, 829.


Queridos hermanos y hermanas:

Nuestras sociedades están experimentando, como nunca antes en la historia, procesos de mutua interdependencia e interacción a nivel global, que, si bien es verdad que contienen elementos problemáticos o negativos, tienen el objetivo de mejorar las condiciones de vida de la familia humana, no solo en el aspecto económico, sino también en el político y cultural. Toda persona pertenece a la humanidad y comparte con la familia entera de los pueblos la esperanza de un futuro mejor; de esta constatación nace el tema que he elegido para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de este año: “Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor”.

Entre los resultados de los cambios de nuestra época, el creciente fenómeno de la movilidad humana emerge como un «signo de los tiempos»; así lo ha definido el papa Benedicto XVI (cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2006) . Si las migraciones, por un lado, ponen frecuentemente de manifiesto las carencias y lagunas de los estados y de la comunidad internacional, por otro, también revelan las aspiraciones de la humanidad de vivir la unidad mediante el respeto a las diferencias, la acogida y la hospitalidad, que hacen posible la distribución equitativa de los bienes de la tierra, y mediante la tutela y la promoción de la dignidad y centralidad de todo ser humano.

Desde el punto de vista cristiano, también en los fenómenos migratorios, al igual que en otras realidades humanas, se verifica la tensión entre la belleza de la creación, marcada por la gracia y la redención, y el misterio del pecado; la solidaridad, la acogida y los gestos de fraternidad y de comprensión coexisten con el rechazo, la discriminación, la explotación, el sufrimiento y la muerte. Despiertan una gran preocupación, sobre todo, las situaciones en las que la migración no solo es forzosa, sino que incluso se realiza bajo alguna de las modalidades de trata de personas y de reducción a la esclavitud; el “trabajo esclavo” es hoy moneda corriente. Sin embargo, y a pesar de los problemas, los riesgos y las dificultades que se deben afrontar, muchos emigrantes y refugiados siguen viéndose impulsados por la confianza y la esperanza; llevan en el corazón el deseo de un futuro mejor, no solo para ellos, sino también para sus familias y seres queridos.

¿Qué supone la creación de “un mundo mejor”? Esta expresión no alude ingenuamente a concepciones abstractas o a realidades inalcanzables, sino que orienta más bien a buscar un desarrollo auténtico e integral, a trabajar para que haya condiciones de vida dignas para todos, y para que sea respetada, custodiada y cultivada la creación que Dios nos ha entregado. El venerable Pablo VI describía las aspiraciones de los hombres actuales con estas palabras: «Verse libres de la miseria y asegurar más su propia subsistencia; la salud; una ocupación estable; asumir más responsabilidades personales, fuera de toda opresión y a salvo de situaciones que ofendan su dignidad de hombres; ser más instruidos; en resumen, hacer, conocer y tener más para ser más» (Carta Encíclica Populorum progressio, 26-3-1967, 6).

Nuestro corazón desea “algo más”, que no es simplemente conocer más o tener más, sino sobre todo ser más. No se puede reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido con frecuencia sin tener en cuenta a las personas más débiles e indefensas. El mundo solo puede mejorar si la atención primaria se dirige a la persona; si la promoción de la persona es integral, en todas sus dimensiones, incluida la espiritual; si no se abandona a nadie, incluidos los pobres, los enfermos, los presos, los necesitados y los forasteros (cf. Mt 25,31-46); y si somos capaces de pasar de una cultura del rechazo a una cultura del encuentro y de la acogida.

Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad; son niños, mujeres y hombres que abandonan o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, y que comparten el deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser “algo más”. Es impresionante el número de personas que emigra de un continente a otro, así como el de aquellos que se desplazan dentro de sus propios países o zonas geográficas; los flujos migratorios contemporáneos constituyen el mayor movimiento de personas, e incluso de pueblos, de todos los tiempos. La Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados, se compromete a comprender las causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar sus efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de origen, tránsito y destino de los movimientos migratorios.

Al mismo tiempo que animamos el progreso hacia un mundo mejor, no podemos dejar de denunciar, por desgracia, el escándalo de la pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación, marginación y restricciones de las libertades fundamentales, tanto de los individuos como de los colectivos, son algunos de los principales factores de pobreza que se deben superar. Precisamente estos aspectos caracterizan muchas veces los movimientos migratorios, uniendo migración y pobreza; para huir de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores posibilidades o salvar su vida, millones de personas comienzan un viaje migratorio y, en vez de cumplir sus expectativas, frecuentemente sufren desconfianza, cerrazón, exclusión y otras desgracias, muchas de ellas graves y que hieren su dignidad humana.

La realidad de las migraciones, dadas las dimensiones que alcanza en nuestra época de globalización, pide ser afrontada y gestionada de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar la cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y compasión. Es importante la colaboración a varios niveles para la adopción, por parte de todos, de instrumentos normativos que tutelen y promuevan a la persona; el papa Benedicto XVI trazó las grandes líneas al afirmar que: «Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de destino de los migrantes; ha de ir acompañada de normativas internacionales adecuadas, capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como los de las sociedades de destino» (Carta Encíclica Caritas in veritate, 29-6-2009, 62) . Trabajar juntos por un mundo mejor exige la ayuda mutua entre los países, con disponibilidad y confianza, sin levantar barreras infranqueables; una buena sinergia animará a los gobernantes a afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la globalización sin reglas, que están entre las causas de las migraciones en las que las personas no son tanto protagonistas como víctimas. Ningún país puede afrontar por sí solo las dificultades unidas a este fenómeno, tan amplio que afecta en este momento a todos los continentes, en su doble movimiento de inmigración y emigración.

Además, es importante subrayar que esta colaboración comienza con el esfuerzo que cada país debe hacer para crear mejores condiciones económicas y sociales en su territorio, de modo que la emigración no sea la única opción para quien busque paz, justicia, seguridad y pleno respeto de la dignidad humana. Crear oportunidades de trabajo en las economías locales evitará la separación de las familias y garantizará condiciones de estabilidad y serenidad para los individuos y los colectivos.

Por último, a la vista de la realidad de los emigrantes y refugiados, quisiera subrayar un tercer elemento en la construcción de un mundo mejor, que es el de la superación de los prejuicios y preconcepciones en la evaluación de las migraciones. La llegada de emigrantes, de prófugos, de los que piden asilo o de refugiados, suscita con frecuencia sospechas y hostilidad en las poblaciones locales; nace el miedo a que se produzcan convulsiones en la paz social, a perder la identidad o cultura, a que aumente la competencia en el mercado laboral o, incluso, a que aumente la criminalidad. Los medios de comunicación social tienen una gran responsabilidad en este campo: a ellos les compete, en efecto, desenmascarar estereotipos y ofrecer informaciones correctas, en las que habrá que denunciar los errores de algunos, pero también describir la honestidad, rectitud y grandeza de ánimo de la mayoría. En esto se necesita por parte de todos un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados, pasando de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación, que corresponde a la “cultura del rechazo”, a una actitud que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor. Los medios de comunicación también están llamados a entrar en esta “conversión de las actitudes” y a favorecer este cambio de comportamiento hacia los emigrantes y refugiados.

Pienso también en cómo la Sagrada Familia de Nazaret tuvo que vivir la experiencia del rechazo al inicio de su camino: María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada» (Lc 2,7). Es más, Jesús, María y José experimentaron lo que significa dejar su propia tierra y ser emigrantes: amenazados por el poder de Herodes, fueron obligados a huir y a refugiarse en Egipto (cf. Mt 2,13-14); pero el corazón materno de María y el corazón atento de José, Custodio de la Sagrada Familia, conservaron siempre la confianza en que Dios nunca les abandonaría. Que, por su intercesión, esa misma certeza esté siempre firme en el corazón del emigrante y del refugiado.

La Iglesia, respondiendo al mandato de Cristo, «id y haced discípulos a todos los pueblos», está llamada a ser el Pueblo de Dios que abraza a todos los pueblos y a llevarles el anuncio del Evangelio, porque en el rostro de cada persona está impreso el rostro de Cristo. Ahí se encuentra la raíz más profunda de la dignidad del ser humano, que debe ser respetada y tutelada siempre: el fundamento de esa dignidad no está en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase social o de pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en ser creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) y, más aún, en ser hijos de Dios; cada ser humano es hijo de Dios, y en cada uno está impresa la imagen de Cristo. Se trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo, y así podamos ayudar a los demás a ver en el emigrante y en el refugiado, no solo un problema que debe ser afrontado, sino a un hermano y a una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados; una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio. Las migraciones pueden dar lugar a posibilidades de nueva evangelización y a abrir espacios para que crezca una nueva humanidad, preanunciada en el misterio pascual; una humanidad para la cual cada tierra extranjera es patria y cada patria es tierra extranjera.

Queridos emigrantes y refugiados, no perdáis la esperanza de que también para vosotros está reservado un futuro más seguro; que en vuestras sendas podáis encontrar una mano tendida, que podáis experimentar la solidaridad fraterna y el calor de la amistad. A todos vosotros, y a aquellos que dedican sus vidas y sus energías a ayudaros, os aseguro mi oración y os imparto de corazón la Bendición Apostólica.

Vaticano, 5 de agosto de 2013.