Don Luis Argüello nos invita a una renovación espiritual en Cuaresma

Don Luis Argüello nos invita a una renovación espiritual en Cuaresma

22 febrero, 2023

Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma: «Ascesis cuaresmal, un camino sinodal»

«Ascesis cuaresmal, un camino sinodal» es el título que encabeza el mensaje del papa Francisco para la Cuaresma 2023. Un mensaje en el que el Santo Padre recuerda que «la ascesis cuaresmal es un compromiso, animado siempre por la gracia, para superar nuestras faltas de fe y nuestras resistencias a seguir a Jesús en el camino de la cruz. Y en el que también afirma que «nuestro camino cuaresmal es “sinodal”, porque lo hacemos juntos por la misma senda, discípulos del único Maestro«.

«El camino ascético cuaresmal, al igual que el sinodal, tiene como meta una transfiguración personal y eclesial. Una transformación que, en ambos casos, halla su modelo en la de Jesús y se realiza mediante la gracia de su misterio pascual».

Ascesis cuaresmal, un camino sinodal

(texto íntegro)

Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas concuerdan al relatar el episodio de la Transfiguración de Jesús. En este acontecimiento vemos la respuesta que el Señor dio a sus discípulos cuando estos manifestaron incomprensión hacia Él. De hecho, poco tiempo antes se había producido un auténtico enfrentamiento entre el Maestro y Simón Pedro, quien, tras profesar su fe en Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, rechazó su anuncio de la pasión y de la cruz. Jesús lo reprendió enérgicamente: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,23). Y «seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado» (Mt 17,1).

El evangelio de la Transfiguración se proclama cada año en el segundo domingo de Cuaresma. En efecto, en este tiempo litúrgico el Señor nos toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo repetitiva y a veces aburrida, en Cuaresma se nos invita a “subir a un monte elevado” junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios una experiencia particular de ascesis.

La ascesis cuaresmal es un compromiso, animado siempre por la gracia, para superar nuestras faltas de fe y nuestras resistencias a seguir a Jesús en el camino de la cruz. Era precisamente lo que necesitaban Pedro y los demás discípulos. Para profundizar nuestro conocimiento del Maestro, para comprender y acoger plenamente el misterio de la salvación divina, realizada en el don total de sí por amor, debemos dejarnos conducir por Él a un lugar desierto y elevado, distanciándonos de las mediocridades y de las vanidades. Es necesario ponerse en camino, un camino cuesta arriba, que requiere esfuerzo, sacrificio y concentración, como una excursión por la montaña. Estos requisitos también son importantes para el camino sinodal que, como Iglesia, nos hemos comprometido a realizar. Nos hará bien reflexionar sobre esta relación que existe entre la ascesis cuaresmal y la experiencia sinodal.

En el “retiro” en el monte Tabor, Jesús llevó consigo a tres discípulos, elegidos para ser testigos de un acontecimiento único. Quiso que esa experiencia de gracia no fuera solitaria, sino compartida, como lo es, al fin y al cabo, toda nuestra vida de fe. A Jesús hemos de seguirlo juntos. Y juntos, como Iglesia peregrina en el tiempo, vivimos el año litúrgico y, en él, la Cuaresma, caminando con los que el Señor ha puesto a nuestro lado como compañeros de viaje. Análogamente al ascenso de Jesús y sus discípulos al monte Tabor, podemos afirmar que nuestro camino cuaresmal es “sinodal”, porque lo hacemos juntos por la misma senda, discípulos del único Maestro. Sabemos, de hecho, que Él mismo es el Camino y, por eso, tanto en el itinerario litúrgico como en el del Sínodo, la Iglesia no hace sino entrar cada vez más plena y profundamente en el misterio de Cristo Salvador.

Y llegamos al momento culminante. Dice el Evangelio que Jesús «se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz» (Mt 17,2). Aquí está la “cumbre”, la meta del camino. Al final de la subida, mientras estaban en lo alto del monte con Jesús, a los tres discípulos se les concedió la gracia de verle en su gloria, resplandeciente de luz sobrenatural. Una luz que no procedía del exterior, sino que se irradiaba de Él mismo. La belleza divina de esta visión fue incomparablemente mayor que cualquier esfuerzo que los discípulos hubieran podido hacer para subir al Tabor. Como en cualquier excursión exigente de montaña, a medida que se asciende es necesario mantener la mirada fija en el sendero; pero el maravilloso panorama que se revela al final, sorprende y hace que valga la pena. También el proceso sinodal parece a menudo un camino arduo, lo que a veces nos puede desalentar. Pero lo que nos espera al final es sin duda algo maravilloso y sorprendente, que nos ayudará a comprender mejor la voluntad de Dios y nuestra misión al servicio de su Reino.

La experiencia de los discípulos en el monte Tabor se enriqueció aún más cuando, junto a Jesús transfigurado, aparecieron Moisés y Elías, que personifican respectivamente la Ley y los Profetas (cf. Mt 17,3). La novedad de Cristo es el cumplimiento de la antigua Alianza y de las promesas; es inseparable de la historia de Dios con su pueblo y revela su sentido profundo. De manera similar, el camino sinodal está arraigado en la tradición de la Iglesia y, al mismo tiempo, abierto a la novedad. La tradición es fuente de inspiración para buscar nuevos caminos, evitando las tentaciones opuestas del inmovilismo y de la experimentación improvisada.

El camino ascético cuaresmal, al igual que el sinodal, tiene como meta una transfiguración personal y eclesial. Una transformación que, en ambos casos, halla su modelo en la de Jesús y se realiza mediante la gracia de su misterio pascual. Para que esta transfiguración pueda realizarse en nosotros este año, quisiera proponer dos “caminos” a seguir para ascender junto a Jesús y llegar con Él a la meta.

El primero se refiere al imperativo que Dios Padre dirigió a los discípulos en el Tabor, mientras contemplaban a Jesús transfigurado. La voz que se oyó desde la nube dijo: «Escúchenlo» (Mt 17,5). Por tanto, la primera indicación es muy clara: escuchar a Jesús. La Cuaresma es un tiempo de gracia en la medida en que escuchamos a Aquel que nos habla. ¿Y cómo nos habla? Ante todo, en la Palabra de Dios, que la Iglesia nos ofrece en la liturgia. No dejemos que caiga en saco roto. Si no podemos participar siempre en la Misa, meditemos las lecturas bíblicas de cada día, incluso con la ayuda de internet. Además de hablarnos en las Escrituras, el Señor lo hace a través de nuestros hermanos y hermanas, especialmente en los rostros y en las historias de quienes necesitan ayuda. Pero quisiera añadir también otro aspecto, muy importante en el proceso sinodal: el escuchar a Cristo pasa también por la escucha a nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia; esa escucha recíproca que en algunas fases es el objetivo principal, y que, de todos modos, siempre es indispensable en el método y en el estilo de una Iglesia sinodal.

Al escuchar la voz del Padre, «los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo» (Mt 17,6-8). He aquí la segunda indicación para esta Cuaresma: no refugiarse en una religiosidad hecha de acontecimientos extraordinarios, de experiencias sugestivas, por miedo a afrontar la realidad con sus fatigas cotidianas, sus dificultades y sus contradicciones. La luz que Jesús muestra a los discípulos es un adelanto de la gloria pascual y hacia ella debemos ir, siguiéndolo “a Él solo”. La Cuaresma está orientada a la Pascua. El “retiro” no es un fin en sí mismo, sino que nos prepara para vivir la pasión y la cruz con fe, esperanza y amor, para llegar a la resurrección. De igual modo, el camino sinodal no debe hacernos creer en la ilusión de que hemos llegado cuando Dios nos concede la gracia de algunas experiencias fuertes de comunión. También allí el Señor nos repite: «Levántense, no tengan miedo». Bajemos a la llanura y que la gracia que hemos experimentado nos sostenga para ser artesanos de la sinodalidad en la vida ordinaria de nuestras comunidades.

Queridos hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo nos anime durante esta Cuaresma en nuestra escalada con Jesús, para que experimentemos su resplandor divino y así, fortalecidos en la fe, prosigamos juntos el camino con Él, gloria de su pueblo y luz de las naciones.

Roma, San Juan de Letrán, 25 de enero de 2023, Fiesta de la Conversión de san Pablo

22/02/2023

Discurso del Papa a los participantes del congreso de Laicos, Familia y Vida

Aula del Sínodo Sábado, 18 de febrero de 2023

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y bienvenidos.

Agradezco al Card. Farrell y saludo a todos ustedes, responsables de las Comisiones episcopales para el laicado, dirigentes de asociaciones y movimientos eclesiales, oficiales del Dicasterio y demás personas presentes.

Han venido desde sus países para reflexionar sobre la corresponsabilidad —corresponsabilidad— de los pastores y los fieles laicos en la Iglesia. El título del Congreso habla de la “llamada” a “caminar juntos”, situando el tema en el contexto más amplio de la sinodalidad. El camino que Dios está indicando a la Iglesia es precisamente el de vivir de manera más intensa y concreta la comunión, y caminar juntos. La invita a superar los modos de obrar autónomos o como las vías paralelas del tren, que nunca se encuentran: el clero separado de los laicos, los consagrados separados del clero y de los fieles, la fe intelectual de algunas élites separada de la fe popular, la Curia romana separada de las Iglesias particulares, los obispos separados de los sacerdotes, los jóvenes separados de los ancianos, los matrimonios y las familias poco implicadas en la vida de las comunidades, los movimientos carismáticos separados de las parroquias, por citar sólo algunos. Esta es la tentación más grave en este momento. Todavía queda mucho camino por recorrer para que la Iglesia viva como un cuerpo, como verdadero Pueblo, unido por la única fe en Cristo Salvador, animado por el mismo Espíritu santificador y orientado a la misma misión de anunciar el amor misericordioso de Dios Padre.

Este último aspecto es decisivo: un Pueblo unido en la misión. Y esta es la intuición que siempre debemos custodiar: la Iglesia es el santo Pueblo fiel de Dios, según lo que afirma Lumen Gentium en los nn. 8 y 12; no populismo ni elitismo, es el santo Pueblo fiel de Dios. Esto no se aprende teóricamente, se entiende viviéndolo. Después se explica, como se puede, pero si no se vive no se sabrá explicar. Un Pueblo unido en la misión. La sinodalidad encuentra su origen y su fin último en la misión, nace de la misión y está orientada a la misión. Pensemos en los orígenes, cuando Jesús envió a los apóstoles y ellos volvieron muy contentos, porque los demonios “huían de ellos”; fue la misión la que dio ese sentido eclesial. De hecho, compartir la misión acerca a los pastores y a los laicos, les da un propósito común, manifiesta la complementariedad de los diversos carismas y, por eso, suscita en todos el deseo de caminar juntos. Lo vemos en Jesús mismo, que desde el comienzo se rodeó de un grupo de discípulos, hombres y mujeres, y vivió con ellos su ministerio público. Pero nunca solo. Y cuando envió a los Doce a anunciar el Reino de Dios, los mandó “de dos en dos”. Lo mismo vemos en san Pablo, que siempre evangelizó junto a otros colaboradores, también laicos y parejas de esposos; nunca solo. Y así fue en los momentos de gran renovación e impulso misionero en la historia de la Iglesia. Pastores y fieles laicos juntos. No individuos aislados, sino un Pueblo que evangeliza, el santo Pueblo fiel de Dios.

Sé que también han hablado de la formación de los laicos, indispensable para vivir la corresponsabilidad. También sobre este punto quisiera señalar que la formación tiene que orientarse a la misión; no solamente a las teorías, de otro modo se cae en las ideologías. Y es terrible, es una peste; la ideología en la Iglesia es una peste. Para evitarlo, la formación debe estar orientada a la misión. No ha de ser escolástica, limitada a ideas teóricas, sino también práctica. Esta formación nace de la escucha del Kerygma, se alimenta con la Palabra de Dios y los sacramentos, nos ayuda a crecer en el discernimiento, personal y comunitario, nos involucra inmediatamente en el apostolado y en diversas formas de testimonio, a veces sencillos, que nos llevan a acercarnos a los demás. ¡El apostolado de los laicos es sobre todo testimonio! Testimonio de la propia experiencia, de la propia historia, testimonio de la oración, testimonio del servicio a quienes pasan necesidad, testimonio de la cercanía a los pobres, cercanía a las personas solas, testimonio de la acogida, sobre todo por parte de las familias. Y es de este modo que se nos forma para la misión: saliendo al encuentro de los demás. Es una formación “sobre el terreno” y, al mismo tiempo, un camino eficaz de crecimiento espiritual.

Desde el comienzo he dicho que “sueño con una Iglesia misionera” (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27; 32). “Sueño una Iglesia misionera”. Y me viene a la mente una imagen del Apocalipsis, cuando Jesús dice: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien […] me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap 3,20). Pero hoy el drama de la Iglesia es que Jesús sigue llamando a la puerta, pero desde el interior, ¡para que lo dejemos salir! Muchas veces se termina siendo una Iglesia “prisionera”, que no deja salir al Señor, que lo tiene como “algo propio”, mientras el Señor ha venido para la misión y nos quiere misioneros..

Este horizonte nos da la clave de lectura apropiada para el tema de la corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia. De hecho, la exigencia de valorar a los laicos no depende de ninguna novedad teológica, ni tampoco de requerimientos funcionales por la disminución de sacerdotes; mucho menos nace de reivindicaciones de categoría, para conceder una “revancha” a quienes fueron dejados de lado en el pasado. Se basa más bien en una correcta visión de la Iglesia, la Iglesia como Pueblo de Dios, del cual los laicos forman parte con pleno derecho, junto a los ministros ordenados. Los ministros ordenados no son los patrones, sino los servidores; son pastores, no patrones.

Se trata de recuperar una “eclesiología integral”, como en los primeros siglos, en la que todo estaba unificado por la pertenencia a Cristo y la comunión sobrenatural con Él y con los hermanos, superando una visión sociológica que distingue clases y rangos sociales y que, en el fondo, se basa en el “poder” asignado a cada categoría. El acento se pone en la unidad y no en la separación, en la distinción. El laico, más que como “no clérigo” o “no religioso”, se considera como bautizado, como miembro del Pueblo santo de Dios, que es el sacramento que abre todas las puertas. En el Nuevo Testamento no aparece la palabra “laico”; más bien se habla de “creyentes”, de “discípulos”, de “hermanos”, de los “santos”; términos aplicados a todos, fieles laicos y ministros ordenados, el Pueblo de Dios en camino.

En este único Pueblo de Dios, que es la Iglesia, el elemento fundamental es la pertenencia a Cristo. En los relatos conmovedores de las Actas de los mártires de los primeros siglos, encontramos con frecuencia una sencilla profesión de fe: “Soy cristiano”, decían, “y por eso no puedo hacer sacrificios a los ídolos”. Lo dice, por ejemplo, Policarpo, obispo de Esmirna; [1] lo dicen Justino y sus otros compañeros, laicos. [2] Estos mártires no dicen “soy obispo” o “soy laico” —“soy de la Acción Católica, soy de esa Congregación mariana, soy de los Focolares”—. No, dicen solamente “soy cristiano”. También hoy, en un mundo que se seculariza cada vez más, lo que verdaderamente nos distingue como Pueblo de Dios es la fe en Cristo, no el estado de vida considerado en sí mismo. Somos bautizados, cristianos, discípulos de Jesús. Todo el resto es secundario. “Pero, Padre, ¿también un cura?” “Sí, es secundario.” “¿También un obispo?” “Sí, es secundario.” “¿También un cardenal?” “Es secundario.”

Nuestra pertenencia común a Cristo nos hace a todos hermanos. El Concilio Vaticano II afirma: «Los laicos, del mismo modo que por la benevolencia divina tienen como hermano a Cristo […], también tienen por hermanos a los que, constituidos en el sagrado ministerio […], apacientan a la familia de Dios» (Const. Lumen Gentium, 32). Hermanos con Cristo y hermanos con los sacerdotes, hermanos con todos.

Y en esta visión unitaria de la Iglesia, donde somos ante todo cristianos bautizados, los laicos viven en el mundo y al mismo tiempo forman parte del Pueblo fiel de Dios. El Documento de Puebla usó una expresión feliz para decir esto: los laicos son hombres y mujeres «de Iglesia en el corazón del mundo» y hombres y mujeres «del mundo en el corazón de la Iglesia». [3] Es verdad que los laicos están llamados a vivir su misión principalmente en las realidades seculares en las que están inmersos cada día, pero eso no excluye que también tengan las capacidades, los carismas y las competencias para contribuir a la vida de la Iglesia: en la animación litúrgica, en la catequesis y en la formación, en las estructuras de gobierno, en la administración de los bienes, en la programación y puesta en marcha de los planes pastorales, etcétera. Por eso se ha de formar a los pastores, ya desde el tiempo del seminario, para una colaboración cotidiana y ordinaria con los laicos, de manera que vivir la comunión sea para ellos un modo de obrar natural, y no un hecho extraordinario y ocasional. Una de las cosas más feas que le ocurren a un pastor es olvidarse del Pueblo del que vino, la falta de memoria. Se le puede aplicar aquella palabra de la Biblia muchas veces repetida: “Acuérdate”; “acuérdate de dónde te tomaron, del rebaño del que fuiste sacado para volver a servirlo, acuérdate de tus raíces” (cf. 2 Tm, 1).

Esta corresponsabilidad vivida entre laicos y pastores permitirá superar las dicotomías, los miedos y la desconfianza mutua. Es momento de que los pastores y los laicos caminen juntos, en cada ámbito de la vida de la Iglesia, en cada lugar del mundo. Los fieles laicos no son “huéspedes” en la Iglesia; se encuentran en su propia casa, por eso están llamados a hacerse cargo de ella. Los laicos, y sobre todo las mujeres, han de ser más valorizados en sus competencias y en sus dones humanos y espirituales para la vida de las parroquias y de las diócesis. Pueden realizar el anuncio del Evangelio con su lenguaje “cotidiano”, comprometiéndose en diversas formas de predicación.

Pueden colaborar con los sacerdotes para formar a los niños y a los jóvenes, para ayudar a los novios en la preparación al matrimonio y para acompañar a los esposos en la vida conyugal y familiar. Siempre que se preparen nuevas iniciativas pastorales a todo nivel —local, nacional y universal—, tienen que ser consultados. Hay que darles voz en los consejos pastorales de las Iglesias particulares. Tienen que estar presentes en las oficinas de las diócesis. Pueden ayudar en el acompañamiento espiritual de otros laicos y también ofrecer su aporte en la formación de los seminaristas y los religiosos. Una vez escuché esta pregunta: “Padre, ¿un laico puede ser director espiritual?”. ¡Es un carisma laical! Puede ser un cura, pero el carisma no es presbiteral; el acompañamiento espiritual, si el Señor te da la capacidad espiritual de hacerlo, es un carisma laical. Y, junto con los pastores, han de llevar el testimonio cristiano a los ambientes seculares: el mundo del trabajo, de la cultura, de la política, del arte, de la comunicación social.

Podríamos decir: laicos y pastores juntos en la Iglesia, laicos y pastores juntos en el mundo.

Me vienen a la mente las últimas páginas del libro del Cardenal de Lubac, Méditation sur l’Église, donde, para decir qué es lo más feo que puede suceder en la Iglesia, dice que la mundanidad espiritual, que se traduce en el clericalismo, «sería infinitamente más desastroso que cualquier mundanidad simplemente moral». Si ustedes tienen tiempo, lean estas últimas tres o cuatro páginas de Méditation sur l’Église, de de Lubac. Da a entender, también citando a otros autores, que el clericalismo es lo más feo que pueda ocurrir en la Iglesia, peor incluso que los tiempos de los Papas concubinos. El clericalismo hay que “echarlo fuera”. Un cura o un obispo que caen en esta actitud hacen mucho daño a la Iglesia. Pero es una enfermedad que se contagia; peor aún que un cura o un obispo caídos en el clericalismo son los laicos clericalizados. Por favor, son una peste en la Iglesia. Que el laico sea laico.

Queridos hermanos y hermanas, con estas pocas indicaciones quise señalar un ideal, una inspiración que puede ayudarnos en el camino. Quisiera que todos nosotros tuviéramos en el corazón y en la mente esta hermosa visión de la Iglesia: una Iglesia orientada a la misión, donde las fuerzas se unifican y caminamos juntos para evangelizar; una Iglesia donde lo que nos une es nuestro ser cristianos bautizados, nuestra pertenencia a Jesús; una Iglesia donde se vive una verdadera fraternidad entre laicos y pastores, trabajando cada día codo a codo, en todos los ámbitos de la pastoral, porque todos son bautizados.

Los exhorto a que sean promotores en sus Iglesias de todo lo que han recibido durante estos días, para continuar juntos la renovación de la Iglesia y su conversión misionera. A todos ustedes y a sus seres queridos los bendigo de corazón, y les pido por favor que recen por mí. Gracias.

 

  • Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, IV, 15,1-43.
  • Actas del martirio de los santos Justino y compañeros, cap. 1-5; PG 6, 1366-1371.
  • III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documento final, Puebla 1979, 786.