Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Semana Santa 2012

Misa Crismal

5 de abril de 2012


Temas: Misa Crismal (Jesucristo y sacerdocio).

Publicado: BOA 2012, 173.


Queridos hermanos obispos, presbíteros y diáconos, hermanos religiosos y consagrados, hermanos seglares; a todos saludo con afecto en el Señor Jesucristo, «que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, y nos ha convertido en reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre» (Ap 1,5-6).

Esta eucaristía, en la que nos unimos de modo particular quienes formamos un mismo presbiterio y somos miembros del orden sacerdotal, se llama litúrgicamente Misa Crismal, ya que en la presente celebración será consagrado el santo crisma, además de ser bendecidos el óleo de los catecúmenos que prepara al Bautismo y el óleo de los enfermos para que por la unción sea iluminada su enfermedad con la cruz gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. La unción exterior es signo eficaz de la unción interior con el Espíritu Santo.

Hay varias palabras emparentadas entre sí que forman como una familia (crisma, Misa Crismal, crismar; Cristo, cristiano, cristianismo, crismón, cristianar; ungir, ungido, unción, etc.). El crisma se hace con aceite de olivo y aromas; se utiliza en el Bautismo y la Confirmación, en la ordenación de presbíteros y de obispos.

Crisma deriva de Cristo. Pues bien, Jesús de Nazaret es Jesucristo, el Mesías y el Ungido. El santo crisma tiene que ver con Jesucristo sumo Sacerdote, del que participamos todos los cristianos por el Bautismo y los sacerdotes en virtud de la ordenación sacramental. A los cristianos de la primera hora y también para nosotros escribió san Pedro: «Vosotros sois un linaje escogido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (1P 2,9). De Cristo deriva la palabra “cristianos” (‘crismados’ o ‘ungidos’), como fueron llamados los seguidores de Cristo, que ya se había convertido en nombre personal (cf. Hch 11,26). Esta denominación nos dignifica en cuanto pertenecientes a Jesucristo, y al mismo tiempo nos emplaza a ser fieles discípulos. Somos y nos llamamos cristianos por Cristo. La Misa Crismal nos recuerda nuestro nombre, nuestra vinculación a Jesucristo y nuestra condición sacerdotal. «Él no solo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino que también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión» (Prefacio).

Todos los cristianos renovamos las promesas bautismales en la Vigilia Pascual; nosotros los sacerdotes renovamos, además, las promesas sacerdotales en la Misa Crismal. Recordamos a los presbíteros de nuestra Diócesis que por enfermedad, decrepitud o distancia no pueden acompañarnos en esta celebración tan significativa, en el día en que Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía y el sacramento del sacerdocio. Hoy queremos ratificar que somos hermanos en el servicio de Jesucristo, del Evangelio, de los sacramentos, de la caridad y de la comunidad.

Jesús es el Mesías, descendiente de David, prometido por Dios, esperado por el pueblo de Israel y también de alguna forma por la humanidad entera (cf. Ef 1,13). Toda persona, a veces entre sombras y a tientas, busca y suspira por la salvación; el que se cierra a una esperanza mayor cercena la inquietud que desde su corazón tiende a descansar en Dios. Jesús es «el que ha de venir» (cf. Mt 11,3); es el Bendito que viene a nosotros en el nombre del Señor (cf. Jn 12,13).

Pero la condición mesiánica de Jesús es distinta a como la habían entendido los judíos en su tradición y en sus expectativas. Jesús no es un rey prepotente ni un guerrero conquistador. Es un Mesías humilde y pacífico; viene a la Ciudad Santa de Jerusalén montado en un pollino para mostrar que su poder no es avasallador, sino humilde, y que su grandeza consiste en la fuerza del amor. Israel había separado siempre las palabras Mesías y sufrimiento; y rechazaron frontalmente unir Mesías, Jesús de Nazaret y crucifixión. Quizá también nosotros olvidamos que somos cristianos, discípulos del Crucificado, seguidores del Cristo que debía padecer para entrar en su gloria (cf. Lc 24,26). Con sarcasmo decían los enemigos a Jesús, colgado entre el cielo y la tierra: «Que el Cristo, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos» (Mc 15,32). Solo con la luz del Espíritu Santo y en los encuentros con Jesús resucitado, vencedor del pecado, del sepulcro y de la muerte, comprendieron los discípulos la forma sorprendente de ser Jesús el Mesías. Pedro anunciará abiertamente después de Pentecostés: «Sepa con toda seguridad la entera casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo al mismo Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2,36). Hemos sido llamados a seguir a «Cristo, que padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. El no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión, no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado» (1P 2,21-24). Somos cristianos para imitar al modelo que es Cristo; somos sacerdotes por el Bautismo para participar en el sacrificio de Jesús, uniendo nuestras vidas a su entrega; somos ministros del sacerdocio y del sacrificio del Señor para que, configurándonos a Cristo, demos testimonio constante de fidelidad y amor, dedicando nuestra vida a la salvación de los hermanos (cf. Prefacio).

La Iglesia es el “pueblo mesiánico” con el que Dios ha establecido una alianza nueva y eterna en la sangre de Jesucristo. Cristo es cabeza de este pueblo, que está enriquecido con la dignidad y libertad de los hijos de Dios, que ha recibido el mandamiento nuevo de amarnos como Cristo nos amó (cf. Jn 13,34) y cuya misión consiste en dilatar el reino de Dios hasta el final de la historia. «Este pueblo mesiánico, aunque no incluya a todos los hombres actualmente y con frecuencia parezca una pequeña grey, es, sin embargo, para todo el género humano, germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación» (Lumen gentium, 9) . La pequeñez de la semilla contrasta con la magnitud de la misión.

Proclamar que Jesús es el Mesías y el Salvador, reconocer que la Iglesia es el pueblo mesiánico, ser fieles a nuestra vocación de ungidos por el Espíritu Santo para seguir las huellas de Cristo, implica ser consagrados para ser enviados (cf. Jn 10,36) y recibir un fermento de esperanza que no fenece ni defrauda. Los cristianos se distinguen desde el principio como los que esperan (cf. 1Ts 4,13). Estamos llamados a vivir con esperanza y a trabajar por la esperanza. Una esperanza que pasa por la humildad, las pruebas y la cruz; una esperanza que, iluminada por la resurrección, nos fortalece y levanta. Todo bautizado, ungido por el Espíritu Santo, todo sacerdote partícipe de la misma misión que Jesucristo, puede hacer suyas estas palabras: «Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento» (Is 50,4). Hay muchos fatigados por el peso de la vida, que al mirar al futuro lo ven muy oscuro; hay hermanos que se sienten agobiados por las estrecheces de la vida y hondamente probados en la esperanza. Pedimos hoy al Señor que nos otorgue la gracia de escuchar dócilmente su Palabra, para poder actuar como medicina contra el cansancio de la fe, como aliento en la desilusión de la esperanza y como señal vencedora de la mediocridad en el amor.

Deseo, queridos hermanos presbíteros y diáconos, agradeceros en esta oportunidad la respuesta generosa que habéis dado, a través de Cáritas, a la invitación que os dirigí hace algunos meses para subvenir a nuestros hermanos en sus necesidades básicas y elementales. De manera discreta habéis mostrado, con este gesto fehaciente, la sensibilidad y fraternidad con quienes sufren con mayor dureza la hora presente. Con todos queremos compartir el Evangelio, y también los dones de Dios y las necesidades concretas. El seguimiento de Jesús pobre forma parte de nuestra condición de sacerdotes y se expresa también en los signos de proximidad.

Vamos a renovar ante la asamblea cristiana, en este día santo, las promesas de nuestra ordenación. Nos unimos cada uno personalmente y como fraternidad de ministros a Jesucristo, Buen Pastor y Sumo Sacerdote. Hoy nuevamente decimos al Señor: “Aquí estoy porque me has llamado. Te agradezco la vocación. Renuevo mi confianza en ti, porque a pesar de mis debilidades continúas fiándote de mí. Reaviva el ministerio que me has dado con la imposición de las manos. Porque tú me tratas como amigo, te digo con gratitud: conmigo puedes contar. Si nos has ungido con el Espíritu para evangelizar a los pobres, los pecadores, los desvalidos, los humillados, los desposeídos de sus derechos, los desnortados y extraviados, los que son víctimas de sus caprichos y elecciones equivocadas, los que sufren por su matrimonio roto y su familia destruída... a todos estos campos de misión queremos ir”.

Ante la rutina y la erosión del tiempo, que nos horada también a nosotros, pedimos al Señor disponibilidad para atender a las personas que se nos confía de manera servicial, pronta y cordial. Que nunca la frialdad los disuada de acercarse confiadamente a nosotros. Que nuestro “no”, si así debemos responder, nunca sea displicente y seco, sino fundado en razones de peso y atendiendo a la solidaridad con otros hermanos que comparten el mismo ministerio. ¡Que a los ministros nos anime el espíritu servicial y que los fieles no se muevan por caprichos personales!

Nuestra experiencia nos certifica día tras día que sin la urgencia interior del amor de Cristo (cf. 2Co 5,14) difícilmente podemos cumplir con entrega, alegría y serenidad la misión que Él nos ha confiado. A todos nos puede aquejar una enfermedad especial; así como el amor libera fuerzas para darnos a los demás, el resentimiento puede ocupar el corazón de tal forma que lo limita sustancialmente para realizar obras de bondad y pasar por la vida haciendo el bien. El que cede al rencor se incapacita para edificar, vivir en comunión y suscitar la esperanza. Un corazón emponzoñado todo lo contamina. Por eso, el Espíritu Santo, que es Soplo de Dios y Aroma de Cristo, debe convertirse en fuente clara de nuestra existencia. Sin la fuerza del amor, nada importante haremos en la vida. El odio mata ya en el corazón (cf. 1Jn 3,15); en cambio, el que ama a su hermano pasa de la muerte a la vida (cf. 1Jn 3,14).

El santo crisma se confecciona con aceite y aromas. De la realidad sensible del perfume podemos pasar al olor de la santidad. Podemos percibir la cercanía de Dios por todos los sentidos, y también podemos emitir su presencia y anunciar el Evangelio con la existencia entera. Jesús fue ungido por María en Betania derramando en sus pies un perfume de nardo puro, que expresaba el amor incondicional de su corazón. «La casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12,3), comenta el evangelista. Judas puso enseguida precio al ungüento precioso, porque manifestar una existencia enteramente entregada le pareció un derroche. La unción con el santo crisma nos pide que llevemos por todas partes el buen olor de Cristo, el olor de la santidad. Morir en olor de santidad significa derramar la existencia entera en la presencia de Dios para el servicio de la humanidad. El santo es una llamada que eleva a los demás hacia lo digno y excelente; su vida purifica el ambiente y alienta en el camino del bien.

Termino con una invitación dirigida a todas las comunidades cristianas de la Diócesis. El Viernes Santo haremos la colecta a favor de los Santos Lugares, por los cristianos que viven en la tierra de Jesús y por quienes cuidan aquellos sitios por donde discurrió la vida de nuestro Señor. Nuestra colaboración generosa ayudará a que los nacidos allí puedan continuar viviendo en su tierra abiertos a un futuro personal, familiar y profesional digno. Es su tierra propia y la de sus padres, de la que no deben ser desalojados por la violencia o por otros motivos más sutiles. ¡Qué distinta es la visita a los lugares santificados por la presencia de Jesús cuando una comunidad de cristianos vive allí y celebra la fe! No vamos a visitar ruinas milenarias ni un inmenso museo extraordinario. Allí nació, vivió, cumplió su misión, murió y resucitó Jesucristo. Allí empezó la peregrinación de la Iglesia por la historia.

¡Que Santa María la Virgen, Madre del Señor y nuestra Madre, interceda por nosotros para que seamos fieles al Bautismo y a la vocación específica que hemos recibido cada uno!

Queridos hermanos todos, os deseo que el Triduo santo os santifique.