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Braulio Rodríguez Plaza

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Catequesis

XX Jornada Mundial de la Juventud 2005 - Colonia (Alemania)

Catequesis “Buscar la verdad, \\sentido profundo de la existencia humana”

17 de agosto de 2005


Publicado: BOA 2005, 309.


  • Introducción
  • 1. El nacimiento de la fe
  • 2. ¿Qué creemos?
  • 3. ¿Y la razón?
  • Conclusión

    Introducción

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    «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Vimos su estrella en el Oriente» (Mt 2,2).

    «En los Evangelios vemos constantemente reproducida la escena siguiente: Se acerca un hombre y proclama con el poderío que emana de todo su ser, con la fuerza que revelan sus actos, con sus palabras que el Espíritu anima: “Yo soy...”; “Yo soy el camino, la verdad y la vida...”; “Venid a mí todos...”; “Aquél que cree en mí gozará de vida eterna”.

    La atención de las gentes se despierta. Todos se sienten atraídos, se acercan y escuchan, llenos de asombro, ansiosos de recibir curación para el cuerpo y para el alma —que, además, obtienen—. Pero la mayoría no le comprenden, y le vuelven la espalda. No obstante, algunos permanecen a su lado y “le siguen a donde va”, procurando en lo más profundo de su ser unirse a Él, pero sin conseguirlo. Sus palabras les impresionan, pero no llegan a entenderlas. Él vive ante sus ojos, actúa en medio de ellos, pero, en definitiva, el sentido de todo esto se les escapa». (R. Guardini, La experiencia cristiana de la fe, Belacqua, Barcelona 2005, p. 9).

    Así comienza el maestro Romano Guardini este bello y sugerente libro. Pienso que lo que describen estas palabras de este autor, europeísta católico de primer orden, acontece en cada generación de hombres y mujeres; también en vuestra generación. Existe una escena evangélica que simboliza esta situación, en la que la figura de Jesús atrae fuertemente a sus oyentes, pero, a la vez, muestra una profunda incomprensión de lo que Jesús dice y hace:

    Los discípulos están atravesando el lago en plena tempestad y, cuando ésta es más terrible, ven a Jesús que, caminando sobre las olas, se acerca a ellos. Los discípulos gritan aterrados, pero Jesús les tranquiliza diciéndoles: «Soy yo, no temáis». Pedro le dice: «Si eres tú, ordena que yo vaya hacia ti caminando sobre las olas». Jesús le dice: «¡Ven!». Pedro salta de la barca y pone el pie en el agua, que lo sostiene. Pero de pronto, aterrado por la tempestad, pierde el pie y al punto se hunde, tanto que Jesús se ve obligado a acudir en su auxilio. «¿Por qué has dudado, hombre de poca fe?». Ese es el reproche de Cristo.

    Bien. Así sucedió mientras Jesús vivió en la tierra: llamaba a los hombres y mujeres, pero éstos no le comprendían. ¿Sucede hoy también? Haceos vosotros la pregunta. Cabría decir, en efecto, que nada cambió en los discípulos hasta que, llegado Pentecostés, el Espíritu Santo hizo irrupción en la historia de la humanidad para conducirla hacia el Señor; gracias al Espíritu Santo es como el ser humano se une realmente a Cristo; más aún, es de este modo como entra el hombre en Cristo y Cristo en el hombre. Sólo entonces aparece lo que se denomina la “fe”, es decir, la existencia cristiana.

    Y, en este proceso, ¿nada puedo yo hacer, sino esperar a que venga el Espíritu Santo? ¿Qué puedo yo hacer para saciar la sed de Absoluto que siento en mí, que hay de hecho en vosotros? ¿No puedo buscar cómo saciar la sed de felicidad que siento dentro de mí? ¿Cómo dar respuesta a ese deseo tan profundo que anida en mi corazón? ¿Cómo ponerme en marcha hacia Cristo? ¿Podré yo ver también la estrella que vieron los Magos y seguir su rastro? ¿Tendré que preguntar como ellos en las Jerusalenes de aquí abajo, preguntar a sus sabios hacia dónde encaminarme? ¿Podré resolver los interrogantes “existenciales” que se plantean al corazón humano, pues son muchos los elementos que combaten en nuestro interior? Evidentemente, tú, como yo, experimentas que eres limitado y que te sientes, no obstante, ilimitado en tus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tienes que elegir unas y que renunciar a otras. ¿Cuántas veces haces lo que no quieres y dejas de hacer lo que pensabas llevar a cabo? Sientes —sentimos todos— división en nosotros mismos. Y con frecuencia nos preguntamos: ¿Qué es el ser humano? ¿Cuál es el sentido de la vida, del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, subsisten todavía? ¿Qué puedo dar a la sociedad que me rodea y qué puedo esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida, que sé que se acaba?

    1. El nacimiento de la fe

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    ¿No es la fe un regalo, un don? Entonces basta con que Dios quiera dárnosla. ¿Es esto así? ¿No sucede nada cuando en uno despierta la fe? Sucede este despertar de muchas maneras. Vamos a reducirlas por comodidad a dos maneras típicas.

    a) Hay quienes conocen la existencia histórica de Jesús de Nazaret, que ejerció una gran influencia y que todavía polariza la vida de millones de hombres y mujeres. Pero ese Jesús no ha pesado jamás en su vida, a la hora de las decisiones vitales. Por lo general, en estos casos Dios toca el corazón, determina un movimiento y deposita una simiente de fe. A veces la acción divina parece ahogada; tal vez reaparece de otra forma, provoca en ocasiones inquietud más íntima. La persona se plantea cosas y discute problemas de orden intelectual: ¿Cómo conciliar el mensaje de Jesús con los fundamentos de la filosofía, de la ciencia? ¿Qué tiene que ver Jesucristo con las convicciones de mi ambiente secularizado, con lo que hoy constituye mi cultura? Es muy sugerente lo que le sucedió a Alesi Carrel, médico y premio nobel, impresionado por la curación de un joven paciente en Lourdes, pero que durante muchos años prolongó su lucha hasta aceptar la fe, como relata en un famoso libro, “Viaje a Lourdes”.

    Otras veces el debate de la persona se sitúa en el plano moral. O bien en el sentido de la vida, o bien lo que se discute son las relaciones o clases sociales, las tradiciones familiares o de las colectividades. La lucha continúa y el debate interno de la persona puede revestir aspectos muy diversos: unos de ataque, otros defensivos contra la semilla recibida. A veces el individuo se siente indiferente ante problemas, otros se apasiona por ellos. Pero a través de estas vacilaciones más o menos largas, Dios se va haciendo real, y se hace real Cristo: «Dios existe; yo me lo encontré», dijo el converso A. Frossard. Se hace real también la Iglesia fundada por Cristo.

    Entonces el hombre o la mujer se sienten impelidos a dar el paso a la fe, con sus vacilaciones. Un día termina por madurar la semilla, y da el paso hacia la realidad que lo llama. Ya no se trata de una actitud provisional. No. Es una decisión irrevocable: profesa la fe, se introduce en el misterio de Dios creador y renace por el agua y por el Espíritu Santo.

    b) Hablemos ahora de otra manera de llegar a la fe: de alguien que se ha criado en la fe desde pequeño. Sus padres son creyentes, y sus educadores también. Vivió desde el principio en un ambiente de tradición cristiana. Su infancia, pues, transcurrió en la atmósfera segura de un universo impregnado de cristianismo. Las cosas que le rodeaban, los hechos que presenciaba, todo era interpretado desde el punto de vista cristiano, y estaba sostenido por las convicciones de los seres que amaba y veneraba y cuya fe compartía.

    La envoltura protectora de su infancia, sin embargo, se disipó al crecer. Las cosas se mostraban sin interpretación cristiana alguna, y a menudo en contradicción con ésta. Se encontró hombres y mujeres de otras creencias y sin ninguna creencia, que eran buenos ciudadanos, además. En torno a él/ella se desenvolvía la vida pública y la existencia humana. Descubrió la riqueza y su extensión, su poder espléndido y temible; aceptó las tareas que le incumbían y se dejó arrastrar en sus combates. Día a día fue comprobando qué poco preocupaban la inspiración cristiana, qué extraño a Cristo era el universo que le rodeaba y qué indiferente. La Iglesia apareció también como extraña. Entonces su fe se apagó. Y para sentirse libre de todo, se desembarazó de ella. O tal vez fue perdiéndola paulatinamente hasta que no quedó nada de fe.

    Pero transcurrido un lapso de tiempo, corto o largo, la recuperó, tal vez de forma parecida a como se llegó a la fe en el caso anterior, pero todo ligado a recuerdos y experiencias pasadas. Y una vez más sucede lo único que cuenta: Dios se convierte en realidad, Cristo se vuelve sustancial, la Iglesia resplandece en toda su mística transparencia. Y, finalmente, se da el paso, se reanuda el vínculo de la fe.

    La fe, pues, se puede descubrir o redescubrir. Puede uno encontrar primero a Cristo. Y en tal caso, Cristo es, para el que busca, la Esencia de todo, la Potencia, el Resplandor; por Cristo se encuentra al Padre y a través de Él se acepta a la Iglesia. Pero puede ser también al revés: se descubre primero a la Iglesia en la riqueza de su poder espiritual, y por ella se asciende hasta Cristo. O tal vez es Dios vivo quien surge en la conciencia antes que lo demás y, poco a poco, el hombre o la mujer llegan a comprender que la verdad y la santidad, en estado puro, no pueden salir sino de la boca de Cristo, y que solamente en la Iglesia habla Cristo con una libertad intacta. Aquí no hay caminos trazados de antemano. Dios conduce al ser humano como quiere.

    ¿Cuál ha sido nuestro camino hasta la fe? ¿O estamos todavía en búsqueda? No importa. En la búsqueda de los Magos tenemos un ejemplo y una constancia en el buscar la estrella que lleva a Cristo. San Mateo nos da en estos versículos (Mt 2,1-12) una catequesis interesante, convencido de que los acontecimientos sagrados tienen validez para todos los tiempos; por eso, el evangelista rehuye nuestro sistema de deducciones abstractas y se esfuerza por colorear el episodio histórico antiguo con colores literarios que permitan al lector deducir por sí solo la enseñanza teológica para el momento presente.

    San Mateo está preocupado por mostrar que Jesús es el profetizado Rey davídico. Ese es el dato histórico básico. El conocido rumor de ese dato, extendido en el Oriente, pudo hacer que cualquier extranjero se presentara en Jerusalén preguntando por el rey de los judíos. Buscar, indagar, preguntar, perseverar, es parte del proceso de la fe, hasta llegar a Cristo, como los Magos, y adorarle.

    2. ¿Qué creemos?

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    Pero, ¿en qué creemos? La “fe” no es una noción global que podría convencer a los cristianos o a los musulmanes, al antiguo paganismo de los griegos o al budismo. No; la palabra “fe” designa un hecho único: la respuesta del ser humano, la tuya y la mía, al Dios que vino al mundo en Cristo. A primera vista, tal definición parece intransigente y estrecha para un mundo aparentemente tan abierto como el nuestro. Pero si se piensa un poco, no es así. ¿Cómo vamos a decirle a Jesús, que nos ha dado no sólo su respeto hacia nosotros, sino un amor total, y que nos ha amado en cuerpo y alma: «te amo en general, sin un comportamiento concreto hacia tu persona»?

    Jesús nos miraría sin comprendernos y nos diría: «Yo por ti no siento un amor en general, que pueda ser aplicado a éste o aquél. Mi amor pertenece al ser que yo amo y únicamente a ese ser he entregado todo mi amor». Es decir, comprendemos que la fe es inseparable de su contenido. La fe está en su contenido. Está determinada por lo que ella cree. Es marcha viviente hacia Aquél en quien cree; es la respuesta viva a la llamada de Aquél que se anuncia en la Revelación y atrae al hombre por la obra de la gracia. ¿A dónde conduce, entonces, la fe cristiana? Hacia el Dios vivo revelado en la persona de Cristo. No hacia un “Dios” indeterminado, objeto de un vago presentimiento, de una experiencia cualquiera, sino hacia «el que es Dios y Padre de Jesucristo».

    Pero ¿cómo es Dios? Dios creó el mundo, lo ama y lo hace objeto de sus cuidados. Sin embargo, Dios no se confunde con el mundo, Él existe por sí mismo, independientemente del mundo... El hombre/mujer viene de Dios, vive en Dios y no es real sino cuando tiende hacia Él, y, sin embargo, el hombre/mujer no es Dios. Dios crea, pero no se confunde con nada de lo creado, permanece en el misterio de la luz inaccesible... Dios está cerca, pues está en todas partes; está en nosotros y nosotros en Él; y, sin embargo, la distancia que media entre el hombre/mujer y Él es inmensa, “absoluta”. La imagen de Dios que se muestra ante nosotros, en la Revelación, no es, pues, simple, sino llena de contrastes y de misterio.

    Él es quien viene a nuestro encuentro salvando la distancia entre Él y nosotros. ¿Quién es, pues, este Dios vivo que viene a nuestro encuentro en la persona de Cristo, a través de las palabras, la vida, el ser de Jesús de Nazaret, el Señor? ¿Quién es? O, más bien, ¿qué rostro tiene? ¿Qué rostro vuelve hacia mí cuando yo le llamo? Para empezar, está el rostro al cual Jesús hace alusión cuando habla del«Padre». Todo proviene de Él, y el padrenuestro expresa la relación que existe entre Él y nosotros.

    Existe igualmente ese rostro que aparece cuando Jesús dice «Yo»; cuando se pone en presencia del Padre para invocarle o esperar su voluntad; cuando declara que Él y el Padre no son sino uno, aunque en todo se someta a la voluntad paterna. Y también cuando Jesús subraya que nadie sabe nada del Padre, si no es por Él, por Jesús mismo. Entonces es otro rostro de Dios, orientado diferentemente: Él es el Hijo o, como dice san Juan, el Verbo.

    Un tercer rostro se vislumbra cuando Cristo anuncia al “Consolador/Paráclito”; es Cristo, el Hijo, quien envía desde el Padre al Espíritu Santo, quien iniciará a los hombres en la verdad de Jesús, quien tomará de lo suyo para dárselo a los hombres; es el Paráclito que enseñará a decir «Abba, Padre», y a pronunciar «Señor Jesús» y a “rendirle testimonio”. Sin que pueda haber confusión posible, este último rostro difiere de los precedentes. Es otro “Alguien”; los rasgos de su rostro, su mirada, su respiración son distintos, lo mismo que el movimiento con que actúa.

    No se trata, sin embargo, del Padre en un sentido general como lo concibe la historia de las religiones. Él es el Padre de ese Hijo que se llama Cristo. Nosotros no le conocemos sino por mediación del Hijo. En cuanto al Hijo, es Él mismo porque es el Hijo de ese Padre. En fin, en el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo están unidos íntimamente por un vínculo de amor. En el Espíritu, el Hijo concebido de María Virgen ha venido a nosotros del Padre. Es a este Hijo de Dios encarnado, a quien hemos venido a adorar, como hicieron los Magos.

    ¿Cómo se llama en las Sagradas Escrituras, en la Biblia, el proceso que organiza la relación de la fe y que crea una vida nueva en nosotros? El nuevo nacimiento. Y no se trata de una metáfora poética, vaga; es una hermosa y bellísima realidad: la génesis de la fe consiste en ser transportado al seno creador de Dios. En cierto sentido, muere aquí la antigua existencia y otra comienza. De ahí que san Pablo una tan estrechamente la fe al bautismo, ese sacramento de la nueva vida y de la iluminación.

    3. ¿Y la razón?

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    ¿Se puede comprender, comprobar y demostrar la fe cristiana por medio de la razón? ¿Es la fe sólo cosa del querer ciego y la confianza? La fe se puede comprender, comprobar y, efectivamente, demostrar, pero con limitaciones. Es verdad que la fe no es un entramado de imágenes cualesquiera que uno puede forjarse a su antojo. La fe asalta nuestra inteligencia porque expone la verdad, y porque la razón está creada para la verdad. En este sentido, la fe irracional no es una verdadera fe cristiana.

    La fe desafía nuestra comprensión, pero se puede demostrar que se adecua también a la razón. De hecho han sido creyentes y lo son grandes científicos. Decía G. Marconi: «Declaro con orgullo que soy creyente. Creo en el poder de la oración. Y no sólo como católico creyente, sino también como científico». Razón y fe, sin duda, son dos maneras de conocer que no tienen por qué ser incompatibles, como mostró aquella preciosa encíclica de Juan Pablo II Fides et Ratio, fechada el 14-9-1998.

    Al hacernos cristianos y vivir como tales no nos precipitamos en una aventura supersticiosa, decía hace años el entonces cardenal J. Ratzinger (Dios y el mundo, Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg, Barcelona 2002). Pero menciona nuestro Papa actual dos salvedades: la fe no es comprensible en el sentido de que pueda aprehenderse igual que una fórmula matemática, sino que se adentra en estratos cada vez más profundos, en la infinitud de Dios, en el misterio del amor. Y dentro de ese ámbito existe un límite de lo que se puede entender únicamente pensando. Sobre todo porque somos seres limitados.

    Nosotros tampoco podemos entender del todo a las demás personas porque ello implica descender a simas más profundas de lo que la razón nos permite verificar. Tampoco podemos comprender en última instancia la estructura de la materia. Tanto más razonable es, por ello, la imposibilidad de someter a la inteligencia todo lo que significan Dios y su palabra, porque la superan (a la inteligencia humana) con creces.

    En este sentido —y esta es la segunda salvedad—, la fe tampoco es realmente demostrable. Yo no puedo decir que quien no la acepte es tonto. La fe responde a un camino vital en el que la experiencia va confirmando poco a poco la creencia, hasta que se revela plena de sentido. Está muy en la entraña de la tradición cristiana el pensamiento que dice que la Palabra de Dios adquiere novedades sorprendentes cada vez que la leemos. Dice san Gregorio Magno: «Scriptura crescit cum legente» (‘La Escritura crece junto con el que la lee’), es decir, va profundizando en la medida en que crece su vida cristiana. Quiere esto decir que, a partir de la razón, existen aproximaciones que me conceden el derecho de aceptar la creencia. Me proporcionan la certidumbre de que no me entrego a una superstición. Pero el demostrar todo exhaustivamente, como puede ocurrir con las leyes físicas, no existe en la fe.

    También las personas sencillas pueden tener un conocimiento muy grande de Dios. Y el vasto conocimiento, por ejemplo, de material científico o histórico que podamos poseer, no hace a los seres humanos más capaces de obtener la idea adecuada de Dios. Hay quien no consigue percibir el misterio que impera en la naturaleza y en la historia y se incapacita para la profundidad y amplitud espiritual. Pero puede ocurrir que la capacidad y grandeza de la percepción científica capte muy bien la inteligencia divina, la presencia de Dios en la realidad y se admita con humildad y admiración a este Dios.

    La fe es, por eso, otra forma de saber, como dice tantas veces el papa Juan Pablo II en Fides et Ratio. La fe constituye en comienzo y hace posible la experiencia de Dios. Y la experiencia de Dios, finalmente, engendra el conocimiento de Dios. El ser humano encuentra entonces la Palabra de Dios y confía en ella. Y quiere desde entonces comprender. «Fides quaerens intellectum» (‘La fe busca comprender’), es frase típica de la tradición cristiana más genuina. Desde la convicción de que en la Iglesia y en sus enseñanzas, en el testimonio de los enviados de Dios, en la persona de Jesucristo, en definitiva, en la fe no es sólo una sabiduría humana la que habla, sino una sabiduría divina. Por eso el conocimiento humano es sólo preparatorio para conducir a la decisión que destaca sobre todas: confiar en ese Dios que habla, escuchar su llamada, someterse a su voluntad, unirse a Él en fidelidad, aceptar lo que Él dice, acatar lo que nos revela sobre sí mismo. En esa obediencia a la Palabra de Dios está la raíz de la fe.

    Esto que yo digo se puede decir mejor con palabras de san Pablo: «Pero las cosas que eran para mí ganancias, las considero ahora, a causa del Mesías, una pérdida; más aún, considero incluso que todo es una pérdida, por la enorme ventaja del conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por quien sufrí la pérdida de todo y todo lo considero basura, a fin de ganar a Cristo, y llegar a Él..., a fin de conocerlo a Él y la fuerza de su resurrección y la participación en sus sufrimientos..., para ver si consigo la resurrección de entre los muertos» (Flp 3,7-11).

    Conclusión

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    Resumimos: Jesús se manifiesta como camino, verdad y vida, y se entrega a nosotros a fin de que, como los Magos, podamos alcanzar la verdadera y plena libertad ofrecida a los hijos de Dios para entrar en la plena heredad eterna. Se dirige a nosotros interrogándonos sobre la profundidad de nuestra relación con Él. Nuestra respuesta de fe es, pues, racional, no una superstición. Pero conocer a Jesucristo significa, también y sobre todo, experimentarlo interiormente, reconocer que Él es el Hijo enviado por el Padre para salvarnos, la expresión del amor infinito de Dios por nosotros: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16-17).

    Os pido que todos nos dirijamos a Jesucristo con palabras de san Ambrosio:

    «Nosotros te seguimos, Señor Jesús, pero Tú llámanos para que podamos seguirte. Nadie puede subir sin ti. Tú eres el camino, la verdad, la vida, la posibilidad, la fe, el premio. Acoge a los tuyos: Tú eres el camino. Confírmalos: Tú eres la verdad. Reavívalos: Tú eres la vida (...).

    Ábrenos el corazón al verdadero bien, a tu bien divino, “en el que existimos, vivimos y nos movemos”. Nos movemos si andamos por el camino; existimos si permanecemos en la verdad; vivimos si estamos en la vida. Muéstranos el bien inalterable...: en ese bien se encuentra la paz serena, la luz inmortal, la gracia perenne, la santa herencia de las almas, la tranquilidad sin inquietud, no destinada a perecer, sino que ha sido sustraída a la muerte: allí donde no hay lágrimas ni mora el llanto —¿puede haber llanto donde no hay pecado?—, allí donde son liberados tus santos de los errores y de las inquietudes, del temor y del ansia, de las codicias, de todas las mezquindades y de todo afán material, allí donde se extiende la tierra de los vivos» (san Ambrosio de Milán, De bono mortis, XII, 55).

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid