Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Ponencia

X Congreso Eucarístico Nacional 2010

Eucaristía y unidad de la Iglesia

28 de mayo de 2010


Publicado: BOA 2010, 157.


  • Introducción
  • 1. Cuerpo histórico, cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial de Cristo
  • 2. El símbolo del pan, antes disperso y ahora compartido en la mesa del Señor
  • 3. La Eucaristía, sacramento de la paz y unidad de la Iglesia
  • 4. La Eucaristía celebrada en la comunión de la Iglesia
  • 5. La Eucaristía, fermento de solidaridad en el mundo
  • Notas

    |<  <  >  >|Notas

    El presente Congreso Eucarístico Nacional, que generosamente halla hospitalidad en la Diócesis de Toledo, culmina los trabajos proyectados en el Plan Pastoral de la Conferencia Episcopal Española para estos últimos años . Se puede hallar una correlación entre lo que es la Eucaristía, a saber, plenitud de la iniciación cristiana y Mesa del Señor a la que somos invitados sus discípulos el Día del Señor, y la cumbre de las iniciativas pastorales que nos propusimos los obispos españoles. La Eucaristía es fuente, centro y meta de las acciones de la Iglesia; y el Congreso que gozosamente estamos celebrando es remate de muchos esfuerzos llevados a cabo en los años precedentes.

    En el camino de la vida, Cristo «nos congrega para el banquete pascual de su amor. Como hizo en otro tiempo con los discípulos de Emaús, Él nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan»1. El Señor, en cada celebración eucarística, viene a nuestro encuentro, nos saluda con su paz, nos consuela con su presencia, nos hace partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte, nos alimenta con su Cuerpo y con su Sangre, venda las heridas de la fraternidad, urge el amor, fortalece nuestra fe y nuestra esperanza, y nos alienta en los trabajos apostólicos. La Eucaristía rehace de sus fatigas a los participantes y edifica constantemente a la Iglesia. Las aserciones anteriores son una especie de obertura en que se anuncia lo que se desarrollará en las páginas siguientes sobre el rico e inagotable misterio de la Eucaristía. La Eucaristía es convergencia y síntesis de los misterios de la fe; es raíz, fuente, quicio y cimiento de la Iglesia; es memorial del Señor, y garantía de la gloria futura.

    A continuación deseamos desarrollar, acudiendo a lugares venerables de la tradición cristiana, la conexión profunda entre unidad de la Iglesia y Eucaristía. En un primer apartado explicitaremos cómo Eucaristía e Iglesia son Cuerpo de Cristo; posteriormente mostraremos cómo de este núcleo potente y luminoso han irradiado orientaciones eclesiales, enseñanzas espirituales, exhortaciones morales, gestos celebrativos... de valor y belleza admirables. Tiene particular relevancia la atención a la misma celebración en orden a la reflexión teológica, espiritual y pastoral.

    1. Cuerpo histórico, cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial de Cristo

    |<  <  >  >|Notas

    A la luz de los significados que la expresión “cuerpo de Cristo” tiene en las cartas de Pablo, podemos iniciar las reflexiones sobre la relación entre Eucaristía e Iglesia. Sobre esta base comprenderemos mejor las relaciones vitales entre Iglesia y Eucaristía.

    La aserción central es la siguiente: al recibir el cuerpo eucarístico, los cristianos se unen con el cuerpo muerto y resucitado de Cristo, y el fruto de esta comunión es el cuerpo eclesial. Cuerpo personal del Señor, cuerpo eucarístico y cuerpo de la Iglesia son extensión y despliegue del único misterio2.

    Cuerpo del Señor significa, ante todo, «el Cuerpo de Jesús sacrificado por los hombres en la cruz»3. Seguramente la expresión remite a la cena de despedida: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros». Al decir cuerpo y sangre del Señor se piensa en la entrega de Jesús al Padre por nosotros. «Así pues, hermanos, también vosotros quedasteis muertos respecto de la ley por el Cuerpo de Cristo, para pertenecer a otro, a aquel que resucitó de entre los muertos, a fin de que diéramos frutos para Dios» (Rm 7,4). Por el bautismo hemos sido sumergidos con Cristo en su muerte, para que con Cristo resucitado vivamos una vida nueva (cf. Rm 6,4).

    Los cristianos han sido incorporados por el bautismo a Cristo crucificado y resucitado. Pablo expresa esta profunda unidad sacramental de los fieles con Cristo en el poder del Espíritu Santo utilizando una serie de preposiciones, y en ocasiones hasta creando neologismos. Los cristianos existen en (en) Cristo como en su ámbito vital; viven de (ex) Cristo como de su fuente, forman con (syn) Cristo una unidad de existencia y de destino, y Cristo es también la meta del crecimiento (eis), de la maduración y de la adultez de los cristianos.

    Pablo ha creado dos series de neologismos con el prefijo syn- y el verbo correspondiente. Una primera serie expresa la colaboración de personas concretas con Pablo en el apostolado, trabajando con él, luchando con él, padeciendo con él a causa del Evangelio. La otra serie nos interesa ahora particularmente, ya que se refiere a la “simbiosis” de los cristianos con Cristo en sus misterios. Los cristianos han sido sepultados con Cristo en el bautismo, han resucitado con Él, incluso con Él están sentados en el cielo. «Dios rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo —por gracia habéis sido salvados— y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Él» (Ef 2,4-6; cf. Col 12-13; Rm 6,3 ss.).

    Por el bautismo los cristianos pasan a formar parte del cuerpo de Cristo, son su cuerpo, están “enmembrados” en el cuerpo del Señor. Ya que Él como cabeza nos recapitula sacramentalmente, debemos dejarnos recapitular existencialmente por su autoridad y ser guiados por su vida. Cada cristiano es miembro de Cristo (cf. 1Co 6,1 s.)*, y la comunidad cristiana es su cuerpo. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno a su modo» (1Co 12,27)4.

    Sobre la base de la incorporación de cada cristiano a Cristo por el bautismo se sigue naturalmente que «nosotros, siendo muchos, no formemos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo, los unos para los otros, miembros» (Rm 12,5). «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres, y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1Co 12,12-13). Siendo todos miembros de Cristo, somos su cuerpo, somos uno en Cristo; la unidad en Cristo funda la unidad entre los cristianos.

    Pablo ha utilizado (cf. Rm 12,4 ss.; 1Co 12,12 ss.) el apólogo clásico que compara una sociedad y un grupo social con el cuerpo humano, con la intención de mostrar que dentro de la Iglesia el amor y la solidaridad deben vigir* en la relación de los fieles, en la convivencia y actividad de los carismas, en la compartición de las necesidades y en el ofrecimiento de los diferentes servicios dentro de la comunidad cristiana. Pero no es sólo cuestión de solidaridad entre los miembros de la Iglesia; la solidaridad queda trascendida porque “vosotros sois cuerpo de Cristo” (cf. 1Co 12,12; Rm 12,5; 1Co 12,27)5. No se puede, en consecuencia, pretender fundar la unidad de los cristianos sino sobre la base de su pertenencia a Jesucristo, en cuanto miembros de su cuerpo. Con otros términos se puede expresar la misma cuestión: «La unión fraterna sin la comunión con Dios es una reunión de huérfanos» (Mons. A. Giraldo Jaramillo). La humanidad es una sola familia porque Dios es el Creador de todos. La misma naturaleza humana nos hace a todos los hombres y mujeres hermanos y partícipes de la misma dignidad.

    Damos un paso más. Pablo exhorta a los cristianos de Corinto a no comer de las carnes sacrificadas en los templos a los ídolos, ya que «no pueden participar al mismo tiempo de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios» (1Co 10,21). Y asentando la conducta de los cristianos en sus fundamentos más genuinos y vigorosos, escribe algo sublime que tendrá larga resonancia en el futuro, a propósito de las relaciones del cuerpo eucarístico de Cristo y del cuerpo de Cristo que es la Iglesia: «Y el pan que partimos ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo cuerpo somos, pues todos participamos del mismo pan» (1Co 10,16-17)6. Por los sacramentos, la comunidad cristiana es Cuerpo de Cristo, y por ello está emplazada a ser en la vida cotidiana moral lo que ha sido místicamente hecha, profundizando la koinonía y la pertenencia a Cristo de cada uno de los miembros y fomentando entre todos la concordia y el amor humilde, paciente y efectivo. El indicativo de la acción de Dios se convierte en imperativo de posibilidad y exigencia: “Sed lo que sois”. La Iglesia es “corporación” de miembros-hermanos porque cada uno forma parte del cuerpo de Cristo, Cabeza y Primogénito (cf. Col 1,18; Rm 8,29).

    La constitución conciliar Lumen gentium, 7 recoge la enseñanza paulina en los siguientes términos: «En la fracción del pan eucarístico compartimos realmente el cuerpo del Señor, que nos eleva a la comunión con Él y entre nosotros. Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de un mismo pan (1Co 10,17). Así todos somos miembros de su cuerpo (cf. 1Co 12,27) y cada uno miembro del otro (Rm 12,5)».

    Tres sentidos tiene, por tanto, la fórmula paulina “Cuerpo de Cristo”: cuerpo del Señor crucificado según la carne y vivificado por el Espíritu; cuerpo de Cristo que recibimos al comer todos el pan eucarístico; y cuerpo de Cristo que es la comunidad de los bautizados, “enmembrados” en Cristo muerto y resucitado, y nutridos con el cuerpo entregado por nosotros. «No hace otra cosa la participación del cuerpo y sangre de Cristo sino que nos convirtamos en aquello que comemos, y que llevemos en todo, en el espíritu y en la carne, a aquel en el cual juntamente hemos muerto, hemos sido sepultados y hemos resucitado (cf. Rm 6,4-8)»7.

    A la luz de esta conexión interna entre los tres significados bíblicos de “cuerpo de Cristo”, se comprenden muchas oraciones litúrgicas, predicaciones de los Padres de la Iglesia, reflexiones de los teólogos y enseñanzas del magisterio de los pastores, que profundizan en esta rica interdependencia y formulan las pertinentes exigencias morales, espirituales y sociales.

    2. El símbolo del pan, antes disperso y ahora compartido en la mesa del Señor

    |<  <  >  >|Notas

    La tradición cristiana, que arranca de la celebración eucarística y de la expresión feliz de 1Co 10,1-17, ha utilizado constantemente la bella comparación del pan formado por muchos granos de trigo, molidos, convertidos en harina, amasados por el agua del bautismo y cocidos por el fuego del Espíritu, para recordar las raíces de la unidad de la Iglesia y para exhortar a los cristianos a la convivencia concorde y pacífica. El don de la paz y la unidad de la Iglesia se significan en las ofrendas sacramentales.

    En el documento, venerable por su antigüedad cristiana, llamado Didaché o Doctrina de los doce Apóstoles, reza la comunidad: «Como este pan partido estaba antes disperso por los montes, y recogido se ha hecho uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu Reino. Porque tuya es la honra y el poder por Jesucristo en los siglos».

    Y más adelante: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y para perfeccionarla en tu caridad. Y recógela de los cuatro vientos ya santificada, en tu Reino, que le tienes preparado. Porque tuya es la honra y el poder por los siglos». La asamblea eucarística va anticipando en todo lugar y tiempo la convocatoria en la Mesa del Reino consumado de Dios.

    Y aún estas palabras «Cada día del Señor, reuníos y partid el pan, y dad gracias, después de haber confesado vuestros pecados, para que vuestro sacrificio sea puro. El que tenga alguna contienda con su compañero no asista a vuestra reunión hasta haberse reconciliado, a fin de que no se contamine vuestro sacrificio; porque éste es el sacrificio del que dijo el Señor: “En todo lugar y en todo tiempo se me ofrezca un sacrificio puro, porque soy yo Rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre las naciones” (cf. Ml 1,11-14)»8.

    Aunque la Eucaristía tiene su referente primero en la última Cena de Jesús con sus discípulos cuando estaba en el umbral de su pasión y muerte, es también significativo recordar otras comidas: Jesús se sentó a la mesa con los publicanos y pecadores suscitando así la pretensión de abrirles las puertas del Reino de Dios presente dinámicamente en su persona y en su actividad (cf. Mc 2,15-17)9; en la multiplicación de los panes aparecen los gestos de la Mesa eucarística (cf. Jn 6,1 ss.); en las comidas de Jesús resucitado con sus discípulos se reflejan las celebraciones eucarísticas de la Iglesia, como deja entrever el camino y la posada con los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35).

    3. La Eucaristía, sacramento de la paz y unidad de la Iglesia

    |<  <  >  >|Notas

    Para comprender el sentido eclesial de la Eucaristía es muy elocuente recordar algunas epíclesis litúrgicas, es decir, oraciones de invocación a Dios Padre para que envíe el Espíritu Santo. Como es sabido, la reforma posconciliar de la celebración de los sacramentos ha acentuado la referencia al Espíritu, con cuyo poder se realizan estas acciones salvíficas. En la memoria celebrativa, lo que era historia de Jesús ha pasado a los misterios de la Iglesia con la actuación del Espíritu Santo. En este sentido se ha atendido particularmente a las oraciones epicléticas. En la Eucaristía hay ordinariamente dos epíclesis: una sobre los dones, que, con las palabras del sacerdote obedeciendo el mandato de Jesús y con la actuación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor; y otra, pidiendo a Dios que el Espíritu Santo haga de los comulgantes un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo.

    La Eucaristía es el lugar de la convocación de la Iglesia desde los cuatro puntos cardinales en el Reino de Dios, en la patria definitiva. Celebrando la Eucaristía nos unimos con todos los hermanos a lo largo y ancho de la tierra. Por eso, un cristiano que vive en la concordia de la Iglesia puede y debe encontrar hospitalidad eucarística en cualquier celebración. La Eucaristía, celebrada en una asamblea concreta y en un tiempo determinado, está abierta a la catolicidad espacio-temporal y a la eternidad10.

    He aquí algunos ejemplos de epíclesis sobre los comulgantes: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y sangre de Cristo». Esta epíclesis pertenece a la segunda plegaria eucarística del Misal romano , que reproduce fundamentalmente la plegaria contenida en el libro de la Tradición Apostólica de Hipólito. Con la plegaria eucarística IV pedimos: «Que fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo Cuerpo y un solo Espíritu». De la nueva plegaria de la reconciliación es la siguiente invocación: «Concédenos tu Espíritu para que desaparezca todo obstáculo en el camino de la concordia y la Iglesia resplandezca en medio de los hombres como signo de unidad e instrumento de tu paz».

    La anáfora III del Misal actual reza: «Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que, fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos del Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu». La amistad nos fue devuelta en la cruz, que es el acontecimiento del que hacemos memoria sacramental. Jesús, que es nuestra Paz, en la cruz dio muerte al odio derribando el muro de separación de judíos y paganos. Él reconcilió a los pueblos con Dios por su sangre; así anunció la paz a los de cerca y a los de lejos; por Él tenemos todos acceso al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,14 ss.)11.

    Retrocediendo muchos siglos, la anáfora que se llama de san Basilio, en la versión bizantina, dice así: «A todos nosotros que participamos de un solo pan y de un solo cáliz, reúnenos mutuamente en la comunión de un solo Espíritu». Y en la versión alejandrina de esta misma anáfora de san Basilio: «Haznos dignos, Señor, de participar en tus santos misterios para santificación del alma, del cuerpo y del espíritu, a fin de que seamos un solo cuerpo y un solo espíritu; y hallemos parte y alcancemos la herencia con todos los santos que desde el comienzo te agradaron»12. Pedimos que el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones al recibir el Cuerpo de Cristo, nos otorgue un amor humilde y paciente, que venza el odio y el egoísmo, que con la concordia supere las divisiones, que con la generosidad nos abra al clamor de los necesitados y nos dé entrañas de misericordia y de paz.

    San Agustín, en un discurso magnífico, partiendo de la comunión sacramental, exhorta con extraordinario vigor y términos muy audaces a los cristianos a vivir unidos: «¿Qué veis, pues? Pan y un cáliz; de lo cual salen fiadores vuestros mismos ojos; empero, para ilustración de vuestra fe, os decimos que este pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz su misma sangre (...) Estas cosas, hermanos míos, llámanse sacramentos precisamente porque una cosa dicen a los ojos y otra a la inteligencia (de la fe). Lo que ven los ojos tiene apariencias corporales, pero encierra una gracia espiritual. Si quieres entender lo que es el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a los fieles: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros” (1Co 12,27). Si, pues, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, vuestro misterio está puesto en la mesa del Senor; recibís vuestro misterio. A lo que sois respondéis “Amén”, y al responder lo ratificáis. Ya que oyes “Cuerpo de Cristo” y tú respondes “Amén”, sé miembro de Cristo para que tu “Amén” sea verdadero... El mismo Apóstol escribe: Un solo pan, un solo cuerpo somos muchos (1Co 10,17). Entendedlo y regocijaos. ¡Oh unidad! ¡Oh verdad! ¡Oh piedad! ¡Oh caridad! Un solo pan. ¿Qué pan es éste? Un solo cuerpo (...) Sed lo que veis y recibid lo que sois. Esto es lo que dijo el Apóstol sobre este pan (...) Consagró en su mesa el misterio de la paz y de nuestra unidad. Quien recibe el misterio de la unidad y no mantiene el vínculo de la paz, no recibe un misterio para su bien, sino un testimonio contra sí mismo»13. El “Amén” de los comulgantes es un sí a Cristo y un sí a los hermanos, miembros de su cuerpo. La Iglesia se hace incesantemente cuerpo de Cristo al participar en la Eucaristía14.

    Desde otra perspectiva, a saber, partiendo del llamado “símbolo apostólico”, podemos llegar a la misma convergencia entre Eucaristía e Iglesia. Los cristianos confesamos en relación con el Espíritu Santo: «Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos». Algunos investigadores han concluido, probablemente con razón, que ese artículo de la fe puede ser entendido de la siguiente forma: creo en el Espíritu Santo, que está presente y actúa en la santa Iglesia, la comunión de los santos. La expresión «sanctorum communio», ‘comunión de los santos’, tiene dos sentidos: comunión con las cosas santas y comunión de los santificados, o sea, de los bautizados, según el lenguaje de la tradición cristiana. La sanctorum communio es a la vez e indivisiblemente sacramentorum communicatio y sanctorum societas o consortium, es decir, es comunión de los santos o entre personas —una communionis societas—, pero es también participación común en el sacramento, en las cosas «santas» o en los «santos misterios»15. El fruto de la Eucaristía, realidad “santa” por excelencia, es la reunión de los “santos”, es decir, de los bautizados, en la Iglesia peregrinante, que anticipa la asamblea definitiva de los santos. Quienes participan en los santos misterios estrechando el vínculo de la unidad, están emplazados también a una concordia siempre más íntima. Sólo los bautizados pueden acercarse a la mesa del Señor, ya que «sancta sanctis», como dice el Ritual hispano-mozárabe; a saber, sólo a los santificados se les ofrece la realidad santa por excelencia.

    A la luz de la significación tan rica y densa de la palabra “comunión”, comprendemos las expresiones “recibir la comunión” y “ser reconciliado en la comunión”; o, por el contrario, “ser apartado de la comunión” y “romper la comunión”. La comunión no significa sólo comer el cuerpo de Cristo, sino también vivir en paz con la Iglesia y ser readmitido en su seno después de haber roto con ella. El signo más elocuente de la comunión con la Iglesia es la participación plena en la Eucaristía; y, viceversa, la ruptura con la Iglesia comporta y se expresa en la exclusión de la comunión eucarística16. Participar en la mesa del Señor no es un derecho sin más, sino don de Dios con estructura sacramental, es decir, con las dimensiones espiritual y eclesial inseparablemente unidas. Todo pecado hiere la comunión de la Iglesia, y algunos pecados la rompen. Consiguientemente, el sacramento de la penitencia afianza siempre la reconciliación con Dios y con la Iglesia, y en otros casos restablece la amistad con Dios y la paz eclesial rota. La Eucaristía como mesa del Señor está en el centro del hogar de la Iglesia, que es la familia de la fe.

    La Eucaristía es el sacramento de la unidad de la Iglesia; comer el cuerpo de Cristo hace a los comensales cuerpo de Cristo; en la mesa del Señor se afianza la fraternidad de los hijos de Dios. Por esta íntima conexión se comprende que en la Iglesia antigua haya diversos nombres que en “vaivén” fecundo designan tanto a la Iglesia como a la Eucaristía17.

    Santo Tomás de Aquino, heredero de la tradición agustiniana y utilizando una terminología fijada en el siglo XII, designó como res sacramenti de la Eucaristía la unidad del cuerpo místico de Cristo, es decir, de la Iglesia. La Eucaristía tiende a que el cuerpo de Cristo, en que se ha convertido el pan, haga de los comulgantes un solo cuerpo de Cristo18.

    En efecto, a partir del siglo XI fue cristalizando una terminología que distingue, podríamos decir, un triple nivel en los sacramentos. El elemento más exterior (sacramentum tantum) es el mero signo, en nuestro caso, el pan y el vino. El nivel intermedio (sacramentum et res) está constituido por el cuerpo y la sangre de Cristo, que son la realidad misteriosa bajo los signos del pan y el vino; pero, a su vez, apuntan a otro nivel, el tercero (res tantum o res sacramenti), que es la unidad de la Iglesia. La Eucaristía es ciertamente presencia del Señor que adoramos y acogemos en la hospitalidad de la fe y el amor, es alimento que da la vida eterna; y es sacramento de la unidad de los cristianos (cf. 1Co 10,17) y de la fraternidad (cf. 1Co 11,17 ss.).

    Participar plenamente en la Eucaristía supone un grado determinado de unidad de los comulgantes con el Señor y con la Iglesia, y al mismo tiempo estimula el amor al revivir la entrega de Jesús por nosotros y reclama una fraternidad cada vez más honda. San Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, exhorta a los fieles a la unidad en Cristo (cf. 1Co 1,10 ss.). Desde distintas perspectivas combate las rivalidades de los cristianos y reclama su unidad. La celebración de la Eucaristía, el himno de la caridad, la armonía en el ejercicio de los carismas, la incorporación y pertenencia al Cuerpo de Cristo, etc., son realidades estrechamente conectadas. El amor cristiano, humilde y amable, que no toma cuentas del mal y que espera sin límites, unifica a los dispersos y reconcilia a los desavenidos. La Eucaristía es el cuerpo del Señor entregado a la muerte por amor, que nos exige formar cuerpo, hacer familia, vivir en la solidaridad y la paz. El mismo Apóstol escribe en otro lugar: «Os exhorto, pues, yo, prisionero en el Señor, a que viváis de una forma digna de la vocación a que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y actúa por todos y está en todos» (Ef 4,1-6).

    El bautismo incorpora a Cristo y agrega a la Iglesia; y la Eucaristía consolida la comunión de “los santos” que prepara la consumación de la asamblea celestial. Por la Eucaristía, el acontecimiento pascual se dilata en cada cristiano y en la comunidad eclesial. La unidad cristiana es mucho más que arte pedagógico y habilidad para controlar las relaciones psicológicas y sociales, ya que arraiga en los mismos fundamentos de la fe, interiorizados vitalmente por los creyentes en Jesucristo.

    4. La Eucaristía celebrada en la comunión de la Iglesia

    |<  <  >  >|Notas

    La comunión cristiana no es un afecto indefinido ni un sentimiento vago de solidaridad; posee también formas jurídicas, animadas ciertamente por la caridad, pero plasmadas institucionalmente. El amor, la verdad y la disciplina eclesial convergen en la realidad rica y compleja de la comunión.

    La Eucaristia se celebra bajo la presidencia del obispo o del presbítero, que han recibido sacramentalmente el ministerio de la Iglesia. La comunidad celebrante no es un grupo amorfo, sino un cuerpo estructuralmente unido. San Ignacio de Antioquía fue muy sensible a esta dimensión de la unidad cristiana, vivida y reflejada en la Eucaristía. De él son estas palabras: «Poned todo ahínco en usar de una sola Eucaristía, porque una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo; y un solo cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, así como no hay más que un solo obispo, juntamente con el colegio de presbíteros y con todos los diáconos consiervos míos. De esta manera todo lo que hiciereis lo haréis según Dios»19.

    El obispo, que ha recibido la gracia del sumo sacerdocio, es el ministro originario de la Eucaristía, como ha puesto nuevamente de relieve el Concilio Vaticano II. Por la comunión con él reciben legitimidad eclesial las asambleas eucarísticas de sus presbíteros; y por la comunión que él mantiene dentro del colegio episcopal, presidido por el obispo de Roma, su Iglesia particular forma parte del “cuerpo de las Iglesias”, que expresa y consolida la celebración eucarística. En este marco de referencias se comprende el relevante significado de la “concelebración” de los presbíteros con su obispo y de la llamada “misa estacional”; y particularmente la “misa crismal”.

    Hay un rito litúrgico, bastante devaluado actualmente y fácilmente inadvertido, que nos recuerda la conexión de la Eucaristía presidida por los presbíteros con la Eucaristía presidida por el obispo. Después de la fracción del pan consagrado, el sacerdote deja caer en el cáliz una partícula, llamada fermentum; a la luz del origen de este rito se comprende también cómo la Eucaristía es el sacramento de la unidad de Iglesia, aunque esté diseminada en muchas asambleas litúrgicas20.

    La “fracción del pan” (cf. Hch 2,42), es decir, la participación en el Pan bajado del cielo partido y compartido por los comulgantes, es el primer nombre de la celebración central de los cristianos. Evoca la multiplicación de los panes y las comidas de Jesús en su vida terrestre y después de la resurrección. La Eucaristía es mesa y comensalidad: Pan de vida eterna distribuido entre los comulgantes y comunión de los comensales en la misma mesa.

    Cada asamblea eucarística celebra el memorial del Señor en comunión eclesial; sería una contradicción levantar “altar contra altar” y comer cada grupo su propia cena al margen de la Iglesia. En la plegaria eucarística esta comunión se expresa elocuentemente recordando en las intercesiones al papa y al obispo de la Iglesia local. Toda Eucaristía se celebra en la Iglesia católica y universal, «presente en todas partes, y, sin embargo, sólo una, así como uno es Cristo»21.

    La Eucaristía es el sacramento de la caridad de los cristianos y el sacramento de la comunión eclesial de cada asamblea con el obispo y de toda Iglesia particular dentro de la Iglesia universal, presidida por el papa, obispo de Roma y sucesor de Pedro. La Iglesia se unifica en virtud del mismo Evangelio, de la misma fe, el mismo Señor Jesucristo, la misma Eucaristía. Como algunos han dicho, quizá contraponiendo de manera muy gráfica realidades diversas, la unidad de la Iglesia se hace y fortalece en torno a la mesa del Señor, y no en las urnas. La unidad de la Iglesia no nace de la unidad de lenguas, pueblos, razas y naciones; ya que por el bautismo no hay judío ni griego, hombre o mujer, esclavo o libre (cf. Ap 5,9; 1Co 12,13; Ga 3,28; Col 3,11). Que nadie en la Iglesia se sienta privilegiado o discriminado por legítimas opciones personales. La Iglesia es católica en la universalidad unida, por la riqueza interior de sus elementos eclesiales y en la extensión geográfica. Si lo que a todos divide dividiera también a la Iglesia, no podría ser reconciliadora y casa para todos, hogar universal. La Iglesia, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas, y en todas las lenguas es entendida su predicación sobre Jesús resucitado de entre los muertos22.

    5. La Eucaristía, fermento de solidaridad en el mundo

    |<  <Notas

    Pablo corrige a los fieles de Corinto porque hacen indebidamente compatible la participación en la asamblea eucarística con las rivalidades entre sí y con el desprecio de los ricos a los pobres, recordándoles que la Cena del Señor actualiza su entrega por nosotros, de modo que cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos «la muerte del Señor hasta que venga» (cf. 1Co 11,26; St 2,1 ss.). ¿Cómo es posible que bebiendo de la sangre de la nueva alianza respondan los de Corinto levantando grupos enfrentados? La Eucaristía debe curar las heridas diarias infligidas a la fraternidad cordial y efectiva, y también es un aldabonazo a los cristianos para compartir necesidades y bienes. El cristianismo no hace a las personas peatones de las nubes, sino consecuentes con lo que creemos y celebramos. Es sacramento del amor entre los participantes y es impulso a la fraternidad en medio del mundo.

    El sumario de Hch 2,42 —«Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones»— ofrece una especie de carta de identidad de la Iglesia, tanto en su vida interna como en su irradiación misionera. El cristianismo es muy realista, ya que el amor a Dios y la autenticidad en la participación eucarística se comprueban a través de la fraternidad.

    La celebración eucarística auténtica impulsa a las obras de caridad y al apostolado. San Justino, que nos ha transmitido la primera narración de la celebración de la Eucaristía, recuerda la dimensión social de la misma: «Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo que bien les parece, y lo recogido se entrega al presidente y él socorre con ello a los huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él se constituye provisor de cuantos se hallan en necesidad»23.

    La Eucaristía es no solo sacramento de la unidad en la Iglesia; es, además, fermento de paz, de solidaridad y de compromiso activo por una sociedad más equitativa y fraterna. Por ser la Iglesia “signo e instrumento” de la unidad con Dios y del género humano, hace saltar su irradiación sacramental fuera de la comunidad eclesial como dinamismo de paz y motivo de esperanza. ¡Que para los excluidos de la Iglesia su participación en la Eucaristía sea motivo de confianza en ser atendidos! Por la participación auténtica de la Eucaristía, en todos los rincones del mundo, se forma un fermento para que la humanidad sea una familia de hermanos y hermanas y que la globalización sea también en la solidaridad.

    La Eucaristía posee una dimensión social, enraizada en su misma naturaleza. Con razón ha unido la Iglesia la fiesta del Corpus Christi y la organización eclesial Cáritas, urgiendo a que de la misma celebración eucarística brote la exigencia del amor fraterno y viceversa, radicando, sin ceder a ninguna clase de “secularización”, el servicio caritativo y social de la Iglesia en la misma Eucaristía.

    San Juan Crisóstomo relaciona con vigor y elocuencia dos palabras de Jesús: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: “Esto es mi cuerpo”, y con su palabra llevó a la realidad lo que decía, afirmó también: “Tuve hambre, y no me disteis de comer”, y más adelante: “Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona me lo dejasteis de hacer”. El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma; los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos»24.

    La Iglesia está al servicio del Reino de Dios, anunciado por Jesús y anticipado con su palabra, su comportamiento, sus signos de misericordia, su muerte y resurrección. Ante el Reino de Dios que viene celebró la última Cena con sus discípulos (cf. Lc 22,16); en este marco de anticipación y de esperanza celebra la Iglesia la Eucaristía. Participar en la Eucaristía es un acicate para ser servidores del Reino de Dios en el amor, la justicia y la paz; y es también animación de la esperanza en un cielo nuevo y una tierra nueva, pregustados ya en el pan y el vino de la Eucaristía tomados de la creación y del trabajo del hombre.

    Llegamos así al término de nuestra reflexión sobre la estrecha relación entre unidad de la Iglesia y Eucaristía. Desde el principio de la historia de la Iglesia la celebración eucarística y el amor cristiano han estado íntimamente unidos, ya que la Eucaristía es el memorial de la entrega de Jesús, por amor del Padre y de los hombres, en manos de sus perseguidores. La Trinidad santa es el hontanar de la comunión que renueva sin cesar a la Iglesia como una fraternidad y como fermento de paz en medio del mundo, al participar en la mesa del Señor. La Eucaristía es el banquete pascual que crea comensalidad entre los invitados.


    Notas:

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    [1]  Plegaria eucarística V del Misal romano.
    [2]  «Por el cuerpo eucarístico los cristianos entran en comunión con el cuerpo del Señor, y el resultado de esta comunión es el cuerpo eclesial (...) Cuerpo del Señor, cuerpo eucarístico, cuerpo eclesial son la expresión de una sola y la misma cristología, la extensión de un único misterio: el de la reunión de todos en el nuevo espacio vital abierto en el cuerpo de Cristo sobre la cruz». (J.-M. R. Tillard, Los sacramentos de la Iglesia, en: Iniciación a la práctica de la Teología, III, Madrid 1985, 423).
    [3]  E. Schweitzer, Sôma, en: Theologischer Wörterbuch zum Neuen Testament, VII, 1064. «Al decir “cuerpo y sangre del Señor” no se entiende otra cosa que el acto del Señor que se dona por el hermano» (ibíd., 1066). Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la cruz por la comunidad reunida; en cuanto glorificado, la vitalidad de su donación pervive como ofrecimiento permanente. «En la Cena, la fórmula “el cuerpo de Cristo” ha recibido la acuñación que hace de ella una expresión cristiana característica» (L. Cerfaux, La Théologie de l’Église suivant Saint Paul, París 1948, 202).
    [4]  «En este espacio, que es el cuerpo de Cristo, la comunidad no solamente vive, sino que ella misma es el cuerpo» (E. Schweitzer, Sôma, a. c., 1066).
    [5]  Cf. L. Cerfaux, La Théologie de l’Église suivant Saint Paul, o. c., 211.
    [6]  En 1Co 10,17 Pablo entiende el «cuerpo de Cristo no sólo como algo en lo que participamos, sino como algo que nosotros mismos somos [...] Y esto significa que la participación en el cuerpo de Jesús nos hace también cuerpo de Cristo» (E. Käsemann, Anliegen und Eigenart der paulinischen Abendmahlslehre, en: Exegetische Versuche und Besinnungen, Gotinga 1970, 12-13). Cf. P. Benoit, Corps, tête et plérôme dans les épitres de la captivité, en: Exégèse et Théologie, II, París 1960, 117: «El contexto impide ver en este cuerpo único (1Co 10,17) formado por los cristianos sólo una metáfora de su unidad colectiva en Cristo. Es muy claro, en efecto, que este cuerpo es en primer lugar el cuerpo individual del Señor, muerto y resucitado, con el cual ellos comulgan al recibir el pan eucarístico. La palabra sôma no puede tener más que el mismo sentido en los vv. 16 y 17». Por la unión con Cristo están unidos los cristianos entre sí. ¿Por qué pasa Pablo de la Eucaristía a la Iglesia como prolongación de la persona de Cristo? «El mismo Pablo fundamenta directamente la unidad de la Iglesia como Cuerpo de Cristo en el pan sacramental, ya de por sí presentado como el Cuerpo del Señor» (cf. 1Co 10,17). Lo que Pablo dice a propósito del pan podemos prolongarlo también al vino: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo?» (1Co 10,16); porque las uvas antes dispersas en racimos se unen en una misma copa de vino, siendo muchos nos unimos los que bebemos de la misma copa. Un puñado de espigas de trigo y un racimo de uvas son símbolo de la unidad de los comulgantes.
    [7]  San León Magno, Sermón 63, 7, en: J. Solano, Textos eucarísticos primitivos, II, Madrid 1997, 507-508. Cf. Carta 59, 2, en ibíd., 503. «Reconoced en el pan lo que estuvo colgado en la cruz; en el cáliz, lo que manó del costado. Tomad, pues, y comed el Cuerpo de Cristo; tomad y bebed la sangre de Cristo. Ya estáis hechos vosotros miembros de Cristo. Para que no viváis separados, comed al que es vínculo de vuestra unión; para que no os estiméis en poco, bebed vuestro precio» (Responsorio, después de la segunda lectura de la fiesta del Corpus Christi, Oficio de las Horas III, 523-524). La comunión con Cristo en el banquete eucarístico santifica y diviniza a los comulgantes; y al mismo tiempo los une en Cristo, que es el Primogénito de muchos hermanos, y los hace hijos de Dios en el Hijo Jesucristo.
    [8]  J. Solano, Textos eucarísticos primitivos, I, o. c., 54-55. Sobre la harina amasada con el agua del Espíritu Santo escribió san Ireneo: «El Señor prometió que nos enviaría aquel Defensor que nos haría capaces de Dios. Pues, del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos convertirnos en una sola cosa en Cristo Jesús, sin esta agua que brota del cielo» (Adversus Haereses III, 17, 2). Continúa san Augstín la comparación: «Recordad que un mismo pan no se hace de un grano solo, sino de muchos. Cuando recibisteis los exorcismos, estabais, por así decirlo, bajo la muela del molino. Cuando fuisteis bautizados, os convertisteis en una masa, y os coció, en cierta manera, el fuego del Espíritu Santo» (Sermón 272, en J. Solano, Textos eucarísticos primitivos, II, o. c., 211).
    [9]  «Para medir exactamente qué es lo que Jesús hizo al comer con los “pecadores”, debemos saber que en Oriente, hasta el día de hoy, el acoger a una persona e invitarla a la propia mesa es una muestra de respeto. Y significa una oferta de paz, de confianza, de fraternidad y de perdón; en una palabra, la comunión de mesa es comunión de vida... Especialmente en el judaísmo, la comunión de mesa significa comunión ante los ojos de Dios, porque todo comensal, al comer uno de los trozos del pan que se ha partido, participa en las palabras de alabanza que el dueño de la casa ha pronunciado sobre el pan antes de partirlo. Así que las comidas de Jesús con los publicanos y pecadores no son tampoco meros acontecimientos situados en un plano social; no son mera expresión de la extraordinaria humanidad de Jesús, de su generosidad social, de su simpatía íntima y solidaridad con los despreciados. Sino que su significación es más profunda: Las comidas son expresión de la misión y del mensaje de Jesús (Mc 2,17), comidas escatológicas, celebraciones anticipadas del banquete salvífico del fin de los tiempos (Mt 8,11 par.), en las cuales se representa ya ahora la comunidad de los santos (Mc 2,19). La inclusión de los pecadores en la comunidad salvífica, inclusión que se realiza en la comunión de mesa, es la expresión más significativa del mensaje acerca del amor redentor de Dios» (J. Jeremías, Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 1974, p. 141). (cf. Mc 2,15-17 par.; 6,34-42; 8,1-10; 14,22-25; 7,27; Lc 15 ss.).
    [10]  Este himno del Oficio de las Horas II, 1581 expresa poéticamente algo de lo que queremos decir: «No rechazaremos / la piedra angular. / Sobre el cimiento de tu cuerpo / levantaremos la ciudad. / Una ciudad para todos. / Un gran techo común. / Una mesa redonda como el mundo. / Un pan de multitud. / Un lenguaje de corazón abierto. / Una esperanza: “Ven, Señor Jesús”. / Suben las tribus del mundo, / suben a la ciudad. / Los que hablan en lenguas diferentes / proclaman la unidad».
    [11]  San Cirilo de Alejandría, Sobre el Evangelio de San Juan, lib. 11, cap. 11: «Todos los que participamos de la sangre sagrada de Cristo alcanzamos la unión corporal con Él... Si, pues, todos formamos un mismo cuerpo en Cristo, y no sólo entre nosotros, sino también en relación con aquel que se halla en nosotros gracias a su carne, ¿cómo no mostramos abiertamente todos nosotros esa unidad entre nosotros y en Cristo? Pues Cristo, que es Dios y hombre a la vez, es el vínculo de la unidad. Y, si seguimos por el camino de la unión espiritual, habremos de decir que todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios»... Por esto nos exhorta también San Pablo: Sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu, con el vínculo de la paz... «de manera que todos nosotros ya no somos más que una cosa en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: una sola cosa por identidad de condición, por la asimilación que obra el amor, por comunión de la santa humanidad de Cristo y por participación del único y santo Espíritu». La unión de los cristianos tiene diferentes raíces: formamos un solo cuerpo por el bautismo (cf. 1Co 12,12-13); por la comunión en su Cuerpo y Sangre; por el Espíritu Santo que fragua una unión espiritual; y por el amor que conduce a la concordia y a la paz. (Oficio de las Horas II, pp. 757-758). No se debe separar un factor de los demás.
    [12]  «El Espíritu comunica a la Iglesia su fuerza para que la salvación conmemorada se actúe. Así, es la Iglesia por el Espíritu la que “hace la Eucaristía”. Pero además es el Espíritu al que se invoca para que esa salvación actúe sobre los fieles, construyendo la Iglesia en su unidad y en su caminar hacia la plenitud del Reino: La Eucaristía “hace, pues, la Iglesia”» (J. M. Sánchez Caro, Eucaristía e historia de la salvación, Madrid 1983, 428).
    [13]  San Agustín, Sermón 272, en J. Solano, o. c. II, 209-211. Comenta este pasaje M. Gesteira: «El sacramento o el misterio eucarístico debe abarcar, pues, no sólo a Cristo como cabeza, sino además a su cuerpo, la Iglesia; por eso es mysterium unitatis o sacramento de la unitas corporis: sobre el altar está el cuerpo de Cristo, que implica, por una parte, la presencia de la cabeza (de la persona de Jesús: su cuerpo y sangre), y, por otra, la del resto del cuerpo (la Iglesia), indisolublemente unidas, de tal forma que la participación en una de estas dimensiones exige necesariamente la participación de la otra. Y el separarlas ya no sería verdadera participación o comunión en la eucaristía» (La eucaristía, misterio de comunión, Madrid 1983, 221).
    [14]  Benedicto XVI, Deus Caritas est, 14 : Además de que la Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús, tiene «un carácter social, porque en la comunión sacramental yo quedo unido al Señor como todos los demás que comulgan: “El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan” (1Co 10,17). La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que Él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él, y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos un “cuerpo”, aunados en una única existencia. Ahora bien, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí. Se entiende, pues, que el ágape se haya convertido también en un nombre de la Eucaristía: en ella el ágape de Dios nos llega corporalmente para seguir actuando en nosotros. Sólo a partir de este fundamento cristológico-sacramental se puede entender correctamente la enseñanza de Jesús sobre el amor».
    [15]  H. de Lubac, Corpus mysticum et l’Église au moyen âge, París 1949, 31. Cf. P. Nautin, Je crois à l‘Esprit Saint dans la Sainte Église pour la Résurrection de la chair, París 1947, 51. «Que esta comunión en tus misterios, Señor, expresión de nuestra unión contigo, realice la unidad en tu Iglesia» (Oración después de la comunión del domingo XI del tiempo ordinario).
    [16]  Cf. M. Gesteira, La Eucaristía, misterio de comunión, o. c., 234. Sobre los aspectos morales, disciplinares y canónicos de la participación o exclusión de la comunión, cf. Código de Derecho Canónico, cc. 908, 912 ss..
    [17]  Cf. J. Ratzinger, El Nuevo pueblo de Dios, Barcelona 1972, 243: «En la Iglesia antigua casi todas las denominaciones de la eucaristía son a la vez denominaciones de la Iglesia misma: koinonía, symphonía, eiréne, ágape, pax, communio; todas ellas son expresiones que predican inseparablemente el misterio indivisible de la eucaristía y de la Iglesia»; L. Hertling, Communio, Chiesa e papato nell’antichità cristiana, Roma 1969, 10 ss..
    [18]  Summa Theologiae III, q. 73 a. 3c: «Res sacramenti est unitas corporis mystici». Ibíd., ad. 3: «Sicut baptismum dicitur sacramentum fidei, ita Eucharistia dicitur sacramentum caritatis».
    [19]  Carta a los Filadelfios, 4. Cf. Carta a los Efesios, 13, y Carta a los Esmirniotas, 7, 1; 8, 1, etc.. Sacrosantum Concilium, 42. Lumen gentium, 26. San Clemente, Carta primera a los Corintios, 46, 5-7.9: «¿A qué vienen entre vosotros contiendas y riñas, banderías, escisiones y guerras? ¿O es que no tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue derramado sobre vosotros? ¿No es uno solo nuestro llamamiento en Cristo? ¿A qué fin desgarramos y despedazamos los miembros de Cristo y nos sublevamos contra nuestro propio cuerpo, llegando a tal punto de insensatez que nos olvidamos de que somos los unos miembros de los otros...? Vuestra escisión extravió a muchos, desalentó a muchos, hizo dudar a muchos, nos sumió en la tristeza a todos nosotros. Y, sin embargo, vuestra sedición es contumaz».
    [20]  El rito de la commixtio «no perteneció primitivamente a la misa papal, sino a la de los presbíteros de las iglesias circunvecinas; el obispo enviaba a los sacerdotes de las cercanías, por medio de un acólito, una partícula de la Eucaristía celebrada por él como expresión de la unidad de la Iglesia y como señal de que estaban en comunión con él. Partícula que se debía echar en el cáliz al Pax Domini en la próxima misa que dijera el sacerdote y que se llamaba fermentum» (J. A. Jungmann, El sacrificio de la Misa, Madrid 1963, 876). A. Hamann, Eucharistie. I Mystére eucharistique, en Dictionnaire de Spiritualité, IV, col. 1580: «Esta unidad en la dispersión del espacio fue simbolizada por la fractio y el fermentum, la unidad en su sucesión del tiempo figurada por el rito de las (cosas) sancta». P. Nautin, Le rite du fermentum dans les églises urbaines de Rome: Ephemerides Liturgicae 91, 1982, 510-522.
    [21]  Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión, 5: «En la celebración de la Eucaristía se realiza y expresa en sumo grado la mutua interioridad entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, ya que donde se celebra la Eucaristía, allí está presente la Iglesia en su plenitud; no sólo la Iglesia local, sino también la Católica de que hablaba San Agustín; de ahí la catolicidad constitutiva de toda celebración eucarística local». Todas las Iglesias que a lo largo del tiempo han ido surgiendo, en el proceso de expansión de la Iglesia desde Jerusalén, tomaron de las primeras «el retoño de la fe y la semilla de la doctrina... En este sentido todas son primeras y todas son apostólicas, en cuanto que todas juntas forman una sola. De esta unidad son prueba la comunión y la paz que reinan entre ellas, así como su mutua fraternidad y hospitalidad» (Tertuliano, Sobre la prescripción de los herejes, 20, 10, en: Oficio de las Horas II, p. 1505).
    [22]  Si a un cristiano se le preguntara: “¿Por qué habiendo recibido el Espíritu Santo no hablas todas las lenguas?”, podría responder: «Es cierto que hablo todos los idiomas porque estoy en el cuerpo de Cristo, es decir, en la Iglesia» (Sermón 8 de un autor africano del siglo VI, en: Oficio de las Horas II, p-859). Por ser miembro de la Iglesia católica, cada cristiano tiene ensanchado el corazón a las dimensiones universales.
    [23]  Apología I, 67. En las plegarias eucarísticas se contienen textos bellos en su formulación y ricos por su sentido. «Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la Palabra oportuna frente al hermano solo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido. Que tu Iglesia, Señor, sea recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» (Plegaria V-b). Cf. Mane nobiscum Domine, 7-10-2004, 19-23 . Pero la eucaristía es también «el camino de la solidaridad» (n. 27). «La Eucaristía no sólo es expresión de comunión en la vida de la Iglesia; es también proyecto de solidaridad para toda la humanidad. En la celebración eucarística la Iglesia renueva continuamente su conciencia de ser “signo e instrumento”, no sólo de la íntima unión con Dios, sino también de la unidad de todo el género humano. La Misa, aun cuando se celebre de manera oculta o en lugares recónditos de la tierra, tiene siempre un carácter universal. El cristiano que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de comunión, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida... La Eucaristía (es) como una gran escuela de paz, donde se forman hombres y mujeres para que, en los diversos ámbitos de responsabilidad de la vida social, cultural y política, sean artesanos de diálogo y comunión». N. 28: La participación en la Eucaristía es un «impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna». Por el amor mutuo y la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35; Mt 25,31-46). «En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas».
    [24]  Homilías sobre el Evangelio de San Mateo, 50, 3: PG 58, 508. Para san Basilio el hombre mezquino es «pobre en amor, pobre en humanidad, pobre en confianza en Dios, pobre en esperanza eterna» (Homilía 3 sobre la caridad, 6: PG 31,275).