Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

La muerte de Juan Pablo II

10 de abril de 2005


Publicado: BOA 2005, 108.


Todos ustedes pueden entender que la muerte del papa Juan Pablo me haya afectado profundamente, a mí, arzobispo de Valladolid, pero obispo de la Iglesia Católica. Él ha guiado la barca de la Iglesia en los últimos veintiséis años; con él me he encontrado en numerosas ocasiones, y su magisterio de pastor universal ha sido para mí luz en los años que llevo de obispo. Por su voluntad, además, recibí la ordenación episcopal, por ser él el vínculo visible de la unión de la Iglesia universal con las Iglesias particulares o diócesis, y el garante de la libertad de la misma Iglesia en el mundo.

Hemos celebrado ya en la Catedral el solemne funeral por el Santo Padre , porque donde mejor se expresa la unidad y comunión con el obispo de Roma es en la celebración de la Eucaristía, aunque ya estemos en Sede Vacante y no se nombre ya en la celebración su nombre. «Toda celebración, en efecto, se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad y de la comunión de la Iglesia universal» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1369) .

Así hemos llorado también su muerte y, en la esperanza y la paz de Cristo, hemos pedido al Señor que le tenga en su gloria y acoja su persona, su vida, su obra apostólica, su sacrificio y su amor en ese bellísimo y definitivo con Cristo, Redentor del hombre. Al que nunca ha ocultado su venerable vejez y su enfermedad, ha ofrecido su vida por la Iglesia, y aún por todos los hombres y mujeres de esta humanidad a la que él ha amado y servido tan hondamente. Impresionantes han sido sus últimas horas como ser humano que muere, y como creyente que dice amén a su Señor. Damos gracias a Dios por su testimonio.

Lloramos, sí, su muerte, porque, aunque momentáneamente huérfanos, sentimos que pronto tendremos otro sucesor de Pedro, que conduzca a la Iglesia según los designios del Espíritu. La autoridad del Romano Pontífice, por cierto, no anula la autoridad del obispo diocesano; al contrario, la tutela y la confirma, pues ésa es la misión que Cristo dio a Pedro. Por eso nos ha propuesto la regeneración frente a un cristianismo que comenzaba y está siempre en peligro de perder la confianza en sus posibilidades; un cristianismo que se resigna tantas veces a que la fe se quede como mero factor cultural, ético o estético, o a que la Iglesia se diluyese anónima entre los poderes de la sociedad sin una aportación específica. Él ha querido que el pueblo cristiano sea el protagonista de su historia, que los fieles laicos tengan presencia en el foro público, que con sus certezas y la seguridad de la fe dé a quienes no la tienen un sentido y un modo muy concreto de vivir, que trae la paz y la felicidad.

Es bueno que ahora todos nos sintamos más hijos de la santa Iglesia, que unida con María, la Madre de Jesucristo, ora y ahonda en su esperanza, sabiendo que el Señor no abandona a su Iglesia, sino que acompaña y fortalece nuestra fe.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid