Sede Apostólica
Santo Padre
Benedicto XVI

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Discurso

Viaje Apostólico a Alemania 2011

Visita al Parlamento Federal en Berlín

22 de septiembre de 2011


Temas: derecho (fundamentación: naturaleza y razón) y política.

Web oficial: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20110922_reichstag-berlin_sp.html

Publicado: BOA 2011, 473; Ecclesia LXXI/3.590, octubre (2011), 1466-1469.


  • Notas

    Ilustre señor Presidente Federal, señor presidente del Bundestag, señora Canciller Federal, señor presidente del Bundesrat, señoras y señores diputados:

    Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo elegida democráticamente para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al señor presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como las gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señores y señoras, también como un compatriota que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto papa, en cuanto obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la comunidad de los pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

    Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el Primer Libro de los Reyes se dice que Dios concede al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso, sino que suplica: «Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal» (1R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia, que de esa forma cree las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de realizar una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esa forma, abrir la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. «Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue al Estado de una gran banda de bandidos?», dijo en cierta ocasión san Agustín1. Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una simple quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó a él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho, y se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar al mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, crear seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho solo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

    Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, las personas con responsabilidades deben buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: «Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos..., por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, formaría con razón alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley...»2.

    Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es en absoluto evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y puede convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrarle respuesta, y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

    ¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han tenido casi siempre una motivación religiosa: a partir de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho y se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado a partir del siglo II a. C. En la primera mitad de ese siglo, el derecho social natural desarrollado por los filósofos estoicos se encontró con los principales maestros del derecho romano3. De este contacto nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía comienza el camino que lleva, a través de la Edad Media, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los Derechos Humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 «los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo».

    Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos se hayan alineado contra el derecho religioso asociado al politeísmo, y se hayan puesto de parte de la Filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirmó: «Cuando los paganos, que no tienen ley (la Torá de Israel), cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Así muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia...» (Rm 2,14 ss.). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos Humanos, después de la Segunda Guerra Mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se ha producido un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término.

    Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de la naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza —en palabras de Hans Kelsen— «un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos», entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético4. Una concepción positivista de la naturaleza, que la comprende de manera puramente funcional, como la entienden las ciencias naturales, no puede crear ningún puente hacia la ética y el derecho, sino dar nuevamente solo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto; por eso, la ética y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista —y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública— las fuentes clásicas de conocimiento de la ética y del derecho quedan fuera de juego. Esta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

    El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento y de la capacidad humanos, a la cual en ningún caso debemos renunciar. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, esta reduce al hombre; más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo mirando especialmente a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos igualmente, en secreto, a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas; hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.

    Pero ¿cómo se lleva esto a cabo? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. La juventud se dio cuenta de que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es simplemente algo para nuestro uso, sino que la tierra tiene dignidad en sí misma y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político; nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que —me parece— se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad autocreada. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y solo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

    Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años —en 1965— abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia —añade—, la naturaleza solo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto esas normas en ella. Por otra parte —dice—, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. «Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano», afirma a este respecto5. ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un Creator Spiritus?

    En este punto debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la identidad íntima de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

    Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si a nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, incluso hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho para servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.


    Notas:

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    [1]  De civitate Dei, IV, 4, 1.
    [2]  Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. Alfons Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike, en: Theol. Phil. 81 (2006) 321-338; cita p. 336; cf. también Joseph Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg-München 1971), 60.
    [3]  Cf. Wolfgang Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburgo 2010) 11 ss.; 31-61.
    [4]  Waldstein, o. c., 15-21.
    [5]  Citado según Waldstein, o. c., 19.