Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Catequesis

XX Jornada Mundial de la Juventud 2005 - Colonia (Alemania)

Catequesis “Vivir en el mundo
como verdaderos adoradores de Dios”

19 de agosto de 2005


Publicado: BOA 2005, 318.


  • Introducción
  • (Capítulo 1)
  • (Capítulo 2)

    Introducción

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    «Se volvieron a su país por otro camino» (Mt 2,12)

    San Serapión de Thmuis, eremita de Egipto del siglo IV, se puso en camino hacia Roma. Es que había oído decir que vivía allí una monja encerrada en su celda y que no la había abandonado nunca. Él, al contrario, recorría montes y valles, y por esto le interesaba tanto saber cómo era posible una vida de reclusión total. Por esta razón decidió ir a ver a la monja. La primera pregunta que le hizo fue ésta: «¿Qué haces siempre sentada aquí?». La monja le respondió: «Yo no estoy sentada. Siempre estoy caminando».

    «No estoy sentado. Estoy siempre caminando». Es ésta una afirmación que podría pronunciar todo creyente. ¿Podrías tú pronunciarla hoy? Ser cristiano significa, en efecto, estar siempre en camino. A los Padres de la Iglesia, por ejemplo, les gustaba comparar nuestra vida con la peregrinación de los hebreos a través del desierto del Sinaí, viviendo bajo tiendas, sin tener una morada fija. Así llegaron Los Magos desde el Oriente, y se nos dice que «se volvieron a su país por otro camino» (Mt 2,12).

    Los Magos habían adorado a Jesús. Pero la verdadera adoración engloba e impregna toda la vida, pues en nuestra conciencia aparece claro que el ser humano es una criatura que depende totalmente de Dios creador, de manera que esa adoración es el fruto personal del encuentro con Cristo. Nos conviene pensar esto: la verdadera adoración produce en nosotros una conversión que se traduce en decisiones concretas de nuestra existencia cristiana diaria. No se puede conocer a Cristo y no cambiar de vida. Dice Juan Pablo II, en el Mensaje para esta Jornada Mundial de Colonia : «El Evangelio precisa que, después de haber encontrado a Cristo, los Reyes magos regresaron a su país “por otro camino”. Tal cambio de ruta puede simbolizar la conversión a la que están llamados los que encuentran a Jesús para convertirse en los verdaderos adoradores que Él desea (cf. Jn 4,23-24)» (n. 6).

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    Pero volvamos a la monja que siempre estaba caminando. Una de las antiquísimas expresiones que definen nuestra vida de cristianos es precisamente la de “el camino”. El cristianismo no es una teoría sobre el cosmos; tampoco se lo puede reducir a nociones escritas. Es el camino que afrontamos, el camino de nuestra vida. Quien quiere, pues, comprender a Cristo y comprender a la Iglesia sin vivir en Él y en ella, es como quien quiere aprender a nadar acostado sobre el piso de un gimnasio. Aquí hay una sola manera de comprender a los cristianos: ponerse en camino con ellos, en peregrinación, seguir la misma senda. Sólo de este modo se puede comprender la enseñanza cristiana. Los que permanecen al borde de la carretera se asemejan al ciego de Jericó que está sentado junto al camino y no va en busca de Jesús que pasa (cf. Lc 18,35-43).

    Quien se pone en camino se asegura de que estén las indicaciones para recorrer el camino justo y trata, si puede, de no viajar solo. Busca un compañero, aun cuando ninguno puede enseñarnos lo que aprendemos con nuestra experiencia. «Creo en un solo Dios» es afirmación que pertenece sólo a los que viven esta fe. El camino no se puede hacer desde un sillón. Ninguno puede ser un cristiano de segunda mano. Dios quiere tener hijos, no nietos o bisnietos. Lo cual quiere decir que la vida cristiana supone también la experiencia individual, aun cuando esto puede significar cerrarse en sí mismo. Podemos entender, así, a aquella monja que vivía encerrada en su celda, y caminaba siempre: se puede vivir en el desierto o en una celda de un claustro, en pueblos o ciudades, con mucha o poca panda, en familia numerosa o ser hijo único, ser extravertido o tímido, pero siempre hay un encuentro que te pone en danza, en movimiento. ¿Con quién y cómo?

    «¿Quién es el tercero que siempre camina a tu lado? Si cuento, estamos sólo tú y yo juntos, pero cuando miro hacia delante a lo largo del camino largo, siempre está otro que camina a tu lado». Son versos de T. S. Eliot (“La tierra desolada”), que pensaba tal vez en lo que sucedió durante la expedición Shackleton en la Antártida: al final del día, los miembros de la expedición contaban siempre si estaban todos. Contaban varias veces y al final siempre tenían una terrorífica sorpresa: uno más.

    Yo no os estoy contando películas de ciencia ficción, y no me interesa mucho la expedición a la que aludo, pero mucho tiempo antes de Shackleton, el rey de Babilonia, Nabucodonosor, tuvo una experiencia similar. Leemos en el libro del profeta Daniel: «pero andaban por entre las llamas alabando a Dios y bendiciendo al Señor... Entonces el rey Nabucodonosor se acercó y se quedó estupefacto; se levantó a toda prisa y dijo a sus ministros: “¿No hemos echado nosotros al fuego a estos tres hombres atados?”. Respondieron ellos: “Ciertamente, oh rey”. El rey añadió: “Pues yo veo a cuatro hombres desatados que andan en medio del fuego sin sufrir daño alguno; y más aún, el aspecto del cuarto se parece a un hijo de dioses”» (Dn 3,24.91.92).

    Esta sí es una buena imagen de lo que nos ocurre con Jesús, Hijo de Dios. Lo sentimos a nuestro lado sobre todo en los momentos de debilidad, cuando estamos asustados por las pruebas. En estas ocasiones podemos oír su voz: «No estás solo, tienes un compañero». Más que un compañero que está a nuestro lado, su voz está enraizada en nuestro corazón porque somos como sarmientos de la vida que está en Él mismo. ¿Y por qué precisamente la voz de Jesús? Muchos, cada vez más, no lo conocen y tampoco se interesan por Él. En nuestra ruta hay signos claros que muestran el camino justo, pero muchos no lo advierten.

    ¡Ah, amigos! Para ser cristianos hay que ser audaces, al no estar de moda, pues ser “verdaderos adoradores” en el mundo de hoy es sin duda un gran desafío. Evidentemente presupone también la audacia de ir por otro camino, como volvieron los Magos, de ir contra corriente en numerosas ocasiones, para evitar las trampas y los compromisos de la sociedad actual, que vosotros conocéis bien. Habrá que abrir bien los ojos. Habrá que ser perspicaces, pero también habrá que orar:

    «Sostén, Señor, mi corazón vacilante; tú mismo ves lo difícil que es no quedar preso del asombro de este mundo que parece haber olvidado incluso que has venido a nosotros. Tú mismo estás viendo cómo estamos destruyendo, en unos pocos decenios, un patrimonio espiritual acumulado durante siglos mediante un tenaz trabajo misionero y pastoral. Tú mismo estás viendo cómo envejecen tus fieles, sin que lleguen demasiados refuerzos, cómo disminuye la práctica religiosa y el número de vocaciones, a ser esposo y esposa, a la vida religiosa y al sacerdocio, cómo se disgrega la familia, cómo son considerados tus fieles con cierta suficiencia.

    Sostén, Señor, mi fe vacilante, porque no quiero abandonarte a ti, que eres todo para mí. Sostén esta débil esperanza mía, que quisiera ver este nuevo milenio iluminado por tu verdad. Sostén la cada vez menos vívida llama del amor por mis hermanos, a los que quisiera hacer el supremo don de dar testimonio de ti como el único que pone en contacto con el Dios vivo y verdadero. Haz que las palabras que dijiste a Tomás, el desconfiado, venzan todo mi desánimo y triunfen sobre mi debilidad. Porque estoy seguro de que eres Tú quien tiene la última palabra: “A ti, Señor, me acojo: no quede yo avergonzado para siempre”» (Sal 71,1).

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    ¿Y cómo andamos de libertad interior? ¿Acaso no llega a nosotros también el relativismo, el que empuja a muchos jóvenes católicos, y no tan jóvenes, a creer que todas las ideas y elecciones son buenas y todas las religiones equivalentes? ¿Sabemos cuál es la especificidad de nuestra fe, que la cultura dominante tiende a eliminar, según la cual Cristo es «el solo mediador entre Dios y los hombres» (1Tm 2,5) y el único Salvador de los hombres? ¿No sentimos cierto rubor o vergüenza a ser reconocidos como cristianos? Cuando el papa Juan Pablo II decía en su mensaje (n. 5): «¡Sed adoradores del único y verdadero Dios, reconociéndole el primer puesto en vuestra existencia!», ¿no está diciendo, en el fondo, que quien quiera seguir a Cristo deberá reordenar sus prioridades para subordinar la propia vida al señorío de Cristo?

    Sí, el verdadero obstáculo para la verdadera adoración es la idolatría, es la constante tentación del ser humano. ¿Quién influye en ti? ¿Qué cosas o corrientes te propone falsos ideales y metas impuestas por la sociedad contemporánea, por el Mentiroso, cuando todo se puede conseguir según Dios y hacernos felices? ¿Eres consciente de que están en peligro lo específicamente humano y, por ello, lo cristiano en este mundo? Ya sé: te cuesta superar el ridículo y el medio ambiente, que te mira sorprendido porque dices que eres católico y, sobre todo, vives como discípulo de Jesucristo.

    Soy consciente de que la sociedad no ayuda precisamente a ser joven católico hoy. Para no perder el coraje, y sentirte fuerte, tendrás que contar con Cristo, con su Iglesia concreta, con el ejemplo y el arrastre de los que más siguieron y siguen a Cristo. Ahí está Pablo, que fue a Damasco con la intención concreta de acabar con “ese nuevo camino”, pero volvió de otro modo, porque Cristo le concedió el regalo de encontrarse con él y ver las cosas desde otra perspectiva. Cabe el miedo a cambiar y a enfrentarse con un ambiente hostil, pero es más probable y mejor no tener miedo y saber qué tesoro hemos descubierto, de modo que, comparando, nada pueda cambiarse por semejante tesoro.

    Es el tesoro de sentir a nuestro lado unos pasos y darnos cuenta de que alguien camina con nosotros: no puede ser otro que Jesús de Nazaret. Ningún otro, en efecto, puede ayudarnos como Él. Sólo Él es el Dios que se ha hecho hombre, el ideal hecho carne, el que ha resucitado. En Él lo inalcanzable se convierte en accesible, porque Él se ha definido a sí mismo: «Yo soy el Camino» (Jn 14,6). ¿Estás débil? Él es tu fuerza fundamental, la vid de la cual tú creces como sarmiento. Quien ha encontrado a Cristo ha escuchado su llamada a la conversión del corazón y de la vida. Y no es posible encontrar a Cristo y seguir como antes: si lo encuentras de verdad, Él no te deja indiferente y no se cansa de llamarte a que salgas de ti para ir allí a donde su amor te preceda.

    En el fondo del corazón del creyente resuena sin parar la incitación a acoger a Cristo que viene y hace nuevas todas las cosas, dejando, por ejemplo, que nos reconciliemos con Él. Y es que Jesús se ha definido también con las palabras: «Yo soy la Vida» (Jn 14,6). La Reconciliación es el sacramento en el que Cristo viene en socorro de la debilidad del hombre y la mujer, el que lo vuelve a crear como criatura nueva con la fuerza del Espíritu Santo. La reconciliación recibe también el nombre de penitencia, porque es el sacramento de la conversión del que sigue a Jesús, de ir por otro lado. Este encuentro con Cristo, Salvador del mundo, que abrió las puertas del paraíso al buen ladrón, se lleva a cabo por medio de la confesión, a la que responde el perdón de Dios.

    El Señor, que quiso ser llamado amigo de los pecadores, no desprecia las debilidades ni nuestras resistencias, sino que las toma en serio hasta el fondo, haciéndose cargo de ellas y ofreciendo, a quien se la pida, la ayuda necesaria para vivir una existencia reconciliada y ser así instrumento de reconciliación entre los seres humanos. Y dado que los ideales son muchos y tantas veces somos incapaces de distinguir el verdadero valor de las ilusiones, Jesús también dijo: «Yo soy la Verdad» (Jn 14,6).

    Siempre resulta, sin embargo, ilusorio creerse convertido de una vez por todas. Convertirse significa comenzar siempre de nuevo este cambio radical interior mediante el cual nuestra pobreza humana se vuelve hacia la gracia de Dios. De la ley de la letra se pasa a la ley del Espíritu y de la libertad. Este vuelco no acaba nunca, porque no hace otra cosa que volver a comenzar constantemente. Antonio el Grande, patriarca y padre de todos los monjes, lo decía de una manera lapidaria: «Cada mañana me digo: “hoy empiezo”». Esa es la madurez que necesitamos, ¿quién nos va a seguir, de lo contrario? Tantos jóvenes light hay junto a nosotros, tanta new age, que sólo quien sabe de quién se ha fiado, quien busca la verdad y la ayuda para su debilidad, será capaz de generar esperanza e ilusión en una vida distinta de la que vemos está en uso en nuestra sociedad europea.

    De nuevo estamos impresionados por los atentados ocurridos en Londres; lo estuvimos en los terribles de Madrid. La injusticia de esas muertes y de las heridas del alma y del cuerpo golpearon mucho; también a los jóvenes. Pero ¿habéis pensado que tanto en Madrid como sobre todo en Londres, los suicidas, y a la vez asesinos, apenas habían salido de la adolescencia? Decía hace poco un cura amigo que para él las grandes líneas de la vida quedan marcadas ya en la adolescencia; eso que antes se llamaba el sentido (los grandes principios orientadores de la vida personal) ya están presentes al final de la adolescencia. Por lo que dicen los medios, estos jóvenes suicidas de Inglaterra tenían todo: familia, amigos, estudio de alto nivel, coches en el garaje, dinero, bienestar. Sin duda les faltaba algo: un anhelo de eternidad, una puerta abierta a la inmortalidad y a la trascendencia. Tal vez por ello fueron tan vulnerables a engaños tan atroces como el terrorismo en este caso islámico.

    ¿Y cuál es la oferta que damos en Occidente a nuestros jóvenes y adolescentes? ¿Quizá el sentido de la vida de nuestros jóvenes y adolescentes está en la ropa de marca o en estar guapo? Era otra pregunta de mi amigo sacerdote. Y aún había más: ¿Estará el sentido de la vida en un buen puesto de funcionario tras una carrera cortita? ¿En disfrutar a tope aquí y ahora, que mañana ya veremos y la vida dicen que es corta, aunque yo no me lo creo? ¿En el servicio altruista a la Humanidad o en salvar este o aquel ecosistema? ¿O en nada, porque a fin de cuentas, según dicen, nada es más importante que nada?

    ¿Y que ofrecemos los cristianos, la Iglesia real, incluso los obispos? ¿Más de lo mismo? No puede ser. Seríamos despreciables. ¡Qué importantes son vuestras vidas! Mostrar que os habéis encontrado personalmente con Jesucristo y que eso está dando sentido a vuestras vidas; mostrar que rezáis, que disfrutáis porque amáis como Jesús, que sois capaces de acompañar a drogodependientes, que estáis dispuestos a compartir incluso las vacaciones con otros que os necesiten, que sois jóvenes modernos y católicos: todo eso es de un valor infinito. Y es posible. Sí, es posible, y absolutamente necesario para nuestra sociedad occidental, para nuestro mundo.

    ¿Os parece que pidamos al Padre de los cielos que nos dé una viva experiencia de Cristo, capaz de ponernos en un camino que conozca únicamente el deseo cada vez más apasionado de contemplar su rostro? Pediremos que Él nos purifique del egoísmo, que nos encierra más en la estrechez de nuestras seguridades; que podamos correr detrás de Jesucristo cumpliendo todas sus palabras, seguros de que sólo en Él podremos encontrar la plenitud de la paz y de la alegría.

    Esta Jornada Mundial de la Juventud es para todos nosotros, pero sobre todo para vosotros, los jóvenes católicos de todo el mundo, un derroche de gracia del Señor, todo un detalle de su amor manifestado en Cristo, que sólo se puede vivir en estos días. Quiera Dios que deje una huella en vosotros muy profunda. Es el “hoy” de Dios. Os exhorto a vivir este “hoy” con palabras de un cristiano apasionado, conocedor del valor de la acción de Dios en nosotros:

    «¡Padre del cielo! Tu gracia y tu misericordia no cambian con la mutación de los tiempos, no envejecen con el transcurrir de los años, como si fueras, al igual que un hombre, un día más misericordioso que otro, más misericordioso el primero que el último. Tu gracia no cambia, dado que eres inmutable, que eres siempre el mismo, eternamente joven, nuevo en cada nuevo día, porque cada día dices: “Hoy mismo”.

    Oh, mas si un hombre o una mujer toma en consideración esta palabra y, cogidos por ella, se dicen seriamente a sí mismos con santa determinación: “Hoy mismo”, entonces eso significa para él o ella que desean ser cambiados juntamente ese día, desean que precisamente ese día pueda llegar a ser para ellos significativo con respecto a otros días, significativo por el renovado refuerzo en el bien que una vez eligieron, o tal vez incluso significativo porque escogen el bien. Tu gracia y tu misericordia consisten en esto: en que Tú, inmutable, dices cada día: “hoy mismo”. En efecto, Tú eres el que da “hoy mismo” el tiempo de la gracia; el ser humano, sin embargo, es alguien que debe coger “hoy mismo” el tiempo de la gracia. Así es nuestro hablar contigo, oh Dios; existe una diferencia de lenguaje entre nosotros; sin embargo, nos esforzamos por comprenderte y por hacernos comprensibles a Ti, y Tú no te avergüenzas de ser llamado nuestro Dios.

    Eso que —dicho por Ti, oh Dios— es la eterna expresión de tu gracia y de tu misericordia inmutables, eso mismo —repetido en su justo sentido por un hombre— constituye la máxima expresión del cambio y de la decisión más profunda; sí, como si todo estuviera perdido si el cambio y la decisión no tuvieran lugar hoy precisamente. Concédenos, pues, que este día pueda ser un día de verdadera bendición, que podamos escuchar la voz de Aquél a quien Tú enviaste al mundo y podamos seguirle» (S. Kierkegaard, Ejercicios de cristianismo).

    † Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid