Sede Apostólica
Sínodo de los Obispos

Imprimir A4  A4x2  A5  

Mensaje

XII Asamblea General Ordinaria 2008

La Palabra de Dios
en la vida y en la misión de la Iglesia

24 de octubre de 2008


Temas: Palabra de Dios (revelación, Jesucristo, Iglesia y misión).

Web oficial: http://www.vatican.va/roman_curia/synod/documents/rc_synod_doc_20081024_message-synod_sp.html

Publicado: BOA 2008, 470.


  • Introducción
  • I. La voz de la Palabra: la Revelación
  • II. El rostro de la Palabra: Jesucristo
  • III. La Casa de la Palabra: la Iglesia
  • IV. Los caminos de la Palabra: la misión
  • Conclusión

    |<  <  >  >|

    A los hermanos y hermanas «paz... y caridad con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo. La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible». Con este saludo tan intenso y apasionado san Pablo concluía su Epístola a los cristianos de Éfeso (Ef 6,23-24). Con estas mismas palabras nosotros, los padres sinodales, reunidos en Roma para la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos bajo la guía del Santo Padre Benedicto XVI, comenzamos nuestro mensaje dirigido al inmenso horizonte de todos aquellos que en las diferentes regiones del mundo siguen a Cristo como discípulos y continúan amándolo con amor incorruptible.

    A ellos les propondremos de nuevo la voz y la luz de la Palabra de Dios, repitiendo la antigua llamada: «La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,14). Y Dios mismo le dirá a cada uno: «Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente» (Ez 3,10). Ahora propondremos a todos un viaje espiritual que se desarrollará en cuatro etapas, y desde lo eterno y lo infinito de Dios nos conducirá hasta nuestras casas y por las calles de nuestras ciudades.

    I. La voz de la Palabra: la Revelación

    |<  <  >  >|

    1. «El Señor os habló de en medio del fuego; vosotros oíais el rumor de sus palabras, pero no percibíais ninguna figura, sólo se oía una voz» (Dt 4,12). Es Moisés quien habla, evocando la experiencia vivida por Israel en la dura soledad del desierto del Sinaí. El Señor se había presentado, no como una imagen, una efigie o una estatua similar al becerro de oro, sino con «rumor de palabras». Es una voz que había entrado en escena en el preciso momento del comienzo de la creación, cuando había rasgado el silencio de la nada: «En el principio... dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz... En el principio existía la Palabra... y la Palabra era Dios... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada» (Gn 1,1.3; Jn 1,1-3). Lo creado no nace de una lucha intradivina, como enseñaba la antigua mitología mesopotámica, sino de una palabra que vence a la nada y crea el ser. Canta el salmista: «Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos sus ejércitos... pues Él habló y así fue, Él lo mandó y se hizo» (Sal 33,6.9). Y san Pablo repetirá «Dios, que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rm 4,17). Tenemos de esta forma una primera revelación “cósmica” que hace que lo creado se asemeje a una inmensa página abierta delante de toda la humanidad, en la que se puede leer un mensaje del Creador: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día al día comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia. Sin hablar y sin palabras, y sin voz que pueda oírse, por toda la tierra resuena su mensaje, por los confines del orbe» (Sal 19,2-5).

    2. Pero la Palabra divina también se encuentra en la raíz de la historia humana. El hombre y la mujer, que son «imagen y semejanza de Dios» (Gn 1,27) y que, por tanto, llevan en sí la huella divina, pueden entrar en diálogo con su Creador, o pueden alejarse de Él y rechazarlo por medio del pecado. Así pues, la Palabra de Dios salva y juzga, penetrando en la trama de la historia con su tejido de situaciones y acontecimientos: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor... conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa...» (Ex 3,7-8). Hay, por tanto, una presencia divina en las situaciones humanas, que, mediante la acción del Señor de la historia, se insertan en un plan más elevado de salvación, para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2,4).

    3. La Palabra divina eficaz, creadora y salvadora, está, por tanto, en el principio del ser y de la historia, de la creación y la redención. El Señor sale al encuentro de la humanidad proclamando: «Lo digo y lo hago» (Ez 37,14). Sin embargo, hay una etapa posterior que la voz divina recorre: es la de la Palabra escrita, la Graphé o las Graphai, las Escrituras Sagradas, como se dice en el Nuevo Testamento. Ya Moisés había descendido de la cima del Sinaí llevando «las dos tablas del Testimonio en su mano, tablas escritas por ambos lados; por una y otra cara estaban escritas. Las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios» (Ex 32,15-16). Y el propio Moisés mandará a Israel que conserve y reescriba estas «tablas del Testimonio»: «Y escribirás en esas piedras todas las palabras de esta Ley. Grábalas bien» (Dt 27,8).

    Las Sagradas Escrituras son el “testimonio” en forma escrita de la Palabra divina; son el memorial canónico, histórico y literario que atestigua el evento de la Revelación creadora y salvadora. Por tanto, la Palabra de Dios precede y excede a la Biblia, si bien está «inspirada por Dios» y contiene la Palabra divina eficaz (cf. 2Tm 3,16). Por este motivo nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y, como veremos, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, es necesaria la presencia constante del Espíritu Santo que «guía hasta la verdad completa» (Jn 16,13) a quien lee la Biblia. Es ésta la gran Tradición, presencia eficaz del «Espíritu de verdad» en la Iglesia, guardián de las Sagradas Escrituras, interpretadas auténticamente por el Magisterio eclesial. Con la Tradición se llega a la comprensión, la interpretación, la comunicación y el testimonio de la Palabra de Dios. El propio san Pablo, al proclamar el primer Credo cristiano, reconocerá que «transmitió» lo que él «a su vez recibió» de la Tradición (1Co 15,3-5).

    II. El rostro de la Palabra: Jesucristo

    |<  <  >  >|

    4. En el original griego son sólo tres las palabras fundamentales: «Lógos sarx eghéneto», «el Verbo/Palabra se hizo carne». Sin embargo, éste no es sólo el culmen de esa joya poética y teológica que es el prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1,14), sino el corazón mismo de la fe cristiana. La Palabra eterna y divina entra en el espacio y en el tiempo, y asume un rostro y una identidad humana; tanto es así, que es posible acercarse a ella directamente pidiendo, como hizo aquel grupo de griegos presentes en Jerusalén: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,20-21). Las palabras sin un rostro no son perfectas, porque no completan plenamente el encuentro, como recordaba Job, cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5). Cristo es «la Palabra que está junto a Dios y es Dios», es «imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación» (Col 1,15); pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del Imperio Romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado al Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1,18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aun en ese cadáver depositado en el sepulcro, y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz.

    5. Así pues, la tradición cristiana ha puesto a menudo en paralelo la Palabra divina que se hace carne con la misma Palabra que se hace libro. Es lo que ya aparece en el Credo cuando se profesa que el Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», pero también se confiesa la fe en el mismo «Espíritu Santo que habló por los profetas». El Concilio Vaticano II recoge esta antigua tradición según la cual «el cuerpo del Hijo es la Escritura que nos fue transmitida» —como afirma san Ambrosio (In Lucam VI, 33)— y proclama con claridad: «Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, 13) . En efecto, la Biblia es también “carne”, “letra”; se expresa en lenguas particulares, en formas literarias e históricas, en conceptos ligados a una cultura antigua; guarda la memoria de hechos a menudo trágicos, sus páginas están marcadas no pocas veces por la sangre y la violencia; en su interior resuena la risa de la humanidad y fluyen las lágrimas, al igual que se eleva la súplica de los infelices y la alegría de los enamorados.

    Debido a esta dimensión “carnal”, exige un análisis histórico y literario, que se lleva a cabo a través de distintos métodos y enfoques ofrecidos por la exégesis bíblica. Cada lector de las Sagradas Escrituras, incluso el más sencillo, debe tener un conocimiento apropiado del texto sagrado, recordando que la Palabra está revestida de palabras concretas a las que se pliega y adapta para ser audible y comprensible por la humanidad. Éste es un compromiso necesario: si se lo excluye, se podría caer en el fundamentalismo que prácticamente niega la encarnación de la Palabra divina en la historia, no reconoce que esa Palabra se expresa en la Biblia según un lenguaje humano, que tiene que ser descifrado, estudiado y comprendido, e ignora que la inspiración divina no ha borrado la identidad histórica y la personalidad propia de los autores humanos. Sin embargo, la Biblia también es Verbo eterno y divino, y, por este motivo, exige otra comprensión, dada por el Espíritu Santo, que desvela la dimensión trascendente de la Palabra divina, presente en las palabras humanas.

    6. He aquí, por tanto, la necesidad de la “viva Tradición de toda la Iglesia” (Dei Verbum, 12) y de la fe para comprender de modo unitario y pleno las Sagradas Escrituras. Si nos detenemos sólo en la “letra”, la Biblia se reduce a un documento solemne del pasado, un noble testimonio ético y cultural. Pero si se excluye la encarnación, se puede caer en el equívoco fundamentalista o en un vago espiritualismo o psicologismo. El conocimiento exegético tiene, por tanto, que entrelazarse indisolublemente con la tradición espiritual y teológica para que no se fragmente la unidad divina y humana de Jesucristo, y de las Escrituras. En esta armonía reencontrada, el rostro de Cristo brillará en plenitud y nos ayudará a descubrir otra unidad, la unidad profunda e íntima de las Sagradas Escrituras; el hecho de ser, sí, 73 libros, pero incluidos en un único “Canon”, en un único diálogo entre Dios y la humanidad, en un único designio de salvación. «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1,1-2).

    De esta forma, Cristo proyecta retrospectivamente su luz sobre la trama entera de la historia de la salvación y revela su coherencia, su significado, su dirección. Él es el sello, «el Alfa y la Omega» (Ap 1,8) de un diálogo entre Dios y sus criaturas repartido en el tiempo y atestiguado en la Biblia. Es a la luz de este sello final como adquieren su “pleno sentido” las palabras de Moisés y de los profetas, como había indicado el mismo Jesús aquella tarde de primavera, mientras Él iba de Jerusalén hacia el pueblo de Emaús, dialogando con Cleofás y su amigo, cuando «les explicó lo que había sobre Él en todas las Escrituras» (Lc 24,27). Precisamente porque en el centro de la Revelación está la Palabra divina transformada en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está «en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1) .

    III. La Casa de la Palabra: la Iglesia

    |<  <  >  >|

    Al igual que la sabiduría divina en el Antiguo Testamento había edificado su casa en la ciudad de los hombres y de las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas (cf. Pr 9,1), también la Palabra de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia, cuyo modelo es la comunidad-madre de Jerusalén; la Iglesia, fundada sobre Pedro y los apóstoles, y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra (cf. Lumen gentium, 13) . Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones».

    7. En primer lugar, esto es la didaché apostólica, es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, en efecto, nos advierte de que «la fe, por lo tanto, nace de la predicación, y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos el kerigma, o sea, el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: «el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Los apóstoles anuncian la inauguración del Reino de Dios y, por lo tanto, de la decisiva intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y la resurrección de Cristo: «En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4,12). El cristiano da testimonio de su esperanza: «hacedlo con delicadeza y respeto, y con tranquilidad de conciencia», preparado sin embargo para verse también envuelto y tal vez arrollado por el torbellino del rechazo y de la persecución, consciente de que «es mejor sufrir por hacer el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal» (1P 3,16-17). En la Iglesia resuena, después, la catequesis que está destinada a que el cristiano profundice «el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella» (Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 20).

    Pero el culmen de la predicación está en la homilía, que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento crucial del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. En efecto, con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial, y no sólo con autoridad, debe «anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación» (Sacrosanctum concilium, 35) —ofrecidas anteriormente a través de una lectura clara y viva del texto bíblico propuesto por la liturgia— pero también debe actualizarlo según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y el compromiso vital: «¿qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37).

    El anuncio, la catequesis y la homilía suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, implicando a la mente y al corazón. En la predicación se cumple, de este modo, un doble movimiento. Con el primero se remonta a los orígenes de los textos sagrados, de los eventos, de las palabras generadoras de la historia de la salvación, para comprenderlas en su significado y en su mensaje. Con el segundo movimiento se vuelve al presente, a la actualidad vivida por quien escucha y lee, siempre a la luz de Cristo, que es el hilo luminoso destinado a unir las Escrituras. Es lo que el mismo Jesús había hecho —como ya dijimos— en el camino de Jerusalén a Emaús, en compañía de sus dos discípulos. Es lo que hará el diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza, cuando junto al funcionario etíope entable ese diálogo emblemático: «¿Entiendes lo que estás leyendo? (...) ¿Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?» (Hch 8,30-31). Y la meta será el encuentro íntegro con Cristo en el sacramento. De esta manera se presenta la segunda columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra divina.

    8. Es la fracción del pan. La escena de Emaús (cf. Lc 24,13-35), una vez más, es ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: después de la homilía de Jesús sobre Moisés y los profetas aparece, en la mesa, la fracción del pan eucarístico. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo (cf. Lc 22,20), es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la Última Cena, memorial del sacrificio de Cristo, cuando se proclama en la celebración eucarística, en la invocación del Espíritu Santo, se convierte en evento y sacramento. Por esta razón el Concilio Vaticano II, en un pasaje de gran intensidad, declaraba: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo» (Dei Verbum, 21). Por ello, se deberá volver a poner en el centro de la vida cristiana la Liturgia de la Palabra y la Eucarística, que «están tan íntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto» (Sacrosanctum concilium, 56).

    9. La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, tejidas —como recordaba san Pablo— con «salmos, himnos, cánticos inspirados» (Col 3,16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración por excelencia de la Iglesia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano, que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz no sólo de abrir al fiel el tesoro de la Palabra de Dios, sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente. Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto, que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio), en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio), que supone otra pregunta: ¿qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio), durante la cual asumimos como don de Dios la propia mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la Madre del Señor, que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cf. Lc 2,51) —como dice el texto original griego—, encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidos, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las preocupaciones exteriores absorban enteramente su alma, y ocupando el tiempo libre en «la parte mejor» que no nos debe ser quitada (cf. Lc 10,38-42).

    10. Llegamos, finalmente, frente a la última columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra: la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirnos en sus hermanos o hermanas necesitamos ser «los que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer en la existencia y en la sociedad un testimonio en la línea de la llamada de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Esto es lo que repetía continuamente Jesús, a partir de la célebre advertencia en el Sermón de la montaña: «No todo el que me dice: “¡Señor, Señor!” entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7,21). En esta frase parece resonar la Palabra divina propuesta por Isaías: «Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Is 29,13). Estas advertencias incumben también a las iglesias cuando no son fieles a la escucha obediente de la Palabra de Dios. Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como sugirió san Gregorio Magno, que veía en san Benito, y en los otros grandes hombres de Dios, testimonios de la comunión con Dios y con los hermanos, la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo “explica” las Escrituras, sino que las “despliega” frente a todos como realidad viva y practicada. Por eso, la viva lectio, vita bonorum o vida de los buenos, es una lectura/lección viviente de la Palabra divina. Ya san Juan Crisóstomo había observado que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se transformaron en Evangelio viviente. En la casa de la Palabra divina encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque incompleta. Este vínculo siempre debe reforzarse por medio de las traducciones bíblicas comunes, la difusión del texto sagrado, la oración bíblica ecuménica, el diálogo exegético, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en un mundo secularizado.

    IV. Los caminos de la Palabra: la misión

    |<  <  >  >|

    «Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la Palabra del Señor» (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada “sale” de su casa, del templo, y recorre los caminos del mundo para encontrar la gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en busca de la verdad, de la justicia y de la paz. En efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas y en sus calles —donde parecen reinar la incredulidad y la indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén— existe un deseo escondido, un germen de esperanza, una expectación temerosa. Como se lee en el libro del profeta Amós, «vienen días —dice Dios, el Señor— en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios» (Am 8,11). A este hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia.

    Asimismo, Cristo resucitado llama a los apóstoles, todavía dubitativos, a salir de los límites de su horizonte protegido: «Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos (...) y enseñadles a cumplir todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). La Biblia está llena de llamadas a «no callar», a «gritar con fuerza», a «anunciar la Palabra en el momento oportuno e inoportuno», a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia. Los caminos que se abren frente a nosotros hoy, no son únicamente los que recorrieron san Pablo o los primeros evangelizadores y, detrás de ellos, todos los misioneros que fueron al encuentro de las gentes en tierras lejanas.

    11. La comunicación extiende ahora una red que envuelve todo el mundo, y la llamada de Cristo adquiere un nuevo significado: «Lo que yo os digo en la oscuridad, repetidlo en pleno día, y lo que escucháis al oído, proclamadlo desde lo alto de las casas» (Mt 10,27). Ciertamente, la Palabra sagrada debe tener una primera transparencia y difusión por medio del texto impreso, con traducciones que respondan a la variedad de idiomas de nuestro planeta. Pero la voz de la Palabra divina debe resonar también a través de la radio, las “autopistas de la información” de Internet, los canales de difusión virtual on line, los CD, los DVD, los podcast (MP3) y otros; debe aparecer en las pantallas de televisión y del cine, en la prensa, en los eventos culturales y sociales. Esta nueva comunicación, comparándola con la tradicional, ha asumido una gramática expresiva específica y es necesario, por lo tanto, estar preparados, tanto a nivel técnico como cultural, para dicha labor. En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente desde el medio hegemónico de comunicación que es la televisión, es todavía significativo y sugerente el modelo preferido de Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia diaria, a la parábola: «Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas (...) y no les hablaba sin parábolas» (Mt 13,3.34). Jesús, en su anuncio del Reino de Dios, nunca se dirigía a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que les conquistaba partiendo justamente de la tierra, donde se apoyaban sus pies, para llevarlos de lo cotidiano a la revelación del Reino de los cielos. Se vuelve así significativa la escena evocada por Juan: «Algunos quisieron prenderlo, pero ninguno le echó mano. Los guardias volvieron donde los sumos sacerdotes y los fariseos. Y ellos les preguntaron: “¿Por qué no le habéis traído?” Los guardias respondieron: “Jamás hombre alguno habló como este hombre”» (Jn 7,44-46).

    12. Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). La familia, confinada en su hogar con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares, y el salmista imagina vivamente el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como «brotes de olivo» (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de la casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12,21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en «los primeros predicadores de la fe» (Lumen gentium, 11). El salmista también recordaba que «lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó;... y podrán contarlas a sus propios hijos» (Sal 78,3-4.6). Cada casa deberá, pues, tener su Biblia, custodiarla de modo diligente y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequética y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que «jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños» (Sal 148,12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos, y el gran acompañamiento de la comunidad eclesial.

    13. Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13,3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde abundan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas y psíquicas, y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, y en los centros de poder la corrupción se une a la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven desbordados por crisis existenciales, o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma. Como es «mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona» (Sal 39,7), también muchos sienten cernirse sobre ellos el silencio de Dios, su aparente ausencia e indiferencia: «¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?» (Sal 13,2). Y al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte. La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa permanentemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las intensas denuncias proféticas contra las injusticias sociales. Además, se presenta sin atenuantes la condena del pecado radical, que aparece con todo su poder devastador desde los orígenes de la humanidad en un texto fundamental del Génesis (Gn 3). En efecto, el “misterio del pecado” está presente y actúa en la historia, pero es revelado por la Palabra de Dios que asegura en Cristo la victoria del bien sobre el mal.

    Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y dar la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, Él mismo se acerca al nivel más bajo, «despojándose a sí mismo» de su gloria, «tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre... se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,7-8). Así, siente miedo de morir («Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz»), experimenta la soledad con el abandono y la traición de los amigos, penetra en la oscuridad del dolor físico más cruel con la crucifixión e incluso en las tinieblas del silencio del Padre («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») y llega al precipicio último de cada hombre, el de la muerte («dando un fuerte grito, expiró»). Verdaderamente, a Él se le puede aplicar la definición que Isaías reserva al Siervo del Señor: «varón de dolores y que conoce el sufrimiento» (cf. Is 53,3). Y aún así, ni siquiera en ese momento extremo deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en las limitaciones y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega por nosotros inunda de redención el dolor y la muerte, que Él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28).

    14. Por los caminos del mundo la Palabra divina genera para nosotros, los cristianos, un encuentro intenso con el pueblo judío, al que estamos íntimamente unidos a través del reconocimiento común y el amor por las Escrituras del Antiguo Testamento, y porque de Israel «procede Cristo según la carne» (Rm 9,5). Todas las páginas sagradas judías iluminan el misterio de Dios y del hombre, revelan tesoros de reflexión y de moral, trazan el largo itinerario de la historia de la salvación hasta su pleno cumplimiento, ilustran con vigor la encarnación de la Palabra divina en las vicisitudes humanas. Nos permiten comprender plenamente la figura de Cristo, quien había declarado: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17); son camino de diálogo con el pueblo elegido que ha recibido de Dios «la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas» (Rm 9,4), y nos permiten enriquecer nuestra interpretación de las Sagradas Escrituras con los abundantes recursos de la tradición exegética judaica. «Bendito sea mi pueblo, Egipto, la obra de mis manos, Asiria, y mi heredad, Israel» (Is 19,25). El Señor extiende, por lo tanto, el manto protector de su bendición sobre todos los pueblos de la tierra, deseoso de que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2,4). También nosotros, los cristianos, por los caminos del mundo, estamos invitados —sin caer en el sincretismo que confunde y humilla la propia identidad espiritual— a entrar en un respetuoso diálogo con los hombres y mujeres de otras religiones, que escuchan y practican fielmente las indicaciones de sus libros sagrados, comenzando por el islamismo, que en su tradición acoge innumerables figuras, símbolos y temas bíblicos y nos ofrece el testimonio de una fe sincera en el Dios único, compasivo y misericordioso, Creador de la vida y Juez de la humanidad. El cristiano encuentra, además, sintonías comunes con las grandes tradiciones religiosas de Oriente que nos enseñan en sus textos sagrados el respeto a la vida, la contemplación, el silencio, la sencillez, la renuncia, como sucede en el budismo. O bien, como en el hinduismo, exaltan el sentido de lo sagrado, el sacrificio, la peregrinación, el ayuno, los símbolos sagrados. O también, como en el confucianismo, enseñan la sabiduría y los valores familiares y sociales. También queremos prestar nuestra atención cordial a las religiones tradicionales, con sus valores espirituales expresados en ritos y culturas orales, y entablar con ellas un respetuoso diálogo; y con cuantos no creen en Dios, pero se esfuerzan por «respetar el derecho, amar la lealtad, y proceder humildemente» (Mi 6,8), tenemos que trabajar por un mundo más justo y en paz, y ofrecer en diálogo nuestro testimonio genuino de la Palabra de Dios, que puede revelarles nuevos y más altos horizontes de verdad y de amor.

    15. En su Carta a los artistas de 1999, Juan Pablo II recordaba que «la Sagrada Escritura se ha convertido en una especie de “inmenso vocabulario” (Paul Claudel) y de “atlas iconográfico” (Marc Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos» (n. 5). Goethe estaba convencido de que el Evangelio era la «lengua materna de Europa». La Biblia, como se suele decir, es “el gran código” de la cultura universal: los artistas han impregnado idealmente sus pinceles en ese alfabeto teñido de historias, símbolos, figuras que son las páginas bíblicas; los músicos han modelado sus armonías alrededor de los textos sagrados, especialmente los salmos; los escritores han retomado durante siglos esas antiguas narraciones convertidas en parábolas existenciales; los poetas se han planteado preguntas sobre los misterios del espíritu, el infinito, el mal, el amor, la muerte y la vida, recogiendo con frecuencia el clamor poético que animaba las páginas bíblicas; los pensadores, los científicos y la misma sociedad a menudo tenían como referencia, aunque fuera por contraste, los conceptos espirituales y éticos (pensemos en el Decálogo) de la Palabra de Dios. Aun cuando la figura o la idea presente en las Escrituras se deformaba, se reconocía que era imprescindible y constitutiva de nuestra civilización.

    Por eso, la Biblia, que también enseña la via pulchritudinis, es decir, el camino de la belleza para comprender y llegar a Dios —«¡tocad para Dios con destreza!», nos invita el Sal 47,8— no sólo la necesita el creyente, sino todos, para descubrir nuevamente los significados auténticos de las diversas expresiones culturales y, sobre todo, para encontrar nuevamente nuestra identidad histórica, civil, humana y espiritual. En ella se encuentra la raíz de nuestra grandeza y mediante ella podemos presentarnos con un patrimonio noble ante las demás civilizaciones y culturas, sin ningún complejo de inferioridad. Por lo tanto, todos deberían conocer y estudiar la Biblia, bajo este extraordinario perfil de belleza y fecundidad humana y cultural. No obstante, la Palabra de Dios —por usar una imagen paulina significativa— «no está encadenada» (2Tm 2,9) a una cultura; es más, aspira a atravesar las fronteras, y precisamente el Apóstol fue un artífice excepcional de la inculturación del mensaje bíblico dentro de nuevas coordenadas culturales. Es lo que la Iglesia está llamada a hacer también hoy, mediante un proceso delicado pero necesario, que ha recibido un fuerte impulso del magisterio del papa Benedicto XVI. Tiene que hacer que la Palabra de Dios penetre en la multiplicidad de las culturas, y expresarla según sus lenguajes, sus concepciones, sus símbolos y sus tradiciones religiosas. Sin embargo, debe ser capaz de custodiar la sustancia de sus contenidos, vigilando y evitando el riesgo de degeneración. La Iglesia tiene que hacer brillar los valores que la Palabra de Dios ofrece a otras culturas, de manera que puedan llegar a ser purificadas y fecundadas por ella. Como dijo Juan Pablo II al Episcopado de Kenya durante su viaje a África en 1980, «la inculturación será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce en su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano».

    Conclusión

    |<  <

    «La voz del cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: “Toma el librito que está abierto en la mano del ángel...”. Y el ángel me dijo: “Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas» (Ap 10,8-11). Hermanos y hermanas de todo el mundo, acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor» (Dt 8,3; Mt 4,4). La Sagrada Escritura —como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana— «tiene pasajes adecuados para consolar todas las situaciones y pasajes adecuados para intimidar todas las situaciones» (B. Pascal, Pensées, 532, ed. Brunschvicg). La Palabra de Dios, en efecto, es «más dulce que la miel, más que el jugo de panales» (Sal 19,11), es «antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119,105), pero también «como el fuego y como un martillo que golpea la peña» (Jr 23,29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55,10-11). Pero también es «viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12).

    Nuestra mirada se dirige con afecto a todos los estudiosos, a los catequistas y al resto de servidores de la Palabra de Dios para expresarles nuestra gratitud más intensa y cordial por su precioso e importante ministerio. Nos dirigimos también a nuestros hermanos y hermanas perseguidos o asesinados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que dan del Señor Jesús (cf. Ap 6,9): como testigos y mártires nos cuentan «la fuerza de la palabra» (Rm 1,16), origen de su fe, su esperanza y su amor por Dios y por los hombres. Guardemos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio después de la escucha porque seguirá habitando, viviendo y hablando en nosotros. Hagámosla resonar al comienzo de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra, y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios. Queridos hermanos y hermanas, «te saludan todos los que están conmigo. Saluda a los que nos aman en la fe. ¡La gracia sea con todos vosotros!» (Tt 3,15).