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Catequesis

Audiencia General

Dones del Espíritu Santo: Temor de Dios

11 de junio de 2014


Temas: temor de Dios (don del Espíritu Santo).

Web oficial: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2014/documents/papa-francesco_20140611_udienza-generale.html

Publicado: BOA 2014, 222; Ecclesia LXXIV/3 752, junio (2014), 930-931.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El don del temor de Dios, del cual hablamos hoy, concluye la serie de los siete dones del Espíritu Santo. No significa tener miedo de Dios: sabemos bien que Dios es nuestro Padre, que nos ama, que quiere nuestra salvación y que siempre perdona, por lo que no hay motivo para tener miedo de Él. El temor de Dios es el don del Espíritu que nos recuerda lo pequeños que somos ante Dios y su amor, y que nuestro bien está en abandonarnos en sus manos con humildad, respeto y confianza. Eso es el temor de Dios: el abandono en la bondad de nuestro Padre, que nos quiere mucho.

1. Cuando el Espíritu Santo entra en nuestro corazón, nos infunde consuelo y paz, y nos lleva a sentirnos tal como somos, es decir, pequeños, con esa actitud —tan recomendada por Jesús en el Evangelio— de quien pone todas sus preocupaciones y sus expectativas en Dios, y se siente envuelto y sostenido por su calor y protección, precisamente como un niño con su padre. Eso hace el Espíritu Santo en nuestro corazón: nos hace sentir como niños en los brazos de su padre. En este sentido, entonces, comprendemos bien cómo el temor de Dios adquiere en nosotros la forma de la docilidad, del reconocimiento y de la alabanza, llenando nuestro corazón de esperanza. Muchas veces no logramos captar el designio de Dios, y nos damos cuenta de que no somos capaces de asegurarnos por nosotros mismos la felicidad ni la vida eterna; sin embargo, es precisamente al experimentar nuestras limitaciones y nuestra pobreza cuando el Espíritu nos conforta y nos hace percibir que lo único importante es dejarnos conducir por Jesús hacia los brazos de su Padre.

2. He aquí por qué tenemos tanta necesidad de este don del Espíritu Santo. El temor de Dios nos hace tomar conciencia de que todo viene de la gracia, y de que nuestra verdadera fuerza está únicamente en seguir al Señor Jesús y en dejar que el Padre derrame sobre nosotros su bondad y su misericordia; abrir el corazón, para que la bondad y la misericordia de Dios vengan a nosotros. Esto hace el Espíritu Santo con el don del temor de Dios: abre los corazones, a fin de que el perdón, la misericordia, la bondad y la ternura del Padre vengan a nosotros, porque somos hijos infinitamente amados.

3. Cuando estamos invadidos por el temor de Dios, nos sentimos predispuestos a seguir al Señor con humildad, docilidad y obediencia, pero no con actitud resignada o pasiva, o incluso quejumbrosa, sino con el estupor y la alegría de un hijo que se ve servido y amado por el Padre. El temor de Dios, por tanto, no hace de nosotros cristianos tímidos o sumisos, sino que genera en nosotros valentía y fuerza; es un don que hace de nosotros cristianos convencidos, entusiastas, que no permanecen sometidos al Señor por miedo, sino porque son movidos y conquistados por su amor, por el amor de Dios. Y eso es algo hermoso, el dejarnos conquistar por ese amor de un padre que nos quiere mucho, que nos ama con todo su corazón.

Pero, atención, porque ese don, el don del temor de Dios, es también una “alarma” ante la obstinación en el pecado. Cuando una persona vive en el mal, cuando blasfema contra Dios, cuando explota a los demás, cuando los tiraniza, cuando vive solo para el dinero, la vanidad, el poder o el orgullo, entonces el santo temor de Dios nos pone en alerta: ¡atención! Con todo ese poder, todo ese dinero, todo tu orgullo, toda tu vanidad, no serás feliz; nadie puede llevar consigo al más allá ni el dinero, ni el poder, ni la vanidad, ni el orgullo. ¡Nada! Solo podemos llevar el amor que Dios Padre nos da, caricias aceptadas y recibidas por nosotros con amor, y lo que hemos hecho por los demás.

No pongamos la esperanza en el dinero, en el orgullo, en el poder o en la vanidad, porque nada de eso puede prometernos algo bueno. Pienso, por ejemplo, en las personas que tienen responsabilidad sobre otros y se dejan corromper. ¿Pensáis que una persona corrupta será feliz en el más allá? No, todo el fruto de su corrupción corrompió su corazón y le será difícil llegar al Señor. Pienso en quienes viven de la trata de personas y de la explotación laboral. ¿Pensáis que esa gente que trafica con personas o que las explota hasta llegar a la esclavitud tiene en el corazón el amor de Dios? No, no tienen temor de Dios ni son felices. Pienso en quienes fabrican armas para fomentar las guerras... pero, ¿qué oficio es ese? Os pregunto, ¿cuántos de vosotros sois fabricantes de armas...? Ninguno, ninguno. Esos fabricantes de armas no vienen a escuchar la Palabra de Dios; fabrican la muerte, son mercaderes de muerte y producen mercancía de muerte. Que el temor de Dios les haga comprender que un día todo acaba y que deberán rendir cuentas a Dios.

Queridos amigos, el Salmo 34 nos hace rezar así: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias; el ángel del Señor acampa en torno a sus fieles y los protege» (Sal 34,6-7). Pidamos al Señor la gracia de unir nuestra voz a la de los pobres, para acoger el don del temor de Dios y, juntamente con ellos, poder reconocernos revestidos de la misericordia y del amor de Dios, que es nuestro Padre. Que así sea.

(Saludo a los peregrinos de lengua española; llamamiento a la comunidad internacional, en la celebración de la Jornada Mundial contra la Explotación de Menores, a ampliar su protección social para erradicar esa plaga; e invitación a rezar a la Virgen por los niños y niñas explotados)