Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Día del Seminario 2014

Eucaristía televisada

23 de marzo de 2014


Temas: vocación sacerdotal y seminario.

Publicado: BOA 2014, 91.


En torno a la Fiesta de san José, celebramos la Jornada del Seminario. San José fue el fiel custodio de la vida de Jesús durante sus primeros años. En el hogar formado por María, la Virgen Madre, y por su esposo José, Jesús nació, fue protegido de la persecución y fue creciendo hasta la edad de cumplir la misión que Dios Padre le había encomendado. Entre la Familia de Nazaret y el Seminario se puede establecer una comparación: así como en la casa de Nazaret, llevando una vida escondida, Jesús se preparó, de modo semejante en el Seminario, a través del trabajo, la oración y la convivencia, se forman los candidatos para recibir el ministerio sacerdotal. Por ese motivo, san José es el patrono de los seminarios.

El Día del Seminario nos ofrece la oportunidad de apreciar y agradecer a Dios las vocaciones sacerdotales; de manifestar nuestra cercanía al seminario; y de alegrarnos con los seminaristas que van diciendo “sí” a Dios en el proceso de descubrimiento, de consolidación, de maduración y de ratificación fiel de la vocación a la que el Señor los llama. Una vocación sacerdotal es siempre un regalo de Dios a la Iglesia y a la humanidad; la escasez de vocaciones nos ha ayudado a percibir la gracia inmensa del ministerio de los sacerdotes. Hoy también pasa el Señor llamando, como pasó a orillas del lago de Galilea; toda vocación supone una mirada entrañable de Jesús y es signo de su confianza. Pedimos a Dios que nos bendiga con muchos y santos sacerdotes. El Seminario está en el corazón de la Diócesis y es centro de nuestras esperanzas, pero, aunque el trabajo por las vocaciones es grande, aunque nos pasamos día y noche bregando, los resultados no siempre coronan los esfuerzos. No podemos olvidar que es Dios quien llama, que debemos pedir incesantemente la gracia de las vocaciones, que debemos unir trabajos pastorales, y que en cada vocación tocamos el misterio de la libertad. La oración humilde y perseverante ensancha nuestro corazón para agradecer los dones de Dios.

El seminarista es llamado en la familia, en las parroquias, en las comunidades cristianas, en la Iglesia. A mí me produce una honda satisfacción que las parroquias se sientan encantadas cuando Dios las bendice con vocaciones: de entre los fieles cristianos, ha sido llamado alguien que apacentará la grey del Señor con la predicación de la Palabra, con la celebración de los sacramentos y con la animación de la caridad.

El seminarista oye y sigue la vocación en el trato personal con Jesús. En la oración, que es cultivo de la amistad con el mejor Amigo, va forjándose el discípulo; y con la ayuda de los formadores del seminario, va distinguiendo la llamada del Señor. El discípulo, junto a Jesús, aprende a ser misionero, y el amigo se convierte en testigo. Un apóstol no es un espontáneo, sino un enviado por Jesucristo, que nos dice: «Vosotros sois mis amigos» (Jn 15,15); sin comunicación con Jesús no se escucha su llamada, sin convivir con Él no se persevera, y sin amor al Señor no se toma la decisión. En compañía del Amigo Jesús descansamos, y se derraman en el corazón la paz y el gozo. Al lado de Jesús aprendemos su estilo de vida: no apoyarnos en el poder ni en las riquezas, sino en Dios, que con su fuerza robustece nuestra debilidad.

Todo encuentro con Jesús nos hace partícipes de la salvación, como el de la mujer de Samaría que fue con el cántaro a sacar agua del pozo, y recibió otra clase de agua, insospechada y desconocida, que sació su sed más profunda; y con la experiencia de su vida iluminada, anunció a sus paisanos al Mesías enviado por Dios, a Jesús, el Salvador del mundo (cf. Jn 4,5-42).

El lema de la Jornada del Seminario —“La alegría de anunciar el Evangelio”— está en consonancia con una insistencia que el papa Francisco ha repetido a lo largo del año de su ministerio como obispo de Roma y sucesor de Pedro: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Evangelii gaudium, 1) . El seminario es una escuela de mensajeros de la alegría; porque Jesús en persona es el Evangelio, la Buena Noticia de Dios, todo sacerdote está llamado a abrir a las personas la puerta del gozo. Nuestro mundo, que está apesadumbrado por muchas inquietudes, espera que el sacerdote le pronuncie convincentemente aquellas palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Los sacerdotes no somos “profetas de desventuras”, sino heraldos de misericordia y de alegría. Cuando la esperanza arraiga en el corazón de una persona, su vida se ilumina, se rehace de los cansancios, trabaja sin desmayo por una sociedad edificada sobre el amor y la fraternidad, y brota sin cesar su decisión para sobreponerse a las frustraciones.

Permítanme que hoy pida a todos una oración por los amigos seminaristas, que les mostremos nuestra satisfacción por su respuesta, y que soñemos con ellos su futuro ministerial como sacerdotes serviciales y sacrificados.

Me atrevo a dirigir una pregunta a niños, adolescentes y jóvenes: ¿Por qué tú no puedes ser sacerdote? Habla con Jesús acerca de tu vida, tus ilusiones y tu vocación. De la amistad con Jesús y de su seguimiento brota una alegría que nadie nos puede arrebatar; en cambio, si le damos la espalda, nos alejamos tristes (cf. Mc 10,21-22). Pregúntale: “¿Qué quieres que haga con mi vida? ¿A dónde me invitas? Muéstrame tus caminos, Señor”.

Termino con unas palabras del Salmo que hemos rezado después de la primera lectura: «Si hoy escucháis la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94,7-8).