Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Lectura espiritual de la Biblia

30 de septiembre de 2007


Publicado: BOA 2007, 419.


La segunda de las acciones de la programación pastoral de nuestra Iglesia para este curso reza así: «Favorecer en nuestras comunidades la escucha y el estudio de la Palabra de Dios, para ser sus discípulos y misioneros». ¿Qué deseamos? Sencillamente que los católicos gocen de la belleza y del tesoro que es la Palabra de Dios, en la que Dios nos habla a través de la Tradición y la Escritura Santa. Era lo que san Francisco de Asís deseaba en su famosa carta a todos los fieles: «Ya que soy el siervo de todos, he de servir a todos las fragantes palabras de mi Señor» (Fuentes franciscanas, 180). Y comentaba alguien: llama «fragantes» a las palabras de Cristo, comparándolas así con panes aún calientes y aromáticos, porque las palabras de Dios están perfumadas de Espíritu Santo. Por eso son espirituales.

Realmente hay una carencia en el Pueblo de Dios, cuando se trata de conocer, vivir, comprender y gozar de lo que Dios nos ha revelado. Sé muy bien que, por ejemplo, conocer la Biblia no resulta fácil. Precisa de un estudio, de una investigación histórico-crítica cada vez más sutil, porque para la fe bíblica es fundamental referirse a hechos históricos reales. Como dice Benedicto XVI: «Ella (la Biblia) no cuenta leyendas como símbolos de verdades que van más allá de la historia, sino que se basa en la historia ocurrida sobre la faz de esta tierra» (Jesús de Nazaret, p. 11). Ahora bien, el Nuevo Testamento y más el Antiguo Testamento son escritos de la Antigüedad, y es preciso saber cuál es el contexto histórico en que fueron redactados, cómo narran la historia, los géneros literarios y los problemas que llevan aparejados, etc. Pero el “hecho histórico” va más allá del mero símbolo y no se puede sustituir, pues si dejamos la historia, la fe cristiana queda eliminada y transformada en otra religión. Y eso no lo debemos consentir los cristianos, porque faltaríamos a la verdad.

Es decir, el método histórico-crítico es indispensable, pero insuficiente a todas luces: no puede traernos esa Palabra de Dios dicha en el pasado al “hoy”, porque ello sobrepasa lo que le es propio. Como apunta el Papa en su libro sobre Jesús, «en la palabra pasada se puede percibir la pregunta sobre su hoy». Aquel pasaje del Primer Libro de Samuel: «¡Habla, Señor, que tu siervo escucha!» (1S 3,11) nos está diciendo que nada hay más cierto que Dios habla. Ahora bien, una cosa es que Él nos hable a nosotros, y otra que nosotros escuchemos su voz.

En realidad la Biblia es un libro tan especial porque «Toda la Escritura está inspirada por Dios» (2Tm 3,16). Otro texto del Nuevo Testamento explica así esta inspiración: «Esos hombres (los profetas y escritores bíblicos), movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios» (2P 1,21). Es decir, así como en la encarnación del Hijo de Dios el Espíritu viene a María para que la Palabra se haga carne en su seno, de forma análoga (aunque no idéntica), el Espíritu opera en el escritor sagrado para que éste acoja la palabra de Dios y la “encarne” en un lenguaje humano, que tiene una lectura comprensible y salvadora para nosotros. La consecuencia de todo esto es que nosotros hoy escuchamos la voz de Cristo cuando leemos el Nuevo Testamento, pero también cuando leemos la ley, los profetas y los salmos; todos ellos “hablan de Él” y Él habla en ellas.

Ese es el precioso misterio de la Palabra de Dios. En ella se contiene lo que somos, lo que es nuestro mundo y quién es nuestro Dios. Se comprenderá ahora mejor que sea una acción absolutamente vital «favorecer en nuestras comunidades la escucha y el estudio de la Palabra de Dios».