Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

Imprimir A4  A4x2  A5  

Homilía

Semana Santa 2014

Santa Misa Crismal

17 de abril de 2014


Temas: iniciación cristiana y sacerdocio.

Publicado: BOA 2014, 93.


Queridos arzobispos eméritos de Manchester y Westminster, hermanos presbíteros y diáconos, religiosos y religiosas, catequistas y colaboradores en la pastoral de la salud, hermanos y hermanas todos.

En la Misa Crismal que estamos celebrando van a ser bendecidos el óleo de los catecúmenos para el Bautismo y el óleo de los enfermos, que les presta alivio en la debilidad; y será consagrado el santo crisma, con el que se unge a los recién bautizados, son sellados quienes son confirmados y se ungen las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos. En esta celebración notamos particularmente la ausencia de D. José, que nos dejó hoy hace un mes, después de haber servido a nuestra Diócesis como Arzobispo veintisiete años .

Esta celebración tiene que ver con los sacramentos de la iniciación cristiana y con la ordenación sacerdotal, y por eso renovaremos las promesas sacerdotales.

En la situación presente hemos ido descubriendo, paso a paso, en unos y otros lugares, que la iniciación cristiana debe ocupar un lugar básico en nuestra acción pastoral; en esa onda se inscribe la nueva edición de nuestro Directorio Diocesano de los Sacramentos de la Iniciación Cristiana, que fue aprobado el 15-10-2013 , y que entrará en vigor al comienzo del próximo curso pastoral. Iniciación cristiana significa aprendizaje existencial de la vida cristiana y colocación de los cimientos del cristiano y de la Iglesia; solo si hay una iniciación cristiana sólida podemos esperar fundadamente continuidad en el futuro. Vamos experimentando que la forma anterior de iniciar es ahora insuficiente; al tiempo que agradecemos a Dios lo que hemos vivido, asumimos la responsabilidad del desafío actual. En nuestra sociedad, tan abierta y plural, necesitamos afianzar la personalidad de los cristianos para saber teórica y prácticamente qué creemos, por qué creemos y cómo dar razón de nuestra esperanza (cf. 1P 3,15-16).

Queridos padres, enseñad a rezar a vuestros hijos y rezad con ellos; esa tarea de la iniciación cristiana os incumbe especialmente a vosotros. Habladles de Dios, de Jesús, de la Virgen María, del Evangelio, de la historia de la salvación. La oración nace de la fe y manifiesta la fe, y, viceversa, la oración arraiga la fe en la persona y la fortalece. Sin la oración, la fe queda lacia y se amortigua; la fe se transmite a través de la oración. Necesitamos hablar de Dios y hablar con Dios; la fe y la oración se unen en la entrega a Dios y en la confianza en Él. Es muy importante y necesario armonizar la enseñanza religiosa y el diálogo con Dios. La actitud creyente tiene una honda sintonía con la actitud orante; se pasa de la reflexión sobre la fe a poner en actuación confiada la fe, y, al mismo tiempo, la oración facilita el estudio de la fe. Haciéndome eco de unas palabras recientes del papa Francisco, os repito: Enseñad a rezar a vuestros hijos y rezad con ellos. La confianza que tienen en vosotros se amplía a la confianza en Dios, que junto a vosotros va naciendo en su corazón; con el paso del tiempo, irán dejando las expresiones de niño, pero la relación viva con Dios deberá ir creciendo (cf. 1Co 13,11). Los adultos ya no rezamos el “Jesusito de mi vida”, pero ¿no es verdad que nos vino muy bien rezar así de pequeñitos? Aprendimos a hablar con Jesús, y de esa manera su amor fue prendiendo en nuestro corazón.

En virtud de la ordenación sacramental, el Señor nos ha puesto al frente de su familia (cf. Lc 12,42-44; 22, 19-31); estamos llamados a ser «servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1). La representación de Cristo en medio de su pueblo como pastor continuó a través de los Apóstoles; y actualmente el obispo y el presbítero son representación sacramental de Cristo servidor en medio de los discípulos (cf. Lc 22,27). El Señor se ha fiado de nosotros y nos ha confiado los ministerios de la predicación del Evangelio, de la celebración de los sacramentos y de la animación de la caridad; a pesar de nuestros fallos, no nos ha retirado su confianza. Escuchemos de nuevo su llamada, dejemos que nos trate como amigos (cf. Jn 15,13), e iniciemos cada día las tareas ministeriales con renovada esperanza. Con la ayuda del Espíritu Santo, podemos vencer cansancios y frustraciones; nosotros trabajamos por el amor de Jesucristo, por la gloria de Dios, por la salvación de las almas, por el Evangelio, por la Iglesia, por la humanidad.

«Las palabras “esto es mi cuerpo” y “esta es mi sangre, derramada por vosotros”, pronunciadas in persona Christi, constituyen el centro de la representación de Jesucristo, en torno al cual se orienta todo lo demás» (Karl Heinz Menke, Sacramentalidad. Esencia y llaga del catolicismo, BAC, Madrid 2014, pp. 213 s.) . En el ministerio de los presbíteros, el anuncio de la Buena Noticia ocupa el primer lugar, porque la salvación comienza con la revelación de Dios en la Palabra; pero, «así como Cristo selló su anuncio con la entrega de sí mismo en la cruz e hizo plena nuestra salvación con su muerte y resurrección, así el centro del servicio sacerdotal es siempre la celebración de la sagrada eucaristía» (Alois Grillmeier, cit. en p. 204) .

La forma de vivir y de actuar de los ministros debe manifestar esa representación particular de Jesucristo. Queridos hermanos sacerdotes, estamos llamados a transparentar al Señor, que, como un siervo, lavó los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,14-15) y se entregó por amor hasta la muerte.

En su Primera Carta, el apóstol Pedro, como hermano presbítero y “testigo de la pasión de Cristo”, nos hace tres recomendaciones, oponiendo las actitudes del buen pastor a las contrarias: «Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo; cuidad de él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1P 5,2-3). Nos exhorta a pastorear de buena gana, generosamente y con humildad.

Apacentamos el rebaño que pertenece a Dios; no somos dueños, sino encargados. Si no son nuestros la Iglesia, el Evangelio ni los sacramentos, de nosotros se espera, consiguientemente, fidelidad. Hemos recibido la misión que se nos ha encomendado, queremos cumplirla, no rehuímos el trabajo; es un servicio que deseamos realizar gustosamente, con alegría, como Dios quiere.

Si Cristo se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2Co 8,9), el estilo del buen pastor no puede seguir la lógica del dinero; la codicia es una trampa tendida por el maligno para que sirvamos al dinero en lugar de a Dios (cf. Mt 6,24). Jesús, al enviar a los discípulos como misioneros, les dijo: «No llevéis bolsa ni alforja» (Lc 10,4; cf. Hch 20,17-38); si buscamos el Reino de Dios nada nos faltará, pero si buscamos las cosas, nunca tendremos bastante. «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana tendrá su propio agobio» (Mt 6,14). Dios no nos fallará; nos cuidará a través de los hermanos y de la comunidad cristiana. Si formamos un mismo presbiterio en la Diócesis, la fraternidad ministerial también deberá manifestarse compartiendo bienes y necesidades.

El estilo evangélico no sigue la lógica del poder, sino la del servicio; no somos dominadores sobre la grey, sino que estamos llamados a vivir como servidores sacrificados y humildes. Necesitamos que Dios derrame su amor en nuestros corazones para querer bien a los fieles confiados; la ternura, contraria a la aspereza y a la distancia orgullosa, forma parte del amor cristiano y pastoral. A diferencia de los señores prepotentes que tiranizan a sus pueblos, el Señor nos dice: «No será así entre vosotros; el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc 10,41-45).

Para que nuestra conducta no desacredite el Evangelio, sino que lo haga creíble, debemos unir vida y ministerio, nuestra forma de vivir y la misión (cf. 1Co 4,1-13; 2Co 4,7 ss.). El Evangelio de la gracia de Dios reclama una vida generosa; el Evangelio del perdón se transparenta en la misericordia; el Evangelio de la muerte y resurrección de Jesucristo se manifiesta en una existencia marcada por la Pascua del Señor, que hace compatibles los trabajos y sufrimientos apostólicos con la alegría y serenidad en el Señor. Entregando la vida, la vamos asegurando, como un tesoro en el cielo.

Existe una dicha que nadie puede arrebatarnos en el servicio generoso, paciente y humilde; en gastar la vida y en desgastarnos por el Señor. Hay más alegría en dar que en recibir (cf. Hch 20,15), en entregarse que en reservarse (cf. Mc 8,35), en servir que en ser servidos. Si seguimos a Jesucristo por los caminos apostólicos de Galilea, lo seguiremos, pasando por Jerusalén, hasta la mesa del Reino, donde el mismo Señor pasará a servirnos (cf. Lc 12,37). El apóstol Pedro, que nos hizo las exhortaciones que hemos recogido antes, nos anima también: «Estad alegres en la medida en que compartís los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de una alegría desbordante» (1P 4,13; cf. Enzo Bianchi, Una vida diferente, Madrid 2005, pp. 158 s.) .

Queridos hermanos sacerdotes, renovemos las promesas del inolvidable día de la ordenación; también exhorto cordialmente a los diáconos a reavivar sus promesas. El ministerio que hemos recibido no es una carga, sino un signo de amistad por parte de Jesús.

El Viernes Santo hacemos la colecta especial por los Santos Lugares. Los cristianos de aquellas Iglesias padecen necesidades particulares; la penuria económica de las familias, los altísimos índices de desempleo y el sostenimiento de escuelas y hospitales solicitan nuestra generosidad. ¡Que nuestra solidaridad manifieste la gratitud por el don del Evangelio que nos llegó desde el Oriente, desde allí! Los cristianos de aquellas tierras se ven constantemente forzados a dejarlas a causa de las estrecheces económicas y de las agobiantes dificultades de convivencia; poder emigrar es un derecho, pero tener que emigrar es una imposición injusta. ¡Que la paz llegue a aquella tierra, santificada por la presencia de Jesús!

¡Que María, que pronunció su fiat el día de la anunciación y lo mantuvo silenciosamente en el Calvario, sostenga con su intercesión maternal nuestra debilidad!