Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Conferencia

Congreso “La Teología pastoral y sus encrucijadas” en el Centenario de la revista “Sal Terrae” en Madrid

Una revista
en el camino misionero de la Iglesia

1 de junio de 2012


Temas: Remigio Vilariño Ugarte, S. J., y Revista Sal Terrae; misión y diálogo; cuestión y fe en Dios, y nueva evangelización.

Publicado: BOA 2012, 287.


  • Introducción
  • 1. La memoria de un apóstol nos estimula en la misión
  • 2. Misión cristiana y diálogo
  • 3. Prioridad fundamental: Reconocimiento de Dios
  • Notas

    |<  <  >  >|Notas

    Remigio Vilariño Ugarte, S. J., nacido en Guernica en 1865 y muerto en Bilbao en 1939, fundó la revista Sal Terrae para sacerdotes en 1912. Cumple este año, por tanto, los cien de su existencia, coincidiendo el Centenario con el Cincuentenario del comienzo del Concilio Vaticano II. Esta coincidencia, además de ser casual, puede ser también una sugerencia para la reflexión. Cincuenta años es una duración considerable, teniendo en cuenta la caducidad de las obras, por lo difícil que es la continuidad. Nos alegramos de estas efemérides, y agradecemos a las personas que a lo largo del tiempo han sabido tomar el relevo y prolongar lo que otros iniciaron. Se necesita siempre alguna dosis de humildad para ser herederos y continuadores.

    1. La memoria de un apóstol nos estimula en la misión

    |<  <  >  >|Notas

    El P. Vilariño1 fue un apóstol eminente, que dejó una huella profunda y duradera. Unió el servicio generoso a la Palabra de Dios con la pluma, la predicación y la radio, la atención a las personas en el confesionario y en la dirección espiritual, y la respuesta al clamor de los pobres con obras de carácter social. Causa asombro su fecundidad apostólica. Sus escritos combinan la solidez doctrinal y la amenidad, la capacidad de persuasión y la unción espiritual. Durante 39 años dirigió la revista El Mensajero del Corazón de Jesús, que había sido introducida en España desde Francia en 1866 por el canónigo de Barcelona Dr. José Morgades, obispo de Vich desde 1933; la revista fue transferida a los jesuitas de Bilbao, asumiendo la dirección el P. Vilariño. En la revista, genuinamente popular, llegó a escribir hasta 11.000 páginas. Fueron sus números, aparecidos puntualmente, un espejo donde se reflejaron los acontecimientos religiosos de España enfocados pastoralmente, y por ello fuente fecunda de información sobre la vida de la Iglesia.

    Entre sus escritos destaca la Vida de nuestro Señor Jesucristo, publicada en 1908, habiendo alcanzado en 1930 la cifra de 68.000 ejemplares en seis ediciones; en 1958 apareció la 13.ª edición. Edibesa editó oportunamente 12 “Vidas” de Jesús con ocasión del Año jubilar de 2000, entre las cuales está la del P. Vilariño. Le sucedió en la dirección de “El Mensajero del Corazón de Jesús” el P. José Julio Martínez, cuya obra El drama de Jesús fue traducida a muchas lenguas, siendo un auténtico best seller; al mismo autor, muy ufano comprensiblemente, le escuché yo en Loyola, donde vivió los últimos años de su larga vida, que se habían editado más de un millón de ejemplares.

    Remigio Vilariño fue un hombre providencial en Bilbao; no solo ejerció abundantemente el magisterio con los escritos y sus radioconferencias al filo de los acontecimientos, sino también con iniciativas sociales de largo alcance. Puso en marcha la construcción del Barrio de la Cruz de viviendas sociales con su templo, situado al terminar las Calzadas de Mallona, que arrancan en la plaza de Unamuno, dentro del casco viejo bilbaíno, y culminan en el comienzo de la calle Virgen de Begoña, que conduce hasta la Basílica de Nuestra Señora, ininterrumpidamente visitada por numerosos fieles. La villa de Bilbao agradeció al P. Vilariño su presencia y su obra nombrándolo hijo adoptivo de Bilbao e hijo preclaro de Vizcaya. Como buen apóstol de Jesucristo, transmitió el Evangelio con el ejemplo, la palabra y la cercanía fraternal, particularmente a los necesitados, a quienes estuvo unido en sentimientos y trabajos. Todo lo que atañía a la pastoral de los sacerdotes, a la construcción de la Iglesia en su camino diario, era objeto de su atención.

    Las Calzadas de Mallota culminan donde hasta hace poco tiempo estaba el Hogar Sacerdotal, en el que vivió entre otros José Luis Martín Descalzo, incardinado en la Diócesis de Valladolid, mientras fue corresponsal de La Gaceta del Norte; allí ultimó los volúmenes de Un periodista en el Concilio, que había enviado desde Roma como crónicas durante los cuatro periodos conciliares. La memoria agradecida al P. Vilariño, fundador de la revista Sal Terrae, me ha dado la oportunidad de recordar cordialmente personas y lugares en que yo viví y ejercí como obispo casi quince años. Vilariño fue un don de Dios para la Iglesia y la sociedad de su tiempo, y sus obras se prolongan hasta nosotros. Vivió enteramente para la misión confiada, que desempeñó con tanta fidelidad como creatividad, abriendo caminos para responder a los signos del tiempo. La obediencia ignaciana le introdujo en un dinamismo que desbordaba la letra del encargo hacia un horizonte que realizó según el espíritu de la misión confiada.

    Me ha parecido oportuno unir en esta conferencia la mirada al pasado y nuestra perspectiva actual; la misión que cumplió el P. Vilariño, dentro de la cual se sitúa el origen de la revista Sal Terrae, y la que estamos desarrollando nosotros. La mirada convergente a los orígenes y a la encrucijada actual responde a las tareas pastorales y a la reflexión sobre las mismas. La memoria y la esperanza están íntimamente unidas; hacemos memoria de las personas y de los acontecimientos que nos han precedido no por añoranza del pasado, huyendo de las tareas e incertidumbres del presente, sino para, inspirándonos en lo acontecido, fortalecer la esperanza de cara al futuro, que deseamos configurar según la promesa de Dios. Hacemos memoria juntos porque vivimos eclesialmente la esperanza.

    Como ya indiqué arriba, el mismo año celebramos dos efemérides: Los cien del nacimiento de la revista Sal Terrae y los cincuenta de la solemne apertura del Concilio Vaticano II, a cuya celebración, reavivando el gozo de la fe y el entusiasmo para anunciar el Evangelio, nos invita el papa Benedicto XVI. ¿Qué panorama se abre delante de la Iglesia hoy? ¿Qué actitudes debemos asumir? ¿Cuáles son los desafíos fundamentales planteados a la misión cristiana?

    El título de la revista está tomado del Evangelio, como también el de la revista Hosanna (cf. Mt 21,9; Mc 11,9), fundada en 1924 para los niños de la Cruzada Eucarística. Las fórmulas sal terrae y lux mundi (cf. Mt 5,13.14) expresan la misión de los discípulos de Jesús en medio de la humanidad; el nombre de nuestra revista recoge las palabras evangélicas: «Vosotros sois la sal de la tierra» (Mt 5,13). Es una coincidencia que las dos expresiones hayan sido tomadas como títulos de sendas entrevistas concedidas por el Papa al periodista Peter Seewald. La primera se remonta al año 1996 (Sal terrae), cuando era todavía cardenal, y la segunda apareció en 2010 (Lux mundi). Ambas imágenes son de orden misionero e indican el sentido evangelizador y apostólico de los cristianos en el mundo. La sal da sabor a los alimentos y preserva de la corrupción; la luz vence las tinieblas e ilumina el camino; en esto consiste precisamente la misión de los cristianos: ofrecer sentido e irradiar claridad. ¡Que la sal no se desvirtúe ni la luz languidezca y se apague! Los discípulos, que viven según el estilo de las bienaventuranzas, son como fermento de una humanidad nueva (cf. Mt 13,33; Flp 2,14-16). Las buenas obras son lámparas de esperanza en el camino, y el amor cristiano es evangelizador. La misión, según las metáforas evangélicas, es universal, su irradiación no se limita a Israel; deben ser luz del mundo y sal para la tierra habitada, para la humanidad entera.

    La comparación de la luz ha sido utilizada en la Constitución Lumen gentium , con repercusión en el conjunto de la obra conciliar, de manera muy sugestiva, en una especie de juego de luces. Y la metáfora de la sal sería susceptible de una utilización semejante. «Cristo es la luz de los pueblos; por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf. Mc 16,15)»2. La Iglesia puede iluminar a la humanidad en la medida en que ella sea iluminada por Jesucristo, que es la luz del mundo. Seguramente, además de diferentes resonancias bíblicas (cf. Is 42,6; 49,6; Lc 2,32; Hch 13,47; Jn 8,12), litúrgicas e históricas, está en el fondo el pasaje de 2Co 4,6: «El mismo Dios que dijo: “Del seno de las tinieblas brille la luz”, la ha hecho brillar en nuestros corazones para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo»3.

    A continuación, voy a detenerme primero en la relación entre misión cristiana y diálogo, íntimamente unidos en el Concilio Vaticano II, y en segundo lugar en la prioridad pastoral, según el papa Benedicto XVI, de la Iglesia en la encrucijada presente. Confío en responder de esta manera al tema que se me ha pedido.

    2. Misión cristiana y diálogo

    |<  <  >  >|Notas

    El Concilio Vaticano II quiso poner a la Iglesia en estado de misión; su intención, tal como aparece en el anuncio y en la convocatoria de Juan XXIII, es eminentemente misionera. En la Constitución Apostólica Humanae salutis, firmada el 25-12-1961 , por la que convocaba el Concilio, escribió: «La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí tareas inmensas, como en las épocas más cruciales de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (n. 3). ¿No tienen estas palabras la misma actualidad que tuvieron hace cincuenta años? Las primeras líneas de la Constitución Apostólica recuerdan el mandato misionero de Jesús y su consoladora promesa de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20). Y en la oración mandada rezar en la Iglesia por los frutos del Concilio, señaló como referente e icono evangelizador a un “nuevo Pentecostés”.

    La finalidad misionera es la órbita abarcadora donde quedan situados los diversos objetivos conciliares: vigor renovado de la vida cristiana, reforma de las instituciones de la Iglesia sometidas a cambio, unidad de los creyentes en Jesucristo e invitación a todos los hombres a formar parte de la Iglesia. La Iglesia ha sido convocada, a través del Concilio ecuménico, para ser enviada al mundo contemporáneo. Es, por tanto, sumamente coherente que, al celebrar el 50º Aniversario de la solemne apertura del Concilio, ocupe sobre todo la atención de la Iglesia, por indicación de Benedicto XVI, la llamada “nueva evangelización”, la acentuación de la alegría de la fe y un renovado entusiasmo apostólico por transmitirla4.

    Cuando fue convocado el Vaticano II, la Iglesia no tenía ante sí cuestiones particulares que lo reclamaran, como por ejemplo herejías concretas o urgencias de reforma por la decadencia moral o la grave relajación de sus miembros. ¿Por qué fue entonces convocado y a qué respondió su ingente esfuerzo? Para que la Iglesia, interiormente renovada y unificada, anunciara el Evangelio en la situación histórica de la humanidad, que se encontraba en una encrucijada temporal. Aunque haya sido un Concilio centrado en darse la Iglesia una definición más acabada de sí misma, la perspectiva fue siempre apostólica; su mismo estilo literario está en sintonía con este objetivo fundamental.

    En esta perspectiva nació, creció y se ha desarrollado la revista Sal Terrae, que desde el principio quiso ayudar a los sacerdotes en su misión pastoral, finalidad que se ha ampliado a la misión actual de la Iglesia entera, definiéndose como “revista de Teología pastoral”. En cambio, la revista Surge, nacida en el ambiente del Seminario de Vitoria hace 70 años, por iniciativa del inolvidable D. Rufino Aldabalde, y conformadora del “Movimiento sacerdotal” de Vitoria, con amplia difusión en la Iglesia, es una “revista sacerdotal” ofrecida para cultivar la espiritualidad correspondiente y promover el apostolado5. “Surge” trata asiduamente temas de la vocación, vida, formación, misión, organización y espiritualidad de los sacerdotes diocesanos, sobre todo. Las dos revistas nacieron como hermanas a pocos kilómetros de distancia, en el marco de la misma Diócesis de Vitoria, ya que hasta 1950 no fueron erigidas las Diócesis de San Sebastián y Bilbao, siendo desmembradas de la Diócesis madre de Vitoria.

    Pablo VI, con una intuición profunda, que podemos llamar profética, en la Encíclica programática de su pontificado, Ecclesiam suam (6-8-1964), después de tratar sobre la conciencia vital que la Iglesia tiene del misterio en que está enclavada y que la habita, y de referirse seguidamente a la renovación de la Iglesia con el previo examen de conciencia y la consecuente purificación y actualización (aggiornamento), afronta por fin el tema del diálogo. El Papa cuida esmeradamente de que el tratamiento de las cuestiones desarrolladas en la Encíclica no limite la libertad del Concilio.

    En relación con la tercera parte, dice la Encíclica que como consecuencia de los dos primeros enunciados, a saber, conciencia y renovación eclesiales, está «el de las relaciones que la Iglesia debe establecer hoy con el mundo que la rodea y en que vive y trabaja»6. Y un poco más adelante: La Iglesia tiene el deber de la evangelización, ya que la custodia y la defensa de la tradición recibida son necesarias pero no agotan el mandato misionero ni el ministerio apostólico. Están incluidos en el encargo dado por el Señor a los Apóstoles (cf. Mt 28,19), la difusión, el ofrecimiento, el anuncio del patrimonio recibido. «Daremos a este impulso interior de caridad que tiende a hacerse don exterior de caridad, el nombre ya habitual de “diálogo”»7. El diálogo no es una moda pasajera, aunque la palabra haya adquirido hace no mucho tiempo una utilización masiva.

    La tercera parte, desde el n. 189 hasta el final (n. 210), contiene diversos aspectos sobre el diálogo en la perspectiva cristiana, eclesial y misionera. El conjunto fue saludado entonces con gozo y esperanza, y, rescatado de desfiguraciones que han podido insinuarse, debe ser sostenido en la vida y misión de la Iglesia.

    El fundamento del diálogo, del que habla la Encíclica, está en la misma revelación divina, en la historia de la salvación. La alianza de Dios con los hombres los hace sus amigos y los introduce en su compañía (cf. Jn 15,14-19). El diálogo de la salvación fue abierto por Dios en su iniciativa inefable; Él nos amó primero (cf. 1Jn 4,10), sin merecerlo nosotros (cf. Jn 3,16; Lc 5,31). El diálogo es una forma de relación hondamente cristiana. Esta actitud de Dios guía a la Iglesia a instaurar relaciones con la humanidad inspiradas en el amor y la confianza. «La Iglesia debe dialogar con el mundo en que vive. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio»8. La verdad y el amor, en íntima conexión interactiva, deben iluminar el diálogo; no se deben sacrificar en el diálogo ni la cercanía respetuosa al interlocutor ni la fidelidad a Jesucristo. El diálogo como forma de ejercitar la misión apostólica es un arte de la comunicación espiritual que incluye las características de la claridad, la mansedumbre, la confianza y la prudencia9. El diálogo es una manera de actuar y de ser.

    Dialogar significa caminar juntos los interlocutores al encuentro de la verdad plena. El diálogo no es cesión en la verdad para que el otro no se enfade. El diálogo no termina siempre, al menos inicialmente, en acuerdo; pero no tiene por qué terminar en descalificaciones personales ni en mayor distanciamiento. El diálogo es paciente; debe ser reemprendido con mayor amor a la verdad y con mayor amor al interlocutor (cf. Jn 8,11).

    Los documentos del Concilio Vaticano II están impregnados por una actitud dialogal, y pidieron que los diversos miembros de la Iglesia fueran iniciados en el diálogo como procedimiento humano para la relación y como vía misionera10. La presencia de observadores invitados en las sesiones conciliares contribuyó eficazmente a propiciar el clima dialogante. El diálogo no se identifica con la polémica, aunque sí debe defender lealmente la verdad profesada y argumentada de manera convincente. Hacia la verdad ascendemos con las alas de la fe y de la razón estrechamente unidas. El diálogo, como modo cristiano de vivir y evangelizar, comporta el ejercicio de la fe, del amor y de la razón. La fe no es irracional; es profundamente razonable. La fe es aliada de la razón, ya que la mueve a ir más allá de la razón cerrada en sí misma. Un himno de la Liturgia de las Horas nos enseña a rezar en la búsqueda y forcejeo con la verdad con estos versos: «Hágale (al hombre) / tu claridad / salir de sus vanidades; / dale, Verdad de verdades, / el amor a tu verdad».

    El papa Benedicto XVI nos está ayudando eficazmente a profesar la fe con mayor lucidez y hondura; y con su perspicacia también nos advierte de posibles peligros. En un capítulo titulado “Dictadura del relativismo” del libro-entrevista Luz del mundo11, afirma entre otras cosas que hay que decir hoy, frente a una resignación extendida, que el hombre debe buscar la verdad y que es capaz de encontrar la verdad. En el reconocimiento y la transmisión de la verdad se debe ejercitar la humildad y ser tolerante. Pero es necesario denunciar, prosigue el Papa, la infiltración de una forma de tolerancia que en realidad es intolerante y suprime la tolerancia auténtica. No debe convertirse el relativista en un absolutista de lo relativo (Max Scheler). A veces, ejemplifica el Papa, en nombre de la no discriminación se quiere obligar a la Iglesia a que modifique su postura sobre la homosexualidad o sobre la ordenación de mujeres; no se le tolera vivir su propia identidad. Pero el que en nombre de la tolerancia se elimine la tolerancia es una verdadera amenaza, ya que una postura de la llamada “razón occidental” se quiere imponer a todos. Ante esto hemos de decir con claridad y valor: «A nadie se obliga a ser cristiano. Pero nadie debe ser obligado a vivir la “nueva religión” como la única determinante y obligatoria para toda la humanidad»12. ¿Por qué ha de ser “homófobo” el que afirma que las relaciones homosexuales no son lo más normal del mundo?

    Frente al relativismo que piensa que es normativo el punto de vista de cada persona y de cada grupo, el pluralismo cultural sostiene con razón que todo hombre tiene derecho a expresarse por sí mismo. Abrazar la verdad es un encuentro con la misma verdad que penetra suavemente, sin violentar, en la mente y en el corazón. La negación de la objetividad de la verdad por parte del relativismo socava la posibilidad de entendernos los hombres de diversos pueblos, culturas, razas y lenguas.

    Es dificilísima la coincidencia total de dos personas en todos los puntos de vista, como es dificilísima también la discrepancia completa. Aunque haya divergencias entre los interlocutores, no deben desistir de llegar a un cierto acuerdo respetuoso, quizá todavía parcial, mientras las vías estén abiertas. El todo o nada es una disyuntiva inadecuada en este campo, mientras exista apertura sincera a la verdad.

    La actitud dialogante alentó a los padres conciliares y permeó sus documentos, que adoptaron una orientación pastoral en absoluto equivalente a debilidad doctrinal, una mirada compasiva sobre la humanidad (cf. Mt 9,36) y un ánimo esperanzado a pesar de todos los problemas, que eran reconocidos con realismo; perderse en lamentaciones sobre los males del presente, refugiándose en el pasado por la nostalgia o huyendo al futuro por la evasión utópica, puede paralizar la actuación que exige la hora presente de la historia. El arte del diálogo, como estilo y como espíritu, requiere un aprendizaje paciente, largo y costoso. La cercanía y el diálogo con el mundo no deben significar contagio secularista, sino comunicación misionera. El cristiano dialogante es una persona amiga de la verdad, humilde en su presentación, defensora de la misma con argumentos y sin polémicas; debe ser respetuosa y convivente con todos a pesar de los desacuerdos y divergencias. No es fácil unir el celo por la verdad y el amor a las personas. El encuentro de las personas en la verdad no puede ser componenda superficial alcanzada con arreglos y transacciones. La reconciliación auténtica entre las personas se restaura con el perdón, que es una donación especial en el amor (per-dón) capaz de olvidar las ofensas recibidas. A pesar de los intentos fallidos, la Iglesia no debe desistir del diálogo en la relación humana y apostólica con los demás. La vía del diálogo no fue una moda, sino una llamada a imitar el comportamiento de Dios en la historia de la salvación. El diálogo, guiado por el amor en la búsqueda de la verdad y de su comunicación, puede ser largo y trabajoso, pero no es inútil. Confiamos en que el Espíritu de Dios trabaja en el corazón del hombre y de la humanidad en el itinerario hacia el amor y la verdad, que son inseparables.

    Nadie está excluido como interlocutor en el diálogo de la Iglesia, ya que la misión universal invita al diálogo con todos los hombres. Merece la pena recordar que la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes (n. 92) recoge los cuatro círculos de interlocutores que describe la Encíclica Ecclesiam suam (nn. 200-210); esta empieza desde el círculo exterior hasta el más interno y aquella procede inversamente. Los círculos son estos: diálogo con la humanidad entera sobre todo lo que es humano —ya que lo auténticamente humano no es ajeno a la fe—, con los creyentes en Dios, con los hermanos cristianos separados y diálogo en el interior de la Iglesia católica. La oración universal de la celebración del Viernes Santo abarca estos diferentes círculos de personas y grupos. Con palabras admirables dice la Encíclica: «Nadie es extraño a su corazón (de la Iglesia). Ninguno es indiferente para su ministerio. Ninguno le es enemigo, si él mismo no quiere serlo. No en vano se llama católica; por algo está encargada de promover en el mundo la unidad, el amor y la paz» (n. 200). En el diálogo, movido hacia la verdad por impulso del amor, la Iglesia no excluye a nadie, ni a los que todavía no reconocen a Dios ni «a aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varios modos»13. Estas son actitudes profundamente cristianas, que no olvidan la necesaria prudencia ni la experiencia de la historia.

    El diálogo responde a la condición del hombre llamado personalmente a la verdad, y a la respetuosa y humanizadora convivencia; no debe imponerse por la fuerza, ya que el hombre es libre; ni debe vivirse aisladamente, ya que la persona es relacional. El diálogo está en consonancia con la situación actual de la humanidad, donde no hay compartimentos estancos ni pueblos incomunicados. La convivencia, el respeto, la misión y el testimonio son actitudes que debe adoptar la Iglesia tanto para ser fiel a Jesucristo como para vivir en una sociedad plural y en una humanidad interdependiente y globalizada. Los cristianos, en su vida cristiana y misión evangelizadora, no deben caer ni en el repliegue y huida a la privacidad, ni en la indiferencia y el relativismo, ni en la pérdida de participación y sentido democrático, ni en la agresividad por miedo, desprecio o falsa seguridad. Los cristianos están llamados a participar en la formación de la opinión pública y en la transformación de la vida social según la verdad y el amor. Con las palabras del Evangelio: Estamos en el mundo sin ser del mundo (cf. Jn 15,18-19; 17,14-16).

    La solidaridad con todos los hombres no olvida la fraternidad con los hermanos en la fe (cf. Ga 6,10). La mesa eucarística debe impulsar a que todos los hombres participen en la mesa de los bienes de la tierra. La Iglesia del Señor, aunque sea una “grey pequeña”, es para toda la humanidad germen de unidad, de esperanza y de salvación. Ha sido llamada y enviada para ser como luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5,13-16)14. Los cristianos no debemos nivelar la pertenencia a la Iglesia y la solidaridad con la humanidad como si fueran pertenencias equivalentes. La Iglesia es sacramento de salvación e instrumento eficaz para que la humanidad sea una familia de hermanos y hermanas.

    3. Prioridad fundamental: Reconocimiento de Dios

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    Frecuentemente, sobre todo en situaciones señaladas en que se ha dirigido a la Iglesia y a la humanidad actual, Benedicto XVI ha afirmado con claridad que la búsqueda de Dios, el reconocimiento de Dios y la fe en Dios revelado en Jesucristo, es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia, y en concreto del papa como sucesor de Pedro. Esta prioridad la ha manifestado en intervenciones ante los cristianos de otras confesiones, en el fondo de las reformas necesarias en la Iglesia, en la fundamentación de la dignidad de los hombres, en la base de las legislaciones positivas de los Estados, y en la llamada “ley natural”15.

    Merece un esfuerzo y el trabajo queda bien recompensado si se lee detenidamente esta serie antológica de intervenciones pronunciadas en ocasiones relevantes: discursos en universidades, en academias, en parlamentos, en diálogo con personas y grupos de personas abiertas al presente y al futuro de la humanidad, que está hoy en una coyuntura no solo nueva, sino también inédita por sus posibilidades y peligros. Aquí aparece la preocupación de fondo del Papa, que por una parte refleja su amor a la humanidad y por otra su fidelidad a la misión cristiana. La iniciativa personal de Benedicto XVI del llamado “Atrio de los gentiles” se sitúa en este marco histórico. Hay personas abiertas a la verdad que buscan a Dios y están dispuestas a un diálogo honrado con cristianos.

    En la Carta dirigida por el Papa a los obispos de la Iglesia católica el 10-3-2009, al informar sobre los motivos que le llevaron a levantar la excomunión a los cuatro obispos consagrados por Mons. Lefebvre , después de conocerse la negación del holocausto judío (shoa) por uno de ellos, con la consiguiente conmoción social, escribió, con una humildad emocionante y con un sentido admirable de eclesialidad y colegialidad, lo siguiente: «Creo haber señalado las prioridades de mi pontificado en los discursos que pronuncié en sus comienzos. Lo que dije entonces sigue siendo de manera inalterable mi línea directiva. En nuestro tiempo, en el que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento, la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. No a un Dios cualquiera, sino al Dios que habló en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor llevado hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en Jesucristo crucificado y resucitado. El auténtico problema en este momento actual de la historia es que Dios desaparezca del horizonte de los hombres y con el apagarse la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos se ponen cada vez más de manifiesto. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios que habla en la Biblia: esta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo». Difícilmente se puede ir con más claridad, profundidad y solicitud misionera al fondo de la cuestión16.

    Es fácil encontrar otras palabras de Benedicto XVI que apuntan en la misma dirección. «Antes del encuentro con Cristo, los efesios estaban sin esperanza, porque estaban en el mundo “sin Dios”»17. El conocimiento del verdadero Dios derrama en el hombre la esperanza cierta y fiable. «Sin Dios el hombre no sabe adónde ir, ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y nos anima: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final del mundo” (Mt 28,20)»18.

    La secularización radical, que llega a las conciencias y a las orientaciones básicas, éticas y jurídicas de la sociedad en el presente y de cara al futuro, hace también más radical la misión de la Iglesia. Cuando Pablo visitó como apóstol Atenas vio que era un pueblo muy religioso, ya que entre muchos altares había uno dedicado al “Dios desconocido”, algo con lo cual va a conectar el anuncio del Evangelio de Jesucristo resucitado de entre los muertos (cf. Hch 17,22 ss.). Actualmente, la predicación evangélica no encuentra ya en nuestras latitudes, con mucha frecuencia, esa convicción religiosa en el ambiente. El ateísmo ya no es un hecho aislado de algunas personas; el que muchos se desentiendan de la relación y del diálogo con Dios «es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo, que debe ser examinado con atención»19.

    Podemos denominar este fenómeno tan extendido actualmente con muchas expresiones: indiferencia religiosa, silencio de Dios, ausencia de Dios, eclipse de Dios, muerte de Dios, vivir como si Dios no existiera, ateísmo sin pasión ni beligerancia, no echar de menos a Dios, “apostasía silenciosa”… Esta situación, que en ocasiones muestra notas de desdén y de sátira, es un desafío singular para la misión cristiana. Podemos decir que nos hallamos como ante personas famélicas e inapetentes; acusan el vacío pero no se percibe la búsqueda de la plenitud. Invitamos a participar en encuentros y celebraciones, y muchas veces la respuesta es un encogimiento de hombros. Por este motivo, es parte integrante de la misión evangelizadora el “despertar religioso”, la apertura a la trascendencia e incluso la “ampliación de los espacios de racionalidad”20.

    Diversas metáforas muy elocuentes expresan la pérdida de vigencia de Dios en la conciencia humana y en la cultura, y sus consecuencias para el hombre: silencio, ausencia, eclipse, muerte de Dios21. Con el oscurecimiento de Dios en la conciencia humana palidece también el brillo de las realidades fundamentales, tradicionalmente unidas a Dios, como el ser, la verdad, la moral, la esperanza más allá de la muerte. ¿No sobreviene con la pérdida de Dios el nihilismo, el relativismo, la reducción del horizonte último de la existencia humana, una especie de desazón de fondo, la renuncia a grandes aspiraciones, la conformidad con goces pequeños? También podemos preguntarnos: ¿Dios calla o el hombre está sordo? ¿Dios está ausente o nosotros huímos de Él? ¿Dios ha muerto o nosotros lo rechazamos y decidimos que no hay Dios? ¿Eclipse de Dios o “noche” transitoria? ¿No es la coyuntura actual, en que se pierden tantas seguridades económicas, laborales, profesionales y vitales, una oportunidad para descubrir nuevamente cuál es la seguridad auténtica?

    La apertura al misterio forma parte de las preguntas y de la reflexión racional del hombre. Es poco razonable recortar al hombre el horizonte del ejercicio de su razón. La razón no razona solo sobre lo funcional, instrumental, experimentable…; se hace más preguntas. No es bueno para el hombre olvidar a Dios, dar la espalda a Dios, aparcar a Dios. Hay en el hombre una querencia fundamental que no puede extinguir, ya que ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, y hasta que no encuentra a Dios está inquieto, camina a oscuras, le falta sentido vital y norte. Sin Dios, amenaza a la humanidad una especie de apagón de la historia. Porque el hombre está abierto a Dios, confiamos en que nunca será del todo indiferente a buscarle y a gozar con su hallazgo. Si no cesamos de preguntar al hombre “¿dónde estás?, ¿dónde está tu hermano?, ¿dónde está tu Dios?”, es porque estamos seguros de remitirle a cuestiones primordiales de la vida. El ateísmo no es un fenómeno originario y connatural al ser del hombre, sino derivado de varias causas, entre las cuales se debe contar la reacción crítica contra las religiones, y en nuestra área cultural contra la religión cristiana, ya que los defectos e infidelidades «han velado más que revelado el genuino rostro de Dios»22. Quien afirmaba frecuentemente que «el hombre puede dar muerte a Dios, pero no puede enterrar su cadáver» (Alfonso Querejazu) manifestaba un conocimiento profundo de la historia y de la condición humana.

    Da vértigo pensar que pueda haber personas que han decidido excluir a Dios. La argumentación para cohonestar con visos de racionalidad esa postura está en función de una “noluntad” previa y fundamental de no querer que Dios exista. ¿Por qué Dios, sumamente amable, ya que se define como Amor (cf. 1Jn 4,8), y que nos ha certificado su amor enviándonos a su Hijo (cf. Jn 3,16; 1Jn 4,9-10; Rm 8,31-32), puede ser considerado como peligroso y perjudicial? ¿Hemos oscurecido y desfigurado nosotros su rostro? Ya que el hombre aspira al encuentro con Dios, pues es constitutivamente “desiderium videndi Deum”, ¿qué debemos hacer para que Dios sea creíble, amable, deseable? San Agustín, partiendo de la unidad del amor a Dios y al prójimo, nos dio una pista preciosa: El amor al prójimo abre las pupilas de los ojos para ver a Dios; en el corazón de quien da de comer al hambriento y viste al que está desnudo amanece la luz (cf. Is 58,7-10). El amor según el estilo de Jesús, como Él nos amó, no solo ilumina interiormente para conocer al Padre que le envió, sino que también es evangelizador (cf. Jn 13,34-35; 17,21-23). La transmisión del Evangelio, como la revelación de Dios, tiene lugar con hechos y palabras íntimamente unidos. Las palabras explicitan lo que acontece en los hechos y los hechos respaldan las palabras. En un mundo ahíto de palabras, tantas veces huecas y engañosas, las obras del amor respaldan las palabras de la predicación y les dan credibilidad. Por esta comunicación interactiva, son insustituibles en la evangelización la catequesis y el ejercicio de la caridad; por la misma razón, Cáritas, como buque insignia del amor cristiano que actúa personal y socialmente, es un rostro amable de la Iglesia que remite a Dios, fuente del amor23.

    Pablo VI concentró la obra del Concilio Vaticano II en la respuesta a esta pregunta: “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”. En varias ocasiones reiteró a la Asamblea conciliar la misma tarea24. Aunque el Concilio se ocupó principalmente de la Iglesia, de su naturaleza y composición, de su vocación ecuménica y de su actividad apostólica, la Iglesia no es un fin en sí misma. Está radicada en el misterio de Dios y es esencialmente misionera. «Es el pueblo de Dios reunido por la unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo»25. La pregunta respondida autorizadamente en el Concilio, “Iglesia, ¿qué dices de ti misma?”, encamina a esta otra: “Iglesia, ¿qué dices de Dios?”. La Iglesia es el Pueblo de Dios, el Cuerpo de Cristo y el Templo del Espíritu Santo. Sobre este trasfondo se entienden adecuadamente sus acciones, su predicación y catequesis, sus celebraciones, sus organismos, su servicio a la humanidad y sus cambios necesarios. Si la reforma cristiana se quedara en cambios organizativos y compaginación de responsabilidades, sería muy superficial. La reforma genuina se gesta en el encuentro personal con Jesucristo, en la renovación de la fe en Dios, en el aliento vivificador del Espíritu Santo. La cuestión primordial es la fe en Dios, cuyo rostro personal es Jesucristo; el desafío que la celebración del 50º Aniversario del comienzo del Concilio nos lanza es sobre todo acerca de la renovación de la fe y de una nueva evangelización. Sin negar que hay aspectos siempre pendientes de reforma en la Iglesia, el Papa, en la homilía de la Misa crismal de 2012 , remitió a aquella tarea primordial como base de todo cambio. San Juan de Ávila, cuya declaración como doctor de la Iglesia está a las puertas (7-10-2012), redactó también desde esta base y perspectiva sus Memoriales sobre la reforma de la Iglesia dirigidos al Concilio de Trento26. El Concilio Vaticano II, cuyo objeto fue la Iglesia, debe ser leído a la luz de su dimensión teologal y de su misión salvífica, partiendo de su radicación en Dios y como sacramento de vida eterna.

    Benedicto XVI ha discernido como prioridad fundamental de la Iglesia en la actualidad el reconocimiento de Dios, revelado en la historia de Israel y en Jesucristo, plenitud y mediador de la automanifestación y autocomunicación de Dios. La misión de la Iglesia es hablar de Dios y hacer memoria de su soberanía y de su bondad. Nosotros hablamos de Dios, cuyo Reino anunció Jesús con palabras y obras, cuyo rostro vivo y personal es Él mismo, cuyo amor a la humanidad se ha mostrado en su muerte y resurrección. Jesús es el narrador de Dios: «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado» (Jn 1,18). En la Iglesia hemos recibido a Jesucristo vivo y en Jesucristo hemos encontrado al mismo Dios.

    La Iglesia, y en ella los cristianos, somos portadores del Evangelio, ya que prolongamos con la fuerza del Espíritu Santo la misión de Jesús, que es el Evangelio de Dios a la humanidad en persona; todo en Jesús es anuncio de la cercanía, la misericordia, el amor de Dios. La denuncia en Jesús no es independiente de la Buena Noticia, es como el reverso del anuncio; y por el valor incalculable del Evangelio asumimos renuncias. Hay noticias de Dios y son buenas: Dios existe y nos ama. No somos profetas de desventuras, sino apóstoles de la alegre esperanza. Por ello, debemos aprender a hablar bien de Dios; es más fácil hablar de Dios desde la Filosofía o los análisis religiosos que desde el Evangelio. Hablar de Dios desde la fe confesante y la oración, con una fuerte dosis de anuncio y de interpelación compasiva, puede despertar la fe casi apagada y, aunque parezca mortecina, ponerla en pie, ya que contra muchas apariencias alienta todavía en el corazón de los oyentes.

    La predicación cristiana y evangélica no consiste en polemizar contra todos los hombres alejados de Dios en la hora presente, ni en desarrollar una clase académica de moral, ni en describir sociológicamente la postura de los hombres ante la religión, ni en extenderse en lamentaciones sobre las desgracias de nuestro tiempo. Nuestra predicación se inscribe dentro del anuncio del Evangelio, animando a que respondan los oyentes por la fe y la conversión, como hizo Jesús (cf. Mc 1,14-15). De Dios, que se ha manifestado en Jesucristo como Amor, debemos hablar amablemente. Hablar evangélicamente de Dios implica una dosis vivencial, una cierta experiencia de Dios en la vida personal, conocer existencialmente el amor que nos tiene. Con la luz de la vida nueva en Jesucristo podemos denunciar los males que el hombre se hace a sí mismo; esta denuncia nace también del amor al hombre que sufre con sus extravíos.

    En los sumarios del Evangelio (cf. Lc 4,17-21), que expresan la misión de Jesús, se unen la gracia de Dios y la indigencia humana; Jesús es la mano de Dios tendida a los pecadores, es refugio de los excluidos, es protección de los indefensos, es salud de los enfermos, es poyo de los pobres, es defensa de los débiles como mujeres y niños, huérfanos y viudas27. El rostro bondadoso y santo de Dios brilla en la salvación actuada en Jesucristo, que rescata de la perdición a los hombres.

    La fidelidad a Dios, siguiendo las huellas de Jesús, implica cultivar y promover la dimensión social de la fe cristiana. La palabra “pobre” tiene en el Evangelio dos sentidos que no se pueden separar totalmente: pobre es el sencillo de corazón y pobre es el indigente en las situaciones de necesidad, como el hambre, el desamparo, la carencia de vivienda y cobijo, la soledad y esclavitud, Jesús mismo se identifica con el necesitado y nos pide ayuda. Mt 25,31 ss. es una profecía moral, y el cuestionario sobre el amor según el cual seremos examinados en el atardecer de la vida. Jesús nos envía a llevar el Evangelio, la buena Noticia de Dios, a las personas indigentes. «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (cf. Mc 2,17); los autosuficientes piensan que se bastan a sí mismos y de esta forma se cierran a la salvación.

    Benedicto XVI pasará probablemente a la historia, entre otras cosas, por el empeño en purificar la Iglesia de Dios, desenmascarando y denunciando valientemente fallos y pecados, que en otras situaciones históricas se ocultaban para evitar escándalos que la publicidad podría suscitar. Él prefiere la verdad transparente, la humildad para cargar con los oprobios, la confianza en que la purificación evangélica es también evangelizadora. Es un Papa reformador y renovador de la Iglesia, siguiendo a Jesús pobre y humilde, para que sea fiel transmisora de la fe en Dios, que constituye a su modo de ver el desafío más grande que tiene planteado actualmente la Iglesia.

    La revista Sal Terrae, que acompaña desde hace un siglo a los sacerdotes y a todos los cristianos en la misión recibida del Señor, es acreedora de agradecimiento hondo y sincero; al mismo tiempo, merece confianza para que acudamos a sus páginas en la encrucijada actual que solicita de nosotros una nueva evangelización.


    Notas:

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    [1]  Cf. Juan M. Igartua, “Vilariño Ugarte, Remigio”, en: Diccionario de Historia Eclesiástica de España IV, pp. 2758-2759.
    [2]  Lumen gentium, 1.
    [3]  Cf. Francisco Esplugues Ferrero, Cristología del testimonio en el Concilio Vaticano II, Madrid 2011, p. 88. La Iglesia, como la luna, no tiene luz original, refleja la recibida de Jesucristo “Sol de justicia”. Cf. Hugo Rahner, “El misterio cristiano del sol y la luna”, en: Mitos griegos en interpretación cristiana, ed. Herder, Barcelona 2003, pp. 109-176. «El bautismo es un encararse hacia oriente, una “alianza con el sol de Cristo” y además un ser iluminado por su luz de Pascua» (p. 136). Cf. Ef 5,14.
    [4]  Cf. Carta Apostólica Porta fidei, 11-10-2001 . En la historia de la Iglesia contemporánea han confluido en este día numerosos y relevantes acontecimientos (Apertura solemne del Concilio Vaticano II , 20º Aniversario de la promulgación del Catecismo de la Iglesia Católica , memoria litúrgica del beato Juan XXIII, comienzo del Año de la fe… ).
    [5]  Cf. Vicente Cárcel Ortiz, “Aldabalde Trecu, Rufino”, en: Diccionario de Sacerdotes Diocesanos Españoles del siglo XX, Madrid 2006, pp. 100-103.
    [6]  Enchiridion Vaticanum, 2, 168.
    [7]  ibíd., 191.
    [8]  Enchiridion Vaticanum, 2, 192; cf. Dei Verbum, 2: «Dios, movido por amor, habla a los hombres como amigos» .
    [9]  Cf. n. 196.
    [10]  Cf. Gaudium et spes, 21, 23; Ad gentes, 11; Presbyterorum ordinis, 12; Optatam totius, 15, 19.
    [11]  Barcelona 2010, pp. 63-72.
    [12]  ibíd., p. 66.
    [13]  Gaudium et spes, 92.
    [14]  Lumen gentium, 9. Cf. Ricardo Blázquez, “Eucaristía y unidad de la Iglesia”, en: Los ecos de la Escritura. Homenaje a José Manuel Sánchez Caro, Salamanca 2011, pp. 387-405.
    [15]  Cf. Comisión Teológica Internacional, Comunión y servicio: La persona humana creada a imagen de Dios, aprobado por el cardenal Joseph Ratzinger el 23-7-2004.
    [16]  Cf. S. del Cura, “Testimoniar juntos la presencia del Dios vivo: tarea ecuménica primordial a los 50 años del Vaticano II”, en: Pastoral Ecuménica 86 (2012), pp. 11-36.
    [17]  Spe salvi, 3. Cf. Ef 2,12 .
    [18]  Cáritas in veritate, 78 .
    [19]  Gaudium et spes, 19; cf. Julián Marías, La perspectiva cristiana, Madrid 1999.
    [20]  Cf. A. Piola, “Elargir les espaces de rationalité. Une proposition pastorale de Benoît XVI”, en: Nouvelle Revue Théologique 134 (2012), pp. 233-251.
    [21]  Cf. Olegario González de Cardedal, Dios, Salamanca 2004, pp. 62-72.
    [22]  Gaudium et spes, 19.
    [23]  «El que está lleno del Espíritu Santo habla diversas lenguas, que son los diversos testimonios sobre Cristo, tales como la humildad, la pobreza, la paciencia y la obediencia. Hablamos con estas virtudes cuando las mostramos a otros en nosotros mismos. El lenguaje tiene vida cuando hablan las obras. Cesen, por favor, las palabras; hablen las obras. Estamos llenos de palabras, pero vacíos de obras» (san Antonio de Padua, Sermones dominicales y festivos I, domingo de Pentecostés, Murcia 1995, p. 595).
    [24]  Cf. Discurso de apertura de la segunda sesión, 29-9-1963: «Nos parece que ha llegado la hora en la que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada, organizada y formulada». Discurso de apertura de la tercera sesión, 14-9-1964 : «La Iglesia debe definirse a sí misma, debe extraer de su conciencia genuina la doctrina que el Espíritu le dicta, según la promesa del Señor: “El Espíritu Santo, el Paráclito, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26)». Cf. Discursos de clausura de la tercera sesión, 21-11-1964 y de clausura de la última sesión, 7-12-1965 .
    [25]  Lumen gentium, 4.
    [26]  San Juan de Ávila, Obras completas II, Madrid 2001, 2ª edición, pp. 485-619.
    [27]  Cf. Ricardo Blázquez, Iglesia y Palabra de Dios, Salamanca 2011, pp. 225-245 . Leonardo Rodríguez Duplá, “Monoteísmo y ética”, en: Razones para vivir y razones para esperar. Homenaje al profesor Dr. D. José Román Flecha, Salamanca 2012, pp. 631-642.