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Fernando Sebastián Aguilar, arzobispo emérito de Pamplona y Tudela

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Homilía

Semana Santa 2008

Sermón de las Siete Palabras

21 de marzo de 2008


Publicado: BOA 2008, 146.


  • Introducción
  • 1. “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”
  • 2. “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”
  • 3. “Mujer, ahí tienes a tu hijo (...). Ahí tienes a tu madre”
  • 4. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
  • 5. “Tengo sed”
  • 6. “Todo está cumplido”
  • 7. “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”

    Introducción

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    Al comenzar nuestra celebración tenemos que hacer un esfuerzo de atención, necesitamos encontrar la actitud correcta para este momento. Ante todo tenemos que hacer un esfuerzo de acercamiento; la veracidad de estos momentos nos está pidiendo concentrar nuestra mente y nuestro corazón para crear ante nosotros la escena histórica del Calvario. Vosotros la representáis cada año en estos días de la Semana Santa sacando a la calle y contemplando piadosamente las admirables imágenes de Jesús acompañado por su Madre, la Santa Virgen María, en los diferentes momentos de su pasión, de su agonía y de su muerte.

    Pero ahora queremos conseguir algo más, queremos acercarnos casi físicamente a la verdad del Calvario. Tratemos de superar las barreras del tiempo para situarnos en aquella tarde memorable. Estamos en las afueras de Jerusalén, tres cruces se levantan en el monte Calvario recortando sus duras siluetas en el horizonte. Esas tres cruces son el centro del mundo y marcan la hora suprema de la historia humana. Allí está en estos momentos la presencia más intensa de Dios entregando a su Hijo por la vida del mundo. Allí, en medio de dos ladrones, está muriendo el Justo, el Hijo del Hombre, el Hombre universal, Jesús de Nazaret, el Verbo divino de Dios, que se hizo hombre para conducirnos a la vida verdadera y que ha sido rechazado por los suyos, por su pueblo, por los sabios de Israel, por las autoridades que teóricamente estaban obligadas a velar por la justicia y por la vida de los justos. «A los suyos vino, y los suyos no le recibieron». Jesús agoniza en la cruz, rechazado, ignorado, menospreciado por su pueblo, abandonado a su suerte por sus discípulos, ignorado todavía por muchos de los que nos consideramos discípulos suyos.

    ¿Cómo es posible que los hombres se atrevan a ejecutar como un criminal a este hombre bueno que ha venido del Cielo para recuperar la vida de la humanidad del poder del demonio y del temor a la muerte? ¿Cómo es posible que esté muriendo el Autor de la Vida, la revelación viviente del amor de Dios a los hombres? En la muerte de este Justo se manifiesta la tragedia del ser humano, hecho para la vida eterna y sin embargo cargado de sospechas y de resentimientos contra la Verdad de Dios.

    Con el corazón encogido por el dolor, nos acercamos hoy a la Cruz de Jesús, con María, con Juan, con todos los buenos cristianos del mundo. Como los hijos en torno al lecho de muerte de su padre, queremos vivir cerca de Él los últimos momentos de su vida sobre la tierra; queremos expiar sus gestos, adivinar sus sentimientos, recoger como perlas las últimas palabras salidas de su boca. Esas palabras del lecho de muerte que son el último recuerdo, las mejores reliquias de nuestros seres queridos.

    Con un gran sentido de piedad y humanidad, la Iglesia nos invita a meditar las últimas palabras de Jesús. En ellas Jesús nos entrega los sentimientos más hondos de su corazón. Son las últimas palabras nacidas del corazón humano del Hijo de Dios hecho hombre, palabras humanas y divinas, palabras de Verdad, de Amor y de Esperanza. Un tesoro incomparable de religión, de cultura y de humanidad.

    Estas palabras de Jesús no son improvisadas. Son palabras maduradas en su oración, en la renovación diaria de la fidelidad y del amor, en la meditación de los grandes textos de Isaías, de los salmos, de la piedad y la sabiduría de los santos de su pueblo Israel. A lo largo de varios meses Jesús ha visto cómo se iba cerrando en torno suyo el cerco de sus enemigos, de los que no aceptan su testimonio sobre la bondad de Dios, de los que no se resignan a perder su poder y su hegemonía.

    Hoy no pretendemos solamente recordar las palabras que dijo Jesús hace dos mil años. Venimos a escuchar unas palabras vivas, palabras permanentes, porque Cristo sigue muriendo por nosotros, en una larga agonía que no acabará hasta el fin del mundo. Su muerte es un acto tan enorme que llena la historia entera, que invade todos los rincones del mundo. Todos los lugares y las horas del mundo están abrazados, asumidos, metidos en el corazón de este Cristo que agoniza en la Cruz. Es el Justo, el Hombre universal, en el que está toda la inocencia, toda la justicia y toda la bondad del mundo. Su justicia es nuestra justicia, su piedad es nuestra piedad, su confianza en Dios es nuestra confianza, su esperanza de vida es nuestra vida y nuestra salvación eterna.

    Vamos a meditar las palabras de Jesús en una actitud de fe. Es Jesús de Nazaret, el hijo de María, el que anduvo por los caminos de Palestina predicando la bondad de Dios y la cercanía de su Reino, es el Jesús de las Bienaventuranzas, el de la multiplicación de los panes, el de la resurrección de Lázaro. Lo han condenado a muerte por hablar bien de Dios, por anunciar su misericordia, por decir que Dios ama y perdona a los pecadores, por decir que todos somos hermanos, por predicar el amor a los enemigos y la primacía absoluta del Reino de los Cielos. Ahora está en la Cruz, le han clavado horriblemente al madero para que se desangre, para que muera aborrecido y maldito.

    Jesús fue siempre Palabra viva de Dios; sus sentimientos, sus hechos, sus enseñanzas, son la palabra definitiva que Dios nos dice sobre Él mismo y sobre nosotros, sobre la verdad de nuestra vida en este mundo y en el otro. Fue palabra de Dios de manera singular, en esos últimos momentos de su vida donde nos dijo lo que llevaba más dentro de su corazón. Las siete palabras que vamos a meditar nacen del corazón de Cristo y del mismo corazón de Dios, expresan los sentimientos más hondos de Dios hacia nosotros. Las escuchamos con reverencia, con gratitud infinita, con verdadera emoción; son el testamento de Jesús, un mensaje de verdad y de vida que nos viene del inmenso y misterioso corazón de Dios.

    1. “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”

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    «Llegados al lugar llamado Calvario le crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”» (Lc 23,33-34).

    Lo han clavado al madero. Y ahora ha quedado enarbolado entre dos ladrones. Es una visión impresionante. Tres cruces sobre el horizonte del mundo. Es una radiografía de la humanidad. El mal mezclado con el bien, el bien más sublime envuelto en el horror de la injusticia y de la crueldad. La cruz de Jesús será para siempre el signo de la inocencia maltratada, el signo del dolor y de la esperanza.

    Mientras su cuerpo se desgarra colgado del madero ignominioso y cruel, su primer pensamiento es para los demás: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen. Desde el primer momento se manifiesta la gran bondad de Jesús, su infinita compasión. Jesús quiere vivir su muerte como una muerte redentora, una muerte de reconciliación y de paz. Quiere que acabe de una vez el mal en el mundo. No quiere que haya más crueldad, ni más injusticia, ni más sufrimiento. Quienes han conspirado para llevarlo hasta la muerte están muy seguros de lo que hacen. Quieren quitar de enmedio a ese incómodo profeta que cuestiona sus convicciones y sus sistemas de vida. Pero son unos ignorantes, se equivocan trágicamente. No saben quién es Jesús, no han comprendido nada de lo que ha querido enseñarles. Piensan que Jesús es un peligro para el orden establecido, para el bien del pueblo y especialmente un peligro para su bienestar personal y social. «Es preciso que muera uno por el bien del pueblo». Y ese uno que tiene que morir es precisamente Jesús, el único que está en la verdad, el único inocente, el único que puede enseñarnos el verdadero camino de la verdad, de la felicidad y de la salvación.

    Desde lo más hondo de sus convicciones y de su experiencia personal, Jesús sabe que la única forma de acabar con el dolor del mundo es el perdón, la victoria del bien sobre el mal, la respuesta del amor y de la compasión a las heridas del odio y de la crueldad.

    Cuando el perdón de unos se encuentra con el arrepentimiento de los otros, se cierran definitivamente las fuentes del mal y vuelve a florecer la paz y la alegría. Jesús muere pidiendo para todos el perdón de Dios, mostrando al mundo el camino verdadero de la reconciliación y de la paz.

    No saben lo que hacen los hombres que hoy vuelven la espalda a Jesucristo y a su Iglesia.

  • No saben lo que hacen esos sabios pretenciosos, que desprecian la fe en Dios y ensalzan el agnosticismo como condición para la verdadera modernidad.
  • No saben lo que hacen los asesinos que desprecian la vida de sus hermanos y matan para imponer su voluntad por medio del terror.
  • No saben lo que hacen los hombres frívolos que pretenden disfrutar de la vida y se ríen de la Iglesia, de los mandamientos de la santa ley de Dios, de las tradiciones religiosas de sus padres.
  • No saben lo que hacen los hombres ambiciosos y crueles que utilizan su poder político o económico para matar, para explotar, injuriar y despreciar a sus hermanos.
  • Somos muy poca cosa, somos unos pobres ignorantes llenos de orgullo y de suficiencia; no sabemos lo que hacemos cuando pecamos, cuando nos alejamos de Dios, cuando despreciamos las enseñanzas de la Iglesia, cuando prescindimos del recuerdo de Dios, de las enseñanzas de Jesús, de las invitaciones de la Iglesia.

    Queremos cambiar el mundo, queremos desterrar la injusticia y la violencia, queremos construir una sociedad nueva, justa y feliz. Pero antes tendríamos que aprender la verdad fundamental que Jesús nos enseña desde la Cruz,

    Sin acogernos al perdón de Dios y sin perdonarnos mutuamente no seremos capaces de construir un mundo de justicia y paz.

    En el fondo de nuestro corazón todos sabemos que no somos justos, que no podemos presentarnos ante Dios con el alma limpia de pecado y de injusticia. Somos egoístas, no hemos correspondido en nuestra vida al amor de Dios ni a los muchos bienes que hemos recibido de las muchas personas que nos han ayudado y nos están ayudando a vivir. Tapamos y disimulamos nuestra injusticia como podemos, fingimos una inocencia que no tenemos, ocultamos las corrupciones de nuestra sociedad, pero ante Dios no podremos ocultar nuestras injusticias.

    Jesucristo, inocente, justo, desde la Cruz pide perdón por todos nosotros. Tiene ante Él al pelotón de soldados que le han clavado a la cruz, sabe que detrás de esas torturas que está pasando está la conspiración de los dirigentes de su pueblo, y en un horizonte infinito tiene sobre Él el peso de todos los pecados del mundo, nuestras cobardías, nuestros egoísmos, nuestros olvidos, nuestra tremenda debilidad moral.

    Su oración es como un manto de misericordia que se extiende por el mundo, un rocío de paz y serenidad que cubre nuestros pecados y renueva nuestros corazones. Gracias, Señor; Tú nos perdonas y pides perdón a Dios por todos nosotros. Esa inmensa oración con la que Tú has querido envolver y proteger nuestra vida ha sido capaz de devolvernos la inocencia y la paz. Junto a tu Cruz estamos tranquilos, podemos mirarnos al espejo sin sonrojarnos por nuestros pecados, podemos esperar la muerte y levantar nuestros ojos hacia Dios sin sentir miedo ni estremecimiento. Dios es tu Padre y nuestro Padre, Dios te escucha y nos perdona, Dios te envió al mundo para que le pidieras perdón para todos desde esta tierra de ignorantes y pecadores.

    Alejarse de Dios es condenarse a vivir siempre de espaldas a la luz, es como encerrarse en el calabozo de uno mismo sin querer salir a la verdad y a la belleza de nuestra vida que es el amor de Dios que nos perdona y nos renueva interiormente, que nos devuelve la esperanza de la alegría de la salvación. Desde lo alto de su sabiduría, desde la cumbre de su perfección infinita, Dios es todo compasión. Nos conoce, sabe lo ignorantes que somos, conoce de sobra el orgullo de nuestro corazón. Lo sabe también Jesús, que tiene la sabiduría de Dios, y por eso está siempre dispuesto a perdonarnos.

    No sabemos lo que hacemos cuando queremos edificar una sociedad sin Dios, sin Jesucristo, sin cristianismo, y nos extraña que nos crezca una sociedad cada vez más violenta, más injusta, más corrompida. No sabemos lo que estamos haciendo. No sabemos apreciar lo que Jesús inauguró con su muerte inocente. El mundo de Jesús es un mundo de pecadores arrepentidos, un mundo de perdón y de fraternidad. Dios nos perdona y nos enseña a perdonar a los hermanos que nos ofenden, con un amor que nos libera de nuestros pecados, de los pecados ocultos y de los pecados públicos, del orgullo y de la injusticia, del egoísmo y de la ambición, de todas las discriminaciones, de todas las injusticias, de todas las violencias.

    La oración de Jesús mantiene siempre abierta para nosotros la puerta del corazón de Dios. La oración de Jesús pone en manos de la Iglesia el sacramento del perdón, ofrecido siempre para ayudarnos a recuperar nuestra justicia interior, la conformidad con nosotros mismos, la paz con Dios y con los hermanos. Este sacramento que ahora descuidamos con tanta facilidad es un fruto maravilloso del sufrimiento y de la intercesión de Jesús por nosotros. Con Jesús te pedimos, Dios nuestro, «perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

    2. “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”

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    «Uno de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? ¡Pues sálvate a ti y a nosotros!” Pero el otro le reprendió diciendo: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste no ha hecho nada malo” Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino”. Entonces Jesús le dijo: “Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”» (Lc 23,39-43).

    La Cruz era el patíbulo de los esclavos y de los bandidos. Jesús fue ejecutado como un malhechor, con “otros” malhechores. Lo dijeron los profetas y lo recogen los evangelistas: «Fue tratado como un malhechor».

    Uno de los ladrones pretende sacar provecho de la cercanía de aquel extraño profeta que comparte suplicio con ellos. No le importa nada el mensaje religioso de Jesús. No está dispuesto a cambiar de vida. Le pide simplemente que aproveche su poder para librarse de la muerte y librarles también a ellos. Le pide que demuestre su divinidad bajando de la Cruz. Es una petición egoísta disfrazada de oración.

    También nosotros podemos caer en esta equivocación. Hay muchas maneras de querer aprovecharnos del poder de Jesucristo y del poder de Dios a favor de nuestra buena fortuna. Queremos que Dios nos ayude a tener éxito en nuestros proyectos. Queremos que Jesús sea más reconocido en la sociedad para poder vivir nosotros más cómodamente. No nos preocupamos seriamente de ver si nuestros deseos y proyectos concuerdan o no con la voluntad de Dios tal como nos la dejó manifiesta Jesucristo en sus hechos y en sus palabras.

    En cambio, la bondad y la divinidad de Jesús se manifiestan precisamente manteniéndose en la Cruz. Es la fidelidad al Padre celestial, es el amor que nos tiene lo que de verdad le mantiene clavado en la cruz. Esa cruz es el pedestal sobre el que se manifiesta la verdadera grandeza de Jesús y el gran poder de Dios.

    La grandeza de Jesús es la obediencia al Padre y la fidelidad a la misión recibida. Detrás de Él está el gran poder de Dios. Pero el poder de Dios no es como el poder de los hombres que amenazan y oprimen a los débiles. Si el Reino de Jesús fuera de este mundo, sus gentes hubieran peleado por él para no dejarle en manos de sus enemigos. Pero el Reino de Jesús es el Reino de Dios, y el poder de Dios es el amor, el amor infinito, el amor que se hace débil para esperar, para perdonar, para salvar.

    Haciéndose débil, dejándose matar, en esta gran debilidad del crucificado se manifiesta el amor de Dios en todo el esplendor de su poder. En esta suprema debilidad de la Cruz el amor de Cristo y de Dios nuestro Padre se hace omnipotente, indiscutible, capaz de deshacer todas las prevenciones y de ganar todos los corazones. ¿Cómo se puede resistir al amor de un Dios que se deja crucificar por nosotros? Bien se puede hablar del amor loco de Dios por cada uno de nosotros. Un amor que deja a su Hijo sometido a la peor de las muertes, un amor que respeta hasta el límite la libertad de sus verdugos, un amor que sabe esperar hasta que brote de nuestro corazón la respuesta limpia y sentida de un amor arrepentido, agradecido, firme y operante hasta la muerte.

    La piedad cristiana ha sabido percibir y valorar la fe certera del “Buen ladrón”. Mientras que su compañero quiere aprovecharse de los poderes de Jesús sin enmendar su vida, él se siente conmovido por la paz y la paciencia de este extraño compañero que agoniza junto a ellos pidiendo perdón para todos. Es el primero que se acoge al perdón de Dios que Jesús está pidiendo para todos: «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino». Seguro que no sabía mucho de cómo era el Reino de Jesús, pero algo veía de extraordinario en aquel nazareno compañero de suplicio que moría invocando la ayuda de Dios.

    La mansedumbre de Jesús le ha tocado el corazón. Su petición es una verdadera confesión de fe. Su conducta puede ser un buen modelo para nosotros. Tiene el valor y la libertad de corregir a su compañero, «¿es que ni siquiera a la hora de la muerte vas a reconocer a Dios?». Reconoce humildemente sus culpas, «nosotros sufrimos una condena justa porque nos la hemos merecido con nuestras malas acciones». Y reconoce a su manera la divinidad y la misión salvadora de Jesús: «en cambio éste no ha hecho nada malo. Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».

    Jesús, que había pedido perdón para todos los hombres, encontró pronto la oportunidad de cumplir Él mismo su voluntad de perdón: «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso». ¿No habéis sentido nunca una cierta envidia ante esta promesa sorprendente? Este hombre, condenado a muerte por ladrón y malhechor, es un hombre afortunado. Tiene la suerte de morir junto al Hijo de Dios, su cruz está clavada junto a esa Cruz de Cristo que es la salud y la salvación del mundo. Y ahora recibe la promesa de entrar con Cristo en el Paraíso, en la casa del Dios del Cielo, en la gloria de la Trinidad, con Cristo, eternamente. ¡Quién pudiera oír en su lecho de muerte esas mismas palabras de perdón y de esperanza!

    Siempre hay tiempo para comenzar de nuevo, la nueva vida comienza por el arrepentimiento, el perdón de Dios nos hace renacer, Cristo colgado de la Cruz es fuente de libertad y de esperanza para los que creen en Él y se arrepienten de sus pecados. ¡Cómo se equivocan los que quieren construir un mundo nuevo al margen de la Iglesia y de Jesucristo! La nueva sociedad, la paz verdadera empieza en los corazones y crece a la sombra de la Cruz de Cristo. Sólo la fuerza del amor de Cristo, manifestado y consumado en la Cruz, es capaz de curar nuestro egoísmo y cambiar nuestros corazones. Si Cristo, desde la cruz, en un momento, de un ladrón arrepentido pudo hacer un santo, ¡qué no haría de nosotros si de verdad nos arrepintiéramos de nuestros pecados y de nuestras falsas pretensiones!

    En las palabras de Jesús hay una seguridad que a nosotros nos da consuelo y esperanza. Con esa verdad rotunda que la cercanía de la muerte pone en las palabras de los hombres, Jesús promete el Paraíso al ladrón arrepentido: Hoy estarás conmigo en el paraíso. Es verdad que hay perdón. Es verdad que el arrepentimiento de los pecados y la rectitud del corazón son el camino verdadero de vida y de progreso. Es verdad que hay paraíso. Podemos construir una sociedad justa y pacífica, podemos vencer los males y los sufrimientos de nuestro mundo, pero eso no lo conseguiremos expulsando a Dios de nuestro mundo, sino acogiéndonos filialmente a su voluntad y a su misericordia. El paraíso perdido, el mundo de paz y de justicia que todos anhelamos, es Jesús; creer en Él, vivir con Él es vivir en la verdad y en la misericordia, morir con Él es entrar en el mundo feliz de Dios y de la vida eterna.

    La oración del buen ladrón nos hace pensar en la grandeza del arrepentimiento. Si la oración de Cristo es la puerta del corazón de Dios siempre abierta para los hijos arrepentidos, nuestra libertad de hombres es la capacidad permanente de rectificar, de reconocer nuestros pecados, de cambiar de vida y abrazarnos al Cristo del amor y del perdón. Qué misterio tan grande éste de la libertad humana. Están muriendo tres hombres. Uno perdona, otro recibe el perdón y la gloria, y el tercero muere en la mayor soledad y en la desesperación. Tiene a su lado a Cristo y no se le ocurre mirarle con ojos de fe y de arrepentimiento.

    Así es nuestro mundo, no sólo plural sino confuso y contradictorio. Ante Cristo, ante Dios, ante la Iglesia, unos saben ver lo bueno y otros solamente ven lo malo, unos encuentran caminos de arrepentimiento y orientaciones para vivir, otros solo ven escándalos y contradicciones. La verdad es que no hay en el mundo otro camino de salvación que Jesucristo, este Jesús cuya memoria y cuya presencia conservamos en la Iglesia, a pesar de nuestros pecados. Es la oscuridad de nuestro corazón lo que nos impide ver la luz de Jesús, la luz de sus muchos discípulos admirables que han vivido y viven en nuestro mundo.

    De esta segunda palabra de Jesús en la Cruz, nos queda a todos un gran consuelo. En la suprema soledad de la muerte, los hombres no estamos solos. Jesús, el Hijo de Dios, quiso morir como nosotros para poder estar a nuestro lado en ese momento decisivo. Él, viviendo nuestra misma muerte, ha transformado el acto de morir en un acto de adoración y de esperanza. Jesús está presente en la muerte de todos los hombres, con los que mueren en casa o en el hospital, y también con los que mueren en los grandes cataclismos naturales o en los grandes crímenes del terror. Si creemos en Él, si nos abrazamos a Él, la fuerza de su amor, que es la manifestación del amor de Dios, nos sostiene y nos perdona también en el momento supremo y decisivo de nuestra muerte.

    Amigos de cerca y de lejos que me escucháis, ¡cuántas veces pedimos a Cristo lo que no puede darnos y despreciamos lo que nos puede dar! Le pedimos bienes temporales, que nos libre de la enfermedad y de todo sufrimiento. En cambio, no le pedimos que nos libre de nuestros pecados, que haga crecer en nosotros esa justicia interior que nos hace hijos de Dios, que es la fuente de la verdadera felicidad en este mundo y la semilla de la vida eterna. Pidamos a Dios que nos libre de esa desgracia tremenda de vivir y morir cerca de Cristo sin conocerlo, sin quererlo, sin acercarnos a Él con fe y con amor.

    Haz, Señor, que te sintamos cerca de nosotros en la hora de la muerte y que en la tarde de la vida entremos contigo al paraíso de la comunión con Dios y de la vida eterna. Señor Jesús, acuérdate de nosotros ahora que estás en tu Reino, líbranos de nuestros errores y de nuestras debilidades, de nuestras ambiciones y de nuestros odios, líbranos de la idolatría de este mundo. Haz que rebrote nuestra fe adormecida. Llévanos contigo al paraíso de la comunión con Dios, al paraíso de la buena conciencia y de la vida santa, a ese paraíso viviente que eres Tú, tu humanidad santa y glorificada.

    3. “Mujer, ahí tienes a tu hijo (...). Ahí tienes a tu madre”

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    «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Clopás y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”; y luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,25-27).

    Mientras agoniza lentamente en la Cruz, entre las sombras de la agonía, Jesús adivina la figura trémula de su Madre, toda pendiente de Él, identificada con su sufrimiento y con su agonía. No puede recibir la caricia de su mano aliviando los dolores de su cuerpo, pero su sola presencia es como una brisa que acaricia su alma y alivia los duros sufrimientos de su agonía. Jesús, que es el Hijo y el Verbo eterno de Dios, es también el hijo de esta mujer bendita y llena de gracia, toda madre y toda santa. En los últimos años de su vida ha tenido que vivir lejos de ella para entregarse a la misión que el Padre del Cielo le había encomendado. Ella le ha acompañado siempre con un gran amor y ha sido del todo obediente a las exigencias de la misión de su Hijo. La presencia de su Madre junto a la Cruz, la mirada de sus ojos llenos de lágrimas y resplandecientes de ternura, son el mejor consuelo y la mejor caricia que Dios le podía ofrecer en aquellos momentos.

    En algún momento dijo que su madre y sus hermanos eran todos los que cumplían la palabra de Dios. María, su madre física, ha sido también su mejor discípula, la que mejor ha escuchado la palabra de Dios. Jesús sabe que su madre es un tesoro de fe, su lazo de unión con sus hermanos los hombres; en el despojamiento de su muerte quiere dejar a sus discípulos ese tesoro de la fe, de fortaleza y de ternura infinita que es el corazón de su madre.

    María es la Madre estremecida de Belén, la Madre suplicante de Caná, la Madre amorosa de las horas felices de Nazaret. Ella sabe bien que Él es inocente, ella sabe bien que está cumpliendo el misterio de la redención del mundo, ella sabe que con su muerte está rompiendo de una vez para siempre el poder del demonio y del pecado en el mundo de los hombres. Una vez más, Jesús descansa en el regazo de María, en el regazo espiritual de la fe de su Madre María, de su piedad tierna e inquebrantable.

    A la vez que asiste a la agonía de su Hijo, María está viviendo por dentro la transformación de su corazón de madre. Ella ha vivido siempre al compás de su Hijo, aceptando las exigencias de su misión, reviviendo en su corazón las palabras y los gestos de Jesús. Si ahora Jesús muere por los hombres, haciéndose más que nunca hermano de todos, de ahora en adelante los hermanos de Jesús, los discípulos fervorosos y los ladrones arrepentidos, todos serán hijos suyos. Su corazón de madre, habitado por el Espíritu Santo, se agranda y se abre a una maternidad universal en la que caben todos los hermanos de su Hijo. Una vez más el amor y la fidelidad a su hijo Jesús abre ante ella nuevas perspectivas de vida. Pierde la presencia física de su Hijo, pero gana la relación espiritual con Él y con todos los que nacerán a la vida santa de los hijos de Dios por la fuerza del amor de su Hijo, que desde la Cruz abraza a todos los hombres de la tierra.

    Juan es el discípulo más querido; representa en esos momentos a todos los discípulos que van a creer en Él y le van a amar sin haberle visto nunca. Jesús, una vez glorificado y liberado de las limitaciones de su carne, estará presente en el corazón de sus discípulos, podrá vivir con ellos y hacer de todos una gran familia acogida al amparo maternal de la Virgen María, la madre siempre fiel, la madre de la fe perfecta, la madre del amor y de la confianza inquebrantable en su Hijo Jesucristo. Esta unidad espiritual entre Jesús, María y Juan, es un momento privilegiado del nacimiento de la Iglesia, el nacimiento de la nueva humanidad encabezada y vivificada por Cristo, protegida por el amor maternal de la Virgen María, renacida por la fe en la comunicación con el Dios del amor y de la gracia.

    Jesús en la Cruz nos da todo lo que tiene, nos da su vida, nos da el corazón y la vida de su madre, para que sea también Madre nuestra. Por ser miembros de la Iglesia, verdaderos hermanos de Jesús, hemos heredado a María como madre espiritual nuestra. Jesús se hace nuestro tan de verdad, que su Madre es también nuestra madre. Desde el bautismo, María es nuestra Madre, nos quiere con el mismo corazón de madre con el que recibió a su hijo Jesús en Nazaret y en Belén, nos cuida, nos enseña el camino de la fe, quiere que estemos siempre cerca de Jesús, como quieren las madres que los hermanos estén juntos y se ayuden y se lleven siempre bien. Con María, la madre común, somos la familia de Jesús. Así es de hermosa y de profundamente humana la Iglesia de Jesucristo, la gran familia universal que desborda todas las fronteras, que allana todas las diferencias, en la que todos los hombres somos hermanos.

    Esto es lo que Jesús dice a su Madre: «No te quedas sola, no has acabado todavía tu maternidad, ahora tienes que ser madre de todos mis amigos, de todos mis discípulos, de todos los que yo quiero como hermanos. Tienes que ser Madre de la Iglesia, de la gran familia de los hijos de Dios. Tienes que cuidar de ellos, enseñarles a creer en mí y a creer en el Padre del Cielo, tienes que ayudarles a crecer en la verdad y en el amor, en la justicia de Dios y en la esperanza de la vida eterna».

    Los cristianos sabemos que María es nuestra Madre, por eso la queremos y confiamos en Ella. Por eso multiplicamos sus santuarios, sus ermitas, sus imágenes y advocaciones, hasta llenar con el nombre de María todos los rincones de nuestra tierra. Por eso la saludamos y la invocamos todos los días de nuestra vida.

    Esta maternidad de María nos permite descubrir la profunda humanidad de la intercesión de Jesucristo a favor nuestro ante el Padre del Cielo: Jesús no entra solo en el Cielo, se presenta ante el Padre formando parte de una familia, nos lleva a todos nosotros como el hermano mayor lleva a sus hermanos más pequeños cogidos de la mano. «Estos son mis hermanos, estos son tus hijos. No por obra de la carne sino por obra del Espíritu». «Quiero que los que han creído en mí estén siempre conmigo». La redención es un misterio de amor, un misterio de familia, el misterio de estar unidos por el amor y de ser todos uno por medio de Jesucristo con la Santa Trinidad. Más verdadero y más profundo que todos los parentescos de este mundo es este parentesco espiritual con Cristo y con la Virgen María que nos hace ser una familia de hermanos en la casa de nuestro Padre celestial. No es un sueño, es la verdad más real y más verdadera de nuestra vida. ¡Qué pena que no acabemos de creerlo! ¡Qué pena que no lo vivamos de verdad! ¡Qué pena que tantos hermanos nuestros que un día fueron cristianos hayan perdido esta fe y el gozo de esta gran realidad!

    ¿Cómo se puede decir que la religión cristiana es fuente de conflictos y enemiga de la convivencia? La fe cristiana nos descubre que el misterio de la redención consiste en la superación de las divisiones y la reunificación fraternal de todos en el amor. La redención es el reconocimiento de Dios como Amor y el renacimiento de cada uno, por su misericordia, en esta vida nueva y verdadera que es el amor como forma suprema de la vida. Ser cristiano es vivir con gozo y gratitud este proceso de reconciliación y de unidad en la familia de Dios que es la Iglesia. Verlo de otra manera, luchar contra los planes de Dios, es luchar ciegamente contra la única esperanza de unidad y de paz que tenemos a nuestro alcance.

    Junto a la Cruz de Jesús, en la renovación permanente y universal de la Eucaristía, nace cada día la Iglesia, nacemos los cristianos con María, unidos a Jesús, en el amor, en la obediencia, viviendo y muriendo en la verdad, la verdad de Dios y la verdad de la humanidad. Como Juan cuidó a María, la Madre de Jesús, nosotros tenemos que cuidar a la Iglesia, que es nuestra Madre. El amor de Cristo a su Madre, el amor de su Madre por Jesús y por todos nosotros son la escuela y el manantial del amor que hace fuertes y generosas nuestras familias, como centros de fe y de amor, como manantiales de vida y servidoras de la fe.

    Te damos gracias, Señor, por el don de tu Madre María; te damos gracias por poder llamar madre a tu misma madre, porque podemos sentirla cerca de nosotros, amándonos como hermanos tuyos. Te damos gracias porque podemos tener a María en nuestro corazón y con Ella los tesoros de su fe y de su amor.

    4. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

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    «Desde la hora sexta la oscuridad cayó sobre la tierra hasta la hora nona. Y alrededor de la hora nona Jesús clamó con fuerte voz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (Mt 27,45-46).

    Estas palabras de Jesús son quizás las que nos permiten asomarnos más íntimamente al corazón de Jesús en los momentos de su agonía. En un primer momento nos cuesta trabajo pensar que Jesús, el Hijo fiel, el Hijo obediente, que tenía su gozo y su vida en cumplir la voluntad de su Padre, se sienta ahora abandonado por Él, precisamente en este momento terrible de la muerte.

    ¿Se tratará quizás de un abandono aparente? ¿Pero qué sentido podría tener que Jesús se expresara así si realmente no estuviera viviendo esa terrible soledad de sentirse abandonado por su Padre? El abandono de Jesús en la Cruz, que recuerda las congojas de Getsemaní, nos permite comprender la verdad de su humanidad, la hondura de su sufrimiento, la inmensidad desconcertante de su amor.

    La meditación detenida y piadosa de esta exclamación de Jesús nos permite asomarnos al misterio más hondo y desconcertante de su muerte. Tratemos de acercarnos con infinito respeto a los sentimientos de Jesús moribundo. Si pensamos que es el Hijo eterno de Dios, no podemos aceptar que se sienta abandonado por su Padre del Cielo. Pero si pensamos que ha querido hacerse hombre como nosotros, con todas las consecuencias, si pensamos que el Padre ha querido atraernos de nuevo a su amistad por el camino de la vida perfectamente humana y perfectamente santa de su Hijo, entonces sí podremos vislumbrar algo de este misterio de soledad y de fidelidad que es la agonía y la muerte de Jesús.

    Como hombre que es, Jesús está viviendo en absoluta verdad el proceso terrible de la muerte, como cualquier otro hombre, en abandono, en un implacable oscurecimiento de los horizontes de su vida en la tierra. Él ha vivido siempre como el hijo fiel en la presencia y la comunicación amorosa de su Padre. Él ha tratado de vivir siempre y en todo según su voluntad. Pero ahora la respuesta consoladora del Padre del Cielo no aparece por ningún lado. ¿Dónde está ahora el poder de Dios para librarle de la muerte? ¿Dónde están ahora los ángeles del Cielo para librarle del poder de sus enemigos? La única respuesta es el silencio, las burlas de los espectadores, la traición de los amigos, el lento oscurecimiento de su vida. Él ha llegado hasta aquí por ser fiel a la misión recibida, por dar testimonio de la verdad, por cumplir siempre y en todo la voluntad del Padre que le ha enviado. ¿Por qué ahora Dios no sale de ninguna manera en su defensa? El sol oscurecido es la muestra del oscurecimiento interior de Jesús en la soledad de su muerte.

    Hay unas palabras misteriosas de san Pablo que nos ayudan a asomarnos a este terrible misterio del amor redentor de Dios en Cristo. «Al que no había conocido el pecado, Dios le hizo pecado, para que fuéramos en Él justicia de Dios» (2Co 5,21). El inocente, por haberse identificado con nosotros, tuvo que pasar por la experiencia de la soledad que merecen nuestros pecados, para que nosotros pudiéramos recibir el perdón y recuperar la comunión de vida eterna con nuestro Dios y Creador.

    Jesús tiene que vivir la entera verdad de su muerte. La dura verdad de la muerte de todos los hombres. El amor del Padre calla y se queda como un paso atrás. Él nos ha dado a su Hijo de verdad y le deja recorrer hasta el final el camino de su vida humana, sin ahorrarle ningún dolor, para que hasta los rincones más oscuros del sinsentido y del horror de nuestra vida queden sanados por su presencia. Jesús tiene que recrear la humanidad entera, por eso tiene que bajar hasta lo más hondo de sus soledades para poner allí el bálsamo de su presencia y la luz de su esperanza. Su misión como redentor y principio de una nueva humanidad requiere que viva enteramente y santamente el itinerario completo de la vida humana, incluida también la terrible soledad de la injusticia y de la muerte. Es la hora de consumar hasta el final la confianza en Dios y la unión de amor con los hermanos de la tierra. En ese silencio de Dios, en ese aparente abandono de Dios, crece hasta el infinito el amor redentor de Jesús y se manifiesta en su plena verdad el amor salvador de Dios.

    Las palabras y los sentimientos de Jesús seguramente se inspiraban en las expresiones del salmo 21: «Te llamo de día y de noche y no me respondes. / Estoy hecho un gusano, todos se burlan de mí, / Si confía en Dios, pues que Dios le salve. / Se me derriten los huesos en las entrañas. / En ti esperaron nuestros padres y tú los liberaste. / No te quedes lejos de mí, libra mi alma de la muerte. / Señor, salva mi vida, salva mi alma eternamente. / Y yo anunciaré tu nombre a mis hermanos».

    La soledad y el abandono eran la condición para que Jesús, invocando a Dios desde la más densa oscuridad, llevara hasta el límite la confianza amorosa del hijo fiel, para que desde lo más hondo de la tentación quebrara definitivamente el poder del demonio sobre nosotros, ese poder misterioso y maligno que nos hace apegarnos a los bienes de este mundo desconfiando de Dios y de la vida eterna. Precisamente en estos momentos de abandono, de soledad, cuando parece que Dios se ha desentendido de Él, cuando tiene que agarrarse a la confianza en la bondad del Padre en la más absoluta oscuridad, es cuando llega a ser más hijo, cuando afirma más plenamente su amor y su fidelidad de hijo, cuando se mantiene el amor al Padre Dios, soldando para siempre y en toda circunstancia la vida de los hombres al amor y a la gracia del Dios silencioso y ausente. Este momento de su abandono es a la vez el momento culminante de la redención, de la nueva alianza, de la victoria sobre el demonio y la muerte, el momento central de nuestra redención.

    El silencio de Dios es el momento de su gran amor por nosotros. Dios fue capaz de dejar que su Hijo muriera en esa experiencia de soledad para que llegara a la plenitud y a la perfección su amor y su fidelidad, sanando así de una vez para siempre todos los pecados de abandono y desconfianza de los hombres. Cuando parece que Dios está más ausente es cuando nos está dando más plenamente a su Hijo para que sea Él nuestro camino de salvación.

    En la desolación interior de Jesús aumenta su amor y aumenta su poder. ¿Quién podrá resistir la fuerza de este amor que se rebaja, que se anula por nosotros? La fuerza de Jesús es la fuerza de Dios, y la fuerza de Dios es el amor; un amor que respeta, un amor que espera, un amor que se entrega del todo por el bien nuestro, por la salvación de cada uno de nosotros. Y esa es también la fuerza de convicción de la Iglesia; no el esplendor de sus maravillas externas, sino el amor de los santos, la fortaleza y la fe de los mártires, la fidelidad de los que dan su vida cada día en el cumplimiento de su deber y en el servicio del prójimo, la fidelidad mansa y tranquila de quien sirve a la verdad y al bien de la vida con el amor inagotable y siempre joven de cada día.

    La vida y la muerte del hombre, las situaciones más terribles y más desesperadas, están ya vividas y santificadas por Jesús; las oscuridades de nuestra vida están iluminadas por Él, porque Él las vivió primero, y Él nos espera en la soledad de la muerte, en el abatimiento de la injusticia; no hay dolor que no haya sido aliviado y curado por la presencia de Jesús. Si Él ha vivido primero las zonas más oscuras de nuestra humanidad, ¿quién nos podrá separar del amor de Dios? Es la hora de la adoración, de la gratitud y de la mayor confianza.

    Ante esta imagen del Jesús del abandono, tenemos que reconocer que no hay ya situación humana privada de redención ni capaz de separarnos del amor de Dios. Jesús baja hasta el infierno de la soledad más profunda para compartir la soledad de todos los moribundos, de todos los inocentes humillados y maltratados. Jesús sufre con ellos y dentro de ellos, Jesús les sostiene en su soledad y en su abandono, les ayuda a confiar en el amor de Dios que no se deja sentir pero que está presente y nos acoge en su seno de vida eterna. El punto más hondo del abatimiento es el momento justo para afirmar la confianza y el momento preciso para el desbordamiento del poder y de la misericordia de Dios sobre nosotros.

    Todos podemos tener en la vida un tiempo o un momento en que nos sintamos olvidados de Dios, tratados injustamente por Él, tentados de desconfianza y desesperación. En momentos de mucho dolor, cuando se producen grandes calamidades, muchas personas se preguntan por la presencia y la asistencia de Dios. ¿Dónde está Dios en los terremotos, en las guerras, en los atentados, en las muertes injustas y dolorosas? La respuesta la tenemos en la angustia de Jesús moribundo en la Cruz. En la mayor angustia que podamos vivir, Jesús está presente con nosotros, ha vivido en situaciones semejantes y puede acompañarnos, sostenernos, mantenernos unidos a Dios por una confianza inquebrantable. Desde entonces la muerte más amarga, la soledad más absoluta están iluminadas por la presencia de Jesús. El momento del mayor dolor es también el momento de la salvación, el momento propicio para volvernos a Dios y confiar en su misericordia, el momento para sentirnos arropados por el Jesús agonizante y acogidos por la misericordia de Dios nuestro Padre.

    Gracias, Jesús del abandono y de la soledad, porque has querido llegar hasta lo más hondo y lo más oscuro de nuestras soledades y de nuestras angustias. Gracias porque estás siempre con nosotros, iluminando nuestras tinieblas y confortando nuestros corazones en los momentos más angustiosos de nuestra vida y de nuestra muerte. Gracias porque con tu vida y con tu muerte has transformado nuestra existencia, encendiendo en medio de nuestras tinieblas la luz del amor de Dios, la luz de la esperanza. Gracias a Ti podemos decir a nuestros hermanos que no estamos nunca solos, porque en la vida y en la muerte Tú estás siempre cerca de nosotros.

    Señor, ilumina nuestros corazones e ilumina los corazones de nuestros hermanos, para que todos veamos en Ti al verdadero salvador de nuestra vida, la verdadera garantía de nuestra libertad y nuestra esperanza.

    5. “Tengo sed”

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    «Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura dice: “Tengo sed”. Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca» (Jn 19,28-29).

    Esta queja de Jesús tiene un primer sentido del todo realista. El respeto a la veracidad de los evangelistas nos obliga a aceptar el significado directo de sus palabras. Jesús dice que tiene sed. Está desangrándose, lleva horas soportando un sol abrasador sin beber una gota de agua. No se trata de una sed metafórica; ha perdido mucha sangre, está abrasado por la fiebre. Se muere de sed. En su muerte no estuvo libre de ninguna de las angustias que asaltan a cualquier agonizante. Como cualquier moribundo, Jesús tiene sed.

    Qué misterio y qué dolor. Nos acercamos a la cruz de Jesús, está pendiente del madero, con su cuerpo desgarrado colgando de los clavos como un guiñapo, con la cabeza caída sobre el pecho, ensangrentado, literalmente exhausto. Y es el Verbo de Dios, el Hijo único de Dios, en el cual y por el cual fueron creadas todas las cosas, la imagen del Dios todopoderoso, el primogénito de toda la creación. Ahora siente la indigencia y la extrema pobreza de la sed. Se queja y a la vez pide como el más pobre de los hombres que alguien alivie su sed con un poco de agua. También en esto Jesús comparte la pobreza y el sufrimiento de los más pobres y desamparados. Son los milagros del amor.

    En la dureza de su muerte, Jesús nos descubre la verdadera dignidad de la muerte. En nuestro mundo algunos confunden la dignidad de la muerte con el miedo al dolor. Jesús no tuvo cuidados paliativos. Pero su muerte fue absolutamente digna. ¿Alguien puede decir que la muerte de Jesús, llena de tormentos, no fue una muerte digna? La dignidad de su muerte, como la dignidad de todas las muertes, está en el valor de la aceptación, en la experiencia del amor y de la comunión de los seres queridos y que nos quieren, en la esperanza firme y segura del triunfo del bien y de la vida, en la filial confianza en un Dios Padre, fuente de vida y mar infinito de amor y de misericordia.

    En esa situación angustiosa y humillada, este Jesús doliente es más signo que nunca del gran amor de Dios por nosotros. El Padre del Cielo ha querido dejarle morir así, en la más dura indigencia, para que nosotros nos convenciéramos del gran amor que nos tiene. Este Jesús sediento y moribundo es justamente la manifestación más conmovedora de su gran amor y del amor del Padre para la salvación del mundo.

    No es imaginación pensar que Jesús, cuando se quejaba de la sed, estaba también sediento de un mundo diferente. El que prometió la bienaventuranza a los que tuvieran hambre y sed de justicia, en este momento supremo de la muerte arde en deseos de justicia y de paz para todos los hombres. Levantado sobre los pecados del mundo, Jesús tiene sed de justicia, tiene sed de misericordia, tiene sed de un mundo donde Dios sea reconocido como padre de todos y los hombres vivamos como hermanos en la justicia, en la fraternidad y en la esperanza de la vida eterna.

    Le dieron a beber vinagre para que se cumplieran las Escrituras. Pero ¿cómo apagaremos la sed de Jesús en este mundo nuestro? Resulta inevitable entender también esta sed en sentido espiritual. La sed de Jesús en la cruz es la sed de todos los hombres justos, soñadores y rebeldes ante las amenazas del mal. Es la sed de la amistad de su pueblo, la sed de un mundo diferente, un mundo de hombres libres y justos que no se olviden de la grandeza y de la bondad de Dios, un mundo donde los hombres vivan como hermanos, familias con familias, naciones con naciones, un mundo en el que todos los hombres reconozcan con humildad la soberanía de Dios y sean capaces de vivir en la verdad del amor y de la esperanza, sin avaricias ni ambiciones, libres de idolatrías y ambiciones.

    Esta sed de Jesús no se ha apagado todavía. Hay muchos millones de hombres que no saben lo que ocurrió en el Calvario. Muchos millones de hombres que no saben que son hijos de Dios ni reciben el trato que les corresponde. Y hay muchos millones de cristianos bautizados que se han alejado de la Iglesia, muchas familias que viven al margen de la fe que recibieron, muchos jóvenes y muchos niños que ya no crecen en la fe católica porque nadie les habla de Dios ni de Jesús ni de su Iglesia. Sin Dios, sin fe, no es extraño que aumenten las injusticias y se multipliquen los sufrimientos. Jesús tiene sed de un mundo diferente, tal como Dios lo quiere, ordenado en la piedad y en la honestidad, en la justicia y en el amor.

    Señor, esta sed tuya rompe nuestros corazones y hace brotar en nosotros deseos sinceros de ser mejores. No queremos que sufras por nosotros, no te olvidaremos nunca, no permitiremos que se debilite tu memoria en nuestra tierra; llena nuestros corazones de entusiasmo para que llevemos a todos la buena noticia de tu amor, de tu verdad, de tu salvación. Ábrenos los ojos del corazón para que veamos en nuestros hermanos necesitados el reflejo de tu rostro doliente, danos un corazón justo y valiente para trabajar por un mundo reconciliado en la fe del Padre común y en el reconocimiento sincero de la igualdad y de la dignidad de todos los hombres como hijos de Dios.

    En nombre de todos los que me escuchan, yo me atrevo a preguntarte, Señor, ¿cómo podemos aliviar tu sed los cristianos y las cristianas de España? Pensemos, hermanos, qué es lo más serio y lo más grave que le estamos negando a Cristo en estos momentos de nuestra vida. Jesús tiene sed de nuestra estima, tiene sed de la fe de tantos cristianos que se avergüenzan de Él y han abandonado la práctica de la fe. ¿Cómo no vas a tener sed ante una sociedad cada vez más olvidada de Dios y de la vida eterna, cada vez más cautiva de los bienes efímeros de la tierra? ¿Cómo no vas a tener sed ante tantas familias jóvenes que no aceptan tus mandamientos, familias cristianas que niegan el don de la vida a sus hijos y no son capaces de educar cristianamente a los pocos hijos que tienen? ¿Cómo no vas a tener sed ante tantos miles de jóvenes bautizados para los que no eres nadie en su vida? ¿Cómo no vas a tener sed ante una Iglesia dividida, acobardada y cobarde que no es capaz de hablar de Ti con autoridad en un mundo cada vez más roto y dolorido?

    Haz, Señor, que seamos humildes y volvamos a Ti, que no intentemos mitigar tu sed con el vinagre de la hipocresía sino con el agua limpia de la penitencia, del amor y de las buenas obras. Danos, Señor, la fuerza de tu Espíritu para que seamos capaces de vivir fielmente de acuerdo con tus enseñanzas en este oscuro mundo nuestro. Ayúdanos a ser fieles y valientes para dar testimonio de la verdad de tu mensaje, de la necesidad de tu amor, de la belleza de tu Iglesia, que nos conserva tu memoria y nos enseña a vivir en el mundo como hijos de Dios y servidores de nuestros hermanos.

    6. “Todo está cumplido”

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    «Cuando Jesús tomó el vinagre dijo: “Todo está cumplido”. Inclinó la cabeza y entregó su espíritu» (Jn 19,30).

    Jesús siente ya que la vida se le escapa del cuerpo. Esta palabra es como un suspiro de alivio. Como todos los moribundos, Jesús mira hacia atrás y ve el rápido desarrollo de su vida, los años tranquilos de Nazaret, los sorprendentes descubrimientos de su experiencia interior de hijo de Dios, los días intensos de la oración en el desierto y las insidiosas tentaciones del demonio que eran el presagio de la resistencia y de los muchos sufrimientos que iba a encontrar en el ejercicio de su misión, los días agotadores de la predicación y de las curaciones de los enfermos en las ciudades de Galilea, el dolor de la traición de Judas. Recordaría sin duda los lugares entrañables de Cafarnaún, las noches serenas del lago de Galilea, el afecto de los amigos de Betania, los rostros y las historias de cada uno de sus discípulos.

    Pero sobre todo recuerda con tristeza la dura y creciente oposición de los dirigentes del pueblo a su mensaje, a su predicación, a su persona. La noche terrible de Getsemaní, la hondura y la emoción del Cenáculo, las horas amargas que ha tenido que soportar hasta llegar a este momento. Ya está todo consumado. Él ha sido fiel hasta el final. Él ha dado testimonio de la verdad y de la bondad de Dios a costa de su vida. Él ha anunciado y vivido hasta el final el Reino de Dios, su presencia, su gracia, su llamada a la conversión y a la vida eterna. Ahora puede descansar. Ya está todo cumplido.

    Ya ha terminado el duro combate de la agonía y de la muerte, ya está cumplida la ardua misión de restaurar la justicia del mundo, ya está consumada la gran obra de la salvación que el Padre le había encomendado. Ya puede morir tranquilo y volver de nuevo a la casa del Padre.

    En su corta vida ha agotado la experiencia de su humanidad como Palabra de Dios en el mundo; ya está todo dicho, ya está todo hecho, ya es el Hijo de Dios hecho hombre en una existencia humana completa, ya es el hombre acabado, el hombre totalmente hijo de Dios, en una acabada confianza, en un amor consumado en esta plenitud de su agonía y de su muerte.

    En la muerte de Jesús acaba el mundo viejo del pecado y comienza un mundo nuevo. El poder del Mal está vencido y roto. Se ha manifestado del todo el misterio de la ceguera y de la iniquidad del hombre que ha llegado a rechazar y a matar al autor de la vida, al hombre bueno que pasó haciendo el bien por todas partes. Se ha cumplido la ceguera suicida de la humanidad rechazando a Dios, que le ofrece la ayuda de su Verdad y de su Amor, como el hombre orgulloso que cierra los ojos al sol porque quiere vivir de sus propios recursos sin aceptar la ayuda del Creador.

    A primera vista parece que el Demonio, utilizando la ceguera y el orgullo de los hombres, ha conseguido desbaratar los planes de Dios y oscurecer el brillo de su presencia y de su amor en el mundo. Pero esta aparente victoria es su derrota definitiva. En la muerte de Jesús, lo que realmente vence por encima de todos los poderes del mal, es la fidelidad, la obediencia, el amor de Jesús mantenido y crecido hasta la muerte. La comunión, el abrazo de piedad y de amor del hombre con el Dios del cielo, de manera irrevocable, con un amor más fuerte que todos los poderes y todos los temores de la muerte. Ya la Alianza con Dios está restaurada y establecida para siempre; Jesús es el Puente definitivo entre nuestro mundo y el mundo de Dios, Jesús es la puerta abierta para todos los que quieran llegar hasta el Trono y hasta el Corazón del Dios viviente y verdadero.

    Ha llegado a su punto más alto y está cumplida la manifestación del amor de Dios que nos rescata del abismo de nuestras ignorancias, de nuestro orgullo, de nuestros pecados, y dejando a su Hijo morir por nosotros nos da el argumento decisivo para que creamos en Él, para que le tengamos en cuenta, para que lo pongamos en el centro de nuestra vida como luz que ilumina nuestra mente, como centro de nuestros amores, como deseo de nuestras esperanzas más altas y seguras.

    Todo está cumplido. Está terminada y cumplida la vida de Jesús, y con ella está cumplida la gran intervención de Dios para la salvación del mundo. Ahí, en ese cuerpo agonizante, en ese corazón todo lleno de amor y de fidelidad, están sepultados todos los pecados del mundo, ahí han quedado vencidos para siempre el poder del mal, el poder del demonio y el poder de todos los hombres impíos del mundo, y ahí, en ese cuerpo destrozado, o mejor, en ese corazón rebosante de piedad y de amor, está naciendo definitivamente la nueva humanidad del todo fiel a Dios, y por eso mismo bendecida y vivificada por Él; una humanidad nueva, vencedora de toda injusticia, arraigada en la verdad de Dios y sostenida por la esperanza de la vida eterna, más fuerte que todas las tentaciones y todas las idolatrías, más fuerte que todas las amenazas y todos los temores.

    «Mi Padre me ama porque yo hago siempre su voluntad. Yo para esto he venido, para dar testimonio de la verdad. Es preciso que el mundo sepa que yo amo al Padre y que actúo según el mandato que he recibido de Él». Jesús, obedeciendo hasta la muerte, alcanzó su perfección de hijo de Dios en el mundo y se convirtió en causa de salvación para todos los que creen en Él.

    Este Jesús colgado de la Cruz es el fin del mundo, la verdad última de la humanidad, la cumbre más alta de Verdad y de Bien que podía aparecer en este mundo de pobres y pequeñas criaturas. Sí, todo está cumplido, porque eres Tú el cumplimiento de todas las posibilidades y de todos los deseos y de las aspiraciones más altas de la creación. El punto máximo de lo que Dios podía hacer, y el punto máximo de lo que las criaturas podían alcanzar.

    Están cumplidas las profecías, cumplidas están las expectativas y las esperanzas de la humanidad, pero sobre todo está plenamente cumplida la voluntad de Dios que quería inaugurar en Él una humanidad nueva, una humanidad renacida, hecha de piedad y de justicia, de amor y de esperanza, una humanidad limpia y madura para la vida eterna.

    Y está cumplido el mundo, porque ya nunca estaremos solos, ni perdidos, ni angustiados. Le tenemos a Él, como un tesoro, como un camino, como una cercanía irrevocable de Dios, al que siempre podemos dirigirnos como origen y horizonte de nuestra vida, como garantía segura de nuestra vida, como padre fuerte que protege y defiende nuestra vida de todas las asechanzas, de todos los errores posibles, de todas nuestras debilidades. Está cumplida, está restaurada la Creación de Dios alterada por el pecado, está rehecha nuestra vida porque ya podemos confiar en el Dios del Cielo, está terminada la historia porque Jesús es el punto más alto del acercamiento de la humanidad en el acercamiento a Dios, está terminado el universo que vuelve a asentarse en el reconocimiento de la soberanía de Dios.

    En esta muerte, hecha de dolor y de amorosa fidelidad, culmina y termina la obra de Jesús y llega a su término la grandeza moral y la auténtica plenitud de la humanidad. Ese hombre que muere en la Cruz es el más alto paradigma de la humanidad; por eso mismo es también modelo y principio de una humanidad nueva, una humanidad reconciliada, una humanidad recuperada, liberada del pecado y de todas las injusticias, reconstruida para la vida eterna en la verdad y el amor de Dios. Desde entonces la Cruz, que era el símbolo de la maldición de Dios, se convierte en el símbolo de toda bendición, el símbolo de la vida nueva, de la esperanza y de la alegría, el símbolo del Paraíso recuperado por la muerte de Cristo y la misericordia de Dios nuestro Padre.

    De la muerte santa de Jesús nace la humanidad inocente y hermosa de la Virgen María, la humanidad intrépida de los Apóstoles y de los mártires, la humanidad de los santos y de los pecadores arrepentidos; de esa muerte redentora nace la humanidad redimida que es la Iglesia y que somos los cristianos; en ese cuerpo maltratado y roto está el consuelo de todos los que sufren, el camino y la esperanza de todos los hombres y mujeres de buena voluntad. ¡Qué gran error pensar que la modernidad y el progreso tienen que venir de otra parte! ¡Qué trágico error pensar que para entrar en la modernidad tenemos que dejar de ser cristianos! ¡Qué ignorancia tan grande pensar que una idea de última hora va a ser más fecunda que la vida y la muerte real y concreta del Hijo de Dios que vino a este mundo para salvarnos! Él nos amó y se entregó por nosotros. Él ha sido constituido por Dios para nosotros Verdad, Sabiduría, Justicia, Progreso verdadero que llega hasta la vida eterna.

    Este Cristo consumado en el amor, en la fidelidad y en la obediencia hasta la muerte, es el camino, la verdad y la vida. «Vosotros sois mis amigos. Yo os he elegido. No tengáis miedo a nada ni a nadie. No os dejaré solos. Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo. Os conviene que yo me vaya. Porque así vendrá el Espíritu a vosotros, Él os ayudará a conocer la verdad y a vivir la vida verdadera. Permaneced en mi amor como yo he permanecido en el amor del Padre».

    Te damos gracias, Señor, porque eres la fuente y el principio de nuestra vida; te damos gracias porque tu vida y tu muerte son el fundamento y el cimiento de nuestra vida; te damos gracias por esta fe que ilumina y sostiene nuestra vida y que nosotros no hemos sabido apreciar y agradecer suficientemente. Ayúdanos a ser fieles como Tú hasta el final, hasta el final de la vida y hasta lo más hondo de nuestro corazón. Te pedimos por tantos hermanos nuestros que buscan en otros sitios y por otros caminos el acierto y la felicidad de su vida. Danos a nosotros la fuerza y el gozo de ser tus testigos para que, viendo nuestras buenas obras, te conozcan a Ti y encuentren en tu Iglesia el verdadero camino de la libertad y de la salvación.

    7. “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”

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    «Era ya la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, la oscuridad cayó sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”. Y dicho esto expiró» (Lc 23,44-46).

    Ninguna de las palabras de Jesús en la Cruz ha sido improvisada, pero esta menos que ninguna. Esta última palabra es la oración de su vida. Desde los primeros momentos de su vida, Jesús ha sido siempre el Hijo, el Hijo bueno y fiel que vivía en la presencia de su Padre, tratando de descubrir en la historia de su Pueblo la voluntad del Padre, orando horas y horas para percibir en su conciencia humana la presencia y la voluntad de su Padre celestial, tratando de cumplir en cada momento, en cada circunstancia, las obras del Padre.

    Ahora, cuando le faltan las fuerzas, cuando se le nublan los ojos y le queda sólo la cercanía de su Padre en el fondo de su corazón, le brota espontáneamente lo que ha sido el secreto y la fuerza de su vida: «En tus manos pongo mi vida».

    No hay ni sombra de rebeldía, ni de angustia, ni de fatalismo. Con la seguridad y la placidez que resplandece tan maravillosamente en el Cristo de Javier, flota por encima de sus dolores para refugiarse en el seno de su Padre, vuelve cargado con el peso del mundo a la Casa de su Padre. ¿Podemos imaginar una muerte más humana, más verdadera y más llena de esperanza?

    Esta última palabra de Jesús es la palabra total de su vida; en ella la Palabra eterna que es el ser entero de Jesús vuelve al Padre en una última palabra llena de amor y confianza. «Salí del Padre y vuelvo al Padre, después de haber vivido plenamente la aventura azarosa de ser hombre y de vivir como hijo de Dios en un mundo pecador». Su oración es la religión verdadera, la piedad más verdadera, el acto más profundamente humano que podemos imaginar, la confianza definitiva que honra el nombre de Dios y nos abre las puertas de la salvación. Jesús no es el fundador de “una” religión, es el consumador de la religión de la humanidad; Él mismo es la religión de los hombres, es Dios que se hace hombre para abrir el camino de la verdadera religión y de la verdadera humanidad a todos los hombres que crean en Él.

    Jesús vuelve maltrecho y triunfador al seno de su Padre. Su última palabra en esta vida mortal es esta oración esencial, la oración definitiva que pone nuestra vida en manos de Dios y que es ella misma el paso de este mundo al mundo de Dios, el paso de la muerte hasta las fuentes de la vida. Esta es la religión de Jesús y esta es también nuestra religión, la religión verdadera, la religión absoluta, la religión definitiva que nos abre el camino hasta el encuentro filial y amoroso con Dios, con el Padre celestial, origen y plenitud de nuestra vida. En Jesús religión y libertad se confunden. En las peripecias y sufrimientos de la vida, Jesús es el hombre libre por antonomasia, capaz de superar todas las pruebas y de mantener libremente su fidelidad y su amor hasta la muerte, como Él quiso, sin ceder ante nada ni ante nadie, fijo en su amor al Padre y al mundo como meta suprema de su vida. Nadie tendría que darnos lecciones de libertad a quienes somos discípulos del hombre que ha vencido con su libertad santa todos los poderes del Mal.

    Ahora podemos ver cómo la religión de Jesús es realmente el alma y la garantía de nuestra vida. Nada artificial, nada impuesto o añadido a nuestra vida, sino la esencia misma de la vida, el arraigo en la tierra originaria, el abrazo definitivo y exultante con el mar inmenso de la vida en plenitud. Es verdad que hay muchas formas de religión y de fe que están desvirtuadas y no aportan nada a nuestra vida. Pero es más verdad todavía que un mundo sin religión es un mundo muerto, un mundo sin aliento de vida por muy brillante y muy atrayente que quiera presentarse. Sólo Jesús, viviendo y muriendo como hijo verdadero del Dios verdadero, ha sido capaz de liberarnos del poder de la muerte y de iluminar las tinieblas de nuestro mundo con la luz de la vida verdadera.

    Vivir es aprender a morir dejando caer nuestra vida en el regazo amoroso de Dios nuestro Padre. Vivir es acercarse a Jesús para aprender a vivir y a morir en esta actitud de confianza filial más fuerte que todas las tentaciones y todos los miedos y todas las necias pretensiones que nacen sin remedio en nuestro corazón. Con Jesús y como Jesús queremos vivir y morir en tus manos, Dios y Padre nuestro, fiándonos de tu amor, caminando hacia ti de la mano de tu Hijo, agrupados en esta Iglesia peregrina, encabezada por tu Hijo Jesucristo que nos acompaña y nos defiende en el camino de la vida.

    Este es, amigos, el contenido esencial de nuestra vida y de nuestra muerte. Vivir es prepararse para poder decir en el momento culminante de la muerte esta oración definitiva: «Padre, en tus manos pongo mi vida». Aprender a morir es hacer cada mañana este acto de humilde y radical confianza: «Dios mío, Padre mío, con Jesús, tu Hijo predilecto, hoy pongo mi vida en tus manos para siempre».

    Ha muerto Jesús y parece que todo ha terminado. Ha terminado su vida en el mundo. Nadie volverá a oír sus palabras sencillas y luminosas, nadie volverá a ver la expresión inefable de su rostro, nadie recibirá la caricia de su misericordia y de su perdón. Terminó su vida terrestre, pero ahora comienza a ser de verdad y en plenitud el salvador del mundo. De su cuerpo muerto y sepultado nacerá pronto el cuerpo resucitado y glorioso.

    Los cristianos sabemos que el Padre escuchó la oración de Jesús y le devolvió la vida entera, la vida del alma y del cuerpo, maravillosamente transformada, hecha vida radiante propia del hijo de Dios, capaz de estar presente, desde el corazón de Dios, en todos los lugares del mundo y en todos los tiempos de la historia. Este Jesús triturado en la Cruz fue glorificado por el poder omnipotente del Padre eterno y está ahora en el corazón de Dios y en el corazón del mundo, difundiendo el Espíritu de Dios como principio de una vida nueva y eterna para los que creen en Él y siguen sus mandamientos.

    La respuesta del Padre a esta muerte santa de Jesús fue la resurrección de su Hijo a una vida nueva y gloriosa que nosotros no podemos comprender. Dios bajó a la oscuridad del sepulcro para recoger el cuerpo de su Hijo y llevarlo sin demora al mundo de su gloria. Desde entonces Cristo resucitado es el principio de un mundo nuevo más allá de la muerte, escondido en la gloria de Dios. Ese es nuestro mundo verdadero y definitivo; en él estamos ya viviendo por la fuerza de la fe y del amor que nos unen espiritualmente con Cristo resucitado; desde este mundo nuevo tenemos que saber entender las cosas de este mundo con la luz de la vida eterna; desde él tenemos que plantear nuestra vida y seleccionar nuestras preferencias para vivir en la verdad plena y cumplir la voluntad de Dios «en la tierra como en el Cielo».

    Ya no vivimos encerrados en la cárcel de este mundo. Al salir victorioso del sepulcro, Jesús ha levantado la losa que cerraba nuestro mundo. Ahora tenemos ante nosotros un horizonte abierto de esperanza. Si creemos en el Dios bueno y poderoso que resucitó a Jesús, también Él nos resucitará a nosotros. Jesús quiere que donde está Él estemos también nosotros, que somos sus hermanos. Este Jesús rechazado y muerto, resucitado por Dios y entronizado como Señor del mundo, es ahora primicia de la nueva humanidad, principio y cabeza de la Iglesia, esta Iglesia sencilla y cercana que somos todos nosotros, los que llevamos en la frente la señal de su Cruz y queremos vivir como hermanos, anunciando su evangelio y multiplicando sus obras de amor y de redención.

    La resurrección de Jesús nos acerca al Reino de Dios y de la vida eterna, nos descubre el rostro verdadero de Dios como fuente de vida. Podemos vivir y morir tranquilos. Morir es pasar de este mundo al mundo de Dios. Sabemos que después de la muerte nos espera el abrazo con el Dios bondadoso que resucitó a Jesús y nos dará a nosotros una vida gloriosa. Levantemos el corazón y centremos nuestra vida en la esperanza de la vida celestial donde nos esperan nuestros seres queridos, donde reinaremos con Cristo eternamente. Esta esperanza nos dará fuerza para vencer alegremente las tentaciones y los engaños del mal.

    Señor Jesús, muerto en la Cruz por nosotros, líbranos de nuestros pecados. Danos, Señor, la vida nueva del espíritu; ayúdanos a vivir contigo cerca de Dios, ayúdanos a mantener la fidelidad, el amor y la obediencia en los momentos difíciles y duros de nuestra vida, ayúdanos a vivir siempre en comunión humilde y agradecida dentro de tu Iglesia y con el corazón cerca de Ti, que eres la fuente de la vida verdadera.

    Te pedimos por nosotros, por nuestra Iglesia, por nuestros amigos y familiares. Te pedimos por los que no creen en Ti, por los que piensan que pueden vivir sin creer en Ti ni en tu misericordia, te pedimos por los que viven esclavos del mundo y de la carne, por los que explotan a los más pobres, por los que matan a personas inocentes como precio de su comodidad o de sus aspiraciones políticas.

    Bendice al papa Benedicto XVI para que con su palabra y su ejemplo haga brillar la luz de tu evangelio en todos los rincones del mundo, en todos los acontecimientos gloriosos o dolorosos de este mundo tuyo que amaste hasta dar la vida, que tiene en Ti su única esperanza.

    Haz, Señor, que tus discípulos que vivimos en España sepamos estar a la altura de los acontecimientos y demos en esta hora con nuestra vida un testimonio verdadero, sencillo y firme, de la verdad de tu evangelio y de la fuerza liberadora del Reino de Dios que Tú anunciaste y trajiste a nuestro mundo.

    Señor, desde ese trono glorioso de la Cruz, danos el don de la paz, el don de la justicia y de la fraternidad, guíanos en esta aventura de la vida y ayúdanos a vivir y caminar juntos, como hermanos, hasta la casa común que Tú nos tienes preparada y dispuesta en las moradas eternas de tu Padre y de nuestro Padre.

    Para terminar rezamos desde el fondo de nuestro corazón: «Dios creador, bueno y misericordioso, / Padre de Jesús y Padre nuestro, / en tus manos ponemos nuestra vida. / Que nada ni nadie nos haga dudar de Ti, de tu bondad, de tu amor, de tu misericordia. / Con este Jesús, / Hijo tuyo y hermano nuestro, / que coronó su vida y la vida del mundo / en la soledad de la Cruz, / queremos unir nuestra vida a la verdad de tu amor. / En la vida y en la muerte queremos estar cerca de Ti, / y vivir como hijos tuyos, / en la verdad del amor y de la esperanza, / esperando el momento gozoso de encontrarnos / con tu mirada misericordiosa de Padre bueno. / De la mano de tu Hijo, que nos diste como hermano, / con la fuerza del Espíritu Santo, / sostenidos por el amor maternal de la Santa Virgen María, / en la comunión de la santa Iglesia católica. / Amén».

    † Fernando Sebastián Aguilar