Javier Burrieza anuncia la Pasión de 2022 y anima a vivir la Semana Santa todo el año

Javier Burrieza anuncia la Pasión de 2022 y anima a vivir la Semana Santa todo el año

1 abril, 2022

01.abril.2022__  En la catedral de Valladolid, que lucía esplendorosa con las imágenes del Santísimo Cristo de la Exaltación y de Nuestra Señora de los Dolores, se ha celebrado el acto con el que tradicionalmente se anuncia la llegada de la Semana Santa y de las manifestaciones de religiosidad popular a las calles de Valladolid. Con un personal, emocionado y rico pregón, el historiador Javier Burrieza, animó a los vecinos de Valladolid a tomar las calles y a vivir intensamente la Semana Santa no solo estos días, sino los 365 del año.

El acto, elegante y sobrio, ha reunido en la seo al cardenal arzobispo de Valladolid, don Ricardo Blázquez; su obispo auxiliar, don Luis Argüello; el alcalde de la ciudad, Óscar Puente, autoridades civiles y militares y cientos de cofrades y fieles que han abarrotado el templo.

PREGÓN DE SEMANA SANTA 

VALLADOLID 2022 

Dr. Javier Burrieza Sánchez 

Profesor Titular de Historia Moderna 

Universidad de Valladolid 

 

Santa Iglesia Catedral Metropolitana  

1 abril 2022 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la celebración de la  Semana Santa  

resulta esencial recibir y comunicar. 

Mis palabras nacen desde lo heredado 

de mis padres y mis abuelos, 

de lo vivido con mi mujer María José, 

de lo transmitido a mis hijos 

Cristina, Beatriz y Joaquín. 

 

“La primavera ronda la cintura de la ciudad. Por las calles que dan al campo penetra el olor del río, de las praderas húmedas, de los trigos verdes. Perfume de campo libre, sin obstáculos de montañas ni amortiguadores de frondas. Y con el perfume, la luz. Esa luz ancha de Castilla, que tensa la mirada y permite descubrir, en todo su repertorio puntillista de hojas blancas, la copa de aquel almendro en flor, lejano y casi microscópico, que se perfila en el horizonte como un velero. Es un gozo en estos días que sirven de prólogo a la Semana Santa de Valladolid, pasear amorosamente por las calles de la ciudad antigua, en actitud reconquistadora de eternidad […]. Perspectivas de calles largas y estrechas, tras cuyas tapias de cal violeta se adivinan conventos viejos y palacios tristes en una mansa clausura de siglos […]. Es la ciudad fiel a sí misma, a su continuidad, a lo más profundo de su esencia”. Así describía Francisco Javier Martín Abril la preparación en el paisaje urbano de la Semana Santa de 1941, en lo que él llamaba “el encuentro de la ciudad consigo misma” para la celebración de la Pasión de Cristo, en los días más bellos y profundos para vivir e interpretar Valladolid; en el escenario más adecuado para ver salir cofrades y pasos a la calle en medio del silencio… Los vallisoletanos rezamos en silencio, caminamos y alumbramos con la cera de nuestras velas que se derrite en silencio, nos vestimos en silencio el cíngulo de la túnica penitencial… Valladolid espera con ilusión esta Semana Santa que hoy pregonamos… Llevamos los sueños heredados de tantas familias cofrades durante generaciones, de tantas emociones y miradas… la palabra se hizo carne y habitó en silencio entre nosotros, en estas orillas del Pisuerga… Y lo hizo en la calle de la Platería, de las Angustias, en la Corredera de San Pablo, de Pasión y Corral de la Copera, Guadamacileros, Fuente Dorada, Rúa Oscura y Lonja, Cebadería y Santiago, Puerta del Campo y de la Obra, Catedral y Cascajares, plaza de Santa Cruz, de Santa María o de la Trinidad; Librería y de la Parra, San Benito e Imperial, avenida de Segovia y Real de Burgos; Santo Domingo de Guzmán, Teresa Gil y el Santísimo Salvador; Mantería y San Martín, Plaza de la Rinconada, del Corrillo y Jesús… son los apellidos, las calles de mi ciudad, de nuestra ciudad…, las venas por donde discurre ese río de tres afluentes: los pasos, los cofrades y el pueblo, que se miran mutuamente (María Teresa Yñigo de Toro), que confluyen en el espíritu del tiempo de la Pasión y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. 

 

Eminentísimo y Reverendísimo Cardenal-Arzobispo de Valladolid. 

Excelentísimo y Reverendísimo Obispo auxiliar de Valladolid. 

Sr. Alcalde y miembros de la Corporación Municipal. 

Sr. Presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa y oficiales de la misma. 

Sr. Deán de la Catedral de Valladolid. 

Excelentísimas e Ilustrísimas Autoridades civiles, militares y académicas. 

Señoras y señores presidentes, alcaldes y hermanos mayores de las cofradías y hermandades; cofrades, ciudadanos y visitantes que hasta esta Santa Iglesia Catedral habéis llegado. 

 

SALUD Y GRACIA 

 

Estimado vallisoletano, visitante que acudes a nuestra proclama pregonera 

 

Recibí comisión del alcalde de esta Noble Ciudad por indicación de la Junta de Cofradías de Semana Santa fundada hace setenta y cinco años, de pregonar la Semana Santa, tal y como se vive, conmemora y celebra en las iglesias y calles a través de cortejos procesionales, por iniciativa de cofradías y pueblo fiel de estas tierras. Siendo consciente de tan inmensa y comprometida labor, me informé “cuidadosamente de todo desde los orígenes”, después de saber los “muchos que han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquellos que han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores” de la historia que te pretendo narrar. Por eso, “he decidido escribir para ti”, estimado ciudadano, “un relato ordenado, a fin de que conozcas bien la solidez” (Lc 1, 1-3) de lo que te dispones a vivir, a celebrar, a hacer todavía más grande con la solemnidad acostumbrada, tras dos años de penosa ausencia de nuestras calles a causa de la trágica pandemia que tantos sufrimientos ha provocado a nuestro pueblo, que tantas vidas y esperanzas ha segado, que tantas noches oscuras del alma ha provocado en nuestra confianza, a pesar de sentir a Dios a nuestro lado, quizás más que nunca, azotado por el mal de la enfermedad, golpeado por lo inesperado de lo sucedido. Ruego al Señor porque haya acogido en su abrazo de Padre y Madre, a tantos hermanos que se nos han ido. 

Sabes que la labor de pregonar resulta bien antigua y cotidiana pues era trabajo del que era menester en los días que no existían medios de comunicación de transmisión inmediata. Los pregoneros, antecesores del que te escribe y habla, se convertían en “funcionarios” de las instituciones con sus voces oficiales, profundas, firmes y señeras. En el caso de las procesiones de Valladolid, cuentan en Semana Santa con pregón y pregonero –según ha estudiado Miguel Ángel Rodríguez Lanza– desde 1948. Me siento privilegiado por ser hoy titular de esta cátedra tan especial, desde donde te dirijo carta de anuncio, por donde han pasado las principales voces que han cantado a las cofradías, a sus imágenes, a sus vivencias, a sus cotidianidades, pero donde también recuerdo a los que han faltado por las inoportunidades políticas, las circunstancias del tiempo colectivo e individual o su propia decisión, que les ha empujado a no hacerse presentes. Te decía privilegiado y orgulloso de continuar palabra pronunciada y poner punto y seguido en palabra escrita a lo mucho proclamado hasta aquí. Solamente se puede venir esta tarde con tres coordenadas, como indicó para la Semana Santa el primer pregonero, el muy ilustre Francisco de Cossío: con dramatismo, con fervor y con ternura, para glosar sobre la “pura maravilla de arte” (Ángel de Pablos) que es una Pasión escrita por siglos de cofrades, tallada en madera de los pinares de Castilla, bendecida por Dios, encarnada en esta tierra, “maravilla de los ojos y recogimiento del espíritu” (Francisco Mendizábal), en la ciudad de Valladolid, mi Valladolid y el tuyo, y el de todos aquellos visitantes que gusten de reconocerla agradable y placentera de vivir y pasear.  

 “Bolved el presuroso pensamiento / a las riberas de Pisuerga bellas”, escribía en La Galatea, Miguel de Cervantes; Valladolid, “la ciudad en la que hemos nacido, la ciudad en la que hemos vivido, la ciudad en la que día a día vamos muriendo […]. Que todo canto de escribir, que todo poema de leer sobre Valladolid sea un homenaje de cariño hacia ella”, sugería el académico Antonio Corral Castanedo; “Predilecta del arte castellano y escenario que guarda recuerdos de la historia del mundo”, como enseñaba Federico de Wattenberg, “Valladolid, la Florencia de Castilla”, según aseveraba Ángel Apráiz… Y eso es, lo que pretendo, estimado amigo, con este pregón con el que te llamo tu atención. 

Tengo el honor de recordarte que vivimos en tiempo de gracia porque en este año del Señor de 2022 recordamos los setenta y cinco años cumplidos de la existencia, bajo diferentes denominaciones y reglamentos, de la Junta de Cofradías de Semana Santa; presidida primero por los alcaldes de la ciudad desde que en 1946 lo hiciese Fernando Ferreiro hasta que en los días de gobierno de Tomás Rodríguez Bolaños en 1992, y en virtud de la aprobación del arzobispo, monseñor Delicado Baeza, la presidencia empezó a ser elegida por las propias cofradías en las personas de Ángel Tesedo, José María Fernández Ronda, José Miguel Román, Felipe Esteban e Isaías Martínez Iglesias, presidente que la encabeza a 1.º de abril del presente año; sin olvidar los secretarios que desde 1966 fueron el brazo ejecutor de tantos esfuerzos en las personas de Ramón Pradera, Juan de Dios Silva, Julián Gallego, Francisco Fernández Santamaría y Eloísa García de Wattenberg hasta el dicho de 1992. Institución que nació dentro del ámbito municipal, con aprobación diocesana, para llevar a cabo la promoción y la organización de las procesiones, a través de distintos medios y de una serie de oficiales, antes mencionados, que aglutinaban las decisiones para la puesta en escena de las acciones externas de las cofradías, es decir, de las procesiones. 

Tampoco puedo olvidar, ilustre ciudadano, una segunda conmemoración: con el centenario de la llegada al gobierno de esta diócesis del arzobispo Remigio Gandásegui, lo que supone también el centenario del comienzo de los trabajos preparatorios para conseguir la restauración habitual de las procesiones de Semana Santa, esfuerzos culminados por mor de la climatología en 1923. El arzobispo Gandásegui, de numerosos beneficios en esta restauración pero también con algunos haberes como toda acción humana, no fue un semanasantero que añorase las glorias de las cofradías del Barroco. Él tenía un horizonte eclesial y social preestablecido, por el cual pretendía conseguir una presencia notable de la Iglesia en la calle a través de formas de religiosidad antigua que debían ser rescatadas y que, además, por sí mismas, poseían un prestigio aunque muchos no se hubieran dado cuenta de ello. Para este fin, y no quiero olvidar sus nombres en los agradecimientos a la historia que nos ha precedido, dispuso de la cultura y de los afanes de buena comunicación del sacerdote José Zurita, del periodista y mencionado escritor Francisco de Cossío, del historiador Juan Agapito y Revilla. Todos ellos han posibilitado alcanzar el tiempo actual y futuro sobre el cual nos disponemos a pregonar. 

 

* * * 

Nací y tengo yo que no me nacieron por casualidad, querido paisano, junto al Pisuerga y la Virgen de San Lorenzo, cuando esta imagen andaba de prestado en casa ajena, por haberse derribado impunemente la suya, y no pudo salir mi madre a “misa de parida” e ir a San Llorente, llevándome consigo, como le ocurrió a aquella reina Margarita de Austria. Todo sucedió en esa pequeña calle que se llama de “Pedro Niño”, en honor al regidor, merino mayor y hombre de justicia del siglo XV, devoto de la que entonces no era patrona de la ciudad y solamente una advocación plagada, o quizás ni siquiera lo era todavía, de leyendas, apariciones y milagros. Más vallisoletano no se puede ser, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, en una noche fría de febrero, tarde en hora, después de haberse puesto mi madre de parto en la calle Cánovas del Castillo, antigua de los Orates, no desde el observatorio privilegiado de mi recordado Ventura Pérez sino en la casa de nuestra familia amiga de los García-Calvo, donde pocos años después me iba a agarrar a sus balcones para conocer y bien aprender la procesión del Viernes Santo, como te detallaré. Por aquel entonces de 1974, la Semana Santa fue anunciada por Francisco Montero Galvache, un escritor considerado todo un profesional de los pregones pues había escrito trescientas piezas de la temática más diversa, cualidad que me admira aunque no envidio. Eran días de cambios, en una Semana Santa posconciliar que parecía avergonzarse de algunos gestos devotos anteriores. No llevaron a aquel niño recién nacido, pues no había lugar, a los pregones siguientes de 1975 y 1976, aunque estoy seguro que hubiesen sido de mayor gusto y agrado que el de mi propio año de nacimiento, a través de la palabra de los muy recordados maestros Eloísa García de Wattenberg y Juan José Martín González. Se pretendía, en aquellas procesiones celebradas sin que faltase el intenso frío de la primavera que nace, hacer justo acuerdo con la época que se vivía y se dispuso en aquellos momentos una procesión cada Miércoles Santo llamada de “Paz y Reconciliación” que era lo que habían menester los españoles de mi nacimiento (y me atrevería a decir que también los de este tiempo en que le escribo ahora). 

Te indico que no siempre esta proclama pregonera fue realizada en lugar tan noble, solemne y sagrado como este que nos cobija, templo de Jerusalén que proyectaron en sus mentes más que labrar con sus manos, aquellos que fueron tenidos por locos e ilusos. Tengo que reconocer que estas palabras que te dirijo deben de tener en estas naves austeras, pero grandiosas, una llamada muy profunda, tornavoz de púlpito de día muy feriado, para que todos las escuchen y pongan en práctica desde esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana. Tengo delante de mí a los sagrados titulares de la Cofradía de la Exaltación de la Cruz, muy vinculada en sus orígenes en 1944 con las gentes y trabajadores de los Caminos de Hierro del Norte y con la Hermandad de la Sagrada Familia: son el “Santísimo Cristo de la Exaltación”, labrado por el maestro sevillano Francisco Fernández Enríquez, acompañado en los trabajos de talla por su hijo Darío; contemplado en el difícil trance de ser clavado en la cruz y elevado en el tormento, por su madre Nuestra Señora de los Dolores, solemnemente enlutada, en su imagen anónima del taller castellano de principios del siglo XVII, ambas alumbradas en la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Carmen, del barrio de las Delicias, trasladadas con el permiso y deseo de sus cofrades y fieles. 

 

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¿Qué es la Semana Santa en nuestra ciudad, ilustre amigo? ¿Qué es lo que la hace única e inigualable? Te descubría, antes, mis orígenes y te afirmo que estas procesiones son escuela para la vida, desde el nacimiento hasta el abrazo, con “la esperanza soberbia de poder encontrar a Cristo en la última curva del camino”, como indicaba el maestro Delibes. Es el encuentro con lo más afectivo y familiar de la fe, comunicada y transmitida con el alma de lo colectivo; es el goce estético ante tanta belleza, arte, letras y música; es el descubrimiento del hombre en la humildad y el amor. 

Mi percepción de la Semana Santa cuenta con una inevitable vinculación familiar que me une a mis mayores. Hace algo más de un siglo, el abuelo Joaquín Burrieza había sido recibido en la cofradía decana de las penitenciales de Valladolid, quizás por vinculación con la entonces existente “Asociación del Santo Cristo de Limpias”. Probablemente todo había empezado cuando Pedro Segura fue nombrado obispo auxiliar y un grupo de jóvenes se agruparon en torno a él, mientras algunos vallisoletanos querían que se convirtiese en el sucesor del cardenal Cos. La Asociación se estableció en la iglesia de la Cruz de la calle de la Platería, espacio eclesial preferido por el obispo Segura que lo había convertido en su “catedral chiquita”. La sucesión recayó finalmente en el arzobispo Remigio Gandásegui y los “seguristas” se mostraron disconformes, contemplados como sospechosos, hasta el punto de que fueron investigados, más todavía si pertenecían al ámbito de la Vera Cruz. El abuelo supo de dónde venía la autoridad diocesana y terminó prestando su obediencia, aunque nunca dejó de mostrar su afecto al que se convirtió en cardenal Segura. Decía mi padre que toda la familia se fue integrando en la Vera Cruz, ya fuese como hermanos cofrades o hermanas de devoción; y que tras aquel tenso comienzo entre Gandásegui y el abuelo existió afecto hasta el punto de que a papá, en su niñez, el arzobispo con su proverbial simpatía lo llamaba el “pequeño Burriecilla”.  

Fueron años difíciles aquellos de reconstrucción de las procesiones, aunque nosotros ahora los mitifiquemos gracias a las crónicas, muy gacetilleras, de los periódicos; y más lo fueron los de la República para el desarrollo de manifestaciones religiosas. El abuelo, en 1936, era además presidente de la Adoración Nocturna y en plena Guerra Civil, en 1938, cuando los cofrades de la Cruz apenas superaban los ciento ochenta, ejercía de secretario de la cofradía y, desde 1944, como secretario perpetuo: “el hombre austero, de acendrada piedad y trabajador infatigable”, nombrado unánimemente en “homenaje a sus desvelos por el mayor esplendor de esta venerable cofradía”, como se indica en el pergamino que con artística fotografía de Jesús Garay le dedicaron sus compañeros de Junta en nombre de todos los cofrades. Yo nací tres años después de su muerte en 1971 y siempre deseé haberlo conocido aunque debo confesar, como escribía fray Luis de León de santa Teresa, que lo hice por sus obras y por su hijo, mi padre, que me transmitió en vasijas de barro las enseñanzas, las muchas enseñanzas del abuelo por la Semana Santa, aunque era difícil ser tan semanasantero y tan de cofradía como era él…, era difícil ser aquel entregado “trabajador infatigable”.  

La Vera Cruz y su Dolorosa, la “señora de la Platería”, eran una bandera identificativa de los Burriezas –mis padres contrajeron matrimonio delante de esta imagen– aunque no la única. Leyendo en una de las exposiciones celebradas por la Cofradía de las Angustias las tablas de los cofrades, pude observar con gran sorpresa que aparecía el padre de Joaquín Burrieza, Antolín Burrieza Bratos, catedrático de Psicología del Instituto Provincial y al que apenas pudo conocer porque murió mi bisabuelo cuando mi abuelo contaba con solo trece meses. Republicano de militancia política en el siglo XIX junto a José Muro y Macías Picavea, pertenecían todos ellos como hombres de letras y leyes a la Cofradía de las Angustias. Eran los intelectuales de la ciudad de provincias que progresaba sin límites políticos, de unos y de otros, unidos por los intereses morales y materiales de su tierra. El catedrático Burrieza era uno de aquellos católicos liberales comprometido con la modernización política de la sociedad y de la educación. Por los mismos años, según pude comprobar en la misma tabla de cofrades, otro de mis antepasados, esta vez por línea materna, Marcos León Escudero, decano de los procuradores de aquel Colegio vallisoletano, también era cofrade de las Angustias y de ella llegó a ser incluso alcalde antiguo en 1886. Quizás por esta razón, su nieto, el abuelo Alfredo Sánchez León, también alumbraba con sus devociones a la Virgen de las Angustias. Y naturalmente, siendo consuegro de Joaquín Burrieza, lo fue también de la Vera Cruz, porque nadie podía escapar a la labor apostólica del señor Burrieza en favor de su Dolorosa de Gregorio Fernández. Esta es la razón por la cual actualmente, en mi casa, mis hijos reproducen estas devociones, siendo unas de las Angustias y otros de la Vera Cruz: Cristina, Beatriz y Joaquín. Ellos han conocido estas realidades desde la cuna. No puedo olvidar cómo Cristina, nacida en un lunes de Pasión, salió del hospital de su nacimiento con su propia palma. 

Debo confesar, ilustre amigo, que no hay otra salida más orgullosa que aquella en la que todos vamos, en la noche del Jueves Santo, con nuestros diversos capirotes, en terciopelo negro y azul turquí, a nuestras respectivas procesiones de Regla. En ocasiones, el Martes Santo, visten con aquella mantilla, “la vieja mantilla, heredada de la abuela o de la madre, que con tanto esmero y cuidado se guardaba en el lugar más escondido del armario” (José María Vela de la Huerta). “Era Jueves Santo –cantaba Ángel María de Pablos– / y la tarde, toda / de sol y de oro, / como una aureola, / se posó en tu frente, / en tu pelo de ondas / que resplandecía / igual que una joya”. Y en referencia a esas peinetas y mantillas, el abuelo vallisoletano de Ortega y Gasset, José Ortega y Zapata, tenía en el recuerdo las “mantillas de blonda con que las señoras de Valladolid ataviaban sus cabezas para ir a la novena de las Angustias”. Y añadía, “el precioso tocado, proscrito por la «voluble moda», daba a la mujer española ese aire y donosura que el exótico sombrero las quita”. 

¡Bendita memoria, estimado amigo! Me confieso un eslabón más de esa tradición ya de cinco generaciones y de ese compromiso que muchos de mis antepasados manifestaron hacia esta Semana Santa. No te niego que me he mostrado inquieto y que he buscado mis devociones, ¡y son tantas!, en la Hermandad Universitaria del Santísimo Cristo de la Luz, cofradía con la que me siento identificado desde el papel que un profesor católico debe tener en una universidad pública y desde el horizonte que la Semana Santa posee en ese encuentro entre la fe y la cultura, carisma propio de esta Hermandad… y desde 2014, con el regalo de ser por iniciativa de los propios hermanos, cofrade del Descendimiento y del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, cuando se cumplieron setenta y cinco años de su fundación y el recordado Luis Luna y un servidor firmamos una historia de esa querida cofradía. Cuántos amigos y hermanos a los que quiero entrañablemente he conocido en nuestras procesiones, algunos se nos ha ido y ellos saben que hoy precisamente los llevo en mi corazón. Puedo decirte, estimado amigo, que en la formación de este pregonero la Semana Santa es una columna vertebral, en lo espiritual y lo personal, y que en ella encuentro una vivencia plena, no para siete días, sino para setenta veces siete, a lo largo de todo el año.  

Como católico valoro profundamente a las cofradías, un medio privilegiado aunque no único, de transmitir la fe con naturalidad a nuestros hijos. Así lo he podido realizar con la ayuda de mi mujer, una reivindicativa salmantina rodeada de cofrades vallisoletanos. Es importante la apertura de miras y sentimientos, pues el conjunto de las cofradías se encuentra en la misma orilla de la tradición sin que importe el siglo de la fundación. Sabéis queridos alcaldes, presidentes y hermanos mayores, mi sentimiento hacia el conjunto de las veinte de nuestras cofradías, de nuestras imágenes y devociones. De mi abuela y de mi madre aprendí que el besapié de Jesús Nazareno se convierte en un bello acto de amor, no en un ritual vacío.  

Nunca te he confesado la experiencia rica y bella que tuve una tarde de Cuaresma visitando el Real Monasterio de San Quirce y Santa Julita, en el día en que se disponía el besapié de Nuestro Padre y Señor, el Santo Cristo del Perdón. Me atrevería a definir lo que allí vi como un pequeño cielo, cuando se siente, se contempla, el maravilloso rostro coronado de espinas que tallase Bernardo del Rincón; cuando se acaricia con lágrimas su espalda destrozada; cuando se respira la atmósfera plagada de incienso del templo; cuando se susurra un leve murmullo de música procesional; y así lo recuerdo, lo siento presente, cuando se produce un cruce de miradas entre Él y yo. No puedo asegurar si es un cruce en el tiempo o en el alma. Entonces, descubro ante sus ojos vidriosos que me contempla y que me escucha, flagelado, cargado con la cruz y nazareno; crucificado, en agonía, traspasado con cinco llagas. ¡Qué situación tan dramática pero, al mismo tiempo, qué pequeño cielo en San Quirce, en una mañana o una tarde, qué más da, de besapie solemne en la Cuaresma de Valladolid! No te lo decía, ilustre amigo, esta Semana Santa es un tiempo de oración y encuentro con lo más interior, donde se experimenta la sensación de lo profundo del alma, la individual y la colectiva, con la mirada de Dios al descubierto. 

Así la encuentro ante Jesús atado a la columna, en cada Martes Santo de mi vida, perseguido por su misericordia, ubicado en las cercanías de esta espalda, “divina espalda de Jesús sangrante / curvada espalda del Divino preso” (Francisco Javier Martín Abril). Palabras, pocas; silencios, muchos; miradas en abundancia, goce estético y contemplación, que siempre esta ha sido una forma inteligente de encontrarse con Dios. En procesión sí, pero solos Él y yo, a pesar de la gente. Y cuando ya era madrugada, en cortejo por las calles de Valladolid como Peregrinación de la Promesa, me costaba dejarle e irme a casa; me volvía y no perdía sus ojos, silueteado por la torre de La Antigua… en procesión sí, pero solos Él y yo. 

Y en el alma de la infancia, sueño y traigo cada año al presente, aquella procesión de Las Palmas, donde sitúo –querido vallisoletano– mi particular origen de la Semana Santa, de habitual mañana luminosa y alegre de sol. Veo los rostros de sonrisa, que ya en la tarde se tornaban disciplina y penitencia. Siempre con ojos vibrantes espero la llegada de aquella pequeña imagen que de adultos seguimos llamando la “Borriquilla”. Francisco de Cossío afirmaba que “aquella procesión de mi infancia, quizás en mi recuerdo, sea la procesión, más emocionante que yo haya visto en mi vida”. Un día dedicado a la recuperación de sensaciones diferentes, de un nervio frío y caprichoso que notaba en mi interior. Mi mirada lo contemplaba todo desde un balcón de la calle de la Platería: “la más hermosa y apacible vista que se pueda imaginar”. Quizás Pinheiro da Veiga, el viajero portugués que vino a la Corte de Felipe III en 1605, no tuvo tanta suerte como yo. Es imposible que un niño bien nacido de Valladolid pueda olvidarla, no sintiendo añoranza y muchos recuerdos en su memoria cuando pasa por delante el mencionado paso. Cada uno sabe desde dónde disfrutaba de esta procesión y quién le regalaba la palma. Después el balcón de la penitencial de la Cruz se ha convertido en un escenario de la palabra episcopal. Hace unos años, el arzobispo Delicado Baeza se dirigía a los pequeños, casi siempre en términos semejantes y muy simpáticos: “Queridos niños, ¿queréis a Jesús? Pues si queréis a Jesús, tenéis que ser buenos, rezar…”. Palabras idénticas porque idénticas eran las desobediencias hacia los padres. Aquella plática se convertía en un examen de conciencia primaveral de las conductas infantiles. 

Ese balcón abierto a la Platería era logia de las bendiciones ante una particular, castellana, recoleta y alargada plaza de San Pedro vallisoletana en forma de calle, allí donde los prelados de esta diócesis se dirigen a la ciudad y al orbe cada mediodía del Domingo de Ramos… “Gloria, alabanza y honor / gritad hosanna y haceos como los niños hebreos al paso del Redentor / gloria, alabanza y honor al que viene en el nombre del Señor”. Siempre la misma letra, desde la infancia, pero siempre distinta… “como Jerusalén con su traje festivo / vestida de palmeras, coronada de olivos / viene la Cristiandad, en son de romería / a inaugurar tu Pascua con himnos de alegría…”. Más antigua era una que le gustaba mucho más a mi padre, que había sido un niño de Gandásegui, aquella que escribieron y pusieron música Ángel Torrealba y Pedro Gobernado, canónigo y beneficiado respectivamente de la Catedral de Valladolid: “Gloria al Hijo de David, sol inmenso de bondad…”. Debería ser recuperada y no eliminada porque forma parte del patrimonio musical procesional de los vallisoletanos. Nosotros teníamos, desde el balcón, nuestra propia versión que nos ocupábamos de desgastar toda aquella mañana bajo la mirada sorprendida de la abuela, que era el guardián de las esencias de la Semana Santa de mi infancia y que me regaló mi primer hábito de la Vera Cruz. Solamente, puedo decirles hoy, que la mañana del Domingo de Ramos, me sigue produciendo la misma ilusión que la noche de los Reyes Magos… quizás es que sigo siendo el niño que a veces desobedece y no reza lo suficiente… Queridos niños, ¿queréis a Jesús? Y como “niños hebreos, llevando ramos de olivo, salieron al encuentro del Señor aclamando / Hosanna en el Cielo, Hosanna en el Cielo, Hosanna en el Cielo…” 

Días después, en el Triduo Santo, mis padres siempre me llevaban a la visita y la adoración del Santísimo Sacramento ante los Monumentos que se instalaban en cada iglesia y convento. Dicen que en la fe transmitida a los hijos, primero son los comportamientos y después las palabras y las preguntas. Tengo muy presente su devoción y recogimiento, el modo en que mi padre dirigía la oración adoradora… “¡Viva Jesús Sacramentado!, ¡Viva! ¡y de todos sea amado!”. Entonces no había tantas procesiones en la calle, aunque era tan prolongado el recorrido por los siete monumentos que casi siempre terminábamos unidos a los nazarenos con el Santísimo Cristo de la Agonía en la Catedral. Era y es el Jueves Santo de la presencia permanente de Dios. Los cofrades postrados en el frío y pétreo suelo, “aquí estamos Señor, para acompañarte tus nazarenos”. Camino de silencio, peregrinación entre soportales, andares pausados, manos entrelazadas sobre el pecho. Ya lo decía san Rafael Arnáiz: “mientras no busquemos a Dios en el silencio y en la oración, mientras no estemos quietos, no hallaremos paz, ni encontraremos a Dios”. 

 

* * * 

Nuestras procesiones tienen una dimensión universal, es decir católica. Existe un lugar donde se espera, con auténtica ilusión, la participación en las mismas. Ese es el Real Colegio de Ingleses. Diferentes rectores han consolidado las relaciones de las cofradías y han posibilitado una posición central de colaboración con la Semana Santa. Mucho hemos aprendido de la generosidad de Peter Dooling, Michael Kujacz o Paul Farrer con sus gestos de apertura de las puertas de su seminario. Indicaban ya los antiguos libros de costumbres que los colegiales se tenían que implicar en la celebración de las procesiones. La noche del Lunes Santo es el escenario de este encuentro. Se apagan las luces del templo del mejor barroco que se haya podido contemplar y solamente tintineantes se mantienen las de la Virgen Vulnerata dispuesta sobre unas andas propias. Una multitud creciente se congrega en el exterior mientras el “Cristo del Olvido o de la Buena Muerte” de Pedro de Ávila se acerca. Los colegiales ingleses, algunos de ellos con rostros sonrosados, contemplan incrédulos el espectáculo del catolicismo barroco español en el que se encuentran inmersos por vez primera y, además, como actores protagonistas y no de reparto. “Spain is different” incluso en la Iglesia, querido visitante. Resulta necesario un ensayo concienzudo para culminar con éxito esta participación: adquirir un estilo acompasado de caminar, lento y solemne, marcado por una coordenada especial que se ha convertido en una frase lapidaria para los que participamos de esta estrategia didáctica procesional para extranjeros: el famoso “left / right / izquierda / derecha / to heaven with her”, en un inglés, gramática y fonéticamente particular, que no tiene parangón en el orbe católico gracias al particular mayordomo del tiempo del padre Robert Persons, Ildefonso Sánchez. Las cornetas y tambores dan paso a las voces profundas de Alterum Cor, el coro de cámara que interpreta los versos de los Funerales de la Reina Mary del músico barroco inglés Henry Purcell. La Vulnerata no es una iconografía propia de las Dolorosas de Pasión pero la profundidad de su gesto roto, de su mirada alegre interrumpida por la historia de violencia y enfrentamiento entre cristianos, resultaba lo suficientemente conmovedora. Y como escribía aquel otro rector, esta vez español –Manuel de Calatayud– que consagró esta iglesia en octubre de 1679, cuesta cerrar las puertas del templo ante la mucha afluencia de los que quieren contemplar el rostro sereno, herido y dulce de la Virgen Vulnerata: “no acertaba a salir de aquel cielo la gente”. 

No piense mi amigo que este Valladolid resulta de multitudes siguiendo las procesiones sino más bien, para mi lamento, de numerosos pero especializados fieles que se congregan en el recorrido, en rincones donde se desarrollan las principales escenas de este drama sacro. Sin embargo, la entrada y salida de la Virgen de las Angustias rompe esta tónica, sobre todo en el atardecer de las nuevas luces de la primavera, del Martes Santo. La poetisa Araceli Simón describía esta obra de Juan de Juni como la de la “castellana sutil, curtida al viento / nacida entre los campos de Castilla, / que reza, se emociona y se arrodilla, / haciendo del haber un sentimiento”. Se escucha el golpe seco del llamador en el vacío del templo penitencial, para atraer la atención y concentración de los comisarios. Los espectadores y devotos ante la Virgen de las Angustias. Casi a la misma hora en la calle de la Amargura, el Santo Cristo con la cruz a cuestas sale de San Andrés. Tras encontrarse con las miradas, delante de la portada del Renacimiento, el último instante entre ambos es por la calle empedrada y central de la plaza. Siempre la marcha ha sido la misma, un comienzo musical repetitivo, clarines que anuncian a la multitud la presencia del condenado con su madre, para pasar después a esa plasmación dramáticamente festiva que tenemos en España del dolor. 

Tampoco pueden estar ajenos los fieles al paso de Nuestro Padre Jesús Nazareno por la calle de la Platería en su Vía Crucis procesional del Miércoles Santo. De alguna manera, es una continuación de esa procesión del Encuentro del día anterior. Poco importa que los Evangelios no narrasen la presencia de la madre camino del Calvario. La devoción popular, la piedad de las gentes, siempre han encontrado a María con su Hijo. Ella presurosa, firme en el exterior, derrumbada en su alma, será una vez más la Madre al final de la calle, al cobijo de su templo coronado por la Cruz victoriosa y defendida por el emperador Constantino. María, convertida en cirineo de la mirada, según plasmó en sus versos Gerardo Diego en 1931, en aquellos que se escuchan mientras el Nazareno de Valladolid se acerca al atrio de la Vera Cruz: “se ha abierto paso en las filas / una doliente Mujer / Tu madre te quiere ver / retratado en sus pupilas / Lento su mirar destilas / y le hablas y la consuelas / ¡Cómo se rasgan las telas / de ese doble corazón! / ¡Quién medirá la pasión de esas dos almas gemelas! / ¿Cuándo en el mundo se ha visto tal escena de agonía? / Cristo llora por María. / María llora por Cristo / ¿Y yo firme lo resisto? / ¿Mi alma ha de quedar ajena? / Nazareno, Nazarena, / dadme siquiera un poco / de esa doble pena loca, / que quiero penar mi pena”. Un Vía Crucis en medio de ese urbanismo semanasantero de Valladolid, conformado por calles inevitables, estrechas, convertidas en escenarios de teatro donde los actores de este drama sacro se van incorporando, con las aceras repletas, rezando hoy con el móvil en la mano para plasmar ese momento de intensa emoción en una fotografía; con la Virgen de Gregorio Fernández avanzando derrumbada, en hombros de sus comisarios, con ese Nazareno de Amor, arrodillado con el pie desnudo, intentando evitar la caída definitiva con el peso de la cruz mientras busca apoyar una mano por la que corren hilillos de sangre y sudor. Dulces ojos transparentes y llorosos, pueblo silencioso, rezando y con la mirada perdida y asombrada, como si se tratase de esas misiones populares en las que se llamaba a la conversión. Ni siquiera los niños sobre los hombros de sus padres se atreven a pedir explicaciones. Luego, todo será recordado… “Sálvame Virgen María / óyeme, te imploro con fe / mi corazón en ti confía / Virgen María, sálvame / Virgen María, sálvame / Sálvame…” 

El Cristo de las Mercedes ha salido tenebrosamente de la oscuridad del Atrio de Santiago, con marcha fúnebre y campana tocando a muerto desde la histórica torre de la parroquia del Santo Apóstol. Las puertas de la iglesia se han abierto y a lo lejos, entre los dorados del retablo, el Cristo pende de una cruz, balanceado por sus comisarios. Sus últimas palabras las lleva clavadas en sus labios, su barba mojada por el miedo de la tortura, los ojos agotados y entornados, la nariz afilada, oídos entre espinos, sus rodillas amoratadas, el cuerpo hercúleo destrozado, solo arropado por un paño de pureza convertido en sudario ante la muerte. Música, sones de trompeta mientras, en el Calvario barroco de la iglesia, se quedan solos, colgados en sus cruces Dimas y Gestas; sonidos estremecedores, sombras puntiagudas por las calles en medio de un Atrio de Santiago privado de la luz cotidiana. Y en la Catedral le esperarán las voces del coro para implorarle: “Santo Cristo de Las Mercedes, / venerado por todos tus fieles, / elevas al cielo tus ojos / y encomiendas tu espíritu a Dios / Santo Cristo de Las Mercedes / hoy portado a hombros por tus fieles, / por tus siervos, devotos y cofrades / que procesionan con tu paso en la ciudad” (Diego Gutiérrez). 

Semana Santa que no se puede convertir en el paño que, encerrado en un arca, se pretende vender; liturgia que debe ser comunicada, narrada y transmitida. Mi profesión de historiador me ha ayudado a tener una vivencia particular, desde la investigación, de esta celebración, en tantos tiempos solitarios de archivos; en la elaboración de muchas páginas con la única compañía de las marchas procesionales que sonaban mientras yo escribía. Como afirmaba Tomé Pinheiro da Veiga: “la historia cuando es más de persona conocida y tratada, tanto más aficiona y deleita”. ¡Cuánto he aprendido de todo ello! Siendo niño escuché en la radio los versos de María Teresa Yñigo de Toro, las crónicas de Félix Antonio González, los primeros programas de Pasión de Luis Jaramillo. En la COPE he tenido la oportunidad de portar mi Hachón, cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente hacía sonar las carracas de las ondas y congregaba al “equipo médico habitual”. Mi particular Semana Santa de los medios de comunicación, de la letra impresa, de El Norte de Castilla, Diario de Valladolid y El Día, de las tertulias reunidas en torno a tantas iniciativas para hacer más participativa nuestra vida procesional: son los nombres de “ValladolidCofrade” con Diego Mader y de “Paso a Paso” con Julián Díaz Bajo. Parecía que en esta ciudad no podía hablarse todo el año de Semana Santa y aquel grupo de cofrades tertulianos nos reuníamos, casi secretamente, en la antigua Corredera de San Pablo, creciendo en número los asistentes, así como el interés de las conversaciones y los debates. Puedo decir, con pleno convencimiento, que de allí salieron muchos proyectos después convertidos en realidad en distintas cofradías porque a la TertuliaCofrade asistían personas de diversas procedencias. Es la vivencia compartida en la amistad de la que hemos participado muchos de los que aquí estamos reunidos: cofrades de penitencia y de acera, aquellos que no olvidamos a lo largo de todo el año los días que faltan para el Domingo de Ramos; trabajo humilde y silencioso en cada sede de las hermandades, en cada uno de los meses, haciendo del año una Cuaresma sucesiva, en la que vivir –¡ojalá!– el encuentro y la fraternidad de saberse hermanos para, desde la unidad, que muchas veces olvidamos, hacer más grande –y sí que cabe hacerlo– nuestro modo de vivir la Semana Santa.  

Cofrades sacrificados que, en condiciones desfavorables de ensayo, con sus andas o con sus instrumentos musicales, convierten cada uno de sus pasos y partituras en sones procesionales indispensables. Es la Semana Santa inigualable en el goce estético, en la belleza y en el arte. Esa música que me recuerda a cortejo de soldados de “nariz sayón y escriba”, sayones que se abren paso en el caminar del condenado, trompetas que anuncian su presencia, redobles de dolor, voces que gritan desde la muchedumbre, gentío y amargura…, marcha de muerte y de lágrimas, repetitiva como los recuerdos, interpretación popular de la existencia dramática, sin que falte un toque de pasodoble incluso, de espectáculo trágico y expectación. Es la música de la soldadesca de la Semana Santa de las Españas… ¡¡¡Qué importa que haya sido compuesta en Valladolid, en Tierra de Campos o en Sevilla, la música –querido amigo– son recuerdos de impresiones e imágenes, más que de palabras!!! Te hago también eco de la importancia de la voz en procesiones como la del Santísimo Cristo de la Luz, obra magna del maestro Fernández. Allí serán las notas profundas del Coro Universitario las que increpen desde lo hondo, saludando en lengua latina su presencia tras haber cruzado los umbrales del Palacio de Santa Cruz. Voces fuertes que parecen brotar de las bocas de los sayones: “¿no decías que eras el Hijo de Dios? Pues bájate del suplicio y sálvate a ti mismo”. Ese Cristo de la Luz que conserva la bofetada amoratada en la mejilla, su párpado traspasado por una espina de la corona. Cuando llegan a la plaza de la Universidad ante la fachada barroca, los estudiantes ofrecen a la imagen un acto de homenaje. Luminosa mañana, con los colores negro y magenta de los hábitos universitarios, como humildes cardenales hijos de Mendoza, saliendo de su Colegio Mayor, con los sonidos de la dulzaina, el toque de la campana del Palacio, las fachadas primorosas del Renacimiento y del Barroco, abierta esta última a la antigua Plaza de Santa María. Y al final, las estaciones del Vía Crucis en la Catedral, donde todavía huele a óleo santo consagrado. 

Habrás podido tener en tus manos, estimado amigo, los instrumentos de la Semana Santa, aquellos que han acompañado los actos litúrgicos pero que también proporcionaban avisos. Avisos a través de carracas, mazos, matracas y tablillas, instrumentos que procedían de la vida conventual y mendicante. Y oigo las esquilas que continúan estremeciendo en torno al Varón de Dolores: “hagan bien para hacer bien…”. Voces de hermandad como las de los comisarios de San Diego para salir de manera pausada y dificultosa con sus tres pasos del convento de Santa Isabel, bajo la sombra herreriana y clásica del antiguo de San Agustín, en la gran manzana conventual donde nacieron cofradías. La voz en edicto convoca a los cofrades de las Angustias a su procesión de Regla: “según habemos de uso y costumbre, todos los cofrades de esta Santa cofradía el día de Viernes de la Cruz de cada un año, somos obligados a hacer una procesión solemne”. La Acera de San Francisco se ha poblado de cofrades de la Vera Cruz en la noche del Jueves de la Cena, recordando a los hermanos que en otro tiempo fueron. Es la misma hora del siglo XVII: “antes faltará la luz que cofrades a la Cruz” indicaba un lema antiguo que no debemos dejar de aplicar porque nuestros cofrades no son tan abundantes y es menester hacer llamada a la procesión, que ningún hábito se quede en casa, en armarios y baúles. Una tarde y una noche que se multiplica y ya nadie en Valladolid puede quedar ajeno a los quince cortejos que en pocas horas, y en un continuo devenir, recorren la ciudad. Dios continúa patente en los Monumentos de las iglesias y los alcaldes de las antiguas penitenciales han custodiado consigo sus llaves, llevándolas colgadas sobre su pecho.  

“El aire del Viernes Santo –escribe Francisco Javier Martin Abril– aire de seda morada / nos da, como siete rosas, / siete divinas palabras”. “Con voz augusta, con sacro acento –describía ese amanecer Narciso Alonso Cortés– / llevando el alma divino afán, / bajo la bóveda del firmamento / Siete Palabras resonarán”. Y como clarines suena: “¡oíd, oíd, oíd!, pueblos dormidos –de Félix Antonio–, / Siete Palabras presas en el viento, / siete corceles del dolor huidos. / Oíd la voz humana, casi aliento, / de los labios más altos, desprendidos / de tanta sed y de tanto rendimiento”. ¡Cuántas veces hemos escuchado estos versos, historia de las letras de nuestra Pasión!; versos nacidos de una experiencia que convierte en imagen y ritmo los latidos del corazón cofrade, anunciando la voz predicadora en el Gólgota de la Plaza Mayor, al mediodía del Viernes de la Cruz. Anuncian que año tras año tiene lugar un acto único en la Semana Santa española, que es igual a decir en la Semana Santa del mundo. “Siete Palabras ve a escuchar”, escribía Cossío, porque, querido vallisoletano, estamos dejando los cofrades un tanto desierta la culminación de nuestra celebración ¿Nos sobran acaso las Palabras? No demos razones a quienes nos tachan de “sacasantos”. Contemplemos ese bosque de cruces, pregonado por Gimeno, en una enlutada Acera de San Francisco… “y sus Siete Palabras escuchad –llamaba Ángel de Pablos– / suspensa el alma, inmóvil el momento, / en templo convertida la ciudad”. 

Y aprendí, como te decía, los pasos de esta Semana Santa viéndoles pasar por la calle de Cánovas del Castillo en la magnífica General de la Sagrada Pasión del Redentor, que es la procesión de la Ciudad, de sus veinte cofradías y de todos los ciudadanos que deseen participar de su grandiosidad. En aquellos años, desde los balcones de la casa que construyó el comerciante de calzado Manuel Calvo Rivas para su familia en el alborear del siglo XX. Entonces, cuando terminaba la procesión por una calle, regresaba por la otra de Regalado, y yo no me cansaba, saboreaba y aprendía de los comentarios de los que poblaban los balcones, aunque a veces me sentía como Jesús entre los doctores, preguntado por aquellos a quienes les llamaba la atención aquel niño, muy preocupado por las cosas de Gregorio Fernández. Siempre he gustado mucho de la procesión del Viernes Santo y debo confesarte que he sentido cada vez que he formado parte de ella no poder contemplar esa sucesión de episodios de la mejor escultura nacida de los maestros que poblaron estas tierras. Una reunión que nació en 1810 gracias al empeño del comisario de Policía José Timoteo de Monasterio, al que se le podría considerar la primera Junta de Semana Santa, en tiempo de invasión francesa. Se valió –como afirmaba un oficial de la antigua Cofradía de la Piedad– de su “poder, maña y sabiduría”. Después la procesión del Viernes Santo fue la columna vertebral de la restauración propiciada por el arzobispo Gandásegui, como te decía en un principio. Lo que fue un empeño de los ilustrados, no solo se ha convertido en un reclamo turístico. Nunca me escucharás decir, querido amigo, que esto se trata de un “museo en la calle”, porque en aquellas venerables instituciones se contempla con admiración las obras de arte. Sin embargo, lo que sucede en las procesiones de Valladolid y en esta del Viernes Santo, además de contemplar, es rezar con fervor. Proclamó mi buen amigo Godofredo Garabito: “Yo no sé en qué pinar habrás nacido / ni qué árbol te tuvo en su madera. / Yo sé que tu dolor en primavera / se torna en Redención de gozo herido”. 

Los pasos fueron realizados para ser alumbrados en la calle, pues es allí donde cobran sus gestos todo su sentido. Muchos ojos he visto humedecidos por las lágrimas, muchas manos santiguarse ante la sombra de Jesús sufriente, labios que musitan una oración. Eso no ocurre en un museo, pues en palabras de la madre Teresa de Jesús –y según ha resaltado tantas veces mi maestro Teófanes Egido– podemos pensar que “es muy buen amigo Cristo, porque le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos y es compañía” (Vida 22, 10-14). El arte procesional, querido amigo, ha sido realizado para impactar, para llegar como dardo amoroso al centro del alma. Y así lo seguimos sintiendo cuatrocientos años después de la realización de los pasos más importantes. ¿Reúnen ellos la esencia de la Semana Santa que te quiero transmitir? ¿Es lo que nos impacta a ti, buen paisano, o al visitante que viene de fuera a quien, aunque no lo percibe en su totalidad, todo le sorprende?  

Y así, como en el principio era la madera, JESÚS DE LA ESPERANZA esperaba a sus discípulos para entrar en el cenáculo de la SAGRADA CENA. Juan Guraya los contempló y en ellos plasmó muchas de las actitudes del hombre de todos los tiempos: la incredulidad, la traición, el asombro, el amor o la cobardía. Y con predilección siento ese diálogo de miradas de Cristo ante su ángel en la ORACIÓN DEL HUERTO. Pronto los discípulos desaparecieron y solo hubo sayones en ese PRENDIMIENTO EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS. Solo restaba Pedro, unas veces con la espada, otras en medio de sus LÁGRIMAS, cobarde y arrepentido, ante el CRISTO DE LA HUMILDAD, que se prepara para la primera estación de su suplicio, el AZOTAMIENTO DEL SEÑOR, escena antigua de teatro sacro que hace que nos preguntemos si existían esos bellacos que lo flagelan en el Valladolid de Gregorio Fernández. Nada podemos decir ante EL SEÑOR ATADO A LA COLUMNA, despojado de sus vestiduras pero cubierto de muchas miradas; ECCE HOMO, Jesús vulnerado incapaz de prender la mecha de la venganza. Jesús cautivo, presentado como señor de MEDINACELI. NUESTRO PADRE NAZARENO, perdido entre tanto insulto, inmenso entre tanto amor de sus fieles, CRISTO CAMINO DEL CALVARIO, donde aparece la Castilla de la mujer callada que enjuga el rostro, desde la fe profunda e inmensa como sus campos; del campesino y labriego que toma la cruz meditando todas estas escenas en su corazón. En la caída, la muchedumbre es ruidosa, agotadora, calurosa; y un soldado malicioso, ataviado con un extraño gorro, le aparta del abrazo de su madre, cuando Él, lloroso, estiraba la mano hacia ella. PREPARATIVOS PARA LA CRUCIFIXIÓN. Solamente tenía a su alrededor verdugos, CRISTO DESPOJADO de sus vestiduras, con tez de levante mediterráneo y salzillesco. La crueldad se ha convertido en dulzura, en la contemplación del rostro plagado de una cercana espiritualidad de amor… CRISTO DEL PERDÓN, perdón eterno, arrodillado en la roca fría del Calvario. Y tras la ELEVACIÓN DE LA CRUZ, entre sayones reventados por el peso de la tortura y del instrumento del martirio de este SANTÍSIMO CRISTO DE LA EXALTACIÓN, se musitan SIETE PALABRAS, desde el perdón del Padre porque no saben lo que hacen, hasta llegar a la cumbre con el Señor entre los ladrones en el MONTE CALVARIO. Cristo de la BUENA MUERTE y de las CINCO LLAGAS, de la AGONÍA y del CONSUELO, de los CARBONEROS y de la LUZ, de la PRECIOSÍSIMA SANGRE y del OLVIDO. Y san Juan, como DISCÍPULO AMADO, abre sus brazos para recoger su cuerpo en el DESCENDIMIENTO, mientras la madre permanece DOLOROSA DE LA VERA CRUZ: si su rostro no lo hicieron los ángeles, de manos de los hombres no cabía esperar ninguna cosa más. CRISTO DE LA CRUZ A MARÍA, conducido por los brazos de José de Arimatea y Nicodemo, QUINTA ANGUSTIA de sus dolores, madre apesadumbrada recogiendo el cuerpo muerto de su hijo en su regazo, devoción de devociones desde San Martín, en compañía de SAN JUAN y MARÍA MAGDALENA, dejando la SANTA CRUZ DESNUDA, con sudario pendiente, cuan cordón franciscano tres veces anudado. CRISTO YACENTE en su SANTO ENTIERRO, sin ni siquiera un pequeño hilo de vida, clavos de carne que arden por el roce de los clavos de hierro: “ya estás quieto, Señor –escribía Leopoldo Cortejoso– en riguroso sueño de eternidad…”; en el SANTO SEPULCRO, escoltado por cuatro durmientes soldados, ajenos al drama que custodiaban y mucho menos a la esperanza que estaba a punto de estallar para la vida eterna resucitada… VIRGEN DE LAS ANGUSTIAS, su mano abierta que sujeta el pecho para que este no reviente de dolor; NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES, rostro blanco y asombrado ante lo mucho contemplado; MARÍA SANTÍSIMA DE LA CARIDAD, VIRGEN DE LA AMARGURA, mirada iluminada por el brillo de tus lágrimas. Todo hasta el encuentro de JESÚS RESUCITADO con su madre, VIRGEN DE LA ALEGRÍA, el primer encuentro de la nueva vida, el secreto, el de la sonrisa contenida.  

Como ves, querido amigo, mis recuerdos son tan desordenados como emocionados, todos ellos nacidos del corazón como así te lo he querido transmitir. Semana Santa que es expresión del pueblo como ya indicaba Dámaso de Frías en el siglo XVI, “obras son todas, estas y otras muchas, nacidas y sustentadas de la verdadera christiandad y religión popular”. Es Evangelio en madera que guardamos custodiado a pesar de los avatares de la historia, con el lenguaje de un pueblo interpretado por nuestros escultores. Es la luna plena que ilumina la noche de nuestra tierra, de nuestras ciudades y pueblos, lugares de estos viejos reinos de Castilla y León, cuando despunta la primavera, mientras se anuncia la vida de la naturaleza y la luz del sol comienza a crecer: es entonces cuando el alma de esta tierra se abre para celebrar la Pascua en la Resurrección de Cristo. Tradiciones seculares en esta ribera de las espiritualidades y encuentros con lo más alto: la de bóvedas de piedras en deseos ardientes y soberbios por capturar lo profundo, en sinfonía de luz gótica; ciudades y clausuras monásticas; leyendas profundas y recreadas; ermitas construidas como sombríos alcázares del alma. “Tierra de libertad” sembrada por oraciones de alabanza de monjes. Valladolid en Castilla y León, reinos de cristianos viejos y conversos, trabajadores de reformas sencillas y rigurosas, mística de amor de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. España de ciudades nazarenas donde huele a incienso, espacio único de Pasión, entre desenclavos, papones, merlús, tararús y tapetanes… Así decía Francisco Pino que Castilla es un lugar privilegiado para hablar con Dios: “si hablar quieres con Dios, a este horizonte viajero acudirás”. Semana Santa de los pasos de Dios, de las huellas de sus pies, entre vides y trigales. Bendita tierra, hermano, amigo, donde hemos nacido. Regalo de la vida bajo la bóveda de un cielo azul e intenso. 

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POR ELLO, con licencia de su Eminencia el cardenal-arzobispo de Valladolid, don Ricardo Blázquez Pérez, con la venia del señor corregidor de esta Muy Noble, Leal, Heroica y Laureada ciudad de Valladolid para ocupar las calles con manifestaciones de religiosidad que el pueblo, fiel a sus tradiciones, tiene por bien hacer, HAGO SABER por comisionado del señor presidente de la Junta de Cofradías de Semana Santa de Valladolid, que, preparados los hermanos en sus almas, muy especialmente desde el tiempo santo de la Cuaresma que dio comienzo el pasado Miércoles de Ceniza, con los ayunos, abstinencias y oraciones acostumbradas, veneraciones, misas cuaresmales, pregones, ejercicios públicos y funciones, triduos, quinarios, septenarios y novenas, estas últimas dedicadas a Nuestra Madre, y demás cultos de las cofradías; que, llegados los días de la PASIÓN, los hermanos cofrades estarán dispuestos a la oración, la caridad y la penitencia que nunca debieron faltar, ataviados con sus túnicas, capas y capirotes; peinetas y mantillas; bien bruñidas las medallas que custodiarán devotamente sobre su pecho; pagada y dispuesta la cera para los altares, andas procesionales y hachones; ansí como las bellas flores nacidas de la tierra, amén de encargada la música a sus bandas de cornetas y tambores, así como a otras agrupaciones musicales que de este Valladolid y otras localidades tengan a bien venir a los cortejos penitenciales. CON TODO ELLO se alumbrará a sus sagrados titulares, para contribuir a la mayor gloria de Dios y edificación del pueblo. Con este fin, y de acuerdo a las plantas procesionales dictadas por los cabildos de gobierno, se celebrarán treinta y ocho procesiones que partirán de sus respectivas iglesias penitenciales, conventos, templos parroquiales y conventuales, siendo pronunciado el Sermón de las Siete Palabras en la Plaza Mayor por el señor arzobispo emérito de Zaragoza, convenientemente encargado según comisión y habitual costumbre. Hagan pública esta buena nueva que proclamo, guardándoles por ello Dios muchos años con santa y buena edificación de sus vidas. 

Y para que esto sea firme y estable, he proclamado esta carta con sello de cera colgado, en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana, en la mencionada Muy Noble, Leal, Heroica y Laureada Ciudad de Valladolid, ante las autoridades de la ciudad y la diócesis; alcaldes, presidentes y hermanos mayores; oficiales de los cabildos de gobierno; cofrades, ciudadanos y pueblo fiel; recién iniciado el noveno año del pontificado de nuestro Santo Padre Francisco, obispo de Roma; en el octavo año del reinado de nuestro muy noble y honrado, don Felipe Sexto el Rey; en el primer día del mes de abril, dos mil veintidós años. Dios les guarde y bendiga como así lo deseo. HE DICHO.