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Mensaje

Cuaresma 2014

Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9)

5 de marzo de 2014


Temas: pobreza.

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/lent/documents/papa-francesco_20131226_messaggio-quaresima2014.html

Publicado: BOA 2014, 22; Ecclesia LXXIV/3.716, marzo (2014), 315-316.


  • (Introducción)
  • 1. Gracia de Cristo
  • 2. Nuestro testimonio

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    Queridos hermanos y hermanas:

    Con ocasión de la Cuaresma os propongo algunas reflexiones, a fin de que os sirvan para vuestro camino personal y comunitario de conversión. Comienzo recordando las palabras de san Pablo: «Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza» (2Co 8,9). El Apóstol se dirigía a los cristianos de Corinto para alentarlos a ser generosos y ayudar a los fieles de Jerusalén que pasaban necesidad. ¿Qué nos dicen a los cristianos de hoy estas palabras de san Pablo? ¿Qué nos dice hoy a nosotros la invitación a la pobreza, a una vida pobre en sentido evangélico?

    1. Gracia de Cristo

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    Ante todo, nos dicen cuál es el estilo de Dios. Dios no se revela mediante el poder y la riqueza del mundo, sino mediante la debilidad y la pobreza: «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros…». Cristo, el Hijo eterno de Dios, igual al Padre en poder y gloria, se hizo pobre; descendió en medio de nosotros, se acercó a cada uno de nosotros, se desnudó, se “vació”, para ser en todo semejante a nosotros (cf. Flp 2,7; Hb 4,15). ¡Qué gran misterio es la encarnación de Dios! La razón de todo eso es el amor divino, un amor que es gracia, generosidad, deseo de proximidad, y que no duda en darse y sacrificarse por las criaturas a las que ama. La caridad, el amor, es compartir en todo la suerte del amado; el amor nos hace semejantes, crea igualdad y derriba los muros y las distancias. Y Dios hizo eso con nosotros; Jesús, en efecto, «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado» (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, 22) .

    La finalidad de Jesús al hacerse pobre no es la pobreza en sí misma, sino —dice san Pablo— «... enriqueceros con su pobreza». No se trata de un juego de palabras ni de una expresión para llamar la atención; al contrario, es una síntesis de la lógica de Dios, la lógica del amor, la lógica de la encarnación y de la cruz. Dios no hizo caer sobre nosotros la salvación desde lo alto, como la limosna de quien da parte de lo que para él es superfluo con aparente piedad filantrópica. ¡El amor de Cristo no es eso! Cuando Jesús entra en las aguas del Jordán y se hace bautizar por Juan el Bautista, no lo hace porque necesite penitencia o conversión; lo hace para estar en medio de la gente, necesitada de perdón, entre nosotros, pecadores, y cargar con el peso de nuestros pecados. Ese es el camino que ha elegido para consolarnos, salvarnos y liberarnos de nuestra miseria. Nos sorprende que el Apóstol diga que fuimos liberados, no por medio de la riqueza de Cristo, sino por medio de su pobreza; y, sin embargo, san Pablo conoce bien la «riqueza insondable de Cristo» (Ef 3,8), «heredero de todo» (Hb 1,2).

    ¿Qué es, pues, esta pobreza con la que Jesús nos libera y nos enriquece? Es precisamente su modo de amarnos, de estar cerca de nosotros, como el buen samaritano que se acerca a ese hombre que todos habían abandonado medio muerto al borde del camino (cf. Lc 10,25 ss.). Lo que nos da verdadera libertad, verdadera salvación y verdadera felicidad es su amor, lleno de compasión y de ternura, que quiere compartir con nosotros. La pobreza de Cristo, lo que nos enriquece, consiste en el hecho de que se hizo carne y cargó con nuestras debilidades y nuestros pecados, comunicándonos la misericordia infinita de Dios. La pobreza de Cristo es la mayor riqueza: la riqueza de Jesús es su confianza ilimitada en Dios Padre, es encomendarse a Él en todo momento, buscando siempre y solamente su voluntad y su gloria; es rico como lo es un niño que se siente amado por sus padres y los ama, sin dudar ni un instante de su amor ni de su ternura. La riqueza de Jesús radica en el hecho de ser el Hijo; su relación única con el Padre es el privilegio real de este Mesías pobre. Cuando Jesús nos invita a cargar su “yugo llevadero”, nos invita a enriquecernos con su “rica pobreza” y su “pobre riqueza”, a compartir con Él su espíritu filial y fraterno, a convertirnos en hijos en el Hijo y hermanos en el Hermano Primogénito (cf. Rm 8,29).

    Se ha dicho que la única tristeza verdadera es no ser santos (Léon Bloy); podríamos decir también que hay una única miseria verdadera: no vivir como hijos de Dios y hermanos de Cristo.

    2. Nuestro testimonio

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    Podríamos pensar que este “camino” de la pobreza fue el de Jesús, mientras que nosotros, que venimos después de Él, podemos salvar al mundo con los medios humanos adecuados. No es así. En toda época y en todo lugar, Dios sigue salvando a los hombres y al mundo mediante la pobreza de Cristo, el cual se hace pobre en los sacramentos, en la Palabra y en su Iglesia, que es un pueblo de pobres. No podemos llegar a la riqueza de Dios a través de nuestra riqueza, sino siempre y solamente a través de nuestra pobreza personal y comunitaria, animada por el Espíritu de Cristo.

    A imitación de nuestro Maestro, los cristianos estamos llamados a mirar las miserias de los hermanos, a tocarlas, a hacernos cargo de ellas y a realizar obras concretas a fin de aliviarlas. La miseria no es lo mismo que la pobreza; la miseria es la pobreza sin confianza, sin solidaridad, sin esperanza. Podemos distinguir tres tipos de miseria: la material, la moral y la espiritual.

    La miseria material es la que habitualmente llamamos pobreza, y toca a cuantos viven en una condición que no es digna del ser humano: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad, como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo y la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esa miseria, la Iglesia ofrece su servicio, su diakonia, para responder a esas necesidades y curar esas heridas, que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo. Nuestros esfuerzos se orientan asimismo a encontrar el modo de que cesen en el mundo las violaciones de la dignidad humana, las discriminaciones y los abusos, que, en tantos casos, son el origen de la miseria. Cuando el poder, el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas; por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, a la igualdad, a la sobriedad y al compartir.

    No es menos preocupante la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han dejado de encontrarle sentido a su vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! Y muchas personas se ven obligadas a vivir esa miseria por condiciones sociales injustas, por falta de trabajo —lo cual les priva de la dignidad que da llevar el pan a casa— o por falta de acceso a la educación y a la sanidad. En estos casos, la miseria moral casi podría llamarse “suicidio incipiente”.

    Esa forma de miseria, que también es causa de ruina económica, va siempre unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor. Si consideramos que no necesitamos a Dios —que en Cristo nos tiende la mano— porque pensamos que nos bastamos a nosotros mismos, nos encaminamos hacia el fracaso; Dios es el único que verdaderamente salva y libera. El Evangelio es el verdadero antídoto contra la miseria espiritual; el cristiano está llamado a llevar a todos los ambientes el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, de que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente y siempre, y de que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esa buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío. Se trata de seguir e imitar a Jesús, que fue en busca de los pobres y de los pecadores como el pastor con la oveja perdida, y lo hizo lleno de amor; unidos a Él, podemos abrir con valentía nuevos caminos de evangelización y promoción humana.

    Queridos hermanos y hermanas, que este tiempo de Cuaresma encuentre a toda la Iglesia dispuesta y solícita a la hora de testimoniar a cuantos viven en la miseria material, moral o espiritual el mensaje evangélico, que se resume en el anuncio del amor del Padre misericordioso, listo para abrazar en Cristo a cada persona. Podremos hacerlo en la medida en que nos conformemos a Cristo, que se hizo pobre y nos enriqueció con su pobreza. La Cuaresma es un tiempo adecuado para las renuncias, y nos hará bien preguntarnos de qué podemos privarnos a fin de ayudar y enriquecer a otros con nuestra pobreza. No olvidemos que la verdadera pobreza duele; no sería válida una renuncia sin esta dimensión penitencial. Desconfío de la limosna que no cuesta ni duele.

    Que el Espíritu Santo, gracias al cual «(somos) como pobres, pero que enriquecen a muchos; como necesitados, pero poseyéndolo todo» (2Co 6,10), sostenga nuestros propósitos y fortalezca en nosotros la atención y la responsabilidad ante la miseria humana, para que seamos misericordiosos y agentes de misericordia. Con este deseo, aseguro mi oración por todos los creyentes. Que las comunidades eclesiales recorran provechosamente el camino cuaresmal. Os pido que recéis por mí; que el Señor os bendiga y la Virgen os guarde.

    Vaticano, 26 de diciembre de 2013, Fiesta de San Esteban, diácono y protomártir.