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Braulio Rodríguez Plaza

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Carta pastoral

Hambre de oír la Palabra de Dios

6 de agosto de 2008


Publicado: BOA 2008, 291.


  • Introducción
  • I. Nuestra actitud ante la Palabra de Dios
  • II. El misterio de Dios que nos habla
  • III. Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio
  • IV. La Palabra de Dios y nuestro Plan Pastoral Diocesano
  • Epílogo
  • Notas

    Introducción

    |<  <  >  >|Notas

    1. «El sumo sacerdote Helcías dijo al cronista Safán: “He encontrado en el templo el Libro de la Ley”. Entregó el libro a Safán, y éste lo leyó. Luego fue a dar cuenta al rey (...). Y le comunicó la noticia: “El sacerdote Helcías me ha dado un libro”. Safán lo leyó ante el rey, y cuando el rey oyó el contenido del Libro de la Ley, se rasgó las vestiduras y ordenó al sacerdote Helcías; a Ajicán, hijo de Safán; a Acbor, hijo de Miqueas; al cronista Safán, y a Asías, funcionario real: “Id a consultar al Señor por mí y por el pueblo y todo Judá a propósito de este Libro que han encontrado” (...). “Al rey de Judá, que os ha enviado a consultar al Señor, decidle: ‘Así dice el Señor, Dios de Israel: Puesto que al oír la lectura lo has sentido de corazón y te has humillado ante el Señor (...); puesto que te has rasgado las vestiduras y llorado en mi presencia, también Yo te escucho...’”» (2R 22,8.10-13.18-19).

    2. El rey de Judá del que habla el texto es Josías (640-609 a. C.); en el decimoctavo año de su reinado, con ocasión de unas obras efectuadas en el Templo de Jerusalén, fue hallado un “Libro de la Ley”. Este libro parece ser una antigua reglamentación del derecho divino que da la impresión de estar en vigor, aun cuando sus reglas no fuesen en la práctica respetadas. Josías decide hacer la reforma de la Alianza, haciendo una proclamación solemne del Libro encontrado. Dice un renombrado historiador de Israel: «Con toda probabilidad, este Libro de la Ley debió ser idéntico a la primera redacción de la Ley deuteronómica contenida en el Antiguo Testamento, que probablemente fue redactada en el transcurso del siglo VII a. C., a base de viejos resúmenes de leyes antiguas»1.

    3. Traigo este episodio concreto de la historia del pueblo judío no por erudición; tampoco para ilustrar una enseñanza. La historia de la Iglesia y la de la Diócesis de Valladolid no están en la misma situación descrita por el texto bíblico: no hemos encontrado un nuevo Libro de la Alianza. Me ha llamado la atención, sin embargo, por otra razón, que enseguida explicaré.

    4. Esta Carta Pastoral quiere servir de ayuda para poner en práctica nuestro Plan Pastoral Diocesano 2008-2012 (“Conoce, celebra y vive la Palabra de Dios”) . Mi deseo más profundo es que todos nosotros, como el rey Josías, sintamos una sacudida en nuestro interior y «rasguemos nuestras vestiduras», esto es, que algo fuera de lo normal nos está sucediendo: No conocemos bien lo que Dios nos ha revelado, su Palabra; con frecuencia no creemos que ahí se encuentre la vida, lo importante, el tesoro y la razón de nuestra existencia.

    ¿Qué reacción se espera de nosotros? Sencillamente que tengamos hambre de oír la Palabra de Dios, que nos dispongamos a mirarla con nuevos ojos, para reconocer lo que nuestro Señor ha querido manifestarnos en orden a nuestra felicidad, a nuestra salvación; lo que Él ha hablado al corazón de su Pueblo, primero a Israel, más tarde, en la plenitud del tiempo, a su Iglesia por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo. En la vida de este Pueblo se ha plasmado la Tradición en lo que llamamos la Sagrada Escritura, la Biblia, el Antiguo y el Nuevo Testamento.

    5. Hace ya muchos años que las últimas generaciones de católicos han podido escuchar estas hermosas palabras: «La Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la Sagrada Liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la Palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo. Por tanto, toda la predicación de la Iglesia, como toda la religión cristiana, se ha de alimentar y regir con la Sagrada Escritura. En los Libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos». (Concilio Vaticano II, constitución Dei Verbum, 21) .

    6. Éste es un texto muy denso; entenderlo bien supone para nosotros recibir una gran riqueza para nuestra vida personal, para nuestras comunidades; en definitiva, para toda nuestra Diócesis. Nos invita, entre otras cosas, a leer la Biblia. Reparad en que en la última parte de la cita conciliar los verbos están en presente: «nos transmite», «hace resonar», «sale amorosamente (el Padre) al encuentro de sus hijos para conversar con ellos». La consecuencia es clara: los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura, porque Dios sigue hablándonos.

    Pero la realidad no coincide con ese deseo del Concilio. Sí, escuchamos hoy mucho más la Palabra de Dios, hemos comprado la Biblia, tenemos el evangelio de cada día incluso. Pero, ¿lo leemos? ¡Ah, la lectura! No se trata de cualquier lectura: son palabras que van a nuestro corazón; no es la Biblia un best seller que está de moda. Es otra cosa. Por otro lado, aunque ha crecido el número de los que leen la Escritura, nuestra cultura no es bíblica y el número de los que no leen y, por ello, no conocen la Biblia, es muy grande entre nosotros. A mí me ha dolido un dato ofrecido por los medios de comunicación: los cristianos españoles somos en Europa los que menos leemos la Sagrada Escritura. Sin duda ahí estamos los católicos a la cabeza, pues somos más, y tal vez los que coloquemos ese porcentaje de lectores sólo en un 20% de toda la población española.

    7. Pero, ¿quién tiene la culpa de esta situación? No sé si hay que buscar culpable; si es así, yo soy el primero, pues, llevando como obispo seis años entre vosotros, no debería haber descansado hasta cambiar el panorama. Pero hay que ser perspicaces y no entrar en debates estériles y acusaciones que quitan fuerza para lo bueno. Además, hay que reconocer que adentrarse en la Biblia para escuchar la Palabra de Dios no consiste únicamente en comprar un libro y leer sin más. Hemos pasado ya esas épocas en las que, casi como adolescentes ingenuos, hemos pensado que todo se resuelve con una lectura-examen personal de los libros bíblicos. Voy a describir, a continuación, este problema.

    I. Nuestra actitud ante la Palabra de Dios

    |<  <  >  >|Notas

    8. Ante la Palabra de Dios, o ante un ejemplar de la Biblia, no todo son aperturas; se dan también entre nosotros resistencias, y muy fuertes. Recordad en la predicación de Jesús la parábola de sembrador: la semilla, que es la Palabra de Dios, cae en terreno pedregoso, o en tierra poco profunda, o entre cardos y abrojos (cf. Mt 13,1-9). También cayó en tierra buena y dio fruto. En el campo donde se siembra la Palabra hay condicionamientos; en nuestra sociedad prevalece una racionalidad cientifista y domina la técnica que, a la vez que ha creado mejores condiciones de vida, ahoga con frecuencia las preguntas importantes. En el pluralismo ideológico actual se induce también a un escepticismo hacia la verdad. Nosotros somos muy utilitaristas y confiamos excesivamente en el poder económico, político y mediático, que arrincona la preocupación ética.

    9. ¿Cómo influyen estos condicionamientos en un alejamiento práctico de la Palabra de Dios, en un rechazo casi instintivo a abrir un libro como la Biblia y ver qué luz nos viene de ella para nuestros problemas diarios? ¿Podemos sin más aceptar una interpretación fundamentalista de la Escritura Santa? No descubro nada si afirmo que la Biblia es un o de los grandes relatos que menosprecia la cultura postmoderna o simplemente actual. En un mundo de una fe casi fenecida, el texto bíblico es considerado por muchos un residuo anacrónico, ideología que se resiste a morir, palabra extraña, también para muchos creyentes.

    10. ¿Cómo escuchar atenta y pacientemente la Palabra de Dios en un tiempo en que se buscan experiencias “religiosas” de efecto inmediato, que satisfagan rápidamente una necesidad urgente? En este horizonte espiritual, la Biblia aparece, cuanto menos, como una palabra desproporcionada, esto es, desmesurada y “descompasada”. Incluso, en muchos círculos más secularizados, esa Palabra de Dios se entiende como “entrometida” en la cultura que considera al ser humano como único protagonista de su propia historia y de su autosalvación.

    ¿Palabra trascendente la Escritura que revele el rostro de Dios y su tabla de salvación? Esa pretensión de la Iglesia es considerada como contraria a la autonomía humana. «Esa pretendida Palabra de Dios sería más bien un puro producto cultural gestado a lo largo de los siglos en el seno de una cultura determinada. El ser humano ha proyectado sobre ella sus ilusiones y sus frustraciones y ha buscado en ella imaginarios consuelos compensatorios»2.

    11. Las resistencias a entrar en una lectura atenta, de hondura religiosa, de la Biblia nacen también del propio texto. En él se dan páginas «difíciles por poco edificantes, áridas o demasiado ingenuas para nuestra mentalidad»3. Junto a pasajes bíblicos de gran altura moral, aparecen muertes o pillajes aparentemente aprobados por la Biblia. ¿Cómo entender sentimientos de crueldad o de venganza impropios de una moral verdaderamente humanitaria, o pasajes en prosa o en salmos que rezuman un total pesimismo? Es necesario, pues, ayudar al pueblo creyente a leer bien la Biblia. No vale cualquier lectura de la Biblia.

    12. Todos los que aceptamos la Biblia como Palabra de Dios nos acercamos a ella, sin embargo, con determinadas expectativas preferentes. Es algo legítimo e inevitable, siempre que no se convierta la preferencia en unilateral, porque entonces, en vez de servir a la Palabra de Dios y reconocer su soberanía, nos servimos de ella utilizándola según nuestros intereses o concepciones. Una cosa es aceptar la inspiración divina de la Biblia y otra, muy diferente, es pensar que Dios hizo un dictado literal al autor sagrado. Se puede aceptar que en la Sagrada Escritura se utiliza la historia de una manera muy peculiar, pues lo que se narra no es histórico a la manera moderna, y no tener una concepción ingenuamente literal de su historicidad.

    Se puede igualmente aceptar que la Biblia es Palabra de Dios y no tener reparo en comprender que en el texto de la Escritura aparecen géneros literarios o formas de narrar como en cualquier libro de la Antigüedad, que permiten una interpretación adecuada a su doble condición de palabra inspirada y leída en la Iglesia. Se le pueden aplicar a la Biblia los métodos histórico-críticos y saber que hay siempre un más allá en la Escritura: su unidad fundamental, su orientación hacia Cristo, la analogía de la fe, la lectura eclesial y espiritual.

    13. Se piensa también en ocasiones en la Biblia como una guía para alcanzar el equilibrio y la integridad emotiva, echando mano de categorías psicológicas que suplantan a las teológicas. O hay quien hace una lectura ideológica de la Escritura, bien sea “conservadora” o “progresista/revolucionaria”; o una lectura “moralista”, en la que todo sirve para determinar nuestro comportamiento, sin tener en cuenta la acción del Espíritu Santo, tan distinta de la lectura verdaderamente espiritual. No deberíamos nunca pasar por alto lo que nos dice san Pablo: «Cuanto fue escrito en el pasado lo fue para enseñanza nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza» (Rm 5,4).

    14. Algunas de las situaciones que acabo de describir son reales, pero afectan a pocos creyentes. Tal vez lo que más entristece es que la gran mayoría desconoce la Biblia. La muchedumbre de practicantes conoce de la Biblia lo que recuerda de la Misa del domingo. La ignorancia es considerable. Vivimos lejos de la Palabra de Dios. Y hay que salir de esa ignorancia. Es urgente favorecer el encuentro con ella de los cristianos. Es preciso que la Palabra de Dios circule en la Iglesia. Quiera el Señor que, en los próximos cuatro años que durará el Plan Pastoral Diocesano, las posibilidades abiertas sean muchas y los grupos cristianos que descubran la Revelación, el diálogo eterno de Dios con su Pueblo, sean mucho más numerosos. Una Palabra de Dios escuchada, explicada, compartida y convertida en fuente de oración, tiene un frescor y un sabor que no poseen otros alimentos del espíritu.

    Dios me conceda trabajar en este campo con entusiasmo, de manera que la Palabra de Dios, que nos ha llegado por la Tradición y la Escritura Santa rejuvenezca la esperanza, dé alegría para vivir la vida nueva de Cristo y motive el compromiso cristiano. No me gustaría que llegáramos a repetir aquellas irónicas palabras de Paul Claudel: «El respeto de los católicos por la Sagrada Escritura es inmenso, pero se manifiesta sobre todo en la distancia que adoptan ante ella»4.

    II. El misterio de Dios que nos habla

    |<  <  >  >|Notas

    15. Parto de un convencimiento: hay que favorecer suficientemente el encuentro con la Palabra de Dios, esto es, ésta tiene que circular más en la Iglesia. Desconocimiento supone mediocridad. Seríamos injustos, no obstante, si no reconociéramos la existencia de muchos grupos que se reúnen periódicamente alrededor de la Biblia para leer y orar la Palabra de Dios. Eso está muy bien y trae alegría y vigor, porque esa Palabra escuchada, compartida y convertida en oración lleva consigo un frescor y un sabor que no poseen otros alimentos del espíritu. Estoy persuadido de que, como la celebración de fe bien hecha y toda actuación que se proponga crecer en la inteligencia de esta misma fe, también la Palabra de Dios escuchada y explicada despierta nuestra fe, rejuvenece la esperanza, aleja la rutina y proporciona deseo de hacer algo por Cristo. Pero, ¿qué tiene la Biblia para que tenga tanta importancia?

    16. Lo primero de todo es que las palabras de Dios están perfumadas de Espíritu Santo o, como decía san Francisco de Asís, son como el pan aún caliente y aromático (Fuentes Franciscanas, 80). Por ello, él quería servir a todos las fragantes palabras de su Señor. Es decir, Dios ha inspirado la Sagrada Escritura, según aquella famosa afirmación de san Pablo: «Toda Escritura está inspirada por Dios» (2Tm 3,16). ¿Qué quiere decir esta frase? ¿Cómo entenderla? Otro texto nos lo explica bien: «pues nunca se presentó una profecía por voluntad de un hombre, sino que, dejándose llevar por el Espíritu Santo, unos hombres y mujeres hablaron de parte de Dios» (2P 1,21). Es lo que decimos en el Credo: que el Espíritu Santo «habló por los profetas».

    17. ¿Hemos de pensar, pues, que este hablar de Dios es un hablar al dictado a los distintos autores de los libros de la Biblia? No. Es algo a la vez más sencillo y más misterioso este hablar de Dios. De forma análoga, aunque no idéntica, a cómo el Espíritu Santo actúa en la Virgen María en la encarnación del Hijo de Dios sin acción de varón alguno, actúa en el escritor sagrado para que éste acoja la Palabra de Dios y la “encarne” en un lenguaje perfectamente humano. Imaginemos un estanque de agua tranquila y tersa: cualquier golpeo que llegue a su superficie es acusado rápidamente. Dios “toca” con su dedo divino esa superficie de agua que es el ser humano abierto al Espíritu, y ese toque se difunde como una vibración sonora por todas las facultades humanas (voluntad, inteligencia, imaginación, palabras, corazón, sensibilidad) y se traduce en conceptos, imágenes, palabras que ese hombre o mujer escribirán más tarde.

    Es decir, se produce el misterioso paso de la moción/acción divina a la realidad creada que tiene todo lo que Dios hace hacia fuera de Sí mismo: en la creación, en la encarnación de su Hijo, en su revelación a nosotros, en la actuación bondadosa hacia nosotros que llamamos “gracia”. El resultado de la inspiración, en el caso de la Biblia, es una realidad plenamente divina y plenamente humana en la que lo humano y lo divino están íntimamente unidos, pero no confundidos. La Iglesia nos dice que Dios es el autor principal de la Biblia, porque asume la responsabilidad de lo que está escrito, determinando el contenido mediante la acción de su Espíritu. Sin embargo, el escritor humano es también autor en sentido pleno de la palabra escrita, porque ha colaborado a través de una actividad humana natural de la que Dios se ha servido a modo de instrumento.

    18. Dios es como el músico que hace que las cuerdas de un violín, tocándolas, suenen; el sonido es totalmente obra del músico, pero el sonido no existiría sin las cuerdas del instrumento. El ejemplo vale, a condición de que tengamos en cuenta que, en el caso de la Palabra de Dios que se hace Escritura, el misterio consiste en que Dios no mueve unas cuerdas inertes, sino unas cuerdas libres que son la voluntad y la inteligencia del ser humano, capaces de mover a su gusto y según sus capacidades dichas cuerdas manteniendo intacta su libertad y actuando a través de ellas. Eso sencillamente quiere decir que los autores de los libros bíblicos, además de ser escritores, son profetas, evangelistas, catequistas, misioneros, testigos en definitiva de la acción de Dios en ellos.

    19. Pero que las Escrituras estén inspiradas por Dios significa también que exhalan a Dios, ¡porque huelen a Dios! ¿Cómo se explica esto? San Agustín nos pone un ejemplo estupendo. Hablando de la creación, dice el santo de Hipona que Dios no hizo las cosas y después se marchó, sino que ellas, «provenientes de Él, en Él permanecen» (Confesiones, IV, 12, 18). Lo mismo ocurre con las palabras de Dios: vienen de Dios, en Él permanecen y Él en ellas. Significa esto que el Espíritu Santo, tras haber inspirado la Sagrada Escritura, se ha quedado en ella, la habita y la anima sin cesar con su soplo divino. El Concilio Vaticano II lo expresa de este modo: «La Iglesia ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición, ya que, inspirada por Dios y escrita de una vez para siempre, nos transmite inmutablemente la Palabra del mismo Dios; y en las palabras de los Apóstoles y los Profetas hace resonar la voz del Espíritu Santo» (Dei Verbum, 21).

    20. ¿A qué puede compararse, pues, la palabra de la Escritura? Se parece al pedernal, respondía san Gregorio Magno, muerto en 604 d. C. Esa piedra es fría, pero golpeada con el hierro, desprende chispas y enciende el fuego. Tampoco las palabras de la Escritura dejan de ser letras muertas si únicamente buscamos su sentido literal, pero si buscamos la inspiración que Dios ha puesto en ellas, se prende un fuego que va más allá de lo que leemos mecánicamente (cf. Homiliarum in Ezechielem Prophetam Liber II, 10, 1: PL 76, 1058).

    Podrían ponerse muchos ejemplos de cómo una sola palabra de un pasaje bíblico puede desencadenar en el que la lee toda una historia de amor de Dios, como en el caso de aquel marido alcohólico que, incapaz de salir de su situación, fue invitado con su esposa a unos encuentros donde se leía la Biblia. Una palabra le golpeó profundamente y le ayudó a salir del abismo. Preguntado sobre la palabra que tanto le había ayudado, abrió la Biblia y la voz se le rompió por la emoción cuando llegó al texto del Cantar de los Cantares que dice: «Mejores que el vino son tus amores» (Ct 1,2).

    Para cualquier experto bíblico habría sido muy fácil demostrarle a este hombre que el versículo por él citado nada tenía que ver con su situación de alcohólico, pues el autor sagrado estaba ponderando en ese pasaje la bondad y la belleza del amor humano entre mujer y hombre. Ciertamente, pero el protagonista de este relato repetiría: «Yo estaba muerto y ahora estoy vivo. ¡Esa palabra me ha devuelto la vida!». También el ciego de nacimiento respondía a los que le interrogaban y no aceptaban lo que Jesús había hecho con él: «Cómo ha sido, yo no lo sé; sólo sé que antes estaba ciego y ahora veo» (Jn 9,25).

    21. Ahora bien, ¿cómo acercarnos a la Biblia de modo que libere para nosotros el Espíritu que contiene? He aquí un problema más delicado: ¿cómo “explicar” las Escrituras, cómo penetrar entre sus pliegues, de manera que difundan esa fragancia de Dios que, por fe, sabemos que encierran? Pongámonos de acuerdo: los escritos que se contienen en la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) pueden calificarse de realidad a la vez humana y divina. También Jesucristo es divino y humano y lo es la Iglesia. Estoy escribiendo para católicos y entenderéis que la ley de la encarnación consiste en que no se puede descubrir en Cristo que es Hijo de Dios, esto es, divino, si no es a través de su concreta humanidad. Cabe decir lo mismo para la Escritura y para la Iglesia. Voy a explicarlo un poco más.

    22. A lo largo de la historia del cristianismo, algunos se acercaron a Jesucristo despreciando el cuerpo y los distintivos humanos de Jesús, teniéndolos por simples “apariencias”, pues ¿cómo va a ser posible que Dios se haga carne? ¿Qué consiguieron con ello? Perdieron también la realidad profunda de Jesús y, en lugar de un Dios vivo hecho hombre, se encontraron con su simple y propia idea de quién es Dios. Pues, del mismo modo, en la Escritura Santa no se puede descubrir al Espíritu Santo que la inspiró si no es pasando a través de la letra, es decir, a través del concreto revestimiento humano que la Palabra de Dios ha asumido hasta plasmarse en los diversos libros y autores inspirados. Quiero decir que no podemos descubrir en los escritos bíblicos el significado divino, lo que Dios quiere decirnos, si no partimos del significado humano en el que se han expresado los autores sagrados: Isaías, Jeremías, san Lucas, san Pablo, etc.

    Así se explica el inmenso esfuerzo de estudio e investigación que, a lo largo de la historia, ha rodeado a la Sagrada Escritura. Hoy también, miles de estudiosos creyentes pasan la vida intentando iluminar los problemas del texto bíblico, sin que por ello tengan que dejar a un lado su fe en Dios y en Jesucristo. Son problemas que se refieren al texto y al contexto histórico y cultural de éste o aquel libro, a las fuentes internas o externas de la Biblia, al género literario o al sentido más exacto de cada pasaje. En el fondo se trata de cómo interpretar la Biblia adecuadamente teniendo en cuenta la unidad de la Escritura y la analogía de la propia fe.

    23. Por esta razón, el pueblo cristiano debe agradecimiento a tantos hombres y mujeres que con suma paciencia se han dedicado al estudio de la Escritura; abriendo nuestras Biblias, ojeando los comentarios a cada libro, casi sin darnos cuenta, estamos recogiendo a manos llenas el fruto de su trabajo y nos enriquecemos con él, en las notas, introducciones, interpretaciones, etc. Es una acción de gracias por lo que en la Iglesia se ha luchado contra ese no tener en cuenta lo humano en Jesús y la Escritura.

    24. Tal vez nos surja ahora esta pregunta: ¿Cuál es la comprensión adecuada de la Biblia? Dicho de otra forma: ¿es posible una interpretación bíblica al margen de la fe? El carácter literario de los escritos bíblicos, lo humano, que obedece a la lógica de la Encarnación, hace necesario aclarar sus aspectos históricos y filológicos, lo cual requiere un estudio comparado con otras obras de la antigüedad; pero, ¿es esto suficiente? ¿Hay que detenerse ahí porque, de lo contrario, no seríamos imparciales o científicos? No seré yo quien niegue que el estudio de la Escritura según el método histórico-crítico haya permitido una mejor comprensión de su génesis literaria. Tales métodos son imprescindibles, sin duda, pero se les puede pedir más de lo que dan: estudiar un texto antiguo sin fundamentalismos o literalismos inaceptables.

    25. Pero seríamos pobres en la fe si únicamente consideráramos la Biblia como un libro excelente, pero un libro solamente humano, sin tener en cuenta que encierra la Palabra de Dios. Y para aceptar esta dimensión de la Biblia no debo aparcar mi fe, como si ella no fuera “razonable”. Este riesgo de reducir la Escritura a una sola dimensión es un peligro real, también hoy. Y caeríamos, de este modo, en la peor pobreza: la de no tener en cuenta a Dios y la capacidad que nos ha dado para conocerle. Decía Søren Kierkegaard, cristiano luterano, hace ya más de un siglo, unas palabras plenamente vigentes: «¿Cómo se lee la Palabra de Dios en la cristiandad? Si la dividiéramos en dos partes, habría que decir que la mayoría nunca lee la Palabra de Dios mientras que una minoría la lee de un modo más o menos erudito, es decir, que no lee la Palabra de Dios sino que mira el espejo (“mirar el espejo” significa detenerse en los problemas de la crítica, en la letra de la Escritura). O para decirlo de otro modo, la inmensa mayoría considera la Biblia como un libro anticuado y lo deja aparte; una minoría lo considera un escrito antiguo de excepcional importancia a cuyo estudio se aplica con sorprendente celo y agudeza».

    Según este escritor danés, muchos estudiosos explicaban la Biblia, en efecto, de manera intencionada, solamente mediante el llamado método histórico-crítico; pasa algo parecido hoy día, también entre los exegetas católicos. No desecho esos métodos, pero rechazo que únicamente sea ése el modo adecuado para acercarse a la Escritura Santa, pues nos quedaríamos sin conocer y encontrarnos con la Palabra de Dios. Estaríamos de esta manera en la más aguda de las secularizaciones. La pretensión de comprender la Escritura estudiándola únicamente y de modo exclusivo mediante el análisis histórico-filológico es como pretender descubrir la Eucaristía basándose en el análisis químico de la Hostia consagrada. Ese análisis histórico-crítico no es más que el primer peldaño, el que tiene que ver con la letra, del conocimiento del texto de la Biblia.

    26. Hay otra manera de acercarse a la Biblia y comprenderla. No es opuesta a la utilización de los métodos histórico-críticos, sin duda, pero los supera. Es la lectura espiritual del texto sagrado. Hablaré un poco más adelante de esta lectura y comprensión de la Escritura. Nos invitan a ella palabras y alusiones que el mismo Jesús indica, como cuando Él dice que «Abraham, vuestro padre, vio mi día y se estremeció: lo vio y se alegró» (Jn 8,56); o cuando afirma que «si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, pues él escribió acerca de mí» (Jn 5,46); en la controversia con los que no aceptaban los signos de Jesús, el evangelista Juan recuerda textos de Isaías y concluye: «Esto lo dijo Isaías porque vio su gloria y habló de Él» (Jn 12,41).

    27. Ya es curioso que en la pretendida exégesis científica que llevan a cabo muchos estudiosos bíblicos se evite hablar hoy de Jesús de esta manera; parece que tienen miedo de decir, por ejemplo, que el Antiguo Testamento barrunta el Nuevo, o que Jesús hizo milagros, tal vez para que no les descalifiquen “científicamente”. Son como esos cristianos que tienen miedo de que se sepa que tienen fe en Cristo y procuran que en su vida pública esto no se conozca. Pero la Biblia no puede convertirse en un simple “objeto” que el profesor “domina”, y ante el cual, como cualquier hombre de ciencia, él es “neutral”. A mi modo de ver, decir que un estudioso creyente “domina” la Palabra de Dios es casi decir una blasfemia, porque esa Palabra de Dios se encierra en la Tradición y en la Sagrada Escritura y el ser humano no puede dominar a Dios.

    28. Por otro lado, ¿qué le sucede a quien entiende la Biblia de este modo dominador? Pues que, curiosamente, la Escritura diríamos que se cierra a quien se acerca a ella queriendo dominarla o estudiándola solamente con los métodos histórico-críticos. La Biblia se convierte, de este modo, en el libro «sellado» del que habla el Apocalipsis (Ap 5,1-4). También san Pablo habla de una lectura del Antiguo Testamento como si éste fuera un libro que se leyera con un velo tupido, que sólo es eliminado en Cristo, cuando se da «la conversión al Señor», es decir, cuando se reconoce a Cristo en esas páginas de la Escritura (cf. 2Co 3,14-16).

    29. ¿No necesitaremos nosotros hoy volver a esa lectura espiritual de la Biblia? A mi entender, la Iglesia se vive y ella misma vive de esta lectura espiritual de la Biblia, y cuando se trunca ese canal que alimenta la piedad del Pueblo de Dios, la fe, el celo, la vida de los creyentes se debilita y hasta se seca. Y creo yo que ya no se entiende la Liturgia, o se vive como un elemento separado de la vida personal, de la fe que integra todo, ni se siente necesidad de una formación permanente ni descubrimos la caridad social y política que toda vida cristiana debe contener. En el fondo, la letra mata a aquellos cristianos que no quieren seguir el espíritu de la divina Escritura, sino que desean únicamente saber palabras y explicárselas a los demás.

    30. Cuando se está mucho tiempo sin usar un miembro articulado del cuerpo, como el brazo o la pierna, se necesita, para volver a emplearlo bien, hacer ejercicios y reeducar la articulación. Pienso que así se puede describir la situación de los cristianos respecto a la Biblia y sus libros: el pueblo cristiano ha estado durante mucho tiempo sin utilizar esta “articulación vital” que es la Biblia y ahora tiene necesidad de reeducarse en ella para encontrar la fuente de agua fresca que es la Palabra de Dios.

    Para algunos esa reeducación consistirá, simplemente, en tomar una Biblia y comenzar a leerla, porque tal vez nunca se han acercado a ella en su totalidad. Sin duda encontrarán pasajes extraños y libros o partes que no entiendan, con la sensación de encontrarse en un mundo desconocido, al que tienen que habituarse. Necesitarán ayuda. Otros tal vez han utilizado la Biblia para su oración y formación, han participado en cursos bíblicos o forman parte de los distintos grupos bíblicos de nuestras parroquias. ¡Estupendo! Son un signo de esperanza, pues han ido a la fuente primera de sabiduría y de espiritualidad de la Iglesia.

    31. ¿Qué quiero decir cuando animo a los católicos de Valladolid a la lectura espiritual de la Escritura? ¿No estaré incitando a evadirnos de la realidad y refugiarnos en un intimismo individualista? No temáis: lectura espiritual de la Biblia no significa “lectura edificante”, mística, subjetiva, que no tiene en cuenta la realidad ni la historia; tampoco es una lectura fantasiosa, literal o fundamentalista, en oposición a la lectura científica, objetiva y neutral. Lectura espiritual tiene que ver con el Espíritu de Dios, no con el espíritu del hombre, basada en el llamado “libre examen”, que aparece justamente cuando uno ha renunciado a la lectura espiritual y se abandona a su sola comprensión subjetiva.

    La lectura espiritual se realiza bajo la guía o la luz del Espíritu Santo, que es quien ha inspirado la Escritura. Pero, ¿cómo es posible que algo escrito hace muchos siglos valga para orientar hoy mi vida, para sentir cerca a Jesucristo y gozar con su presencia? En realidad es un asunto sencillo: la lectura espiritual se basa en un hecho histórico, es decir, en el acto redentor de Cristo que, con su muerte y resurrección, cumple el proyecto salvador del Padre, y lleva hoy a cabo todas las figuras y profecías, revela todos los misterios escondidos y ofrece la verdadera clave de la lectura de toda la Biblia.

    32. Quien, después de Cristo, quisiera seguir leyendo la Biblia prescindiendo del acto redentor de Jesús (su muerte y resurrección), del que participamos por la iniciación cristiana, se parecería a un músico que continuara leyendo una partitura musical en clave de fa después que el compositor haya introducido en la pieza la clave de sol: cada una de las notas daría un sonido falso y desafinado. Llegada, pues, la plenitud de los tiempos con Cristo y su salvación, el Nuevo Testamento llama a la nueva clave «el Espíritu», mientras define la vieja clave como «la letra», como vemos cuando san Pablo afirma: «La letra mata, pero el Espíritu da la vida» (2Co 3,6).

    33. No quiero afirmar con esto, desde luego, que oponer letra y Espíritu signifique oponer el Antiguo Testamento al Nuevo, como si el primero representara sólo la letra y el segundo únicamente el Espíritu. No. Significa oponer dos modos diferentes de leer tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento: una manera de leer prescinde de Cristo y otra, por el contrario, juzga toda la Escritura a la luz de Cristo. Para la Iglesia tanto uno como el otro Testamento hablan de Cristo. El Antiguo Testamento, podríamos decir, es un libro abierto al cumplimiento de la promesa que Dios hace: Dios salva a su Pueblo, y esta salvación llegará no en otro libro, sino en una persona: Jesucristo.

    34. La lectura espiritual de la Biblia otorga, pues, al Antiguo Testamento una fuerza e inspiración nueva y desconocida antes, puesto que lo narrado o expresado en el texto de la antigua alianza no sólo posee un significado o interpretación concreta y literal. Contiene además un contenido simbólico que va más allá de sí mismo: lo que se cumple en Cristo. Tomaré un ejemplo de Isaías: en el cuarto cántico del Siervo de Dios, se describen sus sufrimientos y el sentido de su entrega (Is 52,13-53,12). El poema es grandioso en sí mismo, pues describe una vida, un personaje anónimo o figurado: su nacimiento, sufrimiento y pasión, condena y muerte, sepultura y glorificación. Pero os pido que lo leáis con el trasfondo de la narración de la pasión de Cristo: nos narra de un modo tan vivo lo que pasó con la vida y muerte de Jesús, que entendemos bien que la tradición cristiana haya dado nombre a esa figura anónima: Cristo. Lo cual no impide que la imagen de Cristo haya sido prefigurada por un israelita anónimo en los años trágicos del destierro de Israel a Babilonia.

    35. Una forma de lectura espiritual de la Biblia es la lectio divina, así llamada con el nombre latino pues se practica en la Iglesia desde la época de los Padres (siglos II-VIII) y en la Edad Media. Esta práctica no es para elites; se puede hacer en casa o en el templo a la vez que una persona se apunta, por ejemplo, a un curso bíblico en la parroquia. Y es que la Palabra de Dios es para todos. La lectio divina (‘lectura divina’) es, en realidad, un confrontarse personalmente con Dios, en un encuentro en el que se encuentra la paz, sin miedo alguno. Así podemos vivir nuestra vida como prolongación de la Palabra de Dios escuchada, interiorizada y orada, viviéndola en el quehacer de la jornada en presencia de Dios.

    La lectio divina es un método que nos ayuda a abrirnos mejor a la Palabra de Dios. Si leemos la Palabra con atención y después la meditamos, contemplando el plan de Dios contenido en ella, la Palabra echará verdaderamente raíces en nosotros, arraigará en nuestro ser y producirá frutos. Este fruto es una vida generosa, una vida hermosa, una vida de la que podremos estar contentos y en la que sentiremos la alegría y la paz.

    36. Entiendo que a ti y a mí, que nos llamamos hombres y mujeres modernos, nos faltan las condiciones idóneas para poder gozar de una lectura espiritual de la Biblia como la hacían los Padres de la Iglesia o pueden hacerla hoy los monjes y monjas. Cuesta conseguir espacios y condiciones de silencio y sosiego en vidas un tanto agitadas; pero eso no es lo más difícil, si tenemos una fe llena de arrojo, un sentido de plenitud y de unidad; si se quiere recuperar algo de lo que fue la interpretación espiritual de las Escrituras en los primeros tiempos de la Iglesia, basta ponerse donde sopla el Espíritu Santo, como nos recomendaba el Concilio Vaticano II. Nos puede suceder como a aquellos huesos secos de los que habla Ezequiel (Ez 37). Es bueno leer ese texto profético, para comprender cómo la lectura espiritual de la Biblia es uno de los más exquisitos frutos del Espíritu en este tiempo, donde Dios, por su Hijo, Palabra eterna del Padre, sigue hablando a su Esposa, la Iglesia.

    Es una buena lectura espiritual de la Biblia la que hizo una religiosa en un encuentro bíblico, tras escuchar el episodio en que Elías, arrebatado al cielo, deja dos tercios de su espíritu a Eliseo: «Gracias, Jesús, porque subiendo al cielo no nos has dejado una parte de tu espíritu, sino todo tu Espíritu. Gracias, porque no se lo has dejado a un solo discípulo, sino a todos los hombres». Cuando hay tantos cristianos que buscan alimento en la Escritura Santa, invocando al Espíritu Santo para mejor comprender, nosotros podemos unirnos también a la exclamación de Jesús: «Te bendigo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

    III. Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio

    |<  <  >  >|Notas

    37. De nuevo vuelvo a una pregunta ya formulada anteriormente: ¿cómo es posible que algo escrito hace muchos siglos valga para orientar hoy mi vida, para sentir cerca a Jesucristo y gozar con su presencia orientadora de mi existencia? En realidad, la manera como la Palabra revelada en Jesucristo permanece en la Historia y llega a los hombres y mujeres es una de la cuestiones fundamentales que dividieron a la cristiandad de Occidente en el siglo XVI, época de la Reforma protestante. La disputa se organiza precisamente alrededor de la noción de Tradición.

    La Iglesia católica veía y ve en ella una forma de transmisión de la Revelación de Dios a los hombres, que se lleva a cabo conjuntamente con la otra forma, la de la Sagrada Escritura. Pero la palabra Tradición ha de ser bien entendida, porque, en caso contrario, pueden producirse confusiones. Tradición no puede ser entendida como “tradiciones”, esto es, costumbres, leyes, reglas que han de ser observadas, que parecerían estar por encima de lo que dice la Sagrada Escritura. Para Lutero, por ejemplo, “tradición” en la historia de la Iglesia poco a poco casi se había convertido en sinónimo de “abuso”. De modo que él luchó para que la Buena Nueva del Evangelio, la Palabra de Dios, fuera liberada de su encadenamiento al Magisterio, a la Tradición que, en su opinión, se había apoderado de esta Palabra sin velar por su contenido propio, y que era adaptado al gusto del Magisterio eclesial. La Palabra de Dios, sin embargo, es independiente del Magisterio, dicen los reformadores del siglo XVI.

    Pero eso no puede ser la Tradición, y rechazar el Magisterio de la Iglesia como criterio de la Palabra de Dios significa, en el fondo, reducir esa Palabra a la Escritura, a los libros llamados Biblia, que se interpretaría a sí misma, y que sería entonces la sola forma auténtica de la Palabra de Dios, y no toleraría ya la presencia de una Tradición a su lado. Sin embargo, la Palabra de Dios no es un libro que planea por encima de la Iglesia, sino que ha sido justamente confiada por el Señor a la Iglesia, pero no de manera arbitraria, pues ha sido liberada de toda intervención humana manipuladora. No hay que tener, pues, miedo a que la Palabra de Dios haya sido confiada a la Iglesia, pensando que ésta pudiera superar a la Palabra de Dios. ¿Acaso no sabemos que el Señor ha instituido la Iglesia como su Cuerpo y la ha preservado para que ella guarde su Palabra?

    38. Estamos ante un viejo dilema: «¿se puede confiar la Palabra de Dios a la Iglesia sin temer que la podadera del Magisterio le haga perder su fuerza y su vigor?», pregunta el protestante; «¿se puede dejar a la Palabra su autonomía sin referencia al Magisterio, sin exponerla de este modo a la arbitrariedad de los exegetas, y a la pérdida de su sentido en medio de las peleas de los historiadores y, por consiguiente, a una falta total de fiabilidad?», replica el católico. La verdad del Evangelio, dijo el Concilio de Trento, se contiene «en los libros escritos y en las tradiciones no escritas» («in libris scriptis et sine scripto traditionibus»). Es decir, «a través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien Él se dice en plenitud» (Catecismo de la Iglesia Católica=CEC, 102)5.

    39. Es necesario, pues, remontarse más arriba de las fuentes que son la Escritura y la Tradición, llegando hasta el corazón de la fuente primera: la Revelación, la Palabra viva de Dios donde la Tradición y la Escritura han nacido. «La Tradición y la Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden hacia el mismo fin», había dicho el Vaticano II (Dei Verbum, 9). Leed en el Catecismo de la Iglesia Católica los números 74-141: veréis cómo la constitución conciliar Dei Verbum, sobre la divina Revelación, ha influido en la redacción de este tema, llegando a una bella explicación. Basta decir aquí «una y otra (Tradición y Escritura) hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha prometido estar con los suyos para siempre hasta el fin del mundo» (CEC, 80) . «Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: “Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así, el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo” (Dei Verbum, 8)» (CEC, 79).

    40. Todo lo cual nos hace comprender que no podemos aceptar una “suficiencia” de la Escritura sola sin referencia a la Tradición eclesial en la que se escribió. La Escritura no es la Revelación, sino solamente una parte de esta realidad más grande. Se puede tener la Escritura sin tener la Revelación. Porque la Revelación no llega a ser realidad siempre y únicamente sino allí donde la fe existe. El que no cree «permanece con el velo», como dice san Pablo (2Co 3,14-16). Es capaz de leer la Escritura y saber lo que dice, incluso de comprender de manera puramente intelectual el contenido de las ideas y de colocarlas en su contexto, y, sin embargo, no haber participado de la Revelación divina. Y es que no debemos olvidar que «Dios es el autor de la Sagrada Escritura. Las verdades reveladas por Dios, que se contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu Santo» (CEC, 105). Es muy cierto lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «la fe cristiana no es una religión del Libro. El cristianismo es la religión de la Palabra de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo” (san Bernardo). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu de inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)» (CEC, 108).

    41. Ahora podemos entender mejor que «La Tradición y la Sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin» (Dei Verbum, 9). De este modo podemos definir con el Concilio Vaticano II: «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegramente a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en la predicación» (ibíd.).

    42. «De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la Revelación, “no saca exclusivamente de la Sagrada Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así las dos (la Escritura Santa y la Tradición) se han de recibir y venerar con el mismo espíritu de devoción”» (CEC, 82). También se entiende de este modo que el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, haya sido encomendado al Magisterio vivo de la Iglesia, y que éste ejercite su servicio, como no podía ser de otro modo, en nombre de Jesucristo. El Magisterio vivo de la Iglesia, que lo ejercen los obispos con el sucesor de Pedro, no está, sin embargo, por encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar lo transmitido con toda garantía (cf. CEC, 85-86). El Magisterio vivo de la Iglesia es, pues, una garantía que Cristo da a su Cuerpo que es la Iglesia, para que algo tan precioso (la Palabra de Dios) no se pierda y se haga palabra viva.

    43. Con todas estas explicaciones, un poco más complejas, sólo he pretendido recordar cosas elementales, que tal vez se han perdido en el Pueblo de Dios a la hora de leer la Biblia, por su alejamiento del mundo de la Escritura. ¿Cuál es la relación entre Palabra de Dios y Biblia? ¿Qué concepto tenemos de Revelación, de Tradición, de Magisterio vivo de la Iglesia? No son cuestiones técnicas que atañan sólo a especialistas. Se trata de hacer ver a tanta gente que va a nuestras celebraciones que la Biblia no es libro del pasado, precisamente por la relación que existe entre Palabra de Dios e Iglesia. Pienso que hay un desconocimiento básico de estas cuestiones, pues no puede ser entendida esta relación como algo exterior; tampoco el Magisterio puede entenderse sino como un servicio imprescindible a la Palabra de Dios, que no le hace estar por encima de lo que Dios ha revelado, sino que la guarda para nosotros como ese pan caliente y aromático que nos alimenta y da alegría.

    IV. La Palabra de Dios y nuestro Plan Pastoral Diocesano

    |<  <  >  >|Notas

    44. Nuestro Plan Pastoral Diocesano para los años 2008-2012 se titula “Conoce, celebra y vive la Palabra de Dios”, haciendo eco en nosotros de lo que dice san Juan en su Prólogo: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Contiene dos partes: Conocer, celebrar y vivir la Palabra de Dios para ser discípulos; y Conocer, celebrar y vivir la Palabra de Dios para ser misioneros. Propone doce objetivos pastorales en los que insistir durante los próximos cuatro años, lógicamente con una programación pastoral diocesana para cada curso. Se describen unas líneas de acción abiertas pues, gracias a Dios, la unidad, la comunión eclesial, no está reñida con un sano pluralismo; también se señalan unos responsables.

    45. Antes de adentrarme en el entramado del Plan Pastoral Diocesano, ya escrito y entregado a la comunidad diocesana, aunque todavía, cuando escribo, no celebrada la Jornada Diocesana festiva de presentación y celebración de dicho Plan, quiero señalar algo que me parece importante a la hora de acoger con ilusión y pasión este quehacer pastoral que en él se indica.

    Pongamos nuestros ojos en unas palabras que redactó el Concilio Vaticano II: para realizar Cristo la impresionante tarea de la salvación del ser humano y aun de nuestro mundo creado, Él «está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica» (Sacrosanctum concilium, 7). Es decir, la obra de la salvación, continuada por la Iglesia, se realiza en la Liturgia praesertim (‘sobre todo, principalmente’). Aceptar esa Presencia de Jesucristo es vital para la acción apostólica, pues aleja de un ritualismo que no deja esponjar el espíritu, que es cambiado por el Espíritu Santo para vivir en cada generación la nueva alianza.

    46. Pero me interesa ahora subrayar sobre todo que Cristo, el que salva, «está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla». Es una presencia salvadora de Cristo junto a otras que describe el texto conciliar. Esta lectura en la Iglesia añade algo a la simple y hermosa lectura y estudio personal o comunitario de la Palabra de Dios. Sin duda se refiere a lo que llamamos “Liturgia de la Palabra” en la celebración eclesial. Dice también el Concilio que «la importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es máxima» (ibíd., 24). ¿Ha producido la Liturgia de la Palabra el efecto esperado por el Concilio? No siempre ha provocado en los fieles el deseo de un encuentro vivencial con Dios a través de la celebración. ¿Por qué causa? Puede haber muchas; por ejemplo, la crisis generalizada del lenguaje, que no favorece la expresión de la fe en una era muy audiovisual.

    47. Pensemos igualmente en cómo vivimos la celebración; ésta no es sólo “escuchar palabras leídas”, incluso bien proclamadas, de la Escritura Santa; es también un conjunto de hechos, gestos, acciones, comportamientos, miradas y silencios, que permitan establecer entre Dios y nosotros la comunión de un diálogo, lo cual nos conduce a una relación psicológica que no se reduce únicamente a conceptos, sino que afecta a lo que somos como hombres y mujeres: sensibilidad, voluntad, capacidad de sentir la belleza, el amor y la bondad. Si nuestras celebraciones, sobre todo la Misa dominical, en la que acontecen los sacramentos de iniciación cristiana y otros sacramentos, fueran más sencillas, más religiosas, vividas con más silencio y respeto, se daría con más frecuencia en nuestras comunidades cristianas un gusto por celebrar misterio tan hermoso que llevaría a un despertar evangélico. ¿No hemos perdido el sentido de acogida y misterio cuando tantas celebraciones nuestras se realizan en medio de un hablar constante, antes y después de ellas y en la misma celebración con tantas cosas extrañas que introducimos en cánticos, ofrendas... ? Me contaban hace unos días la sensación de paz y silencio religioso de una Misa dominical en la vecina Portugal, y concluía la persona que me lo narraba: «Tenemos que conseguir ese silencio también aquí».

    Dios habla hoy en la celebración, de modo que la Biblia que en ella leemos no es sólo la historia del pueblo del Israel o del nuevo Pueblo de Dios, sino también y sobre todo forma y vehículo de la Palabra de Dios enunciada sin cesar en el ahora mismo de nuestra historia. Y es que leyendo la Escritura, se escucha la Palabra, el Verbo de Dios, que es Cristo. Así lo afirmaba ya Orígenes, para quien en la vida de la Iglesia «la Escritura se vuelve Palabra». Este paso “de Escritura a Palabra” tiene lugar de modo privilegiado en la celebración, en la cual la repetición de palabras del pasado, de palabras escritas, se convierte en relectura constante de lo que Dios ha hecho y no cesa de hacer en medio de nosotros.

    Es decir, no es el pasado de donde emerge la Palabra; es la Palabra actual la que hace emerger el sentido contemporáneo: es la Biblia leída en la actualidad del Espíritu Santo, en el ámbito de una comunidad creyente. En este caso, la Revelación sólo puede tener sentido para un hombre y una mujer que buscan interpretarse y que saben que la Palabra de Dios les indica lo que son y lo que deben ser. Así nos encontramos con un Dios que habló una vez para siempre, pero presente en nuestra propia historia concreta como consecuencia de la encarnación de su Hijo; el Dios que sigue presente en sus obras de creación y sigue en las palabras que reveló, que continúan exhalando su buen olor. Por esta razón, esta Palabra no alcanza su plenitud, su sentido, su actualidad sino en la fe de los que la acogen. De ahí que la Palabra de Dios deba ser celebrada en la Liturgia.

    48. El Plan Pastoral Diocesano insiste mucho en la formación bíblica de nuestro pueblo, en elaborar programas de formación bíblica para favorecer la lectura personal de la Biblia, en crear materiales sencillos para ayudar a los fieles a comenzar una lectio divina, en crear un nuevo ambiente para la Iniciación cristiana y el Catecumenado Bautismal, en una evangelización que no puede hacerse sin proclamar la salvación de Jesucristo, muerto y resucitado. Se trata de encontrar un nuevo y renovado sentido a nuestra vida cristiana, en un empeño por ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Pero, ¿cómo será posible esto sin comenzar de nuevo a dejarnos asombrar por lo que el Señor ha hecho con nosotros, que se contiene en su Revelación? ¿Cómo será posible sin una espiritualidad de comunión, que “descubierta en la Escritura” se hace real en la Iglesia diocesana y universal?

    49. Hemos de aprender a vivir con más intensidad y menos formalismo nuestra pertenencia al Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Esposa del Señor que es su Iglesia. No se trata de ponerse serios y exigentes, sino de exigir porque vivimos con más tensión y pasión la Palabra de Dios, nuestro seguimiento del Señor, nuestra opción preferencial por los más pobres, de ser hombres y mujeres que acompañan a otros, que se ilusionen por servir y amar, seamos pastores o fieles laicos, religiosos o consagrados; de ser conscientes de que en la Palabra de Dios, Él nos ha mostrado en Cristo una manera de ser hombre y mujer, un modelo antropológico que no se confunde con los que nos muestra nuestra sociedad; el “mundo”, en el lenguaje del cuarto evangelio. En el diálogo con esa cultura dominante hay que ser respetuosos, pero no callarnos la verdad, y hay que hacer una propuesta cristiana en los puntos más nucleares de los problemas humanos, aquellos que siempre estarán en las inquietudes de los hombres: el hambre, la pobreza, la desigualdad entre pueblos, la sexualidad humana, la verdadera ecología, el sentido de la vida humana desde el nacimiento hasta la muerte, la relación complementaria entre los sexos, que descubra el engaño de la ideología de género.

    50. El Plan Pastoral Diocesano pide a los presbíteros y a otros educadores en la fe un esfuerzo especial para profundizar en su formación permanente, que alcance a toda su persona para un mejor servicio al Pueblo de Dios. En esta ocasión se pide a los sacerdotes un conocimiento y vivencia de la Escritura como corresponde a los pastores que están rigiendo las comunidades cristianas. He insistido mucho en el curso pasado a los sacerdotes en que su adecuación bíblica no puede quedarse en cuatro cosas aprendidas distraídamente el día que toca formación permanente. En ellos se tiene que experimentar lo adecuado que es cuanto Dios ha revelado para la vida humana, de modo que en ellos se vea a personas convencidas, que viven la alianza del Señor en su carne con ilusión, a pesar de las limitaciones y pecados humanos. Puede exigir el Pueblo de Dios a sus sacerdotes, religiosos y otros consagrados, que sean ejemplo para sus vidas, aunque los fieles laicos, cuya vida y vocación son imprescindibles para la vida de la Iglesia, han recibido del Señor una llamada a la misma santidad de vida.

    51. Existen, sin embargo, muchas maneras de llevar a cabo el servicio de la Palabra de Dios en la Iglesia. Leyendo sobre todo Rm 16, pero también otras cartas del Apóstol, caemos en la cuenta de la variedad de colaboradores de san Pablo en la obra de la evangelización y creación de nuevas comunidades6. La evangelización, aunque sea obra del Espíritu de Dios, no se improvisa. Por eso, quiero fijarme en algunas formas del ministerio de la Palabra, entre las que no debe faltar la iniciación a la lectura creyente y orante de la Sagrada Escritura, que puede hacerse de muchas maneras nuevas, como son la utilización de medios audiovisuales (televisión, cine, la red informática, etc.).

    52. Digamos algo sobre la homilía, que es una manera preeminente de predicación. Cada vez nos exigen más los fieles que los encargados de este servicio lo hagamos mejor, no sólo porque los que presiden la Eucaristía representamos a Cristo Pastor y Maestro, sino porque en ese engarce entre la Liturgia de la Palabra y la Liturgia Eucarística que es la homilía se necesita ser muy ágil y no vale decir cualquier cosa. Si hay que partir de los textos sagrados, tendremos que conocerlos bien y recrearlos para que sean acontecimiento que salva aquí y ahora. Dios nos ha dado a cada uno unos talentos, pero todos los que predicamos debemos ser rigurosos, teniendo en cuenta la acción salvífica de Dios en la historia, adaptando el lenguaje, que diga algo a los oyentes; no ser repetitivos; conjugar la Palabra que exponemos con la situación de las personas que tenemos delante, aplicando esa Palabra a la vida.

    Creo que hay una preparación para la homilía que no se improvisa: se trata de una preparación literaria, sin duda, de quien sabe empezar, entrar en un tema y acabar pronto, hablando con gracia y hondura; pero, sobre todo, el que pronuncia la homilía debe ser un oyente de la Palabra, sensible a ella, discípulo de un Maestro que muestra bien cómo llegar a su auditorio, con preguntas y sugerencias, humano y, a la vez, que anime a luchar a los que conoce porque sabe cómo es su comunidad, porque es cristiano con ellos y pastor para ellos.

    53. Quiero hablar de la catequesis, pero no en general, sino fijándome en esta ocasión en esta acción fundamental de la Iglesia, llevada a cabo con tanto empeño, cariño y dedicación de nuestros catequistas, desde el punto de vista de la renovación que el movimiento catequético recibió y recibe de la Palabra de Dios. No se trata de hacer catequesis bíblicas, sino sencillamente de que el alma de la catequesis sea la Escritura, como ha sucedido en tantos momentos de la historia de la Iglesia. La separación entre Escritura y catequesis siempre es lamentable, pero hoy lo sería más, empeñados como estamos en renovar la Iniciación cristiana. Espero que el intento de que esto suceda con el catecismo primero de la comunidad cristiana, “Jesús es el Señor”, llegue a ser realidad para esa edad catequética, como en otros momentos catequéticos que se dan en nuestra Iglesia.

    54. Pero espero que consigamos en estos años un verdadero afán por la lectura individual y comunitaria de la Escritura. Se trata de poner fin de alguna manera a un pasado en el que se miraba con recelo la lectura por los fieles del texto sagrado. Es una recomendación de un trato directo e inmediato de los creyentes con la Biblia, ya sea individualmente o en grupo, que será lo más normal. Tenemos la intención de hacer una gran campaña diocesana de anuncio y difusión de la Palabra de Dios, pero debe estar basada en una disposición de los cristianos a la lectura de una página bíblica, un pasaje orientado a continuarse en oración y a transformar la vida. Lo llamamos lectio divina y de ella he hablado en otros lugares de esta carta. Tendrán que hacer un esfuerzo las parroquias y otras comunidades cristianas para ofrecer esos círculos bíblicos, escuelas de escucha de la Palabra de Dios para los fieles, que sigan el esfuerzo de los grupos bíblicos que ya existen, gracias a Dios, entre nosotros. Antes será preciso sin duda leer y reflexionar sobre un texto conciliar fundamental:

    «Todos los clérigos, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse “predicadores vacíos de la Palabra que no la escuchan por dentro” (san Agustín), y han de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, la riqueza de la Palabra de Dios. El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles, especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura, para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Flp 3,8), pues “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (san Jerónimo). Acudan de buena gana al texto mismo en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos; a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (san Ambrosio)» (Dei Verbum, 25).

    Epílogo

    |<  <Notas

    55. Finalmente, quiero exhortaros a entrar en esta hermosa tarea de nuestra vida cristiana que es el conocimiento y la vivencia de la Palabra de Dios, que tantos beneficios puede traer a nuestras personas, a nuestra Iglesia de Valladolid en definitiva, porque expresan algo básico para que haya experiencia y vida cristiana. Si sabemos que «en el principio existía el Verbo» (Jn 1,1), entendemos que «la palabra de nuestro Dios permanece para siempre» (Is 40,8). Es decir, la Palabra de Dios abre la historia de la creación del mundo; proclama el centro de esa misma historia con la encarnación del Hijo, Jesucristo, una persona concreta que encierra un misterio, pues es «el Verbo hecho carne»; y la concluye con la promesa segura del encuentro con Él en una vida sin fin: «Sí, yo vengo pronto» (Ap 22,20).

    56. Se trata, en realidad, de encontrar la Palabra de Dios en Jesucristo, presente en la Escritura y en la Eucaristía. Esta es la finalidad del Sínodo de Obispos que tendrá lugar en Roma en octubre de 2008. Nos animan, por ello, las hermosas palabras de san Jerónimo: «La carne del Señor es verdadero alimento y su sangre verdadera bebida; es éste el verdadero bien que nos es reservado en la vida presente: nutrirse de su carne y beber su sangre, no sólo en la Eucaristía, sino también en la lectura de la sagrada Escritura. En efecto, la palabra de Dios, que se alcanza con el conocimiento de las Escrituras, es verdadero alimento y verdadera bebida» (Commentarius in Ecclesiasten, 313: CCL 72, 278)

    57. Pero esto significa que es preciso que sintamos necesidad de la Revelación de Dios; una necesidad profunda. Esta visión de la Palabra de Dios nos hace ver que nuestra historia no consiste únicamente en palabras, pensamientos e iniciativas humanas, sino en la plenitud de la Revelación en Cristo, que nos muestra a nosotros mismos cómo somos, pues el misterio del ser humano sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (cf. Gaudium et spes, 22) . ¡Qué adecuadas parecen, al final de esta Carta Pastoral, las palabras de aquel oráculo del profeta Amós, cuando exclama: «Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que enviaré hambre al país: no hambre de pan ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor»! (Am 8,11). ¡Pidamos al Señor un hambre semejante!

    Valladolid, 6 de agosto de 2008, en la Fiesta de la Transfiguración del Señor.

    Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid


    Notas:

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    [1]  M. Noth, “Historia de Israel”, Barcelona 1966, p. 254.
    [2]  J. M. Uriarte Goiricelaya, “Servidores de la Palabra de Dios”, San Sebastián 2008, p. 16. El obispo donostiarra hace una certera descripción de las dificultades y resistencias que encuentra la Biblia en nuestro mundo, de la que me he servido en mi exposición.
    [3]  C. M. Martini, “In principio la Parola”, Milán 1981, p. 42; texto citado por J. M. Uriarte, o.c. ibidem.
    [4]  Citadas por J. M. Uriarte, o.c., p. 21.
    [5]  Por eso dice san Agustín: «Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo el que resuena en la boca de todos los escritos sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo» (Enarratio in Psalmum 103, 4, 1: PL 37, 1378).
    [6]  Un magnífico capítulo titulado “San Pablo y sus colaboradores” puede ser consultado en la obra de Mariano Herranz Marco, “San Pablo en sus cartas”, Ed. Encuentro, Madrid 2008, pp. 91-110.