Cofradía Las Siete Palabras
Aurelio García Macías, Delegado de Liturgia

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Homilía

Semana Santa 2006

Sermón de las Siete Palabras

14 de abril de 2006


Publicado: BOA 2006, 143.


  • Introducción
  • 1. Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen
  • 2. Hoy estarás conmigo en el Paraíso
  • 3. Mujer, ahí tienes a tu hijo... Hijo, ahí tienes a tu Madre
  • 4. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
  • 5. Tengo sed
  • 6. Todo está cumplido
  • 7. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu

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    Bendito sea Jesucristo, / Hijo amado de Dios Padre, / Siervo Ungido por el Santo Espíritu, / Señor de todo lo creado, / Señor del tiempo y de la historia, / Alfa y Omega, / Principio y fin, / el que es, el que era y el que va a venir, / el que estuvo muerto y vive, / el Crucificado Resucitado; / a Él nuestra alabanza / y nuestra acción de gracias / hoy y siempre. / Amén.

    Prólogo

    Era la hora tercia cuando crucificaron a Jesús (Mc 15,25). Culminaba, hacia las nueve de la mañana, una noche de pasión, de acelerados e injustos procesos judiciales, de amarga traición de hermanos, de silencio agónico e impotente frente a los excesos imaginables del corazón humano. La noche huía y el amanecer sorprendió a todos con las manos manchadas.

    Tras la condena a muerte dictada por el gobernador Pilato, la triste comitiva de condenados se dirigía extramuros, hacia el escenario siniestro de las ejecuciones, al lugar de la vergüenza, llamado La Calavera. Era acompañada por multitud de judíos y forasteros que estaban allí para celebrar la fiesta de Pascua y no querían perderse el espectáculo. Los condenados a muerte eran expulsados de la ciudad santa, siempre morían fuera de Jerusalén y del templo, lejos de los hombres y de Dios. Nosotros, sin embargo, hemos sido convocados, bien de mañana, por el clamor de la trompeta, a venir de todos los barrios y calles al corazón más público de nuestra ciudad, a esta plaza mayor que nos reúne a todos cada Viernes Santo. Hemos acompañado también a la comitiva de condenados tallados hermosamente en estas imágenes multiseculares y no ha faltado tampoco la multitud de cofrades y turistas en el desfile.

    Aquellos contemporáneos de Jesús ignoraban la identidad del Nazareno y la trascendencia de aquél trágico acontecimiento. Nosotros, conscientes del misterio acontecido, meditamos paso a paso el significado de cada uno de los detalles para comprender mejor el ejemplo de Jesús.

    Aquellos no tenían ningún interés en escuchar las últimas voluntades de un ajusticiado entre el polvo de la muerte y el ruido del tumulto; nosotros venimos dispuestos a meditar su mensaje y ejemplo para comprender mejor nuestra vida de fe.

    Allí estaban también presentes las autoridades políticas y religiosas, los forasteros y soldados, el pueblo en masa, frente al Crucificado, como lo estamos nosotros esta misma mañana en Valladolid. Pero no presenciamos un acto cruento como el de entonces, no es un espectáculo de entretenimiento ni siquiera cultural, a pesar del valor artístico de las hermosas tallas, no es un acto meramente social de la Semana Santa vallisoletana. Es un acto de fe, hermanos.

    Cada año se nos convoca aquí, en esta plaza de ciudad, para hacer memorial público de la Pasión del Señor. Para los cristianos no es un viernes cualquiera, es Viernes Santo, porque santo es el misterio que celebramos: la muerte de nuestro Redentor; Viernes de la Cruz, porque la cruz será el instrumento de su tortura y glorificación; Viernes primordial —como afirma la tradición armenia—, porque Jesús es el Primero que al pasar por el sufrimiento de la muerte experimenta la Luz primordial, la vida de la resurrección, que ya no muere más.

    Cada año, hermanos, al recordar los hechos de la Pasión y muerte del Señor reviven en esta plaza los acontecimientos salvadores de aquel Viernes único. Se hacen contemporáneos nuestros aquellos mismos personajes evangélicos que presenciaron y compartieron el momento extremo de su vida. Y escuchamos también sus mismas palabras, las de siempre, las que se hacen nuevas y únicas cada año, porque nosotros y el mundo siempre somos diferentes.

    Hoy, Viernes de la Cruz, estamos de nuevo en la Jerusalén de entonces. Queridos cofrades, turistas y autoridades; queridos enfermos y ancianos, aquellos que os hacéis presentes por la radio o la televisión; queridos religiosos y laicos, presbíteros y diáconos; querido Pastor y Obispo de esta Iglesia de Valladolid; somos invitados a contemplar a Jesús en esta hora crucial de su historia y de la historia, y aprender su ejemplo. Al contemplar al Cristo clavado en la cruz, me he preguntado muchas veces ¿cuál sería la escena ante los ojos del Crucificado? ¿Cuál sería el espectáculo horrible que viera desde la cruz? Contemplemos lo que Él contempló desde lo alto del madero.

    Somos invitados a escuchar a Jesús en su coloquio último con el Padre y los hombres y recordar su testamento. ¿Cuál fue la respuesta humana en aquellos trágicos momentos?, ¿cuáles fueron las últimas palabras que escuchó de los hombres antes de morir? Escuchemos lo que Él escuchó desde lo alto de la cruz.

    Somos invitados a revivir en nosotros los mismos sentimientos de Cristo en la hora de la verdad, de la máxima verdad de la vida; cuando ya no hay tiempo para las apariencias e hipocresías; cuando ya no importa la gente ni la imagen ni el quedar bien ni el qué dirán; cuando uno se enfrenta al final y a la verdad de sí mismo, y ya no hay más posibilidades de vida. Esta es la hora última de Cristo, del sufrimiento y del amor extremos, cuando se hizo tiniebla incluso en el corazón mismo del mediodía. Era la hora sexta.

    1. Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen

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    «Y cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen... El pueblo estaba mirando; las autoridades le hacían muecas diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”» (Lc 23,33-37).

    «Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo: A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era el Hijo de Dios?» (Mt 27,41-43).

    «Baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos» (Mc 15,32).

    El pueblo ya había hablado; ahora observa indiferente lo que está ocurriendo y asiste a una diversión acostumbrada. Algunos que pasaban por allí le insultaban y, meneando la cabeza, decían... «¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz!» (Mt 27,39-40). Blasfemias, burlas e injurias contra el condenado. Es la reacción de la muchedumbre, que grita instigada por los jefes, víctima de la manipulación. Gritan porque gritan los demás y como gritan los demás. El pueblo, ayer y hoy, puede ser víctima de la mentalidad dominante, de la opinión pública, determinada por los poderosos. Prefieren el éxito propio a la verdad. De esta forma, el miedo y la cobardía han sofocado la voz de la conciencia; la reputación social pisotea la justicia; y el inocente es maltratado, condenado y asesinado.

    Las autoridades judías (sumos sacerdotes, escribas, ancianos) allí presentes también se burlan de Jesús. «¡Si es el Mesías de Dios... que le salve ahora; si a otros salvó...que baje ahora de la cruz y creeremos en él!» Es la actitud de los prepotentes frente al humillado; la burla de los arrogantes ante el débil indefenso; la gloria de los vencedores que ansían el poder por encima de las víctimas. Se ríen de Jesús. Se burlan de quien está sufriendo. Su actitud es un insulto no sólo a la justicia; más aún, a la dignidad humana. La ironía de sus palabras y gestos es la perversión de una tarea al servicio del bien común. Defendían a Dios de un blasfemo, matando injustamente a un hombre inocente. Se burlan del médico que ayudó a otros y no puede ayudarse a sí mismo (Mt 27,42); del que confió en Dios y ahora no sale en su defensa.

    Los soldados romanos también se burlan, insultan y torturan a Jesús: «si tú eres el rey de los judíos... sálvate a ti mismo». Después del ajetreo nocturno, habían considerado una merecida diversión golpear y abofetear a Jesús en el cuartel romano. Se limitan al cumplimiento mecánico de la condena: crucificar a tres malhechores con la cruel rutina de los matarifes. Su ambicioso egoísmo les lleva incluso a rivalizar por las ridículas ropas de los ajusticiados. Refleja la sinrazón errada de los verdugos a sueldo, la crueldad absurda de los criminales, que se divierten con el dolor de los demás.

    Por tanto, el pueblo ríe y calla, con la ignorancia del que ha sido manipulado. Las autoridades judías ríen y desafían a un blasfemo idólatra, con la satisfacción del que ha vencido. Los soldados romanos ríen y ejecutan a un rebelde, con la conciencia del deber cumplido. Todos se ríen. Todos le echan en cara su doctrina, dudan de su mesianidad: «Si eres el Hijo de Dios, que te salve ahora» (Sal 22,8-9). Todos exigen pruebas evidentes y signos visibles del extraordinario poder que tuvo con otros: «Baja de la cruz». En este preciso momento: «ahora». Si eres capaz de hacerlo, creeremos en ti.

    ¿Cuál fue la actitud de Jesús? Conmueve su silencio ante las acusaciones. No entra en la provocación violenta de sus amenazadores, porque sabe que la agresividad aumenta la violencia. Su silencio es la respuesta al odio. Indefenso ante el despiadado sarcasmo humano y humillado por las burlas, no baja de la cruz; quiere entregar su vida al Padre para la salvación de todos. Es el misterio del Jesús sufriente y mudo ante el misterio del mal y de la muerte.

    Él, que desde el inicio de su ministerio público había enseñado a sus discípulos: «Sed compasivos con todos y perdonad» (Lc 6,36-37).

    Él, que a la pregunta de Pedro: «¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?» (Mt 18,21-22), le había respondido: ¡siempre!.

    Él, que nos enseñó a orar: «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6,12).

    Él, que aconsejaba: «Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persigan» (Mt 5,44).

    Él, que salva la vida de la mujer adúltera a punto de ser lapidada y la perdona (Jn 8,11), como a tantos otros pecadores y enfermos... Ahora, perdona, disculpa y ora por sus torturadores. No se deja llevar por la venganza ni grita contra sus adversarios. Simplemente perdona. El perdón es su respuesta al látigo, la mofa y el verdugo. Disculpa, incluso, a sus ejecutores: «no saben lo que hacen». Y ora e intercede por ellos ante el Padre (Is 53,12): «al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia» (1P 2,23).

    Es la actitud de Cristo, y ha de ser la actitud de los cristianos. Bien sabemos todos que no es fácil. Cuando condenamos a quien nos condena; cuando juzgamos a quien nos juzga; cuando perdonamos y no olvidamos...no perdonamos. Seguimos con la antigua ley del talión (ojo por ojo, diente por diente...) que equiparaba el castigo al daño producido (Ex 21,25). Cristo perdonó porque tuvo compasión; y el cristiano perdona como Cristo. Este es el mensaje de la cruz, que no es lugar de amenaza, venganza o condenación, sino de compasión y misericordia siempre y con todos (Mt 18,21; Gn 4,24).

    Oración:

    Señor Jesús, / ¿por qué nos cuesta tanto perdonar? / ¿por qué nos cuesta tanto querer? / Desde la cruz hablas de perdón / a una cultura que busca la prepotencia, la competitividad y el ser los primeros; / desde la cruz das ejemplo de perdón / a familias marcadas por la división, la ruptura y el no hablarse; / desde la cruz perdonas / a quien se burla, desprecia y tortura. / Nuestra sociedad no entiende de perdón; / es signo de debilidad contracultural; / de humillación en la que se pierde la razón. / Y sin embargo, al contemplarte, / comprendemos que / quien mira al Crucificado es libre; / quien mira al Crucificado no tiene miedo; / quien mira al Crucificado perdona.

    2. Hoy estarás conmigo en el Paraíso

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    «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso”» (Lc 23,39-43).

    Junto a la cruz de Jesús crucificaron a dos delincuentes, uno a cada lado. Jesús era para ellos un malhechor más. Los tres compartían el mismo suplicio al final de su vida. Sin embargo, el relato evangélico describe una hermosa página de aceptación y rechazo, de libertad humana y misericordia divina.

    La tradición popular fijó el nombre de Gestas para el mal ladrón. Aparece como un hombre impetuoso que, influenciado tal vez por los gritos de la gente y la angustia de estar sujeto al tormento de los criminales, insulta a Jesús. Se dirige a Él y le propone su última tentación: ser un Cristo de poder y gloria, de signos milagrosos que liberen del suplicio mortal a la vista de todos. Al mirar a Jesús, no ve más que un rostro maltratado y marcado por el dolor, lleno de sangre y heridas, como el suyo.

    El otro bandido, distinguido popularmente con el nombre de Dimas, también mira a Jesús. Después de ver caras de ira y odio hacia él, encuentra la mirada comprensiva y misericordiosa del inocente injustamente condenado. Entonces, con valentía y humildad, reconoce su propia verdad, asume en el trance de muerte su equivocación y fracaso. Es entonces cuando recrimina y corrige la actitud altiva de su compañero: «¿Es que no temes a Dios?» Es entonces cuando se dirige a Jesús con el título político de Rey, motivo de su condena señalado en el letrero de la cruz, y suplica su salvación. Paralizado por los clavos de la muerte, el buen ladrón arrepentido conserva su última libertad, la de la fe. Ha presentido que el Reino de Dios ha llegado para él, es Jesús; ha experimentado la presencia del Dios de la Vida en el suplicio mismo de la muerte; ha suplicado perdón y goza ya de la misericordia divina.

    En estos dos personajes advertimos dos reacciones contrarias ante el mismo espectáculo y la misma persona; dos actitudes diversas fruto del misterio de la libertad humana. ¡Este es el hombre! Nuestro destino se compendia en el destino de los dos malhechores: uno blasfema contra Dios y el otro cree; uno se retuerce en su propia rebelión interna, el otro confía. Ellos, no sólo son ellos, son nosotros.

    Pero, ¿cuál fue la reacción de Jesús ante ellos? Silencio ante la provocación de uno; aceptación de la súplica del otro; misericordia para ambos. Jesús no responde al desafío airado del mal ladrón que exigía la liberación milagrosa de los condenados. Reta a Jesús como última posibilidad para librarse del suplicio mortal. Pero es inútil. Jesús no responde ni a sus insultos ni a su provocación.

    Sí responde a la súplica sentida del buen ladrón. Y sorprende la contundencia de su respuesta: «Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso». Es evidente la inminencia de su muerte. El hoy expresa la inmediatez y la gratuidad de la salvación. Hoy, en tu último instante, hermano ladrón, te llega la salvación. No importa el momento, estarás conmigo. Eso es el paraíso: estar con Dios, estar en Dios. A veces, el término paraíso nos suena a felicidad perdida y añorada, a promesas ofrecidas por ideologías de todo tipo, que siempre fracasaron. No, hermanos, no hay paraísos políticos, ni económicos, ni turísticos... Todos son paraísos virtuales de plástico y ficción. Jesús promete un paraíso a quien pasa por la cruz, a quien asume con fe y humildad la fragilidad de la vida y la verdad de la propia existencia. Por eso, la cruz, instrumento de tortura y lugar de sufrimiento, es puerta del paraíso y promesa de salvación. La respuesta de Jesús al buen ladrón es aliento de vida en el momento último de la muerte. Es vida prometida al pecador arrepentido.

    Esto es lo que había enseñado a sus discípulos durante su vida pública: «no he venido a condenar, sino a salvar lo que estaba perdido; no necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Lc 19,10; Mc 2,17). Así lo hizo él, cuando fue a Jericó y encontró a Zaqueo, jefe de publicanos y rico (Lc 19,1-10). Como publicano había pactado con el invasor romano, había traicionado a su pueblo judío, y se estaba lucrando con los impuestos que cobraba injustamente. Era odiado por todos. Sin embargo, en medio de aquella curiosa multitud, Jesús se dirige precisamente a él y se autoinvita a comer en su casa. Zaqueo lloró de alegría. Alguien le miraba sin resentimiento y le trataba con amor. Los demás murmuraban contra Jesús: «Ha ido a hospedarse a casa de un pecador». Sí, hermanos, Jesús se relacionaba con los pecadores, miraba con compasión a los que todos odiaban, transmitió misericordia a quien no la tenía. Por eso, Zaqueo descubre su verdad, reconoce su engaño y reacciona con amor multiplicado: «Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres; y si defraudé a alguien, le devolveré cuatro veces más». Y Jesús afirmó entonces lo mismo que afirma ahora en la cruz: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa...»

    Hermanos, la misericordia con los otros hace milagros. El ejemplo de Jesús nos insta en esta mañana santa a practicar la compasión; a buscar el arrepentimiento; a primar la misericordia.

    Oración:

    Señor Jesús, / Rey sin reino, / incluso en el momento último de la cruz / constatas la ambigüedad del corazón humano. / Unos te insultan y desprecian; / otros te encuentran y confiesan. / Unos te ignoran; otros te anuncian. / Unos te siguen; otros te persiguen. / Y a todos diriges tu mirada de compasión, / tu palabra de misericordia, / tu promesa de salvación.

    Señor Jesús, / acuérdate de mí, cuando me encierre en mi egoísmo; / acuérdate de nosotros, cuando nos cerremos al perdón; / acuérdate de aquellos que cierran los ojos / para ignorarte y borrarte de la historia. / Acuérdate de todos, cuando llegues a tu Reino.

    3. Mujer, ahí tienes a tu hijo... Hijo, ahí tienes a tu Madre

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    «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,25-27).

    Después de entregarse a sí mismo, Jesús entrega lo más querido, el único amor que le queda, se despoja de lo más íntimo de su corazón: la madre y los amigos, su verdadera familia de sangre y de fe. Junto a la cruz están María, su Madre, y Juan, el Discípulo Amigo. Mira a la Madre para entregar al Discípulo, y mira al Discípulo para entregar a la Madre. Son confiados mutuamente. Y establece entre los tres una íntima comunión que nos hace a todos hermanos en el Hijo e hijos en la Madre.

    En el colmo del sufrimiento, Jesús encuentra la mirada de su madre María. Es una mirada de común e indecible dolor y aliento. Había desaparecido de todo protagonismo durante su misión pública, pero le ha seguido muy de cerca hasta la cruz. Ahora asiste impotente a la tortura del hijo de sus entrañas, ve al pueblo burlarse de él, sus ropas sorteadas para otro, clavado a una cruz cual criminal... desnudo y desangrado. ¡Ahora entiende la hondura de las palabras profetizadas sobre ella por el anciano Simeón! «Una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35). María se siente traspasada por la espada de dolor anunciada en su juventud. ¡Qué bien lo ha captado el pueblo cristiano en su devoción a la Madre dolorosa, Virgen de las angustias, Señora de la piedad!

    Pero María no huye como los demás. No tiene miedo como los demás. Ahora entiende las palabras del ángel en la Anunciación: «No temas, María» (Lc 1,30). Ahora comprende las consecuencias de su fiat, del «hágase como has dicho» (Lc 1,38). Pero permanece fiel y dolorida, gimiendo y llorando junto a la cruz de su hijo. Permanece junto a la cruz con el valor de la madre, con la fidelidad de la madre, con la fe de la madre. «Bendita tú que has creído» (Lc 1,45). Al igual que creyó en el momento increíble de su gozosa maternidad, cree ahora en el momento de la mayor humillación de su hijo. Precisamente por ser Madre fiel y creyente, Jesús le entrega a Juan, y en Juan a todos sus discípulos.

    Al escuchar las palabras «ahí tienes a tu madre», el corazón de María se inunda de dolor, porque presiente la inminente separación mortal del hijo. Pero al escuchar las palabras «ahí tienes a tu hijo», su corazón se inunda de inmensa ternura por el amor que revela una nueva maternidad. La que es llamada mujer ahora es proclamada madre. El discípulo del Hijo se convierte en hijo de la misma Madre. Bajo la cruz de Jesús, María se convierte en Madre de la Iglesia. Allí donde muere el Hijo nacen innumerables hijos, y en el lugar de la muerte —La Calavera—, brota un manantial de vida, nace la Iglesia.

    María es lo primero que ven los ojos de Jesús al nacer en Belén; y lo último que ve antes de cerrar sus ojos en el Gólgota. Su madre, María, fue la primera y la última...

    Juan es el único discípulo que permanece fiel hasta el final. Comparte el sufrimiento de la madre y obedece el mandato del Maestro. Acoge a María, no sólo en su casa, sino también en su amor; un amor que acompaña y consuela.

    En Juan contemplamos al discípulo de todos los tiempos que acoge siempre. ¿Qué decir, hermanos, de los miles de personas que huyen de su tierra y vagan por el mundo sin dignidad ni identidad? ¿Qué decir, hermanos, de los miles de refugiados recluidos en nuevos y anónimos campos de concentración tratados como no-personas? ¿Qué decir, hermanos, de las personas que mueren solas en los barrios populosos de la gran ciudad occidental? ¿Qué decir, hermanos, de las mujeres obligadas a prostituirse por las mafias reconocidas, o los niños esclavos condenados de por vida a producir? No es demagogia, hermanos. Son personas. Son hermanos. Son hijos. De nada sirve compadecer con palabras y sentimientos los sufrimientos de este mundo, si nuestra vida continúa insensible al dolor de los demás. Juan nos muestra un amor que socorre y consuela.

    En María contemplamos la fidelidad del amor en los momentos duros de dolor y sufrimiento; el consuelo silencioso de la madre cuando ya nadie sabe qué decir; la presencia materna al lado de la cruz de innumerables hijos, que son crucificados de modos diversos en cualquier rincón del mundo. En María contemplamos el dolor de las madres que lloran a un hijo humillado, herido, desaparecido o asesinado. María nos muestra un amor que sabe compartir el sufrimiento.

    Y en ambos, contemplamos el amor y la fidelidad de la débil Iglesia representada en ellos, que escucha la Palabra de su Señor. La Madre y el Discípulo Amigo nos muestran el amor universal que ama a todos, que sufre con todos, que acoge a todos.

    Oración:

    Señor Jesús, / cuando viene el dolor y el sufrimiento / que hunde en la amargura y la tristeza, / quisiera estar junto a esa cruz como María, / Madre de los dolores.

    Cuando asaltan las dudas y el desánimo, / y la fe oscurecida todo lo derrumba, / quisiera estar en pie como María, / Madre de los creyentes.

    Cuando viene la soledad y el desamparo / en los que nadie se siente acompañado, / quisiera esperar junto a la cruz como María, / Madre de la Iglesia.

    4. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

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    «Hacia la hora nona, Jesús gritó: “¡Elí, Elí, lamá sabactaní!”. Es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron: “A Elías llama éste”. Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían: “Deja, a ver si viene Elías a salvarlo”» (Mt 27,45-49)

    Si en algo se distingue el ministerio público de Jesús es porque revela el amor preferencial de Dios a los más pobres e indefensos, a los enfermos y marginados, a los pecadores y abandonados. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Jesús se presenta como el consuelo de Dios para quien no lo encuentra en esta tierra. Él mismo cuida y acompaña a sus discípulos y amigos, incluso en las circunstancias más adversas. Calma su desconcierto en la temible tempestad del lago (Mc 4,35-41), acompaña y llora con Marta y María la muerte de Lázaro (Jn 11,1-44), se compadece de la muchedumbre desorientada que lo sigue (Mt 9,35-36)... Y sin embargo, ahora, cuando más lo necesita, cuando se consume clavado en el madero de la cruz, el que no abandonaba a los suyos se siente abandonado de todos.

    Jesús experimenta el abandono de su pueblo. Antes le había buscado para aclamarlo como Rey, le había recibido exultante y curioso en Jerusalén... Ahora lo expulsa de la ciudad santa al lugar de la vergüenza. Fuera de la viña de Israel, fuera de la sociedad políticamente correcta, fuera de la creación de Dios. Desechado del reino de los poderosos y expulsado al basurero de los criminales. Colgado en una cruz, sujeto por los clavos, desnudo ante la gente, expuesto a la deshonra. Jesús es herido por la tortura física de su cuerpo y ofendido en su dignidad. Ser desnudado en público significaba no ser ya nadie. Ser ajusticiado en cruz suponía maldición de Dios, tal como enseñaba la ley judía: «Maldito todo aquel que cuelgue de un madero» (Dt 21,23). El pueblo abandona a Jesús. Pueblo mío, ¿por qué me has abandonado?

    Jesús experimenta el abandono de sus discípulos. Se fiaba de ellos porque los amaba. Eran su familia... pero le dejan solo. Le seguirán de lejos, perdidos y asustados; marcados por la infidelidad y la cobardía. La pasión de Jesús es amistad traicionada. Ya en el momento de su agonía en Getsemaní, mientras todos dormían, Judas, el único despierto, ultima la traición. El beso de amor se transforma en signo de odio. «Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo de Dios?» (Mt 26,50; Lc 22,48). Es el auténtico traidor, que inicia la cadena de entregas hasta el nefasto desenlace del discípulo y del Maestro, de Judas y Jesús. La perdición de Judas fue la avaricia, el ansia de poder y la ambición de dinero, la complicidad con los poderosos y la prepotencia reinante en el corazón de todo hombre, que desde el inicio de la historia se llama egoísmo. Judas fue vulnerable al dinero y la traición. Judas, amigo mío, ¿por qué me has abandonado?

    Pedro tampoco está. Es víctima de su propia presunción. Se cree fuerte, y es débil; se cree seguro, y va a fallar; se cree único, y es como todos. Jesús presiente la debilidad del más fuerte, pero Pedro está seguro de seguirle hasta el final. Cuando en el camino nocturno de casa en casa y de juicio en juicio, Pedro encuentre la mirada de Jesús y entre en sí mismo, descubrirá su negación traidora y llorará amargamente. Lágrimas de humildad para ahogar su orgullo. Lágrimas más por sí mismo que por el Señor. Jesús es víctima del miedo paralizante del que se quiere sólo a sí mismo, de la cobardía de quienes no quieren exponerse al juicio de los demás, del temor de aquellos que viven de la opinión engañosa e hipócrita de la gente. Pedro, ¿tú también? ¿por qué me has abandonado?

    Jesús experimenta también el abandono de la justicia. Pilato gobierna sin otra verdad que su poder. Sabe que ese condenado es inocente. Su corazón está dividido y sometido a enorme presión política que obliga a pronunciar sentencia. Pero prefiere su posición social al derecho. Halaga a la muchedumbre para canalizar su ansia de poder y ambición. Sigue la cruel sabiduría de los dominadores que entregan chivos expiatorios a las masas. Pilato, representante del poder, juez injusto, ¿por qué me has abandonado?

    En esta extrema desolación, Jesús se dirige al Padre y grita el dolor de su abandono: Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué me has abandonado? ¿Por qué soy entregado al horror de la muerte? ¿Por qué te siento ausente ahora? ¿Por qué? Es grito de queja y angustia, no desesperación. Jesús experimenta el silencio del Padre. Con esta lamentación del salmo 21, Jesús asume en sí el Israel sufriente, la humanidad que padece el desgarro del sufrimiento y el drama de la oscuridad de Dios. Es un diálogo íntimo entre Dios y Dios, entre Padre eterno e Hijo Encarnado. «No me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación» (Sal 26,9). Pero, en la cruz, Jesús manifiesta la fidelidad a un Dios que parece ausente e indiferente a nuestro dolor; que ama silencioso en el sufrimiento; que no se defiende en su respeto infinito al hombre.

    Jesús experimenta el desprecio de su pueblo, la traición del hermano, el abandono de sus discípulos, la cobardía del gobernador, la crueldad de los soldados y hasta el silencio de Dios. Es la misma experiencia de muchos otros discípulos suyos que continúan gritando: Dios mío, ¿por qué nos has abandonado? Y la respuesta está en Jesucristo. Permaneció en la cruz confiando en Dios. La fe nos salvará.

    Oración:

    Señor Jesús, / el abandonado de los abandonados.

    ¿Por qué, a veces, quien más reivindica palabras de tolerancia / se muestra como el más intolerante con todos?

    ¿Por qué, a veces, quien más sonríe triunfante en sus negocios / es quien se siente más desdichado?

    ¿Por qué, a veces, personas sencillas que socialmente no cuentan / son las personas más queridas y amadas por los demás?

    Señor, en cada mirada siento tu presencia y tu dolor.

    5. Tengo sed

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    «Después de esto, sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la Escritura dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca» (Jn 19,28-29).

    Las mujeres solían llevar a los condenados vino mezclado con mirra para aliviar sus sufrimientos. Pero Jesús no bebió el calmante (Mc 15,23). Quiso asumir conscientemente todo el dolor de la crucifixión. Hasta ahora no se había quejado de su tortura física, sólo manifiesta su sed. Es comprensible por la pérdida de sangre. Pero, ¿no es extraño que en medio de tanto dolor y necesidad sólo manifieste su sequedad? En el abandono más absoluto, Jesús experimenta la debilidad de sus fuerzas físicas, el agotamiento de su cuerpo, la radical fragilidad humana. «Tengo sed».

    Es la misma súplica que expresó al inicio de su misión a la mujer samaritana (Jn 4,1-42). Pasa por la región de Samaría hacia su tierra de Galilea. Está fatigado por el camino y el calor del mediodía, se sienta junto al pozo de Jacob y allí encuentra a la samaritana. Sin conocerla, suplica: «Dame de beber». Y aquella mujer se extraña y sorprende. ¿Tú, hombre judío, me pides de beber a mí, mujer samaritana? Pero... si los judíos odian a muerte a los samaritanos; pero... si entre nosotros ningún hombre suplica a una mujer... Y se establece un diálogo insólito entre ambos, al mismo nivel de respeto y verdad. La mujer da a beber a Jesús un agua que calma momentáneamente la sed; y Jesús promete un agua viva que calma la sed para siempre. Hablaba del don del Espíritu, que se convertirá en el cristiano en un manantial interior de gracia y vida. Y la mujer creyó en él; y habló de él a todos sus paisanos; y muchos desde entonces siguieron a Jesús.

    Ahora, al final de su vida, vuelve a manifestar su sed y pide de beber a los allí presentes. Tiene sed porque le falta la vida. Para continuar la burla, un soldado empapó una esponja en la bebida ácida que usaban los romanos y le ofreció de beber. Agua de muerte al que prometió agua viva.

    Es inevitable establecer una comparación entre ambos momentos y personajes. Jesús manifiesta únicamente su sed al comienzo de su misión a una mujer samaritana y al final de su vida a un soldado romano. ¡Qué casualidad! Ambos extranjeros e impuros, es decir, odiados por el pueblo judío y considerados malditos de Dios; ella, mujer de cinco maridos, y él, hombre con las manos manchadas de sangre. Precisamente a ellos es a quien manifiesta su sed y pide de beber. Jesús muestra con este signo su deseo de comunión con los considerados malditos y excluidos del pueblo elegido. Entonces... ¿de qué tiene sed Jesús?

    Sed de comunión con los no amados, sean ricos o pobres, hombres o mujeres, jóvenes o ancianos. «Tuve sed y me disteis de beber... ¿Cuándo te vimos sediento y te dimos de beber?. Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mi me lo hicisteis?» (Mt 25,35-40) Si algún día cayeras en desgracia y quienes te rodean ahora huyeran de ti y te menospreciaran, ¿te gustaría sentirte acogido y amado? Hermano, busca ser comunión con todos.

    Sed de justicia para todo tipo de víctima inocente. El misterio de la cruz de Cristo se prolonga en el dolor de quien es injustamente utilizado o rechazado; sediento de ser tratado como persona humana. La cruz de Cristo pervive en el sufrimiento de pueblos sometidos a la llamada limpieza étnica y comunidades cristianas flageladas por la persecución estatal. ¿Imagináis que un día nosotros, los satisfechos del Norte, pidiéramos agua a los famélicos del Sur y que éstos levantaran muros de insolidaridad ante nosotros y tuviéramos que calmar nuestra sed con las aguas mortales del océano? Hermano, busca ser justo donde estás.

    Sed de vida en una cultura de muerte. «Al que tenga sed, yo le daré del manantial del agua de la vida» (Ap 21,6). Quien sigue a Cristo, cree en un Dios de vivos, no de muertos. Quien conoce a Cristo respeta la vida, que procede de Dios y es sagrada. Quien cree en Cristo da la vida para dar vida a los demás. Para el cristiano Dios es amor. Y si el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, el hombre es amor. Esa es su esencia. No deja de existir cuando muere, sino cuando deja de amar. Hermano, ama la vida de los demás.

    Sed de fe y amor en la sociedad del bienestar. «Si alguno tiene sed, que venga a mí...; el que cree... de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38) El hombre presuntuoso de occidente, cansado de creer, ya no cree en nada y desconfía de todas las religiones. Puede prescindir de todas ellas. Su autosuficiencia pretende vivir sin Dios y considera la fe expresión de debilidad cultural. Se impone la indiferencia. Pero este nuevo paganismo tiene un peligro: olvidándose definitivamente de Dios se ha desentendido de los hombres. Y hemos sido esclavizados por el poder de las ideologías, entretejidas de mentiras y falsas promesas, en las que el ser humano no es más que un voto o una mercancía que se compra o se vende. Hermano, vuelve a Dios.

    El Cristo sediento de la cruz manifiesta a la humanidad contemporánea que la única respuesta a su sed se encuentra en el misterio de la Cruz vivificante.

    Oración:

    Señor Jesús,

    Tu sed manifiesta la indigente debilidad del ser humano. / Tengo sed de vida.

    Tu sed recuerda la necesaria ayuda de los otros. / Tengo sed de comunión.

    Tu sed revela que Dios suplica al hombre el sí de su amor. / Tengo sed de fidelidad.

    «Dichosos los que tengan sed... porque quedarán saciados» (Mt 5,8).

    6. Todo está cumplido

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    «Vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol» (Lc 23,44)

    «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: Todo está cumplido» (Jn 19,30).

    Jesús no es víctima de un acto terrorista, nadie le quita la vida; sino que Él la entrega voluntariamente por amor. Así lo anticipa él repetidas veces a sus discípulos antes de su pasión: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente... esa es la orden que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18). Su vida se comprende como el cumplimiento obediente de la misión encomendada por Dios Padre. Y, ¿cuál es esa misión? ¡Qué bien lo sintetiza el apóstol san Pablo en el hermoso himno de la Carta a los cristianos de la ciudad griega de Filipos! (Flp 2,6-11):

    Jesús, siendo Dios y gozando del eterno amor del Padre, se despojó de su rango, se rebajó, pasando por un hombre cualquiera como nosotros. Más aún, quiso asumir la condición de siervo, el último lugar, para que nadie pudiera sentirse menospreciado por debajo de Él. Y como hombre experimentó el dolor del sufrimiento y de la muerte. Más aún, experimentó una muerte ignominiosa, la más cruel y despreciable de entonces, la reservada a los criminales, para asumir en sí todo el dolor de los hombres y crucificar en él nuestras cruces. Precisamente por esta obra y actitud Dios Padre lo levantó, lo resucitó, lo glorificó y lo ha constituido Kyrios, Señor de todo cuanto existe.

    Esto es lo que intentó decirnos a lo largo de su ministerio en sus enseñanzas y signos. Cuando Él se identifica con la imagen del pastor, quiere comunicarnos que da su vida por nosotros (Jn 10,15). Todos conocéis de sobra, y algunos habréis vivido en propia carne, lo que es la vida de un pastor. He visto cómo se consumían sus días y sus años sólo pendiente de acompañar al rebaño y atender a sus ovejas. No tenía domingos ni descansos, porque el rebaño necesitaba ser atendido; no podía hacer viajes, más que pidiendo ayuda a los demás para que lo sustituyeran; y muchas de sus enfermedades las ha curado en la soledad de nuestros páramos. Una vida sacrificada y ofrecida. Cuando se quiere dar cuenta, se le ha pasado la vida traspasando veredas y alternando estaciones. Cristo quiso identificarse al pastor bueno que da su vida por el rebaño para hablar de su misión entre nosotros. Dar la vida por los demás. ¡Que mal suena a nuestros oídos postmodernos!, ¿verdad? Y sin embargo, esta es la clave de la fe cristiana: amar, amar de verdad, incluso, estando dispuesto a dar la vida por el otro. «No hay amor más grande que dar la vida» (Jn 15,13), dice Jesús.

    Esto es lo que intentó enseñarnos durante su última Cena (Mt 26,26-29). Al celebrar la normal cena pascual judía, presenta una sustancial novedad a los ojos de sus discípulos. Al repartir el pan y la copa de vino, Jesús lo presenta como su Cuerpo entregado y su Sangre derramada. Los discípulos no entendían nada; pero Jesús ya les advierte que lo entenderán más tarde. ¿Cuándo? En el Calvario. Jesús anticipa en este gesto el sacrificio de su propia entrega culminado en la cruz y constantemente actualizado en la eucaristía. Pero hubo un gesto más. Nos lo relata el evangelista Juan y ayer tarde lo renovábamos en nuestras iglesias (Jn 13,2-15). Durante la cena, «sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). ¿Cómo? Se puso a lavar los pies a los discípulos. Y, ¿qué importancia tiene eso? En la época de Jesús este oficio estaba reservado exclusivamente a los esclavos. Jesús se pone, una vez más, en el lugar de los esclavos y últimos. Pedro no lo puede consentir. ¡Cómo el Maestro y el Señor va a hacer este servicio indigno! Pero Jesús lo impone como gesto característico de su discipulado. Sólo entonces y por este motivo acepta Pedro. Después, Jesús vuelve al lugar presidencial de la mesa y como buen maestro les pregunta si han comprendido la lección. Y concluye: «os he dado ejemplo para que vosotros hagáis lo mismo». Celebrar la eucaristía supone estar dispuesto a lavar los pies, como gesto de amor. Ser discípulo de Cristo significa estar dispuesto a entregar la vida, a ser Cuerpo entregado y Sangre derramada para servir con humildad a los otros.

    Ahora, el suplicio de la cruz no es más que la culminación de una vida entregada. Es la consecuencia lógica de una vida que se ha ido entregando, poco a poco y día a día, en sacrificio callado por los demás. Clavado en la cruz, se despoja totalmente de sí mismo. Humillado en su dignidad interior y deformado en su apariencia externa. Ya no volverá a ser el mismo. Su rostro ha sido desfigurado, sin aspecto atrayente ante el que se vuelve la cara para no verlo ((Is 53,4-6).

    En este estado, cuando presiente ya la hora fatídica de su muerte, reconoce el final de su misión. «Todo está cumplido», Padre; tal como Tú mandaste. Ha llegado el fin. Es el grito del que concluye su vida con la tarea terminada, pese al dolor y sufrimiento inevitables. Es la exclamación del siervo humilde que ha ofrecido su vida para colaborar con Dios en este plan de amor que tiene para el mundo.

    Precisamente en este momento sólo hay silencio y tiniebla en el lugar de la Calavera. Todos los personajes callan y desaparecen de esta escena evangélica. Ya no se oye el griterío de la gente, que poco a poco se aleja del lugar. Se presiente la ausencia de todos, excepto de los más íntimos. En pleno mediodía Jesús grita: Todo está cumplido, Padre; tal como Tú has deseado. Consumatum est.

    Oración:

    Señor Jesús,

    has elegido el camino de la humildad / frente a la farsa social y la soberbia;

    has elegido el camino de la entrega / frente al utilitarismo y la avaricia;

    has elegido el camino de la verdad / frente a la mentira y la explotación;

    has elegido el camino de la cruz / frente al éxito y la frivolidad.

    «El que se ama a sí mismo se pierde» (Jn 12,25)

    7. Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu

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    «Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: “Realmente este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y los mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando» (Lc 23,44-49).

    «Fueron los soldados, le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le atravesó el costado y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,32-34).

    La última palabra de Jesús Crucificado se dirige al Padre; como la primera. La escuchamos con la veneración y ternura del que escucha por última vez la voz de un ser querido. Es su palabra final. Vuelto al Padre, le confía su vida y su obra, todo. Es el abandono en las manos del Padre que acogen el último aliento del Hijo amado. Del Padre vino y al Padre vuelve. Salió del seno del Padre y ahora sale del seno de la tierra para volver a Él. Su vida es el misterio de un abajamiento y exaltación; el misterio de un abandono en íntima comunión entre el Padre y el Hijo. En la impotencia del Crucificado brilla la omnipotencia de Dios. En el abandono del Hijo se hace presente la fidelidad del Padre. Jesús ora con un versículo del salmo 31: «en tus manos abandono mi vida... yo confío en Dios».

    Hace unos momentos, Jesús había mostrado su dolor interior por sentirse abandonado del Padre en el tormento mortal. Ahora se abandona a Él en actitud de amor infinito y confianza suprema. Precisamente cuando se siente más abandonado del Padre se encomienda a Él, le ofrece todo lo que ha sido y es, todo lo que ha hecho y hace, toda su vida y ministerio mesiánico. Supera el abandono de Dios confiando en Él. ¿Por qué? Porque se siente unido a Él y sabe que no le defraudará. Así lo expresa el salmo y cantamos en el Te Deum los días solemnes: «En ti, Señor, confié, no me veré defraudado para siempre». Su absoluta confianza en el Padre ahuyenta la desconfianza. Es el momento de la fidelidad y de la fe, como enseña el Apocalipsis: «Se fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida» (Ap 2,10).

    Mientras Jesús luchaba entre la vida y la muerte, los personajes de aquella escena evangélica están ajenos a este momento y diálogo trascendental. La mayoría del pueblo curioso se había marchado, cansado ya de esperar y urgido por preparar la solemnidad que comenzaba esa misma tarde. Nada se dice de los discípulos, a excepción de Juan. Tan sólo se menciona a las mujeres del grupo de Jesús, que observan desde lejos esperando fieles. Estarán presentes en su entierro y serán los primeros testigos de su resurrección. Los soldados aguardan impasibles para certificar el cumplimiento de la condena; y se aseguran de la muerte de Jesús con la lanzada que atravesó su pecho. Sin embargo, sorprende la reacción del centurión romano que ha presenciado toda la escena. Ha escuchado sus palabras y ha observado su actitud; ha oído hablar de perdón y ha presenciado la promesa a uno de los malhechores; le ha visto orar y no devolver las injurias recibidas. Tras su muerte, el centurión atónito exclama: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios». ¿Qué ha contemplado este hombre para decir esto? ¿Qué ha visto en este Crucificado que no viera en los demás? El testimonio de un hombre justo; el ejemplo supremo del verdadero amor. Este es el hombre. Ecce homo. Este es Dios. Ecce Deus.

    En medio de aquel revuelo, es precisamente un pagano el que confiesa la verdad de Jesucristo; un no creyente, el que invita a creer que el Crucificado es verdaderamente quien había dicho, el Hijo de Dios, el Mesías esperado, el Salvador del mundo. Aquello que no aceptaron los creyentes judíos lo profesa un pagano. Hermanos, la meditación de la última palabra es una llamada a la fe y a la fidelidad de todos los creyentes en Jesucristo.

    Una llamada a la fe incluso en los momentos de máximo abandono y sufrimiento de la vida. Así lo vivió Jesús; y ese fue su ejemplo. En la oscuridad de la muerte puso su confianza en Dios y se fió de su promesa. «Todo el que cree en Él, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11,25-26). Vivirá, sí; no morirá. Es el misterio que captó el centurión al contemplarle traspasado y que profesó en alta voz ante los presentes. Es la experiencia que tuvo el incrédulo apóstol Tomás que no aceptaba creer sin demostraciones visibles y evidentes (Jn 20,24-28). El evangelio de san Juan recoge en sus capítulos finales la última bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20,29). Dichosos, hermanos, aquellos que se fíen de la promesa del Señor, que se fíen de Dios... porque verán su salvación.

    Y una llamada a la fidelidad. Cristo confía y permanece fiel a Dios hasta el final. Es el misterio prolongado en tantos mártires de Cristo presentes en todos los momentos de la historia. Mártires que se debaten entre la seducción y la persecución de este mundo. Primeramente la gente te seduce con halagos y alabanzas para ganarte a sus criterios, para usarte a su antojo y manipularte según el propio interés. Pero si te opones con razones propias y contradices lo más mínimo sus planteamientos, pasas inmediatamente a ser perseguido. Desde entonces te conviertes en el enemigo más peligroso y buscarán aniquilarte por todos los medios posibles. Es decir, ha comenzado tu pasión, tu personal abandono y martirio; como muchos hermanos nuestros en este momento. Quiero recordar, a modo de ejemplo, a los diecinueve obispos católicos, veinte sacerdotes y diez seminaristas torturados actualmente en las cárceles de China. Son mártires que nos enseñan a decir un “sí” sin condiciones al amor por el Señor; y un “no” a los halagos y componendas injustas con el fin de salvar la vida o gozar de un poco de tranquilidad. No se trata sólo de heroísmo, sino de fidelidad. Jesús no se salvó a sí mismo. El creyente que mira al Crucificado vence el miedo y aviva el amor; porque en Cristo encuentra la respuesta a todos sus interrogantes y un ejemplo que seguir en su vida cristiana. Creemos para vivir, no para amargarnos la vida. Este es el objetivo del Evangelio, del trabajo y predicación de la Iglesia, de la entrega y desvelos de todos los cristianos en sus respectivas vocaciones, de misioneros lejanos y comunidades cercanas: Vivir la fe y creer en la vida.

    Oración:

    Al contemplar la muerte de Cristo, no hay más palabras ni comentarios. Oramos con los versos del místico castellano san Juan de la Cruz, que pasó gran parte de su vida en tierras vallisoletanas, también en esta ciudad. En ellos describe su abandono absoluto en Dios, la confianza extrema en las noches de la fe, la experiencia sublime del amor cristiano.

    Quedeme y olvideme, / el rostro recliné sobre el Amado. / Cesó todo y dejeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado.

    Epílogo

    Era la hora nona cuando murió Jesús; hacia las tres de la tarde, después de seis horas expuesto al cruel dolor de la cruz. Fue depositado en un sepulcro cercano con el llanto de todos, los presentes y los ausentes. Nadie sospechaba el milagro de su resurrección. Igual que el grano de trigo es depositado en tierra durante la siembra y tras la espera silenciosa del invierno aparece vivo y trasformado en el primer brote de primavera, así resucitó Cristo de la oscuridad de la muerte. Este es el milagro que admira cada año el labrador. Este es el misterio que celebra cada año el cristiano. Jesús ha vivido su pasión y muerte como paso a la resurrección. En el lugar de la muerte ha resucitado la vida. La cruz y la resurrección son inseparables, ambas acontecen en el Calvario. Son dos caras de una misma moneda. Su pasión y muerte son el precio de la pascua, de la victoria de Cristo sobre todo mal que oprime al hombre. La cruz levantada el Viernes Santo contrasta con el Cirio levantado en la Vigilia pascual. La cruz, hermanos, se ha convertido en luz. Y este es el misterio que actualizamos cada año y cada día. Toda la vida es gloria y cruz; todos los días vivimos muerte y resurrección; siempre hay luces y sombras en nosotros y junto a nosotros. Pero sabemos que la última palabra no la tiene el mal, el pecado o la muerte, sino el bien y la vida. La última palabra es de Dios.

    Queridos jóvenes, al contemplar en esta mañana la valentía de Jesús Crucificado, seguid a Cristo. No tengáis miedo ni complejo ante nada y ante nadie que pueda impedir creer y expresarnos libremente. Recordad una de las palabras que os legó Juan Pablo II en su último viaje a España: «Podemos ser cristianos y modernos». El mundo necesita de vuestra fe para poder prolongar el amor verdadero.

    A vosotros, cofrades, que con vuestro esfuerzo hacéis posible la belleza de la Semana Santa hasta en los mínimos detalles; sois co-fratres, es decir, hermanos en común, que continúan el camino procesional de estos días a lo largo de todo el año sabiendo perdonar y amar con la misma penitencia y humildad.

    A todas las familias que peregrináis entre las dificultades y alientos de cada día, os invito a mirar al que traspasaron para vivir la comunión entre todos; para creer en el perdón siempre; para respetar la vida sagrada que Dios hace surgir como fruto de vuestro amor.

    A vosotros, queridos enfermos, ancianos y cuantos os sentís más abandonados, clavados en la cruz de una cama o de una silla de ruedas, en una enfermedad pasajera o mortal: Mirad a Cristo Crucificado con esperanza y confiad en su promesa. Dios no te abandona. Te da ejemplo para confiar en Él y amar a los demás, incluso en tu desgracia.

    Quienes representáis los poderes públicos, no convirtáis el sublime servicio al bien común en el arte del engaño, no os encerréis en ideologías inhumanas ni en localismos trasnochados que destruyen y dividen al hombre; respetad la absoluta dignidad de todo ser humano en cualquiera de las fases de su vida, especialmente cuando es más indefenso.

    A quienes formamos la Iglesia, especialmente a los que somos pastores, una llamada a buscar la fidelidad al Evangelio más que nuestra seguridad y autosuficiencia. Prolongar la misión de Jesucristo requiere en estos tiempos el servicio de una humilde caridad y el testimonio creíble de una fe auténtica. La gente está harta de palabras y de teorías sin fe. Hoy no basta ser predicadores, hay que ser testigos. Hoy sólo convence el testimonio.

    A todos los presentes y oyentes, ¡quien mira a Cristo no se siente abandonado! ¡Quien escucha a Cristo se siente esperanzado! ¡Quien cree en Cristo ama y se siente amado! Hermanos todos, adentrémonos hoy en la espesura de la cruz para resucitar gozosos en la “noche-día” de Pascua.