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Mensaje

51ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones 2014

Vocaciones, testimonio de la verdad

11 de mayo de 2014


Temas: vocación (Dios, Jesucristo, Iglesia y santidad).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/messages/vocations/documents/papa-francesco_20140115_51-messaggio-giornata-mondiale-vocazioni.html

Publicado: BOA 2014, 204; Ecclesia LXXIV/3.725-26, mayo (2014), 684-685.


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Queridos hermanos y hermanas:

1. El Evangelio relata que «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas (…). Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas “como ovejas sin pastor”. Entonces dijo a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”» (Mt 9,35-38). Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que es necesario arar, sembrar y cultivar primero, para luego poder, a su debido tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola: Dios. Evidentemente, el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros; y la acción eficaz que causa el “mucho fruto” es la gracia de Dios, la comunión con Él (cf. Jn 15,5). Por tanto, Jesús pide a la Iglesia orar para que se incremente el número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos “colaboradores de Dios”, se prodigó incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia de quien había experimentado personalmente hasta qué punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recordaba a los cristianos de Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1Co 3,9). Así, nacen en nuestro corazón, primero, el asombro por una mies abundante que solo puede ser obra de Dios; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; y por último, la adoración por la obra que Él ha hecho y que requiere nuestro libre compromiso de actuar con Él y por Él.

2. Hemos rezado muchas veces con las palabras del salmista: «Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Sal 100,3); o también: «El Señor se escogió a Jacob, a Israel, en posesión suya» (Sal 135,4). Pues bien, nosotros somos “propiedad” de Dios, en el sentido, no de la posesión que esclaviza, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según una alianza que permanece eternamente «porque su amor es para siempre» (cf. Sal 136). En el relato de la vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que Él vela continuamente para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen elegida es la rama de almendro, el primer árbol en florecer, anunciando el renacer de la vida en primavera (cf. Jr 1,11-12); todo procede de Él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro... pero —asegura el Apóstol— «vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Co 3,23). He aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de nuestra relación única y personal con Jesús, que el Bautismo hace posible desde nuestro nuevo nacimiento hasta la vida nueva.

Es Cristo, por lo tanto, quien nos interpela continuamente con su Palabra para que confiemos en Él, amándole «con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser» (Mc 12,33); por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de caminos, requiere siempre un éxodo de uno mismo para centrar la existencia en Cristo y en su Evangelio. Tanto en la vida conyugal como en las formas de consagración religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y de actuar no concordes con la voluntad de Dios; es un «éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a Él en los hermanos y hermanas» (Discurso a la Unión Internacional de Superioras Generales, 8-5-2013) . Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro corazón (cf. 1P 3,15) para dejarnos impulsar por la gracia que está contenida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en nosotros y transformarse en servicio concreto al prójimo. No debemos tener miedo: Dios sigue con pasión y sabiduría la obra fruto de sus manos en cada etapa de nuestra vida; jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto para nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra colaboración.

3. También hoy, Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están dispuestos a ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para comprender cuál es su vocación. Os invito a escuchar y seguir a Jesús, y a dejaros transformar interiormente por sus palabras, que «son espíritu y vida» (Jn 6,63); María, Madre de Jesús y nuestra, nos repite también: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Os hará bien participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en vosotros y en torno a vosotros las mejores energías. La vocación es un fruto que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o vive por sí misma; la vocación surge del corazón de Dios y brota en la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (Jn 13,35)?

4. Queridos hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria» (cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 31) significa algunas veces ir a contracorriente, y conlleva también encontrarse con obstáculos, fuera y dentro de nosotros. Jesús mismo nos advierte de que la buena semilla de la Palabra de Dios es con frecuencia robada por el Maligno, malograda por las dificultades y ahogada por las ocupaciones y seducciones mundanas (cf. Mt 13,19-22). Todas estas dificultades podrían desalentarnos y replegarnos a sendas aparentemente más cómodas, pero la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que Él, el Señor, es fiel, y que con Él podemos caminar, ser discípulos y testigos del amor de Dios, y abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. «Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Id siempre más allá, hacia las cosas grandes; poned en juego vuestra vida por los grandes ideales» (Homilía en las confirmaciones del V Domingo de Pascua, 28-4-2013) . A vosotros, obispos, sacerdotes, religiosos, comunidades y familias cristianas, os pido que orientéis la pastoral vocacional en esa dirección, acompañando a los jóvenes por itinerarios de santidad que, al ser personales, «exigen una auténtica pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe integrar las riquezas de la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y en grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Novo millennio ineunte, 31).

Por tanto, dispongamos nuestro corazón para que sea “tierra buena” para escuchar, acoger y vivir la Palabra, y así dar fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la Sagrada Escritura, la Eucaristía, los sacramentos celebrados y vividos en la Iglesia, y la fraternidad vivida, tanto más crecerá en nosotros la alegría de colaborar con Dios en el servicio a su Reino de misericordia, de verdad, de justicia y de paz. Y la cosecha será abundante, y proporcional a la gracia que hayamos sabido acoger con docilidad en nosotros. Con este deseo, y pidiéndoos que recéis por mí, os imparto a todos de corazón la Bendición Apostólica.

Vaticano, 15 de enero de 2014.