Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Intervención

Inauguración de la
Escuela Diocesana de Formación 2008

29 de octubre de 2008


Publicado: BOA 2008, 413.


¿Por qué un Sínodo sobre la Palabra de Dios que acaba de finalizar en Roma el domingo pasado ? ¿Por qué un Plan Pastoral Diocesano para los cuatro próximos años en nuestra Iglesia centrado en la Palabra, que hemos de conocer, celebrar y vivir como discípulos y misioneros? ¿Acaso siente la Iglesia una necesidad especial de proponer en nuestros días la Palabra de Dios? ¿Siente la necesidad de que la Liturgia, la predicación, la teología y la vida de todos los fieles cristianos estén envueltas en el manto de la Palabra? Seguramente la Iglesia lo siente como nunca lo ha sentido. ¿Por qué?

El Vaticano II y la renovación bíblica que, desde muchos años antes de su celebración, influyó en él, trataron de despertar a la Iglesia de su “letargo bíblico”; el Concilio mostró ese deseo sobre todo con la significativa constitución dogmática Dei Verbum . Casi nadie leía ni conocía la Palabra de Dios. Los teólogos acudían a ella casi como si se tratara de un arsenal de verdades para confirmar sus propias conclusiones; la Liturgia, celebrada en latín, hacía de la Escritura un misterio para los fieles laicos. El Sínodo de los Obispos, después de dedicar la anterior reunión a la Eucaristía , creo yo que quiere dar un nuevo impulso a Dei Verbum, cuando comienza a declinar el interés y la pasión por la Palabra de Dios suscitados en estos últimos cuarenta años. Entre los fieles, en efecto, en las parroquias, comunidades religiosas, movimientos, ¿qué idea se tiene de conceptos o realidades como “Revelación”, “Palabra de Dios y Escritura”, “Tradición y Magisterio”, “Revelación e Iglesia”? ¿Es Jesucristo comprendido como el núcleo central de la Palabra de Dios?

Pero el hecho fundamental es que, como Pueblo de Dios, no conocemos la Palabra de Dios. Parece como si se hubiera perdido el contacto con ella. ¿Hemos conseguido que la generalidad de los fieles cristianos tomemos la Palabra de Dios, para leerla y hacer de ella el fundamento de nuestra vida? ¿Está la Biblia en nuestras casas? ¿Regalamos la Biblia como un regalo normal entre nosotros? La pregunta que a mí me inquieta es cómo llevar a los fieles, en estos cuatro años que dure el Plan Pastoral Diocesano, a un encuentro con la Palabra de Dios: ¿Por qué no la conocemos? ¿Por qué no la apreciamos ni leemos? ¿Por qué no la amamos como es debido? ¿Puede haber un Pueblo de Dios si desconocemos la palabra que Él mismo nos ha dirigido? Pero, más aún: ¿Puede ese Pueblo escuchar y acoger una Palabra que no conoce?

Pero aquí se produce una paradoja. La Biblia es el libro más estudiado, más venerado y más discutido. Unos veinte millones de judíos y unos dos mil millones de cristianos lo reconocen como su libro sagrado, como la palabra del Dios vivo. Está traducido a unas 1800 lenguas y dialectos, desde la más alta antigüedad hasta nuestros días. Se calcula que se han vendido, desde que esto ha sido posible, más de 1500 millones de ejemplares, a unos 3 millones cada año. Pero, ¿qué significan estos datos para cada uno de nosotros? ¿Conocemos realmente este libro de libros? ¿Cómo lo hacemos, si aceptamos que la Escritura Santa es fundamento para nuestra vida? Parece que la Biblia está en el 51% de los hogares españoles, pero ¿cuántos la leen? ¿Para cuántos es el pan de cada día? Sólo el 20% de los cristianos españoles la leen. Antiguamente porque parecía que estaba prohibida; hoy porque pasan de ella. Son muchos los que sólo escuchan distraídamente las lecturas bíblicas en las misas dominicales o en funerales y bodas.

Sólo queda un pequeño resto para el que la Palabra de Dios es fuente de vida y de acción. Hemos hecho de la Biblia un libro en ocasiones majestuoso, pero lejano. Decía con ironía Paul Claudel: «Los católicos sienten un respeto sin límites por la Sagrada Escritura, que se manifiesta sobre todo en que se mantienen alejados de ella». El manejo de la Biblia ha retrocedido tremendamente en los últimos años. Los grupos bíblicos son más bien escasos, aunque haya que reconocer que muchos grupos cristianos hacen una lectura de las lecturas del domingo siguiente en sus reuniones, que les ayuda sin duda. No es exagerado decir, por ello, que no tenemos trato con Abraham, Isaac y Jacob, con Isaías y Jeremías y mucho menos con Lucas, Pablo y Santiago, por medio de los cuales, estando cerca de nosotros, encontramos a Jesucristo, Señor de nuestra vida. El desconocimiento de la Biblia comienza así a hacerse culpable.

La Iglesia invita a entrar en contacto con la Palabra de Dios. Ha pasado ya el tiempo de las prohibiciones. Dios no sólo se ha hecho carne en Jesús, ni sólo pan en la Eucaristía, sino también palabra escrita en el libro sagrado. Está ahí, te espera y me espera. Las preguntas que hacíamos al inicio pueden empezar a recibir contestación, pues nos indican por qué la Iglesia siente la necesidad especial de proponer en nuestros días la Palabra de Dios. Pero hay más razones que no son únicamente coyunturales.

Por ejemplo: ¿qué queremos decir cuando hablamos de Palabra de Dios? Una cosa muy sencilla, pero que debería hacernos estremecer de gozo: que Dios ha hablado a la humanidad, hombre y mujer. ¿Me estás diciendo que el Dios que ha creado el cielo y la tierra con una sola palabra salida de su boca me está hablando a mí? ¿Me estás diciendo que ese Dios indecible, invisible, inimaginable, poderoso e infinito me está dirigiendo la palabra? ¿Es eso lo que me estás diciendo? Sí, eso es lo que decimos cuando hablamos de la Palabra de Dios y su importancia para nuestra vida. Que Él se ha volcado y nos ha hablado como una madre a sus hijos, con palabras amables, palabras ardientes, palabras consoladoras, palabras para el camino, palabras duras en ocasiones, pero siempre de amor y de vida sin fin. La Sagrada Escritura es una realidad litúrgica y profética; una proclamación, más que un libro; es el testimonio del Espíritu Santo sobre el acontecimiento de Cristo, cuyo momento privilegiado es la liturgia eucarística.

Pero, si Dios nos ha hablado y habla, ¿qué tenemos que hacer? ¿Qué actitud tomar ante su palabra? Cuando Dios habla, algo se pone en proceso imparable: palabra hablada, palabra leída y escuchada, palabra vivida, palabra proclamada. En efecto, Dios ha tomado la iniciativa de salir a nuestro encuentro, y nos ha convertido en interlocutores de un diálogo posible que, por su parte, jamás será interrumpido. Y razonamos: si Dios ha hablado, nosotros tenemos que escuchar, acoger y guardar en nuestro corazón esa palabra que nos llega desde la eternidad, suave como una caricia o poderosa como un huracán. Pero podemos no hacerlo. En cualquier caso, esa palabra hablada primero, escrita después, ha llegado hasta nosotros en forma de libro. Es la Sagrada Escritura, a través de la cual nosotros entramos ahora en el mismo diálogo que Dios tuvo con nuestros padres en el pasado.

Pues bien, si aceptamos esa palabra hablada, escuchada o leída, ella comienza a remover nuestra vida hasta que se convierte en sangre de nuestra sangre. Y, finalmente, por un proceso tan sencillo como inevitable, esa palabra escuchada leída y vivida nos pone en camino con un mensaje para los hombres. Esa es la ruta a seguir que nos marca nuestro Plan Pastoral Diocesano: del Dios que habla al hombre que escucha, acoge, lee, vive y proclama su palabra. Y todo este proceso viene a ser un correr el agua fresca que lava, limpia, renueva y hace fructificar nuestras vidas de cristianos, expuestas a tantos deterioros, externos e internos, cansancios, rutinas u oscuridades. «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mis senderos», dice el salmista (Sal 118,105), y también «Tú, Señor, enciendes mi lámpara; Dios mío, Tú alumbras mis tinieblas» (Sal 17,29).

Esa vida cristiana nuestra, que puede deteriorarse por tantas cosas, necesita, pues, de la Palabra de Dios, por la naturaleza misma de la fe cristiana. He aquí otra razón de la necesidad que siente la Iglesia de proponernos la Palabra de Dios. Vivimos los que formamos la Iglesia en unas circunstancias muy concretas y muy serias, especialmente en un mundo como el nuestro que ha sido cristiano, pero que ya no lo es. ¿De dónde viene la gravedad de nuestra situación? No de una lucha u oposición que nos hagan desde fuera los que no son o no se sienten cristianos. Eso existe, pero no es lo más peligroso. Además, en ocasiones nos desprecian o no nos aprecian porque nos lo hemos ganado a pulso. Ya lo decía el Concilio: «los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la explicación inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Cristo» (Gaudium et spes, 19) .

Son más preocupantes las dificultades que provienen del interior de la Iglesia, de ti y de mí, de que no somos capaces de dar razón de nuestra vida cristiana y de nuestra esperanza. En el fondo, con muchísima frecuencia, nos entendemos y entendemos nuestra fe y la Iglesia casi desde las mismas categorías de la cultura dominante. Quero decir, nuestras dificultades más serias provienen de nuestro modo de vivir el cristianismo y de vivir la Iglesia.

Lo curioso es que estas dificultades están mostrando una debilidad en nosotros de tipo intelectual, es decir, tienen que ver con la inteligencia. En concreto con el modo de entender el acontecimiento cristiano, y con el modo de entender la relación que tiene ese acontecimiento con la vida humana, con la realidad que nos rodea. Tiene que ver con el modo de comprender cómo la experiencia cristiana —el encuentro con Cristo vivo en la comunión de su Cuerpo, que es la Iglesia— afecta a nuestra mirada sobre la realidad y a nuestra relación con ella; cómo afecta a la comprensión y al ejercicio de la razón, de la libertad y del afecto; cómo afecta a la percepción de la belleza, del bien y de la verdad.

Y es que ha habido, desde hace mucho tiempo, una domesticación de la Iglesia, o de muchos sectores de la Iglesia, por la cultura de la modernidad, que sigue viviendo nuestro mundo. Lógicamente, por ello, esas debilidades tienen unas consecuencias morales y han dado lugar a no pocos planteamientos equivocados de la vida moral cristiana, en todos los órdenes de cosas.

Lo que hay que preguntarse es qué medicina aplicar a esas “patologías”. No basta con insistir en las “exigencias” morales propias de los cristianos. Tampoco me parece solución insistir en la necesidad de recuperar “la vida interior”, la “espiritualidad” o la doctrina, una “ortodoxia formal”, y, después, desde aquí identificar claramente algunas “desviaciones sustantivas” de la tradición cristiana que pueden darse entre nosotros.

Y es que «la verdad de la fe está unidad a su marcha histórica (la del Pueblo de Dios) a partir de Abraham hasta Cristo, y desde Cristo a la segunda venida del Señor. Por consiguiente, la ortodoxia no es el asenso a un sistema, sino la participación en la marcha de la fe y, por ello, en el yo de la Iglesia, que subsiste una a través del tiempo y que es el verdadero sujeto del Credo» (cardenal Joseph Ratzinger, presentación de la editio typica del Catecismo, 14-10-1997). El cristianismo, pues, no es en absoluto ni sólo un conjunto de verdades y de propuestas abstractas a las que uno pudiera adherirse sin que nada importante le sucediera. No. Faltaría aquí precisamente lo que no se puede explicar como construcción humana, y que únicamente se comprende como signo de la presencia de Cristo que vive: es la presencia de lo divino en lo humano, que tantas veces separamos. Por eso, entendemos bien que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1) .

Quiero sencillamente decir que nuestra fe cristiana surge y se apoya en un Dios que nos habla, que envía a su Hijo, su Verbo, y al Espíritu Santo. Esta es la Revelación de Dios, y por ello es tan importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con el Verbo de Dios, Palabra eterna hecha carne, que en la Iglesia se nos entrega en la Sagrada Biblia. He ahí el modo mejor de abordar el problema de nuestras debilidades, de las que antes hablábamos, es decir, la manera de vivir la fe cristiana y la Iglesia y de relacionarnos con lo que nos rodea, con lo que hoy constituye nuestra cultura sin Dios, vigente entre nosotros y que tanto ha afectado a cada uno de nosotros, católicos del siglo XXI. Entendemos así que «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo», en opinión de san Jerónimo.

Ahora bien, no debe identificarse la Palabra de Dios con la Biblia. En tiempos de san Pablo no había nada escrito del Nuevo Testamento. Pero el Apóstol era consciente de que predicaba la Palabra de Dios, y se congratulaba con los tesalonicenses porque había recibido el mensaje proclamado por él no como discurso humano, sino como Palabra de Dios que actúa en quien cree. La Palabra de Dios es algo vivo, la Biblia es un texto escrito. Tiene, sin duda, una importancia especial porque es un texto inspirado. Pero nuestra fe no es una religión del Libro, no es religión bíblica. Nuestra fe es una religión de la Palabra de Dios, viva, acogida, que nos pone en relación personal con Jesucristo, y, por medio de Cristo, con el Padre.

Pero para ello no tenemos que leer la Biblia como palabra del pasado, sino como Palabra de Dios que se nos dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que en ella nos quiere decir hoy el Señor. Pero resulta que esta Palabra de Dios no es una simple palabra dirigida a cada uno de nosotros, considerados como individuos aislados; es también una Palabra que edifica la comunidad, que edifica, en definitiva, la Iglesia. De ahí que el lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la Palabra de Dios sea la Liturgia de la Iglesia, en la que se celebra la Palabra, y al hacer presente en el Sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y se hace presente el Verbo entre nosotros.

He aquí un antídoto para salvaguardar la vida de Cristo que se nos ha dado, para renovarla constantemente, porque las opiniones humanas vienen y se van. Lo que hoy parece modernísimo, mañana será viejísimo. La Palabra de Dios, por el contrario, es Palabra de vida eterna que lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre.

¿Qué es exactamente la Sagrada Escritura? La Biblia no es una colección de tratados filosófico-teológicos, para adquirir un set de verdades religiosas eternas ¿De dónde les viene a esos 73 libros (46+27), cuya formación ha durado unos mil años, que se hayan convertido en un único libro, un libro sagrado, que nosotros interpretamos conteniendo una unidad? Pues sencillamente que todos ellos se refieren a los mismos acontecimientos históricos o, mejor, a una misma historia coherente, que verdaderamente ha tenido lugar. La Biblia cuanta la iniciativa de Dios para entrar en contacto con los hombres, con nuestra historia. Por eso la encarnación de Cristo es el “resumen” de toda la Palabra de Dios. Que no convierte en inútiles las otras palabras inspiradas, sino que define su sentido exacto. La Palabra del Antiguo Testamento toma su sentido exacto gracias a su relación con Jesucristo. Nosotros leemos el Antiguo Testamento iluminado por la venida de Jesús. Lo dice el mismo Jesús: «Investigad las Escrituras, ya que creéis tener en ellas vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5,39). Esto se ve también en la aparición a los discípulos de Emaús.

Pero sabiendo que, si todos los acontecimientos históricos que contiene la Biblia tienen un sentido para la fe, es porque en ellos el mismo Dios ha actuado de modo particular, y que estos acontecimientos contienen algo que sobrepasa al simple hecho histórico, a algo que viene de otra parte y que le da un sentido para todos los tiempos y para todos los hombres. Pero este elemento, este hecho de la Biblia de “ir más allá”, no puede ser separado de los hechos concretos históricos; es decir, no se trata de una significación que se le ha añadido a posteriori desde el exterior de lo que sucedió. Explicaremos esto un poco más adelante.

Los libros de la Biblia constituyen la historia, pero son algo más que la acción y la pasión de un Pueblo; en ellos no es simplemente un pueblo de hombres y mujeres quien habla y a quien le suceden unas cosas: es Dios mismo quien actúa en ellas y por ellas. El autor de estos libros y de estos hechos, algo tan importante para la investigación histórica, lo encontramos en tres niveles:

  • 1º) es el autor sagrado concreto de este o aquel libro bíblico;
  • 2º) pero ese autor sagrado está llevado por un Pueblo y forma parte de él, pues es preciso considerar que los textos que han llegado hasta nosotros en nuestras Biblias se han desarrollado en un proceso de reflexión, de oración, de vivencia de la fe, que supera a cada autor individual;
  • 3º) por esta razón estos libros tienen algo más profundo: es el soplo del Espíritu el que actúa, que, en su Palabra, guía los hechos y los acontecimientos y el que, en los autores humanos, inspira la Palabra de forma nueva. Dios es el verdadero autor de la Biblia.
  • Esta es la importancia de la Sagrada Escritura para la vida de nuestro Pueblo. Es la vida de los que formamos este Pueblo la que es renovada; es la Biblia la que impide la destrucción de nuestra fe cristiana, la que hace renacer y renovarse una y otra vez a los cristianos, porque la Presencia de Cristo está garantizada en ese Pueblo que vive «de toda palabra que sale de la boca de Dios». Esta vida es la que debemos vivir y transmitir, con una continua preocupación por los que no participan de ella; eso sí, sin despreciarlos, sino llevando a cabo la obra de evangelización, que vigoriza nuestra propia fe («¡Ay de mí, si no evangelizo!»).

    Por eso el fin de la Iglesia no es desde luego hacer que cada cristiano se convierta en un docto de la Palabra, en un exegeta experto. Es necesario que algunos emprendan este camino, porque la Biblia debe ser estudiada de un modo que esté al nivel de la cultura del momento. Lo que en cambio debe favorecer la Iglesia es el contacto personal con los textos bíblicos, un contacto que sea lo más objetivo posible, sin dejarlo a la fantasía de cada individuo o a un fundamentalismo esterilizante.

    Porque la Biblia no es un libro que nos separe del resto de la humanidad. Es la misericordia de Dios, su sabiduría, su salvación, su gracia «para el judío primero, pero también para el griego» (Rm 1,16), dice san Pablo. Nos preocupan, pues, no sólo la iniciación cristiana, la catequesis y la maduración de la fe de los ya bautizados; también es objeto de nuestra preocupación la situación de los que no están en la Iglesia, o porque se alejaron de ella por tantas causas, o porque no la conocen; nos preocupan igualmente su indigencia, su pobreza, la injusticia que pueden hacer o padecer, el desamor que pueden sufrir, la desestructuración de sus personas. Sabemos bien que el «Cristo total», en opinión de san Agustín cuando comenta el Salmo 60, está en grandes tribulaciones e «invoca desde el confín de la tierra con el corazón abatido». Porque nuestro Señor se ha unido, en su encarnación, a todo hombre y mujer, y en ellos sufre.

    Por eso nuestro Plan Pastoral Diocesano y la Programación para este curso pastoral 2008-2009 , no se queda varado en la Escritura como si fuera un libro de letra inerte, muerta, que invitara a un conocimiento meramente intelectual, sino que se ha de desplegar en una actuación cristiana con objetivos y acciones concretas.

    La carta pastoral que se ha unido al Plan Pastoral Diocesano para los próximos cuatro años tiene una única pretensión: que todos lleguemos a asombrarnos del tesoro que supone que nuestro Dios no habló sólo de muchas maneras en el pasado, sino que sigue hablando, creando y recreando un Pueblo, que es Cuerpo, Esposa, Familia, Templo de Dios. La conmemoración continua del Misterio pascual posibilita que «el que vino del silencio de Dios» siga hoy hablando a su Pueblo, haciendo posible además una conversación, un diálogo, una luz, una vida que trae la felicidad y da sentido a nuestra vida, creando la esperanza que no defrauda.

    Quedaría un tema más, que sólo vamos a esbozar. Si el Evangelio y toda la Escritura no es una fábula mítica y tiene que ver con la historia, los instrumentos de la investigación histórica pueden aplicarse legítimamente. Deben aplicarse. La Biblia se presenta como un documento antiguo, que hay que estudiar con los instrumentos científicos modernos, y esto no solamente es legítimo, sino que es un deber. De lo contrario, el contacto con la Biblia no se pone al nivel de los conocimientos y las capacidades actuales. Reitero que la Biblia es también un libro antiguo y utiliza, como es lógico, unos géneros literarios concretos, y los distintos autores sagrados son también autores, con técnicas propias de narrar. Lo cual no se opone a que el autor principal sea Dios mismo.

    Una cosa es, por tanto, aceptar la inspiración divina de la Biblia y otra, muy diferente, es pensar que Dios hizo un dictado literal al autor sagrado. Se puede aceptar que en la Sagrada Escritura se utiliza la historia de una manera muy peculiar, pues lo que se narra es histórico no a la manera moderna de comprender la Historia, y no tener por ello una concepción ingenuamente literal de lo que la Biblia dice. Se puede igualmente aceptar que la Biblia es Palabra de Dios y no tener reparo en comprender que en el texto bíblico aparecen formas de narrar que contienen otros libros de la Antigüedad, lo que permite una interpretación adecuada a su doble condición de palabra inspirada y leída en la Iglesia. Se le pueden, así, aplicar a la Biblia los métodos histórico-críticos, pero en el uso de ellos a veces hay tendencias que tienen sobre el texto una especie de efecto “esterilizante”.

    ¿Tiene sentido, por ejemplo, tratar de “reconstruir” el Jesús histórico prescindiendo de cómo se presenta Jesús en el Evangelio? Precisamente no hace muchos meses un autor español publicó un libro sobre Jesús, de gran éxito comercial, en el que dice que se atiende de manera estricta a datos y conclusiones científicas cuando habla del Jesús histórico, evitando todo lo que tiene que ver con la dimensión de fe de la Iglesia que cree en Jesús, Dios y hombre verdadero; es decir, se evita todo lo que tiene que ver con la dimensión espiritual. Siempre es posible hacer esta distinción: si uno pretende estudiar el fenómeno Jesús sólo desde el punto de vista histórico-científico, puede hacerlo. Desde el punto de vista científico siempre es posible tomar una postura limitada, y ésta lo es, pero hay que saber anticipadamente que también las conclusiones serán unilaterales y limitadas y las que ese libro hace sobre Jesús lo son. Un enfoque semejante no puede tener nunca la pretensión de establecer si Jesús es o no el Hijo de Dios.

    Sería preciso recordar que, por encima de las ciencias auxiliares, el fin de la exégesis/interpretación cristiana es la inteligencia espiritual —según el Espíritu— de la Escritura a la luz que nos ha dado Cristo Resucitado, conforme al ejemplo del mismo Jesús, que inició de este modo a los discípulos (cf. Lc 24). Hay siempre un más allá en la Escritura: su unidad fundamental, su orientación a Cristo, la lectura eclesial y espiritual y la analogía de la fe. «Cuanto fue escrito en el pasado—afirma san Pablo— lo fue para enseñanza nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza» (Rm 5,4).