Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Conferencia

XIX Encuentro Nacional de Cofradías Penitenciales 2006 - Medina del Campo

Participación de las cofradías en la Iglesia

22 de septiembre de 2006


Publicado: BOA 2006, 384.


  • Introducción
  • 1. La misión de las cofradías es la misma misión de la Iglesia
  • 2. El incremento del culto público y su reflejo en las realidades dolientes del mundo
  • 3. Los jóvenes cofrades y su inserción en la pastoral de jóvenes diocesana
  • Conclusión

    Introducción

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    Queridos amigos participantes en este XIX Encuentro Nacional de Cofradías en Medina del Campo :

    Siempre es grato venir a un encuentro de fieles cristianos donde participar en una experiencia de Iglesia, porque por encima de cualquier otra cosa eso es lo que es este Congreso, una experiencia de Iglesia, sentirnos convocados por la presencia de Aquél que se encarnó, murió y resucitó por nosotros.

    Por eso creo que la aportación que un obispo debe hacer a una concentración de cristianos, pertenezcan éstos a las asociaciones que sean, ha de ser la de manifestar la unidad que representa la Iglesia difuminando las peculiaridades, legítimas por otra parte, para tomar conciencia del cuerpo orgánico que son y que es la manifestación del mismo Cristo a través de los siglos. Esta vinculación a la Iglesia jerárquica y no la mera expresión del derecho fundamental de asociación de los fieles, se halla en la raíz del ser de las cofradías, porque si bien es cierto que el deseo de las personas pone en marcha una nueva institución, también es cierto que sólo adquieren existencia jurídica, capacidad de obrar y de ser titulares de derechos y obligaciones, en la medida que han sido reconocidas por la autoridad eclesiástica. También que por su finalidad propia, intrínsecamente unida a la actividad propia de la Iglesia, han de ser especialmente cuidadas por los pastores de la misma, para conservar su identidad y la eclesialidad de su misión. Esto es lo que hoy voy a tratar de transmitiros:

  • que la finalidad de una cofradía o, mejor, de las cofradías, no puede verse al margen de la misión de la Iglesia. Considerarlo de otra manera es la forma más clara de dejar de ser lo que somos y constituirnos en defensores de unos intereses que serían muy nuestros, muy queridos desde el punto de vista afectivo que hoy domina en nuestra sociedad, pero que no serían los de Cristo;
  • que esa misión de las cofradías se concreta, sobre todo, en el incremento del culto público que supone de un modo principalísimo manifestar la adoración, alabanza y gloria de Dios, pero que exige como consecuencia necesaria el compromiso con las realidades dolientes del mundo. Otro tipo de actividades son buenas, quizá también convenientes, pero no corresponden al ser propio de una cofradía;
  • que para que esto pueda proyectarse hacia el futuro necesita la implicación de los jóvenes que vean en las cofradías no un modo de expresar la mera devoción (personal o heredada), de amistad o de participación cultural o social, sino sentirse insertos dentro de esa corriente de vida que es la Iglesia, superando la separación entre vida pública y vida privada donde ciertas ideologías quieren encerrar el ser cristiano.

    1. La misión de las cofradías es la misma misión de la Iglesia

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    Uno de los mayores aportes del Concilio Vaticano II a la eclesiología fue el de resaltar la naturaleza social del pueblo de Dios, como se recoge en el n. 9 de la constitución Lumen gentium : «Dios ha querido salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino asociándolos en un pueblo que le reconociera en la verdad y le sirviera santamente».

    Este carácter comunitario aparece claramente ya en los albores de la historia de la salvación, cuando Dios elige a Israel como pueblo suyo y establece con él un pacto. Al llegar a la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo para dar cumplimiento a las promesas mesiánicas, iniciándose un nuevo período en esa historia salvífica: se constituye el nuevo pueblo de Dios peregrinante hacia la Jerusalén celestial, la Iglesia de Cristo (cf. Hb 13,14).

    Esta nueva etapa de la historia de la salvación es profundamente comunitaria, esencialmente social, en el sentido más profundo del término. Carácter comunitario que aparece expresado en los términos paulinos de Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios que manifiestan, respectivamente, la realidad interior y exterior de la Iglesia. Desde esta perspectiva, ser parte de una misma realidad, se entiende aquello que el Concilio Vaticano II recoge en el n. 2 del decreto Apostolicam actuositatem, que todos los bautizados obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza.

    ¿Qué ocurre, sin embargo?: la propia indigencia y limitación del hombre individual hace que esta misión exceda sus fuerzas y necesite de la mutua cooperación para alcanzarlo. Esta cooperación puede estructurarse en diferentes niveles, uno de los cuales es la constitución de asociaciones que tiene, al menos en el mundo latino, uno de los exponentes más antiguos y notorios en las cofradías; pero que sólo obtiene su sentido pleno dentro de la misión evangelizadora de toda la Iglesia que implica la comunión de los laicos con la Jerarquía (cf. Lumen gentium, 24). Esta afirmación del Concilio Vaticano II ya la había hecho el papa Pío XII en su discurso a los nuevos cardenales el 20-2-1946 (AAS 38=1946, 149): «Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el papa, y de los obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia».

    Esta participación de los laicos en la misión de la Iglesia, en comunión con los pastores, se concreta en el n. 25 de la exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici cuando dice: «... Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y misión de las Iglesias particulares, de las diócesis, en las que verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica».

    ¿Pero en qué consiste esa misión de la Iglesia realizada por todo el pueblo de Dios en comunión con los pastores? La respuesta la tenemos en la exhortación apostólica postsinodal Evangelii nuntiandi del papa Pablo VI en 1974: la evangelización que supone la renovación de la humanidad y de sectores de la humanidad, de las sociedades y de las culturas, donde es de capital importancia el anuncio explícito de la Buena Nueva de Jesucristo y el testimonio personal y comunitario (cf. nn. 17-24).

    Sería, sin embargo, impensable que todo fuera realizable por las cofradías o por otro tipo de instituciones dentro de la Iglesia. Es labor de la Iglesia en su conjunto y, por ello, nos sirve para darnos cuenta de que ningún organismo religioso puede ir por libre, atendiendo sólo a sus intereses particulares, sino que debe estar en relación, más aún, en comunión con el resto de la comunidad eclesial. De ahí la importancia que va a tener la articulación de la actividad de las hermandades y cofradías dentro de la pastoral diocesana general.

    Es un aspecto que se pone especialmente de relieve en los directorios diocesanos y estatutos marco; así, en el art. 30 del Directorio de Valladolid de 1991 se señala que «las cofradías colaborarán abiertamente con la parroquia en sus sedes, y cuando sea posible también en la S. I. M. Catedral». Más explícito y amplio es lo que aparece en el Estatuto Marco de Tenerife de 1987 que en su art. 13 dice: «Las Hermandades, Cofradías y Esclavitudes han de vivir su realidad eclesial, como todas las asociaciones y fieles diocesanos, en estrecha comunión con el obispo diocesano, del que reciben su misión». Y en el art. 15: «Especial relación deben mantener las Hermandades, Cofradías y Esclavitudes con la Parroquia, integrando su acción en los planes de pastoral de conjunto y participando en los correspondientes consejos pastorales. Con el mismo espíritu se ha de proceder por el Superior religioso, cuando alguna Hermandad, Cofradía o Esclavitud tenga su sede en una iglesia de religiosos» (BOO Tenerife 1987, 328. En el mismo sentido: BOA Sevilla 1997, 75, art. 15 y 17, y BOO Cartagena 1991, 99-100, art. 11-16).

    En necesario, pues, determinar qué aspectos concretos corresponden a las cofradías dentro de la misión de la Iglesia y que no van a ser otros que los que han venido desempeñando desde su origen en la Baja Edad Media: el incremento del culto público —lo que las hace depender directamente (y esto no hay que olvidarlo) de la autoridad eclesiástica (cf. Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos, Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, 13-5-2002, 21)—, la ayuda mutua entre los hermanos y la práctica de la caridad con los más necesitados.

    2. El incremento del culto público y su reflejo en las realidades dolientes del mundo

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    Según surgen históricamente, las cofradías son asociaciones que se proponen como fin el incremento del culto público, que se convierte en su característica propia y distintiva, como se recoge en los fines de todos los estatutos o reglas de las hermandades y cofradías. El Código de Derecho Canónico de 1983 menciona el culto público, pero no da una definición del mismo; para ello tendremos que acudir a la que recogía el canon 1256 del Código de 1917, según el cual «el culto se llama público si se tributa en nombre de la Iglesia por personas legítimamente constituidas al efecto y mediante actos que por institución de la Iglesia están reservados exclusivamente para honrar a Dios, a los santos y a los beatos; en caso contrario se denomina culto privado».

    De esta definición de culto público se pueden extraer los tres elementos que lo constituyen:

  • El hecho de que se haga en nombre de la Iglesia nos viene a decir que es una acción de la Iglesia toda, de la comunidad eclesial (no únicamente de la cofradía) y por mandato de la autoridad jerárquica.
  • Que esté hecho por las personas a las que se les reconoce en derecho: clérigos, religiosos (especialmente los monjes en la recitación de la Liturgia de las Horas) y los laicos en las circunstancias que tienen reconocidas y en su participación en los actos de culto de los anteriores.
  • Este culto está realizado por institución de la Iglesia por medio de aquellos a los que está reservado y destinado exclusivamente a honrar a Dios, a la Santísima Virgen, a los santos y a los beatos.
  • Ese culto público se manifiesta no sólo en las funciones litúrgicas que se celebran en los templos, sino también en las procesiones que se realizan fuera de ellos. Hoy no hay una legislación general al respecto, por lo que puede servir como indicativo el viejo Código de 1917; así, de los cánones 718, 1291 y 1292, podían deducirse tres tipos de procesiones a las que las cofradías tenían el derecho y deber de asistir (a no ser que estuvieran impedidas de hacerlo por alguna sanción canónica):

  • Ordinarias: aquellas que tienen lugar cada año en fecha fija y se realizan conforme a los libros litúrgicos o a las costumbres legítimas: la litúrgica de las Palmas previa a la Misa del Domingo de Ramos; las rogativas realizadas en los días votados; la de las Candelas el día 2 de febrero; y, sobre todo, la del Cuerpo y Sangre de Cristo.
  • Extraordinarias: aquellas prescritas por el Ordinario del lugar en razón del orden público (guerra, hambre, acción de gracias, para pedir la lluvia o el buen tiempo, etc.).
  • Estatutarias: aquellas que cada cofradía tenga establecidas estatutariamente y que, en muchos casos, formará parte definitoria de su la finalidad de incremento del culto público. Sería el caso concreto de las cofradías penitenciales o de Semana Santa, así como el de las cofradías patronales (cf. J. A. Cabrerizo Manchado, Las Cofradías de Semana Santa dentro del fenómeno asociativo en la historia de la Iglesia. Tesina de licenciatura en Derecho Canónico, Universidad Pontificia de Salamanca 2006, pp. 62-65).
  • En cualquier caso el culto tributado en y por las cofradías, como lugar y como sujeto del mismo, no puede ser realizado de cualquier manera. Es liturgia y, por tanto, como dice la constitución conciliar Sacrosanctum concilium en su n. 7, «toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia». ¿Qué supone esto? Necesariamente una purificación de elementos espúreos que se hayan ido colando a lo largo del tiempo, seguramente con la mejor intención del mundo, tanto por parte de los cofrades como de los propios sacerdotes; purificación que pasa por trabajo común de pastores y fieles y humildad de todos para someterse a la verdad contenida en los libros litúrgicos y en la razón rectamente formada. Esto nos lleva a no buscar extravagancias, en aras de una pretendida creatividad litúrgica, o lujos inmoderados, en enseres y en comportamientos, que, muchas veces, más que a la piedad mueven al escándalo.

    Hemos de ver aquí la íntima relación que existe entre culto y caridad. En la nueva ley el verdadero culto es la ofrenda del corazón y de la propia vida, que tiene como manifestación más excelente el culto litúrgico, especialmente en la Santísima Eucaristía. Culto que hay que mimar dándole la mayor dignidad posible, pero que exige por su propia dinámica que nadie se sienta excluido o escandalizado por un derroche que nada tiene de evangélico. En caso contrario se nos podrían dirigir aquellas palabras de condena de san Pablo en la Primera Carta a los Corintios: «...y así, pecando contra los hermanos e hiriendo su débil conciencia, pecáis contra Cristo» (1Co 8,12).

    Pero la caridad no se puede manifestar únicamente por medio de esta pasividad, no realizar algo que está mal, sino que ha de tener un carácter activo que históricamente las cofradías siempre entendieron y que sigue existiendo en muchas de las actuales: el compromiso con las realidades dolientes del mundo. Evidentemente las circunstancias no son las mismas que las de siglos anteriores; hoy las instituciones públicas cumplen muchos de los cometidos que en tiempos pretéritos realizaban hermandades y gremios, pero el hombre sigue siendo débil y necesitando la ayuda de los demás. ¿Cómo pueden manifestar las cofradías la solicitud de Dios para con sus hijos? Una primera respuesta parece fácil: con dinero; muchas de vuestras asociaciones lo hacen, bien directamente por medio de instituciones propias, bien de modo indirecto colaborando con otras instituciones u ONG. La segunda, quizá más difícil y que además entraría en el sentido de esa pastoral de conjunto de la que hablaba al principio: una cofradía inserta territorialmente en la circunscripción de una parroquia ¿no podría designar a alguno de sus miembros en las tareas caritativas de ésta (cáritas, pastoral de enfermos, ayuda domiciliaria)?

    Si en estos últimos párrafos me he referido a que el fin propio de la cofradía es el culto público, del que deriva, en buena medida, una llamada a la caridad, quiero referirme de modo muy somero a algunas actividades que, dada la dinámica de nuestra sociedad a convertir lo religioso en meramente cultural, pueden entrañar peligros en el sentido de que una asociación religiosa se convierta en una asociación cultural. Sería el tema de conciertos, pregones, exposiciones, etc.; son cosas buenas en sí mismas, pero no pueden suplantar la verdadera finalidad de las cofradías y, por lo tanto, se habrá de ser cuidadoso a la hora de determinar quién imparte un pregón o conferencia y el contenido de aquello que se va a exponer. Si se trata de un acto cultural que no tiene contenido religioso, lo más adecuado sería que no tuviese lugar en la sede canónica de la cofradía y sí en otro lugar adecuado. En este sentido va el art. 43 del Directorio Pastoral para Hermandades y Cofradías de Cartagena (BOO Cartagena 1991, 109).

    3. Los jóvenes cofrades y su inserción en la pastoral de jóvenes diocesana

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    Uno de los mayores retos que tiene la Iglesia de España es la incorporación efectiva de los jóvenes; jóvenes que son cristianos porque fueron llevados a bautizar y a recibir la Primera Comunión cuando eran niños pero que viven, porque en muchos casos sus familias también lo viven así, en una apostasía silenciosa. Las encuestas de la Fundación Santa María nos dan unos índices muy pequeños de participación de los jóvenes en la vida de la Iglesia y, sin embargo, es muy grande el número de chicos y chicas que se incorporan a las cofradías.

    El porqué de estas incorporaciones no es fácil de determinar. Sabemos que en el hecho de hacerse cofrade pesan diversos factores donde el componente afectivo (bien por devoción a una advocación, bien por familia, bien por amistad) no es precisamente el menor, muy en la línea del romanticismo sensiblero que domina en la sociedad de consumo, donde se acepta no lo bueno, sino lo que me gusta, lo que me apetece o lo que colma mis deseos inmediatamente. Creo sin embargo que, aunque el factor afectivo es importante, no explica la “vocación” cofrade de los jóvenes, y que guarda relación con esa frase de que «una imagen vale más que mil palabras»; es esa imagen del Señor o de la Virgen la que de un modo u otro ilumina misteriosamente mi interior y me hace percibir el amor y la verdad de Dios en mi interior.

    La renovación de la Iglesia surgida a raíz del Concilio Vaticano II, aparte del efecto purificador que tuvo en la vida de la Iglesia, tuvo en mucho lugares daños colaterales, que dirían los estrategas; uno de ellos fue la disminución, en algunos casos casi la eliminación, de las imágenes sagradas. Supuso esto romper con algo tan humano como es la experiencia sensorial, desencarnando en cierto modo la fe. Estoy convencido de que las cofradías mantuvieron ese soporte antropológico en sus imágenes y ceremonias que unen el hombre a lo sagrado y que es donde, aún hoy, radica su enganche con los jóvenes. El día de la Ascensión Jesús desaparece visiblemente de nuestro mundo, pero se ha quedado con nosotros en su Palabra y en sus Sacramentos, y también en aquellas cosas que nos recuerdan su paso por nuestro mundo, porque al hombre y a la mujer les resulta más fácil comprender e imitar a alguien que llora y que sufre que a alguien que habla del dolor, a alguien que ayuda a otro que a quien hace largos discursos sobre solidaridad. Las imágenes, en su belleza y en su antigüedad, son testimonio visible de la belleza y de la permanencia de Dios.

    Pienso que la labor de las cofradías con los jóvenes sería la de ser agentes responsables de la pastoral de juventud, que los cofrades se conviertan en apóstoles de los cofrades. Tomo prestadas unas palabras que el arzobispo de Pamplona dirigió a los jóvenes este verano en la peregrinación a Javier: «discípulos que se encarguen de mantener vivas las palabras y las enseñanzas de Jesús... No es una fantasía pensar que Jesús ahora mismo nos dice también a nosotros —también a los cofrades—: “id por todo el mundo, anunciad a todos la Verdad y la Fuerza de mi evangelio, ayudadlos vosotros a conocerme, a creer en mí, a dejarse guiar por mí en su vida, así encontrarán la salvación que vosotros tenéis”... Nos podemos figurar que estamos todos alrededor de Jesús, con Pedro, con Santiago, con Juan, y que mirándonos a los ojos nos dice: “Yo me voy, ahora te toca repetir y difundir a tus amigos lo que me has oído decir a Mí, tienes que contarles lo que has aprendido viviendo conmigo”» (Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio, Catequesis durante el Encuentro Nacional de Jóvenes, 5-8-2006).

    ¿Cómo podemos hacerlo? Creo que en primer lugar formando a nuestros jóvenes cofrades en una fe que no puede darse por supuesta. El elemento devocional, afectivo y estético que está en la raíz de su afiliación ha de convertirse en un elemento de fe. Sólo así serán capaces, por ejemplo, de diferenciar la verdad de Jesucristo de sucedáneos tales como “El Código da Vinci”, o los apócrifos que nos venden como verdaderos cada lunes y cada martes. Quizá lo más efectivo no es organizar cursos y charlas, aunque sí que sería conveniente, sino integrar la formación en aquellos ámbitos donde ellos efectivamente participan, en las novenas, los triduos, en las paradas y encuentros que se realizan dentro de las procesiones... En el mundo que nos rodea y en el que viven inmersos los jóvenes, no son suficientes las consideraciones piadosas o las construcciones intelectuales que pueden ser bonitas o dejarnos con la boca abierta, sino el testimonio de una vida en plenitud que es, en definitiva, la vida de Cristo. Pongo de nuevo voz a las palabras del arzobispo de Pamplona: «Si somos capaces de creer en este Jesús muerto y resucitado se cumplirán en vosotros sus palabras: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo, no tengáis miedo, no os avergoncéis de Mí, yo vendré a vuestro lado y os diré lo que tenéis que decir a cada momento y os ayudaré a hacer cosas mayores de las que yo he hecho”» (ibíd).

    Conclusión

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    Por último, quiero terminar esta ponencia casi como la empecé; si la misión de las cofradías se encuentra dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia, no es de recibo que los jóvenes cofrades vivan al margen o de espaldas a las otras realidades eclesiales, en la parroquia o en la diócesis. Algunas veces desde la Delegación de Apostolado Seglar se ha planteado la cuestión de ¿dónde están los cofrades? Sois los laicos asociados más numerosos de la Archidiócesis de Valladolid, muchos trabajáis en otras realidades de Iglesia, pero como cofradías parece que estáis al margen de la vida de la Iglesia. Como obispo os pediría que os unierais a las diferentes convocatorias diocesanas (24 horas de oración, Jornada Diocesana de la Juventud, Día del Apostolado Seglar, Peregrinaciones, etc.). Ello no os va a privar de vuestra personalidad, más bien afianzará vuestra pertenencia a la Iglesia y dará nuevas perspectivas a aquellos con los que tratéis.

    Que Santa María, Nuestra Señora de las Angustias, a la que venera esta Villa de las Ferias, os acompañe y os guíe durante el trabajo de estos días y manifieste siempre su protección.