Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Jornada de la Familia 2011

Fiesta de la Sagrada Familia

30 de diciembre de 2011


Temas: familia y transmisión de la fe.

Publicado: BOA 2011, 501.


Jesús nació en medio de la noche y se dio a conocer; por diversas vías fue manifestado: primero a los pastores de las cercanías del establo, y más tarde a los magos venidos de Oriente. El Evangelio que hemos escuchado nos habla de otro encuentro: dos ancianos, Simeón y Ana, cargados de años, de experiencias y de esperanza, reconocen en el Niño, llevado en brazos de María para presentarlo al Señor según su ley, al Salvador prometido por Dios. El Verbo eterno de Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros y hemos visto su gloria (cf. Jn 1,1.14). «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida, os lo anunciamos» (1Jn 1,1-2).

Simeón y Ana eran dos personas ancianas, justas y venerables, que ajustaban su vida a la voluntad de Dios; habían mantenido la esperanza a lo largo de la vida en los días luminosos, en los días oscuros, y en los días grises y sin relieve. No esperaron en vano, porque Dios colmó su esperanza; la esperanza en Dios no defrauda. En el Niño que llevaban sus padres al templo, reconocieron el sentido de su vida larga y expectante. Recibieron al Salvador, bendijeron a Dios y hablaron del Niño a cuantos aguardaban la liberación de Israel (cf. Lc 2,38). José y María, podemos decir, van iniciando a Jesús en la vida religiosa del pueblo de Dios. Más tarde, a los doce años, Jesús los acompañará a la peregrinación al templo de Jerusalén para la fiesta de la Pascua. «Cuando cumplieron lo que prescribía la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba» (Lc 2,39-40).

Por el Bautismo los hijos, a petición de los padres, son introducidos desde pequeños en la familia de Dios, que es la Iglesia. Los progenitores que pudieron y quisieron que sus hijos fueran bautizados deben continuar la tarea preciosa y primordial de educarlos. La familia, como Iglesia doméstica, es la primera escuela; tiene la misión de iniciar, compartir y transmitir la fe. La semilla sembrada en el Bautismo debe desarrollarse en el calor del hogar, en un ambiente de amor, de confianza y de gratuidad, que es el clima propicio para que la fe brote, crezca, madure y produzca fruto. La transmisión de la fe es una tarea básica sin la cual los esfuerzos posteriores quedan seriamente debilitados en su eficiencia. En el hogar, los hijos deben aprender a vivir como cristianos dentro y fuera de la familia; para ello, el ambiente general, la palabra y el ejemplo de los padres iluminan, alientan y abren camino. «Hoy corresponde a las familias cristianas, fieles a la Iglesia, ser sujetos activos de la Nueva Evangelización» (Mensaje para la Jornada de la Familia 2011 de la Subcomisión Episcopal de Familia) . Siempre ha sido importantísima la educación cristiana familiar, pero hoy es vital e insustituible.

La familia es una realidad básica de la vida humana, que ejerce en un sentido o en otro, positiva o negativamente, un influjo decisivo para el futuro. Hemos nacido en la red vital que es la familia, formada por padres, hermanos, abuelos, parientes. Sin esta red, el hombre no existe; aislado no podría sobrevivir. La trascendencia de la familia se manifiesta tanto en las indigencias como en los acontecimientos gozosos; en el nacimiento, primeros pasos y educación, es primordial la familia con sus lazos naturales; en los hitos y las efemérides mayores del itinerario, se siente penosamente su ausencia o se agradece inmensamente su presencia: la primera comunión, la culminación de la vocación cristiana personal en el matrimonio, la ordenación sacerdotal o la profesión religiosa. El tejido de la vida es básicamente familiar. En las crisis económicas, sociales y afectivas, la familia nos protege de la intemperie. En las situaciones de enfermedad, ruptura, desempleo, la familia es cobijo y baluarte. Dada la importancia fundamental de la familia, resultan muy difíciles de entender las amenazas a que se la somete en ocasiones en nuestra cultura y su escasa protección con leyes propicias. Hay situaciones humanas duras e inhóspitas que son como un espejo en que se refleja tanto el apoyo valioso prestado por la familia como su ausencia, que en ocasiones se asemeja incluso a su misma inexistencia. ¿Por qué no agradecemos más el don de la familia? ¿Por qué no la defendemos con mayor determinación? ¿Por qué no exigimos que sea debidamente tenida en cuenta?

El gran vigía de la humanidad en la hora presente de su historia, que viene ejerciendo un liderazgo extraordinario en la orientación sobre las grandes cuestiones, que es Benedicto XVI, con su luminoso magisterio en el que se funden sabiamente la razón y la fe, nos ha advertido hace poco de algo que debemos reflexionar: «En nuestro tiempo, como ya sucedió en épocas pasadas, el eclipse de Dios, la difusión de ideologías contrarias a la familia y la degradación de la ética sexual están vinculados entre sí» (Discurso a la Asamblea Plenaria del Consejo Pontificio para la Familia, 1-12-2011) . Si el hombre prescinde de Dios en su vida personal y colectiva, convirtiéndose a sí mismo en origen y norma de todo, se produce una especie de apagón general, cuya oscuridad no se supera aunque se enciendan mil lucecitas por acá y por allá. Jesús es la luz del mundo; lejos de Él, caminamos en tinieblas y vamos a tientas por la vida.

El nacimiento de Jesús en Belén es el “sí” de Dios a la humanidad; Dios Padre nos ha enviado a su Hijo por amor. Tan importante es el hombre que el Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros, compartiendo el nacer, el vivir y el morir. La acogida del hombre por Dios al encarnarse su Hijo nos manifiesta que Dios se ha comprometido con nosotros, que acompaña a la humanidad siempre, también en nuestra generación, con sus logros y sus incertidumbres, con sus fracasos e inquietudes. Dios nos dice a cada uno de nosotros: “Tú eres mi hijo, es bueno que tú existas”. Con la confianza que Dios nos otorga, tenemos siempre razones para agradecer la vida, para custodiarla, para querernos bien y para tener la seguridad de que el bien y el amor triunfarán también sobre nuestras debilidades. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que podamos ser hijos de Dios y ciudadanos del cielo.

Las fiestas de Navidad son eminentemente familiares, de gozo y de paz, de deseos de felicidad. Pues bien, el matrimonio y la familia son los ámbitos en los que las alegrías son más intensas; y, al contrario, donde las rupturas traen consigo mayores sufrimientos y consecuencias más graves y determinantes para el futuro de las personas y de la sociedad.

¡Que a todos los rincones del mundo donde haya hambre y miseria, olvidos y marginación, guerras y persecuciones, llegue la luz del Niño de Belén y su mensaje de paz! ¡Que el gozo y la esperanza se acerquen a las tristezas y las ilumine! ¡Que María y José intercedan por nuestras familias!