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Francisco

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Discurso

A las parejas de novios
que se preparan para el matrimonio

14 de febrero de 2014


Temas: matrimonio (fidelidad, vida y celebración).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2014/february/documents/papa-francesco_20140214_incontro-fidanzati.html

Publicado: BOA 2014, 40.


1.ª pregunta. Miedo al “para siempre”

Santidad, hoy son muchos los que piensan que prometerse fidelidad para toda la vida es una empresa demasiado difícil; muchos sienten que el desafío de vivir juntos para siempre es hermoso, fascinante, pero demasiado exigente, casi imposible. Le pedimos unas palabras para iluminarnos sobre esto.

Agradezco el testimonio y la pregunta. Os explico que ellos me enviaron las preguntas con antelación. Se entiende que, así, yo he podido reflexionar y pensar una respuesta un poco más sólida.

Es importante preguntarse si es posible amarse “para siempre”; esa es una pregunta que debemos hacernos. Hoy, muchas personas tienen miedo de tomar decisiones definitivas. Un joven decía a su obispo: “Yo quiero llegar a ser sacerdote, pero solo durante diez años”; tenía miedo a una decisión definitiva. Pero es un miedo general, propio de nuestra cultura; tomar decisiones para toda la vida parece imposible, porque hoy todo cambia rápidamente, nada dura mucho. Y esa mentalidad lleva a muchos que se preparan para el matrimonio a decir: “estamos juntos mientras dure el amor”; ¿y luego? Saludos y nos vemos... y así termina el matrimonio. ¿Pero qué entendemos por “amor”? ¿Es solo un sentimiento, un estado psicofísico? Ciertamente, si es eso, no se puede construir sobre ello algo sólido. Pero, en cambio, si el amor es una relación, entonces es una realidad que crece, e incluso podemos decir, a modo de ejemplo, que se construye como una casa. Y la casa se construye en conjunto, no solos; construir significa aquí favorecer y ayudar al crecimiento. Queridos novios, vosotros os estáis preparando para crecer juntos, construir esa casa y vivir juntos para siempre; no queréis fundarla sobre la arena de los sentimientos que van y vienen, sino sobre la roca del amor auténtico, el amor que viene de Dios. La familia nace de este proyecto de amor, que quiere crecer igual que se construye una casa, para ser espacio de afecto, de ayuda, de esperanza y de apoyo. Como el amor de Dios es estable y permanente, así también queremos que el amor que construye la familia sea estable y permanente. Por favor, no nos dejemos vencer por la “cultura de lo provisional”, esa cultura que hoy nos invade a todos. ¡Las cosas no son así!

¿Y cómo se cura este miedo al “para siempre”? Se cura día a día, encomendándose al Señor Jesús en una vida que se convierte en un camino espiritual cotidiano, hecho con pasos, pasos pequeños, pasos de crecimiento común; hecho con el compromiso de llegar a ser mujeres y hombres maduros en la fe. Porque, queridos novios, el “para siempre” no es solo una cuestión de duración; un matrimonio no se realiza solo si dura, sino que es importante su calidad. Estar juntos y saber amarse para siempre es el desafío de los esposos cristianos. Me viene a la mente el milagro de la multiplicación de los panes: el Señor también puede multiplicar vuestro amor y dároslo fresco y bueno cada día. ¡Tiene una reserva infinita de ese amor! Él os da el amor que está en la base de vuestra unión, y cada día lo renueva, lo refuerza; y lo hace aún más grande cuando la familia crece con los hijos.

En ese camino es importante y necesaria la oración, siempre; de él por ella, de ella por él y de los dos juntos. Pedid a Jesús que multiplique vuestro amor. En la oración del Padrenuestro decimos: «Danos hoy nuestro pan de cada día». Los esposos pueden rezar también así: “Señor, danos hoy nuestro amor de cada día”, porque el amor cotidiano de los esposos es el pan, el verdadero pan del alma, el que les sostiene para seguir adelante. ¿Podemos ensayar esta oración? “Señor, danos hoy nuestro amor de cada día”. ¡Todos juntos...! ¡Otra vez...! Esta es la oración de los novios y de los esposos. ¡Enséñanos a amarnos, a querernos! Cuanto más os encomendéis a Él, tanto más vuestro amor será “para siempre”, capaz de renovarse, y vencerá cualquier dificultad. Eso quería deciros, respondiendo a vuestra pregunta. ¡Gracias!

2.ª pregunta. Vivir juntos: el “estilo” de la vida matrimonial

Santidad, vivir juntos todos los días es hermoso, alegra, sostiene, pero es un desafío que hay que afrontar; creemos que es necesario aprender a amarse. Hay un “estilo” de la vida de la pareja, una espiritualidad de lo cotidiano, que queremos aprender. ¿Puede ayudarnos en esto, Santo Padre?

Vivir juntos es un arte, un camino paciente, hermoso y fascinante. No termina cuando os habéis conquistado el uno al otro; es más, es precisamente entonces cuando empieza. Ese camino diario tiene normas, que se pueden resumir en estas tres palabras que has dicho, palabras que ya he repetido muchas veces a las familias: permiso, o sea, “puedo”, gracias, y perdón.

“¿Puedo? ¿Permiso?”. Es una petición educada para entrar en la vida de otro con respeto y atención. Es necesario aprender a preguntar: “¿puedo hacer esto?, ¿te gusta si lo hacemos así, si tomamos esta iniciativa, si educamos así a los niños? ¿quieres que salgamos esta noche...?”. En definitiva, pedir permiso significa saber entrar con cortesía en la vida de los demás; escuchadlo bien: con cortesía. Y no es fácil, no es fácil. A veces se usan maneras un poco ásperas, como botas de alpinismo; el auténtico amor no se impone con dureza ni agresividad. En las Florecillas de san Francisco se encuentra esta expresión: «Has de saber, hermano carísimo, que la cortesía es una de las propiedades de Dios... la cortesía es hermana de la caridad, que extingue el odio y fomenta el amor» (Cap. 37). Sí, la cortesía conserva el amor; y en nuestras familias, en nuestro mundo, a menudo violento y arrogante, hay necesidad de mucha más cortesía. Y eso puede comenzar en casa.

“Gracias”. Parece fácil pronunciar esta palabra, pero sabemos que no es así. ¡Y es importante! Se la enseñamos a los niños, pero después la olvidamos. Una anciana, una vez, me decía en Buenos Aires: “La gratitud es una flor que crece en tierra noble”. Es necesaria la nobleza del alma para que crezca esa flor. ¿Recordáis el Evangelio de Lucas? Jesús cura a diez enfermos de lepra y solo uno regresa a darle gracias, y el Señor pregunta: “Y los otros nueve, ¿dónde están?”. Esto es válido también para nosotros: ¿sabemos agradecer? En vuestra relación, y mañana en la vida matrimonial, es importante mantener viva la conciencia de que la otra persona es un don de Dios, y a los dones de Dios se les da las gracias. Y con esa actitud interior, hay que darse las gracias mutuamente, por cada cosa. No es una palabra cortés para usar solo con los desconocidos, para ser educados; es necesario saber darse las gracias, para avanzar bien, juntos, por la vida matrimonial.

La tercera: “Perdón”. En la vida cometemos muchos errores, muchas equivocaciones; los cometemos todos. ¿Hay alguien aquí que nunca haya cometido un error? Que levante la mano... Todos cometemos errores, ¡todos! Tal vez no haya un día en el que no cometamos algún error. La Biblia dice que el más justo peca siete veces al día. Y porque cometemos errores, tenemos la necesidad de usar esta sencilla palabra: “perdón”. En general, todos nosotros somos propensos a acusar a los demás y a justificarnos a nosotros mismos. Eso comenzó con nuestro padre Adán, cuando Dios le preguntó: “Adán, ¿tú has comido de aquel fruto?”. “¿Yo? ¡No! Fue ella quien me lo dio”. Acusar al otro para no decir “lo siento”, “perdón”... viene desde muy antiguo; es un instinto que está en el origen de muchos desastres. Aprendamos a reconocer nuestros errores y a pedir perdón. “Perdona si hoy levanté la voz”, “perdona si pasé sin saludar”, “perdona si llegué tarde”, “perdona si esta semana estuve muy silencioso”, “perdona si hablé demasiado sin escuchar”, “perdona si me olvidé”, “perdona, estaba enfadado y la tomé contigo”. Podemos decir muchos “perdona” al día.

Y también así crece una familia cristiana. Todos sabemos que no existe la familia perfecta, ni tampoco el marido perfecto, ni la esposa perfecta, y ni hablemos de la suegra perfecta... existimos nosotros, pecadores. Jesús, que nos conoce bien, nos enseña un secreto: no acabar nunca una jornada sin pedirnos perdón, sin que la paz vuelva a nuestra casa, a nuestra familia. Es habitual reñir entre esposos, porque siempre surge alguna razón para hacerlo. Tal vez os habéis enfadado, tal vez ha volado un plato, pero, por favor, recordad esto: nunca terminéis una jornada sin hacer las paces. ¡Nunca, nunca, nunca! Esto es un secreto, un secreto para conservar el amor y para estar en paz. No es necesario hacer un bonito discurso; a veces basta un gesto sencillo... y surge la paz. Y digo nunca, porque si terminas el día sin hacer las paces, lo que tienes dentro, al día siguiente, está frío y duro, y es más difícil hacer las paces. Recordadlo bien: ¡nunca terminéis la jornada sin hacer las paces! Si aprendemos a pedirnos perdón y a perdonarnos mutuamente, el matrimonio durará, avanzará. Cuando vienen esposos ancianos que celebran su 50° aniversario a las audiencias o a misa aquí en Santa Marta, les pregunto: “¿Quién soportó a quién?” ¡Qué hermoso! Todos se miran, me miran, y me dicen: “¡Los dos!” Y esto es hermoso, un testimonio hermoso.

3.ª pregunta. El estilo de la celebración del Matrimonio

Santidad, en estos meses estamos haciendo muchos preparativos para nuestra boda. ¿Puede darnos algún consejo para celebrar bien nuestro matrimonio?

Haced que sea una verdadera fiesta, porque el matrimonio es una fiesta; pero una fiesta cristiana, no una fiesta mundana. El motivo más profundo de la alegría de ese día nos lo indica el Evangelio de Juan: ¿recordáis el milagro de las bodas de Caná? En un momento dado faltó el vino, y la fiesta parecía arruinada. Imaginad que se termina la fiesta bebiendo té... no, no sirve; sin vino no hay fiesta. A sugerencia de María, Jesús se revela por primera vez en ese momento, y hace un signo: transforma el agua en vino y, al hacerlo, salva la fiesta de bodas. Lo que sucedió en Caná hace dos mil años sucede en realidad en cualquier fiesta nupcial: lo que hará pleno y profundamente auténtico vuestro matrimonio será la presencia del Señor, que se revela y nos da su gracia. Es su presencia la que ofrece el “vino bueno”, es Él el secreto de la alegría plena, la que calienta verdaderamente el corazón; es la presencia de Jesús en esa fiesta. Que sea una hermosa fiesta, pero con Jesús, no con el espíritu del mundo, ¡no! Se puede percibir cuándo está ahí el Señor.

Pero, al mismo tiempo, es bueno que vuestro matrimonio sea sobrio y ponga de relieve lo que es verdaderamente importante. Algunos están más preocupados por los signos exteriores, el banquete, las fotos, los vestidos, las flores... son cosas importantes en una fiesta, pero solo si son capaces de indicar el verdadero motivo de vuestra alegría: la bendición del Señor sobre vuestro amor. Haced lo posible para que, como el vino de Caná, los signos exteriores de vuestra fiesta revelen la presencia del Señor, y os recuerden a vosotros y a todos los presentes el origen y el motivo de vuestra alegría.

Y hay algo que has dicho y que quiero tomar al vuelo, porque no quiero dejarlo pasar. El matrimonio es también un trabajo de todos los días, se podría decir que artesanal, de orfebrería, porque el marido tiene la tarea de hacer más mujer a su esposa y la esposa la de hacer más hombre a su marido. Crecer también en humanidad, como hombre y como mujer. Y eso se hace entre vosotros; eso se llama crecer juntos, y eso no viene del aire. El Señor lo bendice, pero viene de vuestras manos, de vuestras actitudes, del modo de vivir, del modo de amaros. ¡Haceos crecer! Haced siempre lo posible para que el otro crezca; trabajad por ello. Y así, no sé, pienso que un día irás por las calles de tu pueblo, y la gente dirá: “Mira esa hermosa mujer, ¡qué fuerte...!”. “Con el marido que tiene, se comprende”. Y también tú: “Mira aquel, cómo es”. “Con la esposa que tiene, se comprende”. Se trata de llegar a eso: juntos, haceros crecer el uno al otro. Y los hijos heredarán el haber tenido un padre y una madre que crecieron juntos, haciéndose más hombre y más mujer el uno al otro.