Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Libro

Beato Pablo VI, papa del diálogo
(Prólogo)

21 de junio de 2014


Temas: Pablo VI (Concilio Vaticano II y España).

Publicado: BOA 2014, 185.


El 19-10-2014 será beatificado Pablo VI, coincidiendo con el final de la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre los desafíos planteados a la familia en el contexto de la evangelización . Es un acierto que se hayan hecho coincidir los dos acontecimientos, ya que el Sínodo de los Obispos fue erigido por Pablo VI (15-9-1965) al comenzar el último periodo del Concilio Vaticano II, que lo asumió después en el n. 5 del Decreto Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos. La experiencia conciliar movió al Papa a poner en marcha esta institución, que en el posconcilio se ha mostrado muy eficaz —por ejemplo, en la recepción del Vaticano II— y que tiene potencialidades que pueden ser desarrolladas, como ha anunciado el papa Francisco.

En este contexto aparece puntualmente la presente biografía, titulada Beato Pablo VI, papa del diálogo. Nos alegramos de que se haya aprovechado esta oportunidad para presentar de nuevo ante nosotros al papa Pablo VI; un magnífico papa, cercano en el tiempo, quizá poco tenido en cuenta y, entre nosotros, en buena medida desconocido y hasta desfigurado. Pablo VI, así como Juan XXIII y Juan Pablo II, recientemente canonizados , son todos al mismo tiempo eminentes personalidades, grandes papas y santos de altar. La reforma de la Iglesia, reclamada en diversas situaciones históricas como apremiante in capite et in membris, en nuestro tiempo ha sido, gracias a Dios, espléndida en el ministerio del obispo de Roma y sucesor de Pedro. Los papas de los últimos decenios han unido de manera excelente la misión confiada por Jesús de apacentar su rebaño y la profesión del amor por la que el Señor resucitado preguntó a Pedro; han cumplido ministerial y personalmente el officium amoris (cf. Jn 21,15-19).

El pontificado de Pablo VI está inseparablemente unido a la celebración del Concilio Vaticano II y al cumplimiento de los mandatos conciliares, unos sobre reformas concretas y otros de orientación más amplia. Se le deben reconocer y agradecer tanto la fidelidad a las orientaciones que había marcado Juan XXIII, como el pulso firme con el que presidió el Concilio, como el estilo realmente conciliar, es decir, de tratamiento de las cuestiones planteadas con amplia participación de los obispos y búsqueda de concordia en la aceptación de los documentos. Cuando había un número alto de votos negativos, el esquema era remitido a la comisión correspondiente para su revisión y la búsqueda de acuerdo; de esa manera, el Concilio es modelo de trabajo compartido y de aprobación de los documentos con unanimidad moral, ya que un Concilio no busca la mayoría democrática, sino la mayor coincidencia posible. El Espíritu Santo actúa también en la escucha mutua y en la generosidad para coincidir en lo que se ha ido decantando y así contribuir mejor a la misión de la Iglesia. La obediencia al Señor y al Evangelio fue una actitud fundamental en todos los participantes.

Al final del primer periodo conciliar, Pablo VI, entonces cardenal Montini, pronunció en el aula un extraordinario discurso, que junto con los de los cardenales Suenens, Lercaro… abrió el horizonte de los trabajos conciliares; asumió con obediencia al Espíritu la finalidad pastoral que Juan XXIII había señalado para el Concilio. En su primer discurso como papa, pronunció las siguientes palabras orientadoras: «Está fuera de toda duda que es deseo, necesidad y deber de la Iglesia que se dé finalmente una definición más meditada a sí misma». No se trata de discutir algunos puntos importantes de la doctrina de la Iglesia, sino de buscar conciliarmente cómo anunciar el Evangelio en la coyuntura actual de la humanidad; por eso, la nueva evangelización tiene su puesta en marcha en el Concilio Vaticano II. La introspección en el misterio de la Iglesia implica también tener perspectiva misionera.

¡Con qué vigor y belleza reivindicó que Jesucristo, luz del mundo, fuera el norte del Concilio! La asamblea profesa la fe en su Señor y desea anunciarlo al mundo. «¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término… Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino la que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: “Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos” (Mt 28,20)». Permítanme una confidencia: Entre las personas que más vivamente me han impresionado al oírles hablar de Jesucristo, puedo recordar al rector del Seminario de Ávila, a Monseñor Alfred Ancel, y a Pablo VI, al soltarse de los papeles y hablar de corazón a los sacerdotes del Colegio Español de Roma ordenados en 1968 . Sus palabras transmitían la fuerza, la convicción y el gozo de un encuentro personal con el Señor.

El diálogo, desarrollado ampliamente en la Encíclica Ecclesiam suam (6-8-1964), caracterizó la vida, la actitud y el ministerio de Pablo VI. Esa forma de afrontar las cuestiones pendientes con otras personas y grupos aparece frecuentemente en los documentos del Concilio; la Constitución Gaudium et spes, 92 recuerda los cuatro círculos de interlocutores que distinguió la Encíclica (nn. 200-208). El diálogo, que une la verdad y el amor, es también para el Papa una cualidad del espíritu; por eso, podemos comprender cuánto sufrimiento le produjeron la famosa “contestación” desde 1968, y otros hechos del posconcilio.

Los primeros años del posconcilio fueron de gran esperanza, de realización de las reformas encomendadas por el Concilio, de intensa efervescencia y también de “contestación”. Vista esta a distancia, nos parece un hecho debido a las prisas en la renovación de la Iglesia, a una pretendida actualización teológica que en ocasiones ponía en peligro la misma fe, a las posibilidades que ofrecían los medios de comunicación, y al desbordamiento de iniciativas particulares que desatendían las orientaciones de la autoridad en la Iglesia y el ritmo razonable de asimilación. En muchos momentos esto causó frustración, desgaste en la vitalidad de la Iglesia y disensiones internas; se puede comprender que para Pablo VI, tan sensible él, la contestación fuera, unas veces con mayor calado y otras con menor incidencia, una fuente de sufrimientos. ¿Fueron la contestación y el desbordamiento teológico, litúrgico y disciplinar como la ruptura de los diques de contención del agua retenida? Bastantes años de su pontificado estuvieron marcados por ese peso y dolor. Aquí se puede situar el llamado Credo del Pueblo de Dios, pronunciado delante de la Basílica de San Pedro el 30-6-1968. Aquella tarde yo estaba presente en la plaza, y a medida que avanzaba, me sobrecogieron tanto el tono solemne, como el contenido, como las dimensiones de la profesión de la fe. Ante todos, como Pedro en Cesarea de Filipos, Pablo VI quería profesar autorizadamente la fe de la Iglesia en medio de las turbulencias y confusiones; con esa profesión pedía encarecidamente que toda la Iglesia acogiera y respetara la revelación que hemos recibido del Señor. El papa emérito Benedicto XVI recordó, en la Carta Apostólica Porta fidei , por la que convocaba un Año de la fe a los 50 del comienzo del Concilio Vaticano II , cómo Pablo VI proclamó un Año de la fe para conmemorar el 1900º Aniversario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo ; pensaba que de esa manera la Iglesia podría adquirir “una exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla”. La solemne profesión de fe del 30-6-1968 era la conclusión de aquel Año de la fe.

Pablo VI fue un genuino confesor de la fe, que rindió a Dios el sublime testimonio y pronunció los contenidos esenciales que desde hace siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes; ejerciendo su autoridad apostólica, tanto en el Concilio como en el posconcilio, fue un testigo del Señor, y cargó con las pruebas, incomprensiones y críticas que le exigía el cumplimiento fiel de su ministerio.

Me ha parecido un acierto que la presente biografía, además de una primera parte dedicada a tratar la actuación de Pablo VI en la Iglesia e historia de su tiempo, tenga una segunda que desarrolla la relación entre Pablo VI y España. Me parece particularmente oportuno para los lectores españoles, ya que muchas actuaciones no fueron bien entendidas; el paso del tiempo político nos ofrece una perspectiva más adecuada, y la situación actual de la Iglesia ha introducido la serenidad requerida para valorar los acontecimientos de la ingente obra conciliar y de la terminación de un régimen largo y autoritario. Hubo muchas incomprensiones, susceptibilidades, tergiversaciones, resistencias, y también aceptación simplemente leal y obediente de decisiones de la autoridad eclesiástica superior con las que había escasa sintonía interior. Fueron años difíciles para el Papa y el Nuncio, para la Conferencia Episcopal y la Iglesia, para el Gobierno y la sociedad en general; en pocos años se pasó de una convivencia quizá demasiado estrecha a una desavenencia clamorosa. En poco tiempo, católicos de toda la vida se sientieron incomprendidos y desplazados; la manera en la que muchos reaccionaron ante la elección del cardenal Montini como papa Pablo VI fue una expresión sintomática de ese malestar, a pesar de ser el candidato más probable. Ese día, 21-6-1963, yo estaba en Ávila, esperando ser examinado de Teología Moral; cuando llegó la noticia de que el cardenal Montini había sido elegido papa, pude constatar que no todas las reacciones fueron de exaltación.

A Pablo VI le causó pena que se mezclaran negativamente su desafección personal y cultural a un régimen no democrático y su amor al pueblo español, la estima de su historia católica y la obligación pastoral después de un Concilio ecuménico, que no emitió precisamente en la misma longitud de onda que el Gobierno español en lo que se refería a la libertad religiosa, política y social. Me parecen clarificadoras las palabras del autor escritas en la introducción a la segunda parte: «Pablo VI mantuvo siempre serias reservas sobre el Régimen político, pero manifestó públicamente su admiración y amor al pueblo español, y tuvo siempre para este numerosos gestos de afecto y simpatía».

El autor repasa todos los acontecimientos y cuestiones que provocaron o en los que se expresaron desavenencias: nombramientos episcopales, la Asamblea Conjunta Obispos-Sacerdotes, el “Caso Añoveros”, visitas, cartas, etc. Es muy útil para todos leer detenidamente la presentación de estos diferentes motivos de discordia; a unos les servirá de recordatorio, y a los más jóvenes les ayudará a comprender unos años difíciles de la Iglesia, de la sociedad y de las relaciones Iglesia-Estado en España. El autor presenta los datos históricos con objetividad, aduciendo los documentos necesarios, y los enjuicia con serenidad y sin apasionamientos; a distancia de los sentimientos agitados de entonces, expone sin polémica el desarrollo de las relaciones. Los años transcurridos muestran claramente que no se podía detener el dinamismo conciliar ni la marcha hacia el ocaso del Régimen. También se entiende que, cuando los ánimos están caldeados, aparezcan salidas de tono; es obvio que el contexto histórico y las limitaciones humanas actúan siempre, y particularmente en tales situaciones.

Recuerdo un hecho que me ocurrió personalmente. El 27-9-1975 fueron ejecutados cinco terroristas que días antes habían sido condenados a muerte y para los cuales Pablo VI había pedido clemencia; conocida la noticia de la ejecución, el Papa condenó enérgicamente y de inmediato el terrorismo y las ejecuciones . Pocos días después viajé de Roma a Madrid, pero solo al tercer intento pude facturar las maletas en el aeropuerto, ya que en dos mostradores se negaron, con la justificación: “Io non lavoro per un paese fascista”; al final, una persona que había visto mi peregrinaje me atendió correctamente. Esta anécdota se entiende en aquella situación tensa y exarcebada.

El autor, Monseñor Vicente Cárcel Ortí, ha unido en su trabajo de historiador dedicación intensa, laboriosidad paciente y perseverante, información de primera mano, la oportunidad de su estancia prolongada en Roma, y un juicio equilibrado sobre las cuestiones tratadas; me hago eco hoy de la gratitud compartida entre numerosos lectores por su larga y fecunda trayectoria. El autor y un servidor convivimos en el Palacio Altemps, cuando era sede del Colegio Español, los tres últimos años, desde 1967 hasta 1970; estas páginas quieren ser memoria de aquel tiempo y felicitación al autor por la imponente obra llevada a cabo en el campo de la Historia Contemporánea de la Iglesia, y concretamente por este valioso y oportuno libro.