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Braulio Rodríguez Plaza

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Homilía

Semana Santa 2003

Sermón de las Siete Palabras

18 de abril de 2003


Publicado: BOA 2003, 154.


  • Introducción
  • 1. ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! (Lc 23,34)
  • 2. (Jesús contestó al buen ladrón): En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,43)
  • 3. (Dijo a la Madre): “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19,26-27)
  • 4. Eloí, Eloi, lamá Sabactaní —que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”— (Mc 15,14)
  • 5. Después de esto, sabiendo Jesús que ya se había cumplido todo, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed” (Jn 19,28)
  • 6. Después de haber gustado el vinagre, dijo Jesús: “Todo está consumado” (Jn 19,30)
  • 7. Jesús, dando una gran voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46)

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    Oración inicial

    Jesús, al principio tú estabas junto al Padre, dirigido a Él en el amor; ahora, en esta mañana de Viernes Santo, estás también con nosotros, misericordiosamente inclinado sobre nuestras heridas, que tu Cruz va a curar; has caminado con nosotros y se puede decir que nos llevas sobre tus sagrados hombros. No sólo nos indicas la senda de la vida, sino que tú mismo eres el camino hacia la casa del Padre.

    Aquí estamos nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI: muchos nos reconocemos católicos, sin acabar de serlo; y nos sentimos un poco perplejos por asistir a tu muerte, por escuchar unas palabras tuyas inquietantes y tremendamente atrayentes. Está viendo cómo, con excesiva frecuencia, nos sorprende el cansancio, nos aferra el miedo de salir de nosotros mismos; tú conoces bien nuestras secretas tentaciones, que nos invitan a detenernos, a cobardías manifiestas, a dirigir nuestra mirada hacia atrás.

    Y nosotros sentimos en este mediodía de tu muerte tu mirada misericordiosa, tu mirada de Cristo en la Cruz; por encima del humano sufrir, en la hora de la prueba sólo en ti ponemos nuestra confianza. Tu palabra, fiel, siempre nos sostiene. Nos disponemos a oír y a escuchar tus siete últimas palabras, porque sabemos que, como todas las tuyas, son bien interesantes porque dan vida.

    Aquí nos sentimos tu Pueblo. Concédenos, Señor, en este día el ánimo para volver a partir todos juntos; no permitas que nunca se quede alguien atrás, sentado sobre sus ruinas, con el corazón cargado de tristeza. Señor, ven en nuestra ayuda, para que, al escuchar tus palabras, deseemos llegar a contemplar sin velos tu rostro en el Reino de la luz.

    Prólogo

    Estás, Jesús, en la Cruz. ¿Qué has hecho para sufrir esta muerte? ¿Cómo entender esta turpissima mors tuya? Nunca lo lograremos si no atendemos a otras razones que las puramente empíricas, históricas o culturales. Dios ha creado por amor, es el amor el fin de lo creado. Dios en realidad no ha creado otra cosa que el amor mismo. Ha creado seres capaces de amor a todas las distancias posibles. Él mismo, en su amor al crearnos, se fue a la distancia máxima, a la distancia suprema: de Él mismo al ser humano.

    Esta distancia infinita entre Dios y Dios (entre el Padre y el Hijo hecho carne), desgarro supremo, dolor que no tiene par, milagro de amor, es la crucifixión, la Cruz. Pues nada puede estar más lejos de Dios que lo hecho maldición, como Cristo por nosotros. En este momento supremo de la vida de Jesús, resuena su palabra, habla el que es Palabra de Dios. En realidad, toda la creación no es más que su vibración.

    Hermanos, cuando venimos en Viernes Santo a la Plaza Mayor a escuchar el silencio, será esto lo que comprendamos con mayor distinción precisamente en medio del silencio: el amor de Dios que es vínculo que une a dos seres hasta el punto de hacerlos imposibles de distinguir, ya que realmente son uno solo. Por eso, este Cristo que expira en la Cruz y nos habla es nuestra esperanza, sin duda nuestra única esperanza.

    El amor irradia, es el origen primero y siempre nuevo de todo vivir. Por amor hemos nacido; por amor vivimos; ser amados es alegría de la vida; no serlo y no ser capaz de amar es infinita tristeza.

    ¿Quién hará a la mujer y al hombre capaces de amar? Nos volveremos capaces de amar cuando nos descubramos amados previamente, envueltos y conducidos, por la ternura del Amor, hacia el futuro. La escena de la vida de Cristo que hoy contemplaremos y sus palabras últimas antes de morir nos ayudan a descubrir ese amor.

    La fe viene a escrutar, en las profundidades del misterio de este relato de la Cruz de Cristo, el eterno manar del Amor en la figura de Dios Padre, principio sin principio, Gratuidad pura y absoluta, que da comienzo a todo en el amor y no se detiene ni siquiera ante el doloroso rechazo de la infidelidad y del pecado que lleva a Cristo a la Cruz. Ahí está también el Hijo, que nos hace capaces de pronunciar el “sí” de la fe, viendo lo que ha hecho por nosotros: darnos todo. Ahí está también el Espíritu Santo que nos libera para el amor, y para hacerlo siempre nuevo y radiante.

    1. ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen! (Lc 23,34)

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    Entremos ya en el drama de un Dios crucificado por el mundo. Cada una de las siete palabras descubre un aspecto de este misterio único, que supera cualquier otra palabra, y capaz a la vez de iluminar todas las agonías de los hombres y de los pueblos. Os pido entrar en este misterio con un poco de contemplación silenciosa para dar a nuestro propio espíritu la dimensión de la profundidad. Son estas palabras de Jesús palabras sustanciales, «palabras interiores», dirá san Juan de la Cruz: Son palabras dichas en el monte Calvario, dichas por tanto, para enseñar, aunque de modo distinto de como lo hizo Jesús en el monte de las Bienaventuranzas. Estas siete palabras son las etapas del acercamiento de Cristo a la muerte, y dan una voz al dolor final del Salvador.

    Jesús sabía lo que le iba a suceder. Sabe que entra en el mundo para morir en la Cruz. Por tres veces manifiesta que va a morir violentamente: lo dijo en Cesarea de Filipo (Mt 16,21), en Cafarnaún (Mt 17,22) y al acercarse a Jerusalén (Mt 20,18). «Sabéis que dentro de dos días es la Pascua, y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado» (Mt 26,2). Morirá violentamente, sin tiempo para ungir su cuerpo para la sepultura (Mt 26,10-12).

    ¿A qué se debe esta extraña preocupación de Jesús por anunciar su muerte? Quiere dejar muy claro que, si aparentemente es víctima de unos acontecimientos concretos, en realidad los domina y va hacia la muerte con soberana lucidez. Tembló, sí, ante la muerte, sudó sangre en el Huerto, no vivirá la muerte con la tranquilidad de un Séneca, pero va libremente a ella. Clavado en la Cruz, lleva en sí una grandeza de alma inalterable. Por eso su primera palabra no expresa su terrible dolor; lo que le preocupa es hacer bajar sobre la tierra el perdón de su Padre.

    Los días terribles son los del castigo. Pero si viene el perdón de Dios —y vendrá maravillosamente por Jesús— no será ante todo para impedir a la injusticia del mundo que se transforme en catástrofe, sino ante todo para salvar, dentro de esas mismas catástrofes ciegas, el destino supremo de los seres humanos. Jesús es clavado entre dos pecadores y dice: «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!» (Lc 23,32-34).

    «¡Padre, perdónalos!.». Jesús, no te absorbe tu dolor, sino nuestro pecado: primero la herida, la ofensa que se hace a Dios, luego la ruina que nos causa a nosotros. ¿Perdón? ¡Qué estupidez! ¿Para qué sirve el perdón? Despreciamos el perdón, nos parece absurdo y que no resuelve nada. ¿Por qué perdonar o ser perdonado? Precisamente porque el perdón es una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. ¿Qué consigue la ley del talión? ¿Qué consigue la guerra o atacar para que no me ataquen?

    Dichosa opción la de perdonar, que tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y cuyo modelo supremo es el perdón de Cristo, que invoca desde la Cruz injusta: «¡Padre, perdónalos!...».

    No hay paz sin justicia, pero no hay justicia sin perdón. Las familias, los grupos, los estados, la misma comunidad internacional, necesitan abrirse al perdón para remediar las relaciones interrumpidas. La capacidad de perdón es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria. «El Dios que nos redime mediante su entrada en la historia, y que mediante el drama del Viernes Santo prepara la victoria del día de la Pascua, es un Dios de misericordia y de perdón» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada mundial de la Paz 2002, 7).

    Todavía los cristianos hemos de aprender qué significa aquello de: «Misericordia quiero, no sacrificio. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9,13). ¿Cómo estamos de perdón los que nos llamamos cristianos? Aquí en la tierra, no hay ningún remedio mejor para un mal tan grande como es nuestro pecado que el perdón.

    Con un corazón de hombre pide Jesús que el Padre perdone. Pidamos lo mismo: es bueno. Contra el odio y el desencadenarse de los instintos de esta tierra, Cristo apela a la magnanimidad del cielo contra el odio, las locuras, los crímenes de la tierra, la guerra que nada soluciona y todo lo quebranta. Lo aceptemos o no, Jesús ha venido y ha traído algo nuevo bajo el sol: el reino del perdón, esto es, del Amor.

    ¿Querrá Dios perdonar la ofensa hecha a Dios mismo? ¿Querrá el Padre perdonar la ofensa hecha a su Hijo? ¿Por qué habría de hacerlo, si ha habido realmente ofensa? «¡Padre, perdónalos!, porque no saben lo que hacen». ¿Saben o no saben? Saben y no saben. Sabemos y no sabemos. ¡Qué curioso misterio! «Porque si hubieran conocido (los príncipes de este mundo) la gloria de Dios, no hubieran crucificado al Señor de la historia» (1Co 2,6-8). ¿No saben los principales de este mundo, los poderosos, los que rigen los destinos de los pueblos, la religión, la política, el pensamiento, los medios de comunicación social, lo que hacen? El mismo san Pablo confiesa: «También creí deber mío obrar enérgicamente contra el nombre de Jesús Nazareno; y lo hice, en efecto, en Jerusalén, y encarcelé a muchos de los santos» (Hch 26,9-11). Aquí se enlazan las ignorancias de hombre y mujeres y el perdón de Dios.

    Sabemos y no sabemos lo que hacemos cuando pecamos. Sabemos que hacemos mal, que despedazamos en nosotros una pureza, que traicionamos una fidelidad, una libertad, una grandeza. Pero ignoramos el fondo de este mal, lo irreparable que lleva consigo, y la pureza, libertad, pureza y grandeza que destruye en nosotros el pecado. Más tarde, ¡cuánto quisiéramos que todo esto no hubiera sucedido! «los elegidos —dice Pascal— ignorarán sus virtudes, y los réprobos ignorarán la gravedad de sus culpas: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, desnudo, etc?».

    «¡Padre, perdónalos!, porque no saben lo que hacen». No saben ni la ofensa que hacen a tu Amor, ni la profundidad de tu Amor. Ni siquiera saben el mal que se hacen a sí mismos, y que el rechazo del Amor, ya desde esta tierra, es el infierno que ellos inauguran libremente en sí mismos. No saben lo irreparable del pecado, la catástrofe del primer pecado mortal, la tremenda tristeza del segundo. Cierto, Señor Jesucristo, pero sí sabemos o intuimos la gravedad de nuestras malas acciones, porque quien peca una segunda vez, hace renacer a la pena a un alma muerta.

    Por eso tu perdón, Padre, repara lo irreparable. Pero lo haces de tal manera que lo que fue devastado por el pecado devastado queda. Ahora bien, haciendo florecer, en los corazones en donde el pecado ha devastado las rosas del primer amor, su pureza y su frescura; haciendo florecer las rosas de un segundo amor, a veces más bellas que las primeras, te muestra como verdadero Dios, que amas todo lo que has creado.

    2. (Jesús contestó al buen ladrón): En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23,43)

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    Externamente, la escena que contemplamos es atroz. Por lo que se puede ver, la crucifixión es un espectáculo espantoso. «Los primeros cristianos se horrorizaban al poner al Cristo en la Cruz, porque con sus propios ojos habían visto esos pobres cuerpos completamente desnudos, pegados a un palo tosco con una trasversal encima en forma de T, las manos clavadas en este patíbulo y también los pies, el cuerpo que se caía por su peso, la cabeza colgando, perros atraídos por el olor de la sangre que lamían los pies, buitres que volaban alrededor de la ejecución, y la víctima extenuada por las torturas, que ardía por la sed, que invocaba la muerte con gritos inarticulados. Era el suplicio de los esclavos y de los bandidos. Fue el que Jesús soportó» (M. J. Lagrange, L'Évangile de Jésus-Christ, París 1928, 565).

    Pero donde los ojos de la carne no ven sino una espantosa tragedia, los ojos de la fe contemplan un grandioso misterio. Este crucificado es el Hijo Unigénito de Dios: «En Cristo, Dios reconciliaba al mundo» (2Co 5,19), dice san Pablo. No es el dolor el que hace gritar a Jesús. Su primera palabra ha sido para perdonar. Veamos esta segunda.

    Si en la primera palabra Jesús viene como a cogernos por la solapa y a despertarnos, en la segunda cambia el protagonista. El protagonista tal vez no esté en esta plaza. Tal vez sea el que ha sufrido una crisis de fe, tras la fe de muchacho/a y de joven; y quiso quizá una fe más adulta, una fe pensada y no encontró estímulos o maestros y se alejó de la Iglesia.

    Pudiera ser igualmente el protagonista algún joven, chico o chica, que en la crisis cultural a la que la fe cristiana está sometida hoy, no ha logrado penetrar en su meollo más profundo y, ayudados por la frivolidad ambiental, piensa que no creyendo o no practicando se libera de viejos tabúes o reliquias ahora innecesarias. O aquellos que, de extracción católica, sólo ven, sin ayuda, el aspecto de antropología cultural que para él o ella tiene la fe. Es un postmoderno. O tal vez el protagonista sea ese joven o no tan joven escandalizado por lo que dice de la Iglesia una sociedad mediática interesada en que, ante los fallos objetivos de los hijos de la Iglesia, focaliza las cosas deformándolas o sacándolas de contexto. O un anciano abandonado del cariño de todos y desilusionado de todas las cosas. Pensamos en otros tantos posibles protagonistas.

    A todos habla Cristo hoy y les dice qué sencillo le resultó al buen ladrón, ese pobre hombre que había sido bueno, pero al que las circunstancias de la vida le habían alejado de la verdad: «bastó una sola palabra de amor para encontrarse con Cristo nuevamente». Dijo José Luis Martín Descalzo en esta misma plaza en otro Viernes Santo: «La Iglesia de hoy no puede contentarse con los buenos».

    Necesita la Iglesia comenzar de nuevo, volverse a los que quieran sentarse a la mesa del reino, que está puesta para todos. No sólo debemos tener la casa abierta, debemos ir a buscar comensales, pues caben muchísimos más, caben en realidad todos. El asunto en verdad es muy sencillo: Jesucristo abrió una vez los brazos en la Cruz y no ha vuelto a cerrarlos jamás.

    3. (Dijo a la Madre): “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre” (Jn 19,26-27)

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    Tampoco la tercera palabra de Jesús es para gritar su sufrimiento. No se refiere esta palabra a Él. Va dirigida a los que quiere salvar. Jesús quiere que su Madre implore por nosotros ese perdón que Él ha pedido por los hombres y mujeres. Quiere que su Madre implore ese perdón por nosotros porque nos ve despreocupados de pedirlo, nos ve sepultados en la frialdad de nuestro corazón.

    Pero aquí hay, hermanos, algo más. María en el Calvario recibe una nueva anunciación: el nacimiento del Hijo ahora en la Cruz fue anunciado por un ángel/enviado de Dios; ahora es su propio Hijo quien le hace una nueva anunciación. Se trata de otra maternidad: al confiar su Madre a san Juan, en él nos confía como hijos a todos nosotros, y Ella es así responsable ante Él de todos nosotros y ora e intercede por nosotros como por aquellos esposos de Caná de Galilea.

    Juan, pues, nos representa y lleva a la Madre de Jesús a su Casa, que es la Iglesia, para vivir esas relaciones filiales con Dios por mediación de María. Pero María es Madre y es mujer. En el drama de Jesús hay hombres y mujeres. Así debe ser. Junto a María está, al menos, su hermana, María de Cleofás y María Magdalena. Otros evangelistas citan también a María de Santiago y a Salomé. No debe maravillar la presencia de mujeres junto a la Cruz. El P. Lagrange, famoso escriturista, indica que «No había ley que impidiera a los familiares acercarse a los condenados; los soldados montaban guardia para impedir algún ataque o para evitar desórdenes; no alejaban ni a los curiosos, ni a los enemigos, ni a las personas amigas» (M. J. Lagrange, o. c., p. 567).

    Había hombres y mujeres junto a la Cruz: amigos y enemigos, familiares, sobre todo mujeres; pero también están cuatro soldados y curiosos. Siempre hay curiosos. Tal vez también en esta plaza. Pero Jesús sólo se dirige a su Madre, no a María Magdalena, ni al grupo de las “hijas de Jerusalén”. Jesús sólo ve a su Madre y al “discípulo que amaba”.

    Durante algún tiempo, Jesús había mantenido a su Madre alejada de las vicisitudes de su vida pública. Ahora no; ahora, cuando la muerte está cerca, cuando su Madre no puede hacer nada externamente por Él, Jesús no le prohíbe, le deja que esté presente. ¿Por qué? Porque ahora es la hora en que su Hijo está más que nunca en las cosas de su Padre.

    No podemos entender esta escena sólo en su realidad de dolor aterrador. No. Jesús sabe que su Madre entiende su sufrimiento redentor; se siente comprendido y sentido por su Madre más intensamente que por cualquier otra criatura. Ella ha amado y conoce las razones “ilógicas” de Dios Padre. Ella está traspasada por el dolor, pero está lista para llevar junto a Él el peso del sufrimiento: «Stabat Mater dolorosa / Juxta crucem lacrimosa / Dum pendebat Filium».

    Sólo Cristo es el Salvador, pues es el Mediador entre Dios y los hombres. Sólo Él se entregó en rescate por todos. Nadie sustituye a Cristo en su Iglesia: Él no tiene sucesor. Pero sólo María entendió y compadeció con su Hijo en este drama de manera nunca alcanzada por los demás seguidores de Jesús. Por eso es Madre. Por eso, la salvación de todos los que, en el transcurso de los tiempos, estarán unidos a Jesús en el amor, todos los que sean miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia, consistirá en elegir, cada uno en su estado y condición. Sufrir y morir con Cristo, por la misma causa.

    Cuando un miembro de Cristo rehuye este compadecer con Jesús, pueda ser que se emocione mucho en Semana Santa, pero falta algo, no solamente a ese miembro, sino también a la pasión redentora de Cristo, que pide prolongarse como compasión corredentora en todos los miembros de Cristo. Pero en la Iglesia, la Virgen por sí sola es la Iglesia más que todos los demás miembros.

    María es la Iglesia durante el tiempo de la presencia visible de Cristo, desde la Encarnación hasta Pentecostés. La Virgen es la Iglesia en el momento único en que la Iglesia, antes de dar a luz hijos de Dios por adopción, da a luz en Belén al Hijo de Dios por naturaleza. Ella comprende el mensaje del ángel, acepta libremente lo que Dios le propone, se entrega a esta sublime misión. En la pasión, san Juan nos muestra toda la oración corredentora de la nueva Iglesia en la oración corredentora de la Virgen, digna Madre de un Dios que va a morir para salvar al mundo: Ella comprende lo que está sucediendo, acepta lo que el Hijo acepta, cumple su parte en este drama único. ¿Quieres tú, que escuchas, aceptar y cumplir tu parte en este drama?

    La devoción a la Virgen no es una suerte de escrúpulo piadoso o de devoción superficial. Consiste en imitar a María en la fe y en la fidelidad a la voluntad de Dios, como Jesús lo hizo. Consiste también en un trato filial con Ella, rezando el Ave María, el Rosario o lo que tú desees. No actuemos como si estuviéramos huérfanos de Madre.

    Después de la tercera palabra de Jesús en la Cruz, me atrevo a decir: Santa María, Madre de mi Señor Jesucristo, que eres para mí, pobre pecador, una Madre, ¡mi Madre! No quiero olvidar aquí en esta palabra de tu Hijo lo que escribía Orígenes: «Nadie puede recibir el espíritu, si no se ha recostado en el pecho de Jesús, y si no ha recibido de Jesús a María como su propia Madre».

    Muchos cristianos tal vez nos creemos ya demasiado mayores para recibir ternuras de madre y hemos olvidado a María. Yo prefiero pedir: «Cuando tenga que partir, concédeme, oh Cristo, por tu Madre que es mía, llegar a la palma de la victoria».

    4. Eloí, Eloi, lamá Sabactaní —que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”— (Mc 15,14)

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    Ahora sí: las dos palabras de Jesús que siguen expresan la intensidad de su dolor, son gritos arrancados de la crueldad del suplicio, lamentaciones que suben al cielo: «Dios mío, Dios mío...», y más todavía. «Tengo sed». ¿Acaso es que Jesús regresa sobre sí mismo? ¿Es un replegarse sobre su propio sufrimiento? Tratemos de escrutar este misterio.

    Los encargados de la ejecución se burlan de Jesús: «¡Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Cristo, el Rey de Israel, ¡que baje ahora de la Cruz, para que veamos y creamos!» (Mc 15,31-32). En estos momentos de agonía de Jesús, Cristo no necesita burlas. Pero también cualquier compasión barata sería criminal. Tal vez preguntemos entonces: ¿No es evidente que muere como un maldito, como un abandonado de Dios? Es lógico que suba de la Cruz una lamentación de Jesús. ¿No es quizá ésta una confesión suprema de Cristo?

    Ha sido condenado por las autoridades religiosas judías del Sanedrín; muere como un blasfemo, pues se ha adentrado en el terreno del Altísimo; la muchedumbre grita, prácticamente todos le han abandonado. Ha alejado, pues, de sí la fidelidad suprema de Dios, y la de su madre y la de su discípulo predilecto, que trataban de rodearlo de afecto durante su agonía. Está “pobre de amigos” en este momento de total miseria, en el que se encuentra sin ningún apoyo.

    Entonces, como si la prueba fuera excesiva y con sus fuerzas de resistencia a punto de acabarse, las reúne y grita con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¡Palabra fatal! ¿Por qué la pronunció? ¿Por qué no la retuvo en su pecho? ¿No sabía que se servirían de ella contra Él? ¿No tienen así argumentos los que más tarde negarán su divinidad? Si es Dios, ¿cómo puede decir que su Dios le ha abandonado?

    ¡Qué poco sabemos de sentimientos y de asombros! Los niños no se sorprenden por los misterios del Cristianismo. Para ellos el universo está hecho de maravillas. Que Dios, para salvarnos, haya nacido en un pesebre, ¿qué tiene de raro? Cuando llegue el momento de hacerles sentir qué es un misterio, y que la Encarnación y el Nacimiento lo son, se les preguntará ante todo: ¿Dios es feliz? E inmediatamente después: ¿Jesús en la Cruz era Dios? ¿Entonces era feliz? En ese momento ellos sentirán, a su modo, el choque saludable y decisivo del misterio. Y se les podrá decir que el misterio no se disipa jamás ni siquiera para los mayores.

    Jesús es feliz y sufre atrozmente. Es Dios y su Dios le ha abandonado. Entremos un momento en el corazón de este misterio. Jesús no temió por la salvación de su alma, no creyó que Dios lo castigara, no probó los tormentos de los condenados. Sufrió moral y físicamente más de lo que podamos imaginarnos. Vio cada uno de mis pecados, cada una de mis traiciones, cada uno de mis rechazos de la verdad. Su sufrimiento es tremendo, pues vio esos desprecios con los cuales hombres y mujeres se separan tal vez definitivamente de su Amor.

    Pero su sufrimiento es el del Salvador del mundo, no el de un condenado; es reparación, no castigo. Es luminoso, no desesperado. Pero el sufrimiento luminoso de un Dios que muere por nosotros es más desgarrador que el sufrimiento de la desesperación. Este sufrimiento es el único que puede medir plenamente el abismo que separa al bien del mal, al cielo del infierno, al amor del odio, al sí que se da a Dios del que no se da a Dios. Este sufrimiento es el único que puede conocer hasta el fondo, que puede asumirlo todo, que puede ofrecer a Dios el precio exigido por la redención del mal y por la reparación del universo.

    Jesús no es un maldito, es el Hijo predilecto en el que Dios se ha complacido (Mc 9,7); pero por nosotros “se ha hecho maldición”. No es pecador, es santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores, elevado más alto que los cielos; pero por nosotros Dios Padre lo “hizo pecado”. ¿Qué es esto? ¿Qué encierran estas terribles palabras?

    Parece que Jesús queda identificado con la maldición y el pecado. Sí, Jesús bajó a la profundidad de este drama, de esta tragedia que es el pecado. La tomó sobre sí, cargó sobre sí las amarguras «hasta la muerte en Cruz» (Flp 2,8). Se identificó así, Él que no tenía pecado (Hb 4,15), con nuestra condición de maldición y de pecado. Cristo se convirtió en pecado por nosotros; es decir, Cristo, sin pecado, se identificó con la condición trágica que nos causó el pecado.

    ¿Pecado? ¿Existe? ¿No es pura invención para tenernos en vilo? ¿Qué concepto atrasadísimo de pecado tenemos, del que lógicamente no nos arrepentimos ni lo confesamos, pues nos parece una estupidez para estos tiempos? Pero pecado es la guerra —¿y no hemos visto su grosor estos días?—; pecado es la violencia, el terrorismo, las injusticias de los poderosos sobre los inocentes, el hambre de los países empobrecidos, la emigración de los hombres y mujeres buscando situaciones humanas, el mal reparto de los bienes de la humanidad, que no tiene en cuenta la dignidad de cada persona. ¿Os parecen tonterías esos pecados? ¿Son tonterías el aborto, la eutanasia, la destrucción de la familia, el desamor de los hogares, la pornografía como negocio? ¿No somos todos responsables de ellos? ¿Y qué decir del desprecio de un Dios que no se queja, del desprecio de su plan de salvación? Los pecados son todo menos músicas celestiales o creaciones de espíritus apocados.

    Cristo carga con el peso de la salvación de un ser humano que peca, que pecamos. Todo el peso de la corredención del mundo descansa, en última estancia, en Cristo Jesús. Ese dolor de Cristo está detrás de sus palabras: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

    Pero esta cuarta palabra es sorprendente. Y tiene dos caras. Es un grito espontáneo e inesperado de Jesús, y es también el comienzo de un Salmo que describía proféticamente las pruebas del Justo. Por un lado, es una especie de pregunta que el Justo hace al cielo. Y por otro, es una respuesta que el Justo da a los que en su pueblo le persiguen. Por una parte, pues, es una lamentación desgarradora que sube a Dios; por otra, es una terrible acusación que pesa sobre la justicia y sobre los tribunales de los hombres, de todos los hombres.

    El Salmo 21 es además un canto de esperanza. La exclamación inicial, que Jesús hace suya («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») es un grito de dolor, no un grito de desesperación. Como los violentos sollozos de Job y de Jeremías, dice el desconsuelo del alma que siente que ha llegado a los límites extremos de la propia resistencia, y que reúne sus fuerzas, para gritar a su Dios que, ahora, la medida está repleta.

    En el corazón del salmista es un grito de angustia, no de rebelión, y el comienzo de un canto de esperanza mesiánica. En el corazón del Mesías, cuando Él dice intencionalmente estas mismas palabras del Salmo, dándoles por primera vez su inimaginable profundidad, ¿cómo podrían ser un grito de desesperación? Son una súplica desgarradora que sube hacia el cielo. Son también, como decíamos anteriormente, una solemne advertencia para sus adversarios. ¿Lo serán también para nosotros?

    Al afrontar esta cuarta palabra, nos preguntábamos si no expresaban un retorno de Jesús sobre sí mismo, un replegarse sobre su propio sufrimiento. Ahora podemos contestar. El deseo vehemente de salvar a los seres humanos tampoco deja un instante de devorar el corazón de Jesús, y lo lleva a cargar sobre sí, también en esta cuarta palabra, todo el peso del sufrimiento mesiánico. Sin embargo, lo que ante todo nos revela la cuarta palabra es una indecible agonía del Salvador, en el momento en que, sacando de sí todo tipo de consuelo, el Padre deja caer sobre la sensibilidad de Jesús y sobre las regiones inferiores de su alma la noche de una desolación infinita.

    Te propongo, a ti que me escuchas, que por breves instantes mires a este Cristo. ¿Querrás quedarte indiferente, como si asistieras a un espectáculo de feria? Jesús se dirige al Padre y acepta su sufrimiento como Mesías. Aquellos que lo condenaron no lo iban a buscar sobre una Cruz. ¿Dónde le buscamos tú y yo?

    5. Después de esto, sabiendo Jesús que ya se había cumplido todo, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed” (Jn 19,28)

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    La cuarta palabra es el grito del desconsuelo interior. La quinta, más humilde y compasiva, es el grito del desconsuelo físico. Las cuatro palabras anteriores suponían presencias. Hasta la cuarta, hay diálogo entre Jesús y su Padre. Aquí, se han retirado las presencias, el desierto no tiene límites, no se oye sino el grito del tormento de la sed. Pero el que dice: «¡Tengo sed!» es el Verbo divino, y de nuevo se nos abre el misterio de la Encarnación.

    Sólo san Juan nos presenta la quinta palabra. Como la anterior, tiene también dos caras. Es el lamento extremo que el dolor físico le hace pronunciar espontáneamente a Jesús. Y es la continuación voluntaria de parte suya de una palabra de un Salmo mesiánico. Por una parte, se diría que ya no hay otra conciencia en Jesús sino la de la sed que lo quema interiormente. Por otra, sigue atento, en espíritu, el camino que el Padre le había señalado anteriormente, y sigue ofreciéndose a cada uno de los episodios sucesivos de la pasión redentora.

    He aquí, pues, en Jesús, una vez más, las desgarradoras paradojas de la Encarnación: junto al anuncio de su sensibilidad torturada, que lo hace implorar la liberación de su sed, está la santa decisión de su voluntad, que lo obligará a agotar el cáliz de los sufrimientos previstos. San Juan subraya esta clara voluntad de Jesús: «Sabiendo que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura dijo: “¡Tengo sed!”». Hay que creer en un Jesús agobiado por el dolor, y al mismo tiempo dominador de ese dolor; que nos conmueve a compasión, y a la vez nos perturba por la implacable lucidez de su espíritu. ¿Cuál es el sentimiento que penetra en los que nos encontramos hoy en esta plaza Mayor?

    ¿Qué Escritura se cumple en esta sed de Cristo? El evangelista que nos narra esta quinta palabra está pensando en el Salmo 69, donde se lee: «Me dieron a comer veneno, y en mi sed me dieron a beber vinagre». Este Salmo da desahogo a las lamentaciones de un servidor de Dios perseguido. Es un siervo de Dios en las sombras de la Ley mosaica, pero algunas tribulaciones de este siervo de Dios hacen presentir la pasión del Mesías. Por ello lo cita el evangelista. Más adelante, en el mismo Salmo 69, el siervo exclama: «Esperé que alguien se compadeciese, / y no hubo nadie; / alguien que me consolase, y no lo hallé. / Me dieron a comer veneno, y en mi sed / me dieron a beber vinagre» (Sal 69,21-22).

    Estas palabras detendrán el pensamiento de los evangelistas. A veces se preparaba para los condenados una bebida embriagante con el fin de atenuar sus terribles dolores y la angustia de la asfixia. Según el Talmud, en Jerusalén algunas mujeres se dedicaban a este oficio de caridad (M. J. Lagrange, Évangile selon saint Luc, París, 1921, 585). También a Jesús, antes de la crucifixión, le habían ofrecido esa bebida, pero rechazó la bebida que anestesiaba. Ahora está en la Cruz, y pierde sangre gota a gota desde hace tres horas. Todos los ardores de sus miembros le hacen suplicar y decir: «¡Tengo sed!». Con una esponja empapada en vinagre le llegan a Jesús unas gotas a su boca.

    Estamos ante este Jesús, nuestro Mesías y Salvador. La pobre misericordia que se le ha hecho con esas gotas de vinagre, ¿bastará para aliviar a Cristo? En el Evangelio está claro que en muchas ocasiones pide Jesús que esa compasión y misericordia que se quiere hacer con Él, se haga a sus miembros. Lo tremendo es que la indigencia física que Jesús sigue sufriendo hasta el fin de los tiempos en los seres que son suyos —«los pequeños», los llama en ocasiones Él—, porque por ellos dio el precio de su sangre, varias veces está descrita en el Evangelio con la imagen de la sed: «El que diere de beber a uno de estos pequeñuelos tan solo un vaso de agua fresca, porque es mi discípulo, os digo en verdad que no perderá su recompensa» (Mt 10,42). «En verdad os digo: todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40).

    No tenemos, pues, escapatoria: socorrer la indigencia del mundo, curar las llagas de Jesús en los más irreconocibles y desfigurados de sus miembros, es condición indispensable de los que nos llamamos cristianos. Y estas llagas son hoy espantosas. También entre nosotros. No digamos en el escenario de las guerras. Cristo sigue en agonía hasta el fin del mundo.

    A la sed física que atormentaba a Jesús, se añade la sed, más terrible aún, de su deseo de salvar al mundo y llevar la felicidad a los hombres y mujeres. «¿En realidad quería Cristo beber cuando le pidió a la Samaritana: “Dame de beber”? Y cuando dice sobre la Cruz: “¡Tengo sed!”, ¿de qué tenía hambre Cristo? ¿De qué tenía sed sino de nuestras buenas obras? (...). Sobre la Cruz dijo: “¡Tengo sed!” Pero no le dieron aquello de lo que Él tenía sed. Él tenía sed de ellos, y le dieron vinagre» (san Agustín, Enarr. In Ps. 34, Sermo 2, n. 4; 61, n. 9).

    «Yo pensaba en ti en mi agonía, derramé esas gotas de sangre por ti» (B. Pascal, Pensamientos, 553). Contemplamos en estos momentos las palabras que Pascal ha puesto en labios de Jesús. Él divisaba con una sola mirada todo el desarrollo concreto de la historia del mundo. ¡Qué bien lo muestran estas bellísimas imágenes de los Cristos que talló Gregorio Fernández para nuestra Semana Santa! Conocía bien Jesús todo pecado, toda ofensa infinita al Amor. Nuestras infidelidades de hoy y de mañana lo torturaron. Desolaron su agonía. Por ellos, conscientemente, murió. Pero la agonía de Jesús se extiende a toda la tragedia humana. Él «estará en agonía hasta el fin del mundo: no hay que dormir durante ese tiempo».

    6. Después de haber gustado el vinagre, dijo Jesús: “Todo está consumado” (Jn 19,30)

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    Hace apenas tres años sacudió al mundo una noticia. Un instituto de investigaciones privado completó el mapa del genoma humano. Individualizó todos los fragmentos del ADN que forman el bagaje genético de una persona, esos miles de millones de letras, llamadas genes, que componen el alfabeto químico con que está escrita la historia de todo ser que viene a este mundo.

    La noticia cayó sobre una tierra impregnada ya de espera y de excitación, debida a las continuas novedades en el campo de la bioética, y aumentó la sensación de encontrarnos en una verdadera encrucijada de la evolución humana: «Por fin podremos saber qué quiere decir ser hombre», exclamó Sharon Begley en Newsweek, el 10-4-2000. Era la línea de llegada esperada hacia metas nuevas e inimaginables.

    Yo os digo que otro “mapa” completó Cristo al exclamar antes de morir: «Todo se ha cumplido»: el del destino humano. Pilatos enunció, sin saberlo, esa gran novedad, cuando señalando a Jesús dijo: «Ecce homo», «¡Aquí tenéis al hombre!».

    Jesús no ha explorado únicamente esos dos abismos del destino humano que son el pecado y la muerte, sino también el abismo de la derrota, del fracaso, de la frustración. Aquel Viernes de Parasceve, el Calvario se parecía a un escenario en el que hay que bajar a toda prisa el telón tras el estrepitoso fracaso de Jesús. El sonido del Shofar está a punto de anunciar el comienzo del descanso festivo de la Pascua. Apresuradamente, y ante los ojos de la Madre, José de Arimatea y sus hombres desclavan del madero a Jesús, ungen su cuerpo, lo envuelven en una sábana, y llevándolo en unas parihuelas, desaparecen en la oscuridad de la tumba, mientras las mujeres lo siguen llorando.

    Parece que estamos en el mayor fracaso de la historia, pero el “mapa” del destino humano no está completo. La resurrección ha convertido el fracaso en la victoria más bella, más pura, más recordada entre los hombres. Desde entonces, puede ser el lugar privilegiado donde descubrir el verdadero sentido de la vida, la verdadera grandeza de la persona humana y, sobre todo, el amor de Dios Padre a los pequeños y a los pobres. El Santo Padre, hablando a los jóvenes al pie del monte de las Bienaventuranzas en su viaje a Tierra Santa, les decía: «Jesús exalta a los que el mundo suele considerar débiles. Y les dice: “Dichosos vosotros, los que parecéis perdedores, porque sois los verdaderos vencedores”».

    Si no hubiera tenido lugar la resurrección, ¿sería Jesús un muerto más, que no significaría nada especial entre el número de muertos de la historia universal? Si no existiera la resurrección, la historia de Jesús terminaría con el Viernes Santo. Jesús se habría corrompido, sería alguien que fue alguna vez. Eso significaría que Dios no interviene en la historia, en nuestra vida y en nuestra muerte. Significaría que el amor es inútil y vano, que no hay tribunal alguno y que no existe la justicia; que sólo cuenta el momento; que tienen razón los pícaros, los astutos, los que no tienen conciencia.

    ¡Qué mensaje de redención el de Jesús para la inmensa hilera de los pecadores, de los postergados, de los pobres, de los arrollados por la vida o por los acontecimientos, de aquellos a los que no les ha llegado la menor noticia sobre el genoma humano, o, si les ha llegado, los ha encontrado atrapados por otros problemas más serios como para ocuparse de ella! ¡Qué esperanza para todos nosotros, dado que, antes o después, todos perteneceremos a la categoría de los perdedores!

    No existe, sin embargo, contradicción entre los dos mapas, el de los científicos y el de Cristo. Se refieren a planos distintos del mismo edificio. Ninguno de los dos invalida al otro. Los creyentes no pueden por menos de alegrarse con todos los hombres por cada descubrimiento que prometa mejorar las condiciones de vida en la tierra.

    Pero no podemos entregarnos a la euforia del momento. Los recientes descubrimientos en el campo de la vida humana se muestran ambiguos y abiertos a desarrollos contradictorios. Abren nuevas posibilidades para conocer la causa de muchas enfermedades y prevenirlas; pero plantean también inquietantes interrogantes morales que ni siquiera los más ardientes partidarios de la ciencia experimental se atreven a ocultar. Además, el ser humano no renunciará fácilmente a jugar a ser Dios y a decidir él mismo sobre quién debe nacer y quién no. Ya existen casos de personas a las que se despide del trabajo, o no se les renueva el seguro de vida, porque se ha descubierto que entre sus genes hay uno que podría dar origen a una grave enfermedad. Y esto es un anticipo de lo que podría suceder.

    El hombre conoce las causas de sus enfermedades y puede prevenirlas, conoce las leyes biológicas y las explota en su provecho... ¿Y después? ¿Bastará todo eso para ser felices, para ser queridos? Entonces, ¿por qué tantos suicidios entre la gente que ya tiene todo eso, que está sana, que es guapa y con una posición? ¿De qué le sirve a uno vivir bien si no puede vivir para siempre?

    Nada de esto pasa con Cristo: no está lejos de nosotros el que muere en la Cruz cumpliéndolo todo. Él invoca al Padre desde todos los confines de la tierra con el corazón abatido. Desde su entrega Él no es uno solo: es Él y nosotros, miembros de su cuerpo. Por eso clama desde los confines de la tierra, porque Cabeza y cuerpo claman desde todos los confines de esta tierra. Esta unidad que formamos todos nosotros con Él ha invocado así porque tenía el corazón abatido. Y comenta san Agustín: «con ello da a entender que el Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres y mujeres del orbe entero, no con gran gloria, sino con graves tentaciones...» (san Agustín, Comentario sobre el Salmo 60, 2-3: CCL 39, 766).

    Cristo, con su vida, muerte y resurrección, nos ha revelado, de este modo, el sentido último de la vida humana. Y, al acabar su vida cumpliéndose todo, nos lo ha revelado. Y el sentido es éste: acoger en la propia persona el amor del Padre, como lo acogió Jesús, y hacer circular ese amor por el mundo, brindándolo a los hermanos.

    ¿Qué habéis venido a ver este mediodía del Viernes Santo a la Plaza Mayor? Este morir de Jesús en la Cruz representa una consumación, es decir, una consagración, que cae dentro del ámbito cultual. Este que muere aquí es el Cordero inmolado y sacrificado, el Cordero que “lleva el pecado del mundo” (Jn 1,29), que quita este pecado. Pero eso significa que no estamos en esta Plaza para asistir cansinamente a un acto que cumple la tradición de un sermón famoso. Aquí sucede algo único, que cumple la esperanza de Israel y la nuestra.

    La serenidad soberana de la mirada de Jesús abraza toda la sucesión de los siglos. Nuestra vida con todos sus avatares tiene que ver con esta muerte, con esta consumación. Yo estoy remitido a Cristo. Él no es uno más: «Mi Padre me confió todas las cosas, y nadie conoce perfectamente al Hijo, sino el Padre; y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11,27).

    Mi felicidad o desventura, mi futuro, dependen de Jesucristo. Él no es uno más que muere, de tantos como han muerto y morirán injustamente. Él es el Señor. Él ha dicho al Padre, al entrar en este mundo: «No has querido ni sacrificio ni holocausto ni oblación; en cambio me has formado un cuerpo. No te has complacido ni en los holocaustos, ni en los sacrificios por el pecado; entonces dije: Heme aquí; vengo, como está escrito en el volumen del Libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10,4-7).

    Cristo es referencia para la vida y la muerte. Es el centro orientador; su vida entregada hasta morir da sentido a la existencia. Todo cobra sentido, eso que tanto falta en la vida de hombres y mujeres de nuestro mundo, porque hemos cortado toda referencia a la trascendencia, en vidas sin horizonte, pegadas a este mundo y sus goces que ni llenan ni satisfacen del todo.

    Desde ahora, «todo está consumado» con el drama de la Cruz, cuya virtud puede pacificar todas las cosas en la tierra y en los cielos. Pero, al final, todo quedará sometido, porque todo lo que la sangre redentora ha tocado quedará transformado en la vida que surge de la Cruz. Por ello mil veces feliz el cristiano que, a la hora de la muerte, pueda sin temeridad repetir suavemente en su corazón las palabras de Jesús al Padre: «En cuanto a mí, yo te he glorificado sobre la tierra, habiendo cumplido la obra que me encomendaste» (Jn 17,4).

    «Adoramos, Señor, tu Cruz; cantamos y alabamos tu santa resurrección: pues por el madero vino la alegría al mundo entero».

    7. Jesús, dando una gran voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46)

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    Los evangelistas Mateo y Marcos describen así la muerte de Jesús: «Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró» (Mt 27,50; Mc 15,37). San Lucas es quien nos conserva en este momento supremo la séptima palabra de Jesús: «Dando una gran voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”».

    En todas las versiones aparece un grito o una gran voz de Jesús. En este grito de un Jesús moribundo hay un gran misterio que no podemos dejar caer en el vacío. Si Jesús dio ese fuerte grito, fue para que se escuchara; si está escrito en el Evangelio, es también él evangelio. En ese grito se encierra todo lo que quedó sin decirse o no pudo expresarse con palabras en la vida de Jesús. Con él Cristo vació su corazón de todo lo que lo había llenado durante su vida.

    Es un grito que atraviesa los siglos con mucha más fuerza que todos los gritos de los hombres: de guerra, de dolor, de alegría, de desesperación. Entremos en el misterio de ese grito y descubramos su contenido. No es arrogancia. Dios habló para que se le entienda. Y el Espíritu Santo es quien conoce los secretos de ese grito de Jesús. Él “inspiró” las Escrituras, y explica con palabras inteligibles lo que otras veces dice con gemidos inefables. El Espíritu conoce el espíritu del hombre, que está dentro de él, y conoce lo íntimo de Cristo mejor que nadie, porque el Espíritu es «su compañero inseparable para todo: Jesús lo hizo todo en el Espíritu Santo». También este grito en la Cruz fue un grito “en el Espíritu Santo”, no es el simple grito de un moribundo.

    Escuchemos lo que nos dice el Espíritu Santo por boca de san Pablo, porque en estas palabras nos estamos asomando al abismo del que surgió aquel grito de Jesús moribundo: «Cuando nosotros éramos todavía pecadores, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos. En verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería alguno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros... Cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5,6-10).

    El grito de Jesús en la cruz es un grito de parto. Sí, hermanos, en aquel momento nacía un mundo nuevo. Caía el “diafragma” del pecado y se producía la reconciliación. Fue, pues, un grito de sufrimiento y a la vez de amor. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Nos amó hasta el último suspiro. Podemos comprender hasta qué punto estaba ese grito grávido de la fuerza divina por el efecto inmediato que se produjo: «Realmente —dijo el centurión que estaba junto a Jesús— este hombre era Hijo de Dios» (Mc 13,39). Se hizo creyente.

    Abramos simplemente a este grito de amor, dejemos que nos conmueva hasta las entrañas, que nos cambie a nosotros también. De lo contrario, este Viernes Santo no nos servirá de nada. Si cuando Jesús dio aquel fuerte grito «el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron» (Mt 27,51), esto es lo que debería ocurrir en nuestros corazones. Dios no tiene nada contra las rocas. Son otras las “rocas” que deben rajarse: son “nuestros corazones de piedra”, que nunca jamás se han conmovido, que nunca han llorado, que nunca han querido reflexionar.

    Jesús sabía muy bien que no hay más que una llave que abra los corazones cerrados, y esa llave no es el reproche, no es el juicio, no son las amenazas, no es el miedo, no es la vergüenza, no es nada. Es únicamente el amor, ese amor que «es más fuerte que la muerte; es centella de fuego, llamarada divina» (Ct 8,6).

    ¿Cómo es ese amor del Redentor?

    1º) Es amor a los enemigos. Dios no odia a nadie, no considera a nadie como enemigo suyo. Buenos o malos, todos somos hijos suyos por igual. Este amor de Jesús es un amor del que no es posible imaginar que exista en el mundo otro mayor. Y esos enemigos éramos nosotros. Nosotros pecadores, nosotros “impíos”, nosotros que aprendimos de Adán esa forma terrible de amor que se llama egoísmo, amor propio.

    ¡Cómo nos amaste, Redentor nuestro, cómo nos amaste! No permitas que volvamos a casa por enésima vez sin haber comprendido el misterio de este día. ¡Ojalá que el grito de Cristo moribundo rasgue nuestra sordera!

    2º) Es amor actual. No es un fuego apagado, no es algo del pasado, de hace dos mil años, del que sólo queda el rescoldo o el recuerdo. Sigue actuando, está vivo. Si fuese necesario, volvería a morir por nosotros, pues el amor que le llevó a la muerte permanece inmutable. Jesús ha ido hasta el fondo en sus muestras de amor. Ya no puede hacer más para demostrar su amor, pues no existe mayor prueba de amor que dar la vida. Él, ciertamente, ha agotado las muestras de amor, no el amor. Ahora su amor está en manos de otra señal especial, distinta, de una señal que es una realidad, más aún, una persona: el Espíritu Santo, pues «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado».

    Donde los demás evangelistas habían dicho que Jesús, «dando un fuerte grito, expiró», san Juan dice que, «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30). Es decir, no sólo expiró, sino que entregó el Espíritu, el Espíritu Santo, su Espíritu. Ese es el misterio desvelado: su amor continúa en la Iglesia a través del Espíritu.

    3º) El amor de Cristo Redentor es amor personal. Cristo murió “por nosotros”. Pero este “murió por nosotros” significa murió “por cada uno de nosotros”. «Me amó y se entregó por mí», dice san Pablo en Gál 2,20. Jesús no amó a la masa, sino a individuos, a personas. Murió también por mí, y debo llegar a la conclusión de que habría muerto lo mismo aunque no hubiese habido que salvar a nadie más que a mí.

    «No temas —dice Isaías—, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío... Porque te aprecio y eres valioso y yo te quiero» (Is 43,1.4). Es lo que dice hoy muriendo. «¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción?, ¿la angustia?, ¿la vida?, ¿la muerte? ¡No! Nada podrá separarnos» (Rm 8,35-38). Este es un descubrimiento que puede cambiar la vida de un hombre o una mujer, es la buena noticia que nunca debemos cansarnos de proclamar a los hombres de hoy. Es lo único cierto e inamovible que hay en el mundo: ¡que Dios nos ama!

    He dicho que el grito de Jesús en la Cruz es un grito de parto. El suyo es un parto especial, pero que se parece al parto de vida que tuvieron nuestras madres cuando nacimos. Sí, de Jesús también podemos reconocer que «por su muerte vivificaste al mundo». El grito de Jesús en la Cruz es el grito de alguien que muere dando a luz una vida.

    ¿Qué sentimos, hermanos, en estos momentos? ¿Qué tipo de emoción tenemos ahora mismo? ¿Hemos llorado alguna vez, o al menos hemos deseado llorar por la pasión de Cristo y por su muerte? «Lloro la pasión de mi Señor», contestó san Francisco de Asís a uno que le preguntaba por la razón de tantas lágrimas.

    Pero basta ya de llorar por nosotros mismos con lágrimas contaminadas, con lágrimas de autocompasión. Es hora de derramar otras lágrimas. Lágrimas hermosas, de asombro, de alegría, de agradecimiento. De emoción, antes incluso que de arrepentimiento.

    Nos da ejemplo la Liturgia de la Iglesia. En Pascua siempre da rienda suelta a su emoción: «¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! —cantará mañana en la noche en el Pregón pascual— ¡Qué incomparable ternura y caridad! (...) ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!».

    No es suficiente haber recordado esta mañana en la Plaza Mayor el grito de Cristo moribundo en la Cruz; tampoco es suficiente llorar esta tarde al celebrar litúrgicamente la muerte salvadora del Mesías y su representación plástica en la gran procesión. El grito de los salvados, de los que han entendido la muerte de Cristo, se oirá en la Noche Santa, Vigilia de todas las vigilias, Noche Pascual. Allí entenderemos el grito de la Iglesia: «Feliz la culpa que mereció tal Redentor».

    Esperando la Noche de Pascua, os doy en este día de la muerte de Cristo la bendición.

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid