Arzobispo
Braulio Rodríguez Plaza

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Carta semanal

Comienza el Evangelio

7 de diciembre de 2008


Publicado: BOA 2008, 500.


Así da inicio el segundo evangelio: «Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Son pocas, pero densas palabras. Se parecen a las que dice con mayor solemnidad san Juan: «El Verbo se hizo carne». Sin embargo, estas no sólo son la cima de esa joya poética y teológica que es el prólogo del cuarto evangelio (Jn 1,14), sino el corazón mismo de la fe cristiana. El Verbo eterno y divino entra en el espacio y en el tiempo y asume un rostro y una identidad humana. Tan es así que es posible acercarse a Él directamente pidiendo, como hizo aquél grupo de griegos presentes en Jerusalén: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21-22).

Aquí se despliega toda la fuerza y la riqueza de la Navidad y el misterio del Adviento, esto es, de la venida de Cristo en carne y su segunda venida en majestad. Volvemos a retomar el camino para el viaje al que nos invitaban los padres del último Sínodo en su mensaje a todo el Pueblo de Dios . Ese viaje necesariamente nos lleva al encuentro con Cristo, Palabra eterna del Padre. Unas palabras sin un rostro, por bellas que sean (y lo son), no son perfectas, porque no cumplen plenamente el encuentro, como recordaba Job cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42,5).

Lo grandioso es que, en efecto, «el Verbo está junto a Dios y es Dios», pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del imperio romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real —dice el mensaje del Sínodo— es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado al Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1,18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aun en ese cadáver depositado en el sepulcro, y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz.

Al llegar a este punto del viaje, hemos de tener en cuenta que la Tradición cristiana audazmente ha puesto a menudo en paralelo al Verbo divino que se hace carne con la misma Palabra que se hace libro: «El cuerpo del Hijo es la Escritura que nos fue transmitida», como afirma san Ambrosio. De modo que el Concilio llega a decir: «Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (Dei Verbum, 13) .

Por eso la Biblia es también carne, letra; se expresa en lenguas particulares, en formas literarias e históricas, en concepciones ligadas a una cultura antigua, guarda la memoria de hechos a menudo trágicos, sus páginas están surcadas no pocas veces de sangre y violencia, en su interior resuena la risa de la humanidad y fluyen las lágrimas, así como se eleva la súplica de los que no son felices y la alegría de los enamorados. Debido a esta dimensión carnal, exige un análisis histórico y literario, que se lleva a cabo a través de distintos métodos y enfoques ofrecidos por la exégesis bíblica. Cada lector de las Sagradas Escrituras, incluso el más sencillo, debe tener un conocimiento proporcionado del texto sagrado recordando que la Palabra está revestida de palabras concretas a las que se pliega y adapta para ser audible y comprensible a la humanidad.

Son palabras hermosas las que nos dirige el Sínodo. Son la sustancia de la Navidad, lejos de concepciones consumistas y tópicas. Aquí dejamos el camino, el viaje, pero lo reemprenderemos de nuevo: hay que llegar más adelante.