Arzobispo  -  Carta
Ante la beatificación de Pablo VI (extracto casi al completo del prólogo al libro sobre Pablo VI del bimestre anterior; imágenes de la comparación dejadas en \\datos\comun\cancilleria)
16 de julio de 2014


El 19 de octubre de 2014 será beatificado Pablo VI, coincidiendo con el final de la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre los desafíos planteados a la familia en el contexto de la evangelización. Es un acierto el que se hayan hecho coincidir los dos acontecimientos, ya que el Sínodo de los Obispos fue erigido por Pablo VI (15 de septiembre de 1965) al comenzar el último periodo del Concilio Vaticano II, que asumió después en el decreto Christus Dominus 5 sobre el ministerio pastoral de los obispos. La experiencia conciliar movió al Papa a poner en marcha esta institución, que en el postconcilio se ha mostrado muy eficaz por ejemplo en la recepción del Vaticano II; y tiene potencialidades que pueden ser desarrolladas, como ha anunciado el Papa Francisco.

El pontificado de Pablo VI está inseparablemente unido a la celebración del Concilio Vaticano II y al cumplimiento de los mandatos conciliares, unos sobre reformas concretas y otros de orientación más amplia. Se le debe reconocer y agradecer tanto la fidelidad a las actitudes que había marcado Juan XXIII, como el pulso firme con que presidió el Concilio, como el estilo realmente conciliar, es decir, de tratamiento de las cuestiones planteadas con amplia participación de los obispos y búsqueda de concordia en la aceptación de los documentos. Cuando había un número alto de votos negativos era remitido el esquema a la comisión correspondiente para su revisión y búsqueda de acuerdo. De esta manera el Concilio es modelo de trabajo compartido y de aprobación de los documentos con unanimidad moral, ya que un Concilio no busca la mayoría democrática sino la coincidencia mayor posible. El Espíritu Santo actúa también en la mutua escucha y en la generosidad para coincidir en lo que se ha ido decantando y pueda contribuir mejor a la misión de la Iglesia. La obediencia al Señor y al Evangelio fue una actitud fundamental en todos los participantes.

En el primer discurso como Papa pronunció las siguientes palabras que señalan el camino: “Está fuera de toda duda que es deseo, necesidad y deber de la Iglesia que se dé finalmente una más meditada definición de sí misma”. No se trata de discutir algunos puntos importantes de la doctrina de la Iglesia sino de buscar conciliarmente cómo en la coyuntura actual de la humanidad anunciar el Evangelio. Por eso, la nueva evangelización tiene su puesta en marcha en el Concilio Vaticano II. La introspección en el misterio de la Iglesia implica también la perspectiva misionera.

¡Con qué vigor y belleza reivindicó que Jesucristo, luz del mundo, fuera el norte del Concilio! La asamblea profesa la fe en su Señor y desea anunciarlo al mundo. “¡Cristo!. Cristo, nuestro principio; Cristo nuestra vida y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término… Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino que conforte, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: «Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt. 28, 20)”.

Los primeros años del postconcilio fueron de gran esperanza, de realización de las reformas encomendadas por el Concilio, de intensa efervescencia y también de “contestación”. Vista ésta a distancia nos parece un hecho debido a prisas en el cumplimiento de las tareas para la renovación de la Iglesia, a una pretendida actualización teológica que en ocasiones ponía en peligro la misma fe, a las posibilidades que ofrecían los medios de comunicación, al desbordamiento de iniciativas particulares que desatendían las orientaciones de la autoridad en la Iglesia y el ritmo razonable de asimilación. En muchos momentos causó frustración, desgaste en la vitalidad de la Iglesia, disensiones internas. Se puede comprender que para el papa Pablo VI, tan sensible él, fuera la contestación, unas veces con mayor calado y otras con menor incidencia, una fuente de sufrimientos.

El pontificado del papa Pablo VI coincidió con los últimos años del Régimen político anterior. Hubo muchas incomprensiones, susceptibilidades, tergiversaciones, resistencias, y también aceptación simplemente leal y obediente de decisiones de la superior autoridad eclesiástica con las que había escasa sintonía interior. Fueron años difíciles para el papa y el nuncio, para la conferencia episcopal y la Iglesia, para el gobierno y la sociedad en general. Se pasó en pocos años de una convivencia quizá demasiado estrecha a una desavenencia clamorosa. Católicos de toda la vida en poco tiempo se sintieron incomprendidos y desplazados.

A Pablo VI le fue penoso que se mezclaran negativamente su desafección personal y cultural a un régimen no-democrático con su amor al pueblo español, la estima de su historia católica y su obligación pastoral después de un Concilio ecuménico. Pablo VI mantuvo siempre serias reservas sobre el Régimen político, pero manifestó públicamente su admiración y amor al pueblo español, y para éste tuvo siempre numerosos gestos de afecto y simpatía.

Los años transcurridos desde entonces muestran claramente cómo no se podía detener el dinamismo conciliar ni la marcha hacia el ocaso del Régimen. También se entiende que cuando los ánimos están caldeados aparezcan salidas de tono. Es obvio que el contexto histórico y las limitaciones humanas actúan siempre y particularmente en tales situaciones.

Pablo VI fue un auténtico confesor de la fe, rindiendo a Dios el sublime testimonio y profesando los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes. Pablo VI ejerciendo su autoridad apostólica tanto en el Concilio como en el postconcilio fue un testigo del Señor, cargando con las pruebas, incomprensiones y críticas que suscitaba el cumplimiento fiel de su misión. Agradecemos a Dios su ministerio generoso, fecundo y sacrificado. Nos alegramos íntimamente con su beatificación.