Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Carta pastoral

Año de la fe 2012-2013

Ante el Año de la fe
«Convertíos y creed
en el Evangelio» (Mc 1,15)

8 de septiembre de 2012


Temas: Año de la fe: nueva evangelización, fe y transmisión de la fe (Catecismo de la Iglesia Católica); crisis actual: sobriedad, solidaridad y esperanza.

Publicado: BOA 2012, 496.


  • Introducción
  • 1. La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana
  • 2. Algunas lecciones de la crisis actual

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    El día 11 de octubre ocupa en el calendario de la Iglesia contemporánea un puesto relevante; es un día particularmente memorable. Tradicionalmente se celebraba en este día la Maternidad Divina de Nuestra Señora. María dijo “sí” al Señor y concibió en su corazón y en su vientre, por obra del Espíritu Santo, al Verbo eterno, al Hijo de Dios; lo gestó en sus entrañas virginales, lo esperó con inefable amor de Madre, lo alumbró en Belén como Luz del mundo. Juan XXIII, cuya memoria litúrgica se celebra precisamente este día, fijó para el 11-10-1962 la solemne Apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II , el mayor acontecimiento de la historia de la Iglesia en el siglo XX. Por la conexión con el Vaticano II, del cual es uno de los frutos más importantes, fue publicado el mismo día 11-10-1992 el Catecismo de la Iglesia Católica .

    Para recordar estas efemérides tan señaladas, ha convocado el Papa el Año de la Fe , que comenzará el 11-10-2012 . Al “agradecimiento, que es la memoria del corazón” (Romano Guardini), por el don inestimable del Vaticano II, debe unirse nuestra responsabilidad con el legado que nos ha dejado en sus documentos y en su espíritu. La hondura de la gratitud se mide por el lugar destacado que debe ocupar en nuestra misión. En este contexto de celebraciones tendrá lugar en el mes de octubre la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, sobre el tema “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” ; es para mí una gracia especial de Dios poder participar en esta Asamblea; me considero deudor también ante la Diócesis por el encargo recibido. Al recordar estos acontecimientos, pedimos a Dios el gozo de creer y el entusiasmo para transmitir el Evangelio; así responderemos a la necesidad pastoral básica, en palabras del Papa, y al quehacer primordial de la Iglesia en la hora presente.

    Como Diócesis, en cuanto Iglesia de Dios en Valladolid, nos unimos decididamente desde el principio al Año de la fe. Pedimos a Dios que sea un tiempo de gracia; que nuestra fe, a veces casi apagada y oculta como brasas cubiertas por la ceniza, recobre su luz y calor; que el vigor para transmitir la fe cristiana nos invada como aliento regenerador del Espíritu Santo.

    Pongo en vuestras manos, queridos hermanos y amigos, estas reflexiones, que son como pinceladas sobre la evangelización y la fe en el tiempo actual de la Iglesia y de la sociedad, volviendo la mirada al Vaticano II. El Concilio es como una brújula que nos señala actualmente el norte en medio de la historia. En la segunda parte de este escrito, me detengo sugiriendo algunas lecciones que podemos aprender en la crisis actual. En el fondo es probablemente crisis de hombre y de humanidad, perplejidad acerca de los fundamentos antropológicos.

    A lo largo de los próximos meses tendremos, Dios mediante, la oportunidad de mostrar en el Año de la fe nuestro agradecimiento y nuestra responsabilidad con celebraciones litúrgicas, con el estudio teológico, por la oración, con encuentros pastorales y con actividades apostólicas. Los dones de Dios esperan nuestra respuesta, y la oración suscita en nosotros la colaboración leal en el sentido de lo que pedimos. Los dones de Dios no deben caer en el vacío, ni la súplica a Dios es una evasión.

    Estaremos particularmente atentos a las orientaciones del Papa, que pronto nos entregará su encíclica sobre la fe , y a las pistas del Sínodo de los Obispos; podremos contar también con la ayuda de otras aportaciones eclesiales. Celebraremos el Año de la fe como Pueblo peregrinante de Dios por los caminos de la historia. Jesús “inició y completa nuestra fe” (cf. Hb 12,2); y la historia de los creyentes, que es como una «nube de testigos» (Hb 12,1), en la que emerge como modelo acabado Santa María la Virgen, continúa en nuestro tiempo (cf. Porta fidei, 13) .

    1. La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana

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    Este es el tema del Sínodo y la aspiración suprema a la que tiende el Año de la fe. La evangelización tiene como finalidad transmitir la fe, algo que en nuestro tiempo presenta dificultades específicas y exigencias peculiares.

    a) «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié» (1Co 15,1)

    “Nueva evangelización” es una expresión que hizo fortuna desde que Juan Pablo II la puso en circulación. El éxito era un signo de que apuntaba a una necesidad fundamental y de que se hacía eco de lo que bullía en el corazón de muchos. Para que el uso no desgaste las palabras, debemos custodiar el sentido genuino tanto del sustantivo como del adjetivo. ¿Qué es evangelización? ¿Por qué hoy es nueva? En esta tarea nos pueden ayudar eficazmente los llamados Lineamenta , que provocaron la reflexión sobre el tema de la Asamblea Sinodal, y el Instrumentum laboris , que es como el orden del día del próximo Sínodo de los Obispos. En la Asamblea las dos palabras recibirán probablemente nuevos matices y profundizaciones. Se trata, en definitiva, de evangelizar en nuestro tiempo, que por diversos motivos es nuevo; el Evangelio, que es siempre el mismo, debe llegar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, a los niños, jóvenes y adultos. Nadie se extrañará si afirmamos que la transmisión de la fe es actualmente más difícil que en decenios pasados y que debe superar nuevos obstáculos. También sabemos que los trabajos por el Evangelio son numerosos y que existen alentadoras realidades de evangelización. Dios continúa abriendo puertas al Evangelio en nuestra generación.

    La perspectiva que el paso del tiempo proporciona nos permite descubrir que la intención englobante del Concilio Vaticano II fue evangelizadora. Lo expresó clara y lúcidamente Juan XXIII en la Constitución Apostólica Humanae salutis por la que convocó el Concilio, firmada el 25-12-1961 : «La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí tareas inmensas, como en las épocas más dramáticas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la fuerza perenne, vital y divina del Evangelio» (cf. Gaudium et spes, 4) . El Vaticano II quiso «volver a poner a la Iglesia en el carril principal de la evangelización del mundo contemporáneo» (Rino Fisichella, La nueva evangelización, Santander 2012, p. 15; cf. Ad gentes, 6). Paradójicamente, la Iglesia se renueva volviendo a sus fuentes. A la luz de los fundamentos y con la mirada puesta en la respuesta que en cada generación se le exige, la Iglesia promueve su misión en el mundo contemporáneo. La Iglesia, como expresa su palabra latina original, ha sido convocada por Dios para ser enviada a la humanidad. La evangelización es la vocación de la Iglesia. Reavivar la fe por la escucha de la Palabra de Dios, celebrarla en los sacramentos, compartirla en la oración, vivirla fielmente en el amor y transmitirla con palabras y hechos son diversas manifestaciones, unidas entre sí, del itinerario del Evangelio en cada creyente y en cada comunidad cristiana. La Iglesia necesita ser evangelizada para evangelizar. Juan Pablo II, que tenía el don de esbozar síntesis históricas grandiosas, llegó a decir que el Vaticano II fue la puesta en marcha de una nueva evangelización en nuestro tiempo.

    La palabra viva del Evangelio es transmitida, recibida y conservada, o de otra manera, es acogida, compartida y proclamada (cf. 1Co 15,1 ss.). Cada cristiano debe ser oyente de la Palabra de Dios, debe meditarla en su corazón, debe cumplirla en su vida y anunciarla (cf. Lc 11,28). Dentro de la Iglesia, el cristiano conserva y comparte la vida nueva alumbrada al creer; y, en virtud del Bautismo, es misionero y apóstol. Las diversas generaciones de cristianos que forman la comunidad en cada situación histórica están llamadas a sostenerse y testimoniarse mutuamente el Evangelio. Tomamos el relevo al creer y pasamos el testigo al transmitir la fe. Hay una relación abierta tanto con los que nos han precedido como con quienes compartimos en cada momento la fe; somos a modo de eslabones vivos de una cadena y mallas de una red, dentro de la cual somos evangelizados y evangelizadores. La vida nueva recibida en la fe y en la conversión de los discípulos al Señor está llamada a ser luz para el mundo y glorificación de Dios (cf. Mt 5,13-16).

    “Evangelizar” significa anunciar la Buena Nueva. Jesús es el Evangelizador por antonomasia, predicando y curando. Su actividad es caracterizada en su totalidad como Buena Noticia: “Jesús proclamaba el Evangelio de Dios. Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio” (cf. Mc 1,14-15). Entre los escritos del Nuevo Testamento sobresalen los Evangelios por ser el testimonio principal de la vida y la doctrina de nuestro Señor Jesucristo, que es el Evangelio en persona. ¿En qué consiste la Buena Noticia anunciada, realizada y encarnada por Jesús? ¿Por qué Él, como tal, es Evangelio para la humanidad? A estas preguntas los cristianos podemos responder proclamando lo esencial: Dios existe y de Dios tenemos buenas noticias. Dios es bueno y nos ama; viene a nuestro encuentro y quiere perdonarnos para que podamos vivir una existencia nueva. El Evangelio arranca del corazón de Dios Padre, que nos amó primero (cf. 1Jn 4,19), y el mismo Evangelio reverbera en el corazón de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, nacido como nuestro hermano, que pasó haciendo el bien, que murió por nosotros, que resucitó, subió al cielo e intercede ante el Padre en nuestro favor. Jesús, con su muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas de la vida eterna. El Evangelio nos anuncia que Dios se inclina compasivamente para perdonar nuestros pecados y curar nuestras heridas. Jesús es el Servidor supremo del Evangelio, como se presentó en la sinagoga de Nazaret, identificándose con el ungido por el Espíritu y con el enviado, como profetizó Isaías (Is 61,1 ss.). «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien!» (Rm 10,15; cf. Is 52,7). En la oscuridad brilla la luz; en el hombre pecador y perdonado resplandece la misericordia de Dios. Él es oferta permanente de gracia para todos los hombres. En Jesucristo, nuestro “sí” creyente a Dios se encuentra con el “Amén” de Dios fiel a sus promesas, en un abrazo de amor (cf. 2Co 1,20). Superando todas las hipótesis sobre Dios, frente a nuestras sospechas y temores acerca de Él, Dios es Amor (cf. 1Jn 4,7-10). Por ello el Evangelio, cuando abundan las tristes noticias, es Buena Noticia y gozosa noticia. Como Dios es Amor y como el amor de Dios es el contenido del Evangelio, la Iglesia debe presentar evangélica y amablemente a Dios.

    El Evangelio proclamado por Jesús nos emplaza a dar una respuesta: “Convertíos y creed en el Evangelio”. En el encuentro del Evangelio de Dios y del “sí” del hombre recibe este la salvación. La fe es una actividad fundamental del hombre en la que se concentra la respuesta básica a Dios (cf. Jn 6,29). La salvación es gratuita, pero no barata. El hombre es salvado de balde por la fe (cf. Rm 4,6; Ga 2,16), pero no automáticamente. Debemos, por tanto, responder a la amorosa autocomunicación de Dios con nuestra donación confiada y total. Por la fe impregnada de amor, el hombre se confía incondicionalmente a Dios, haciendo así espacio a la acción de Dios, que lo perdona y salva. «La gloria de Dios es el hombre vivo» (san Ireneo). «La gloria de Dios consiste en la salvación de las almas» (san Maximiliano Kolbe). Descubramos en su verdad, gozo y hondura, tanto a Dios en su amor, como al hombre en la trascendencia de su respuesta libre, como la grandeza de la salvación, que empieza en el tiempo y culmina en la eternidad.

    Las palabras anuncio evangélico, denuncia y renuncia están íntimamente unidas en los Evangelios y en la actividad pública de Jesús. La denuncia es como el reverso del anuncio. Si Dios nos ofrece la salvación, al rechazarla caemos en la perdición; al no escuchar el Evangelio, nos cerramos autosuficientemente en nosotros y nos excluimos de la salvación prometida. Ante la dureza e incredulidad de muchos de sus contemporáneos, Jesús los denunció, corrigió y amenazó. Después de proclamar Jesús las bienaventuranzas, pronuncia solemnemente las correspondientes advertencias y amenazas (cf. Lc 6,20-26). Contemplando desde el monte, al final de su vida, la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella porque no había conocido el tiempo de su visita, y lamentó la resistencia a recibirlo como el que viene en el nombre del Señor (cf. Mt 23,37-39).

    En la predicación de la Iglesia, la denuncia brota también del anuncio evangélico rechazado, y de esta manera adquiere su auténtico sentido. Porque la Iglesia dice “sí” a la vida humana, denuncia los atentados contra ella. El “no” al aborto es el reverso del “sí” a la vida. El “no” a la violencia es el envés del “sí” al respeto debido a la dignidad de toda persona. El “sí” al amor fiel se traduce también en la denuncia de la dureza del corazón que conduce al divorcio y la ruptura (cf. Mt 19,8). La denuncia de la Iglesia manifiesta el celo de la gloria de Dios y el amor compasivo a los desorientados y perdidos. Puede haber una forma de respeto a los demás que en realidad es indiferencia con la persona que sufre o desprecio de la verdad en aras del relativismo. San Juan de Ávila habló de “barato de almas” como lo contrario del celo apostólico.

    A la luz del anuncio de gracia se entiende también la renuncia que exige el Señor a sus seguidores. Quien ha encontrado el tesoro hace lo que está en sus manos para adquirirlo (cf. Mt 13,44-46; 19,21; Lc 9,57-62). «El que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9,24). Nadie renuncia a lo que posee si no ha encontrado un tesoro más valioso. Por el Reino de los cielos, por Jesús, por el Evangelio, por la vida eterna, podemos abandonar lo demás. Los discípulos dejaron todo por seguir a Jesús; en cambio, el joven rico se echó atrás ante la invitación del Señor a seguirlo de cerca, pero se fue triste (cf. Mt 19,23-30). Al entregar la vida temporal, Dios mismo la trueca en eterna. El misterio pascual de Jesús actualizado en nosotros hace que por la cruz entremos en la luz, y que en la renuncia haya un gozo real, porque da acceso a la vida nueva.

    Es necesario que las tres realidades —anuncio, denuncia y renuncia— estén estrechamente conectadas y en su orden. La renuncia sin la promesa fehaciente del bien superior sería un esfuerzo infundado y manifestaría una psicología enfermiza; la denuncia sin la base del anuncio caería en un moralismo presuntuoso, como si el discípulo por sí mismo pudiera ser luz del mundo. La Iglesia no es agorera de desventuras, ya que su vocación, en continuidad con Jesucristo, consiste en anunciar con hechos y palabras el Evangelio. Como el hombre elige a veces servir a los ídolos y no a Dios, la Iglesia, apoyándose en el Evangelio de la Verdad y del Amor, debe denunciar esta equivocación; porque la auténtica libertad del hombre no consiste en la satisfacción de cualquier apetencia, debe ejercitarse rechazando el mal y eligiendo el bien; ya que el pecado produce “heridas” en el hombre (santo Tomás de Aquino), su mente necesita ser pacificada y su voluntad fortalecida para resistir a la atracción especial del mal.

    b) “El Evangelio es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (cf. Rm 1,16)

    A través de la fe entramos en la relación adecuada con Jesucristo; no basta con asumir algunas palabras suyas ni inspirarse en algunas de sus actitudes, que pueden apelar a dichos y hechos de Jesús. La fe es una entrega personal a Dios Padre, revelado y autocomunicado en Jesús. A la autorrevelación de Dios (Dei Verbum, 2) corresponde la fe como autodonación del hombre a Dios. Al creer, decimos un “sí” incondicional a Dios Padre, a su Hijo Jesucristo, al Espíritu Santo. La fe es teologal y cristológica, nos une por el Espíritu a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo. La fe en Cristo es la luz, la puerta y la llave para leer la Sagrada Escritura. «Por la fe, el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela» (Dei Verbum, 5). En el movimiento del hombre hacia Dios, el Espíritu Santo impulsa el corazón y abre los ojos del espíritu para consentir a la Verdad de Dios. Un teólogo destacado en la reflexión sobre la fe cristiana ha enumerado los siguientes aspectos en la respuesta total del hombre a Dios contenidos en la fe: “Conocimiento-confesión de la acción salvífica de Dios en la historia, abandono confiado y sumisión a su palabra, comunión de vida con Dios ya ahora en el mundo, y orientación escatológica de la existencia” (Juan Alfaro).

    Al creer, decimos con la existencia entera un “sí” personal a Dios; en este “sí” va incluido un acto de confianza total: “Te creo, me fío de ti”. Por la fe, aceptamos sin vacilaciones la revelación de Dios, que no se equivoca ni engaña: “Creo lo que dices”. Creyendo, otorgamos a Dios un crédito ilimitado de cara al futuro, siempre desconocido e incierto: “Te confío mi vida”. El creyente se identifica con las palabras de Pablo: «Sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día» (2Tm 1,12). De la fe arranca la esperanza, como ha subrayado el Papa en su Encíclica Spe salvi, 2, 7-9 , ya que ambas están estrechamente unidas. Teniendo en cuenta la triple dimensión constitutiva de la fe, no podemos ni silenciar la amorosa autoentrega personal a Dios, reduciendo la fe a creer lo que no vimos; ni excluir de la fe la aceptación de lo que Dios ha revelado; ni dejar de poner en manos de Dios las llaves de la libertad para que nos guíe hacia el futuro. Dios nos tiende su mano y nosotros nos agarramos a ella.

    Basándose en la fórmula de inspiración agustiniana credere Deo, credere Deum, credere in Deum, santo Tomás de Aquino unió al credere Deum el aspecto cognitivo de la fe, al credere Deo el aspecto nuclear de la fe y al credere in Deum el aspecto escatológico, haciendo notar que los tres aspectos pertenecen al mismo acto de fe (cf. Summa Theologiae II-II, q. 2, a. 2; Dei Verbum, 5, cf. 8; Juan Alfaro, Existencia cristiana, Roma, 1975, pp. 11-12). ¿A quién creemos? A Dios. ¿Qué creemos? Lo que Dios nos ha revelado. ¿A quién nos confiamos? A Dios, Señor de la historia; a Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13,8). Porque el corazón de la fe está en la entrega personal, podemos comprender que lo que más hiere es decir a alguien que no le creemos, que no nos inspira confianza, que no nos fiamos de él; esta desconfianza rompe la disposición para recibir sus manifestaciones e impide darle crédito de cara al futuro.

    La fe es simultánea e inseparablemente don de Dios y respuesta libre del hombre; es un encuentro singular entre Dios y el hombre, que mutuamente se confían y entregan. Lo que produce la fe en el hombre se expresa de muchas maneras en la Sagrada Escritura: “Vete; que te suceda según has creído”, dijo Jesús al centurión cuya fe alabó con singular ponderación (cf. Mt 8,13). “¡Ánimo, hija! Tu fe te ha salvado”, dijo a la hemorroísa que estaba temblando (cf. Mt 9,22). «En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna», asegura Jesús a los interlocutores judíos que se resisten a creer en Él (Jn 6,47). La fe en Dios otorga serenidad, confianza, solidez y firmeza, como indica la misma raíz hebrea de la palabra (cf. Is 7,9; 28,16; 30,15). La fe es fuente de gozo y alegría. «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá», dijo Isabel a María (Lc 1,45; cf. Jn 20,29). En términos semejantes a como describe la fe la Constitución conciliar Dei Verbum, 5, el Concilio habla en otro lugar de la fe de María, que es modelo de los creyentes, y cuya entrega podemos contemplar en la peregrinación de su fe: «María, al aceptar el mensaje divino y al abrazar de todo corazón la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo» (Lumen gentium, 56) . De José, sin pronunciar palabra, el Evangelio pone de relieve la obediencia de la fe (cf. Mt 1,18-25; 2,13-15.20-23). «Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz en la fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). ¿Para qué sirve la fe? El testimonio neotestamentario y la experiencia de los grandes creyentes nos muestran cómo la fe es luz, fuerza, confianza, paz, gozo, serenidad, vida nueva, mirada esperanzada en medio de la historia. Al hombre le viene muy bien creer en Dios.

    Al creer, certificamos la veracidad de Dios (cf. Jn 3,33), glorificando así su Nombre. Aceptamos obedientemente lo que nos ha revelado, sin añadir, quitar ni cambiar nada. Aunque los contextos culturales sean diferentes, debemos mantener “la fe transmitida para siempre a los creyentes” (cf. Judas, 3). Juan XXIII afirmó en el discurso inaugural del Concilio, el 11-10-1962, introduciendo una distinción clarificadora: «Una cosa es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo en que se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado». Aquí se apunta e intuye un nuevo modo de anunciar en el mundo contemporáneo el mismo Evangelio, que por fidelidad a Dios debemos conservar en su pureza e integridad, sin alteraciones ni mutilaciones. La auténtica evangelización, el cumplimiento de la misión confiada por Jesús, requiere criterios que garanticen y conserven fielmente la fe en las posibles actualizaciones. Sin identidad clara y gozosamente vivida, no es posible la proyección apostólica decidida y valiente.

    La profesión de la fe comporta asentimiento a la realidad creída, o de otra manera, admitir como cierto lo que creemos. Por el asentimiento firme y no vacilante a lo revelado por Dios, respetamos la realidad manifestada por Él. Nosotros no inventamos ni creamos, sino creemos y recibimos el contenido de la fe. Las adaptaciones convenientes al cambio de épocas y tiempos no introducen cambios en lo creído. La profesión de la fe y el conocimiento de la fe, inherentes al asentimiento, se fundan en la autoridad de Dios; Dios, verdad y veracidad supremas, merece ser creído. El asentimiento de la fe, además de garantizar la objetividad de lo que creemos, salvaguarda también la eclesialidad de la fe cristiana: con la Iglesia, cada cristiano profesa la misma fe. El Evangelio y la fe nos han llegado por testigos, por creyentes, por la Iglesia, que es Madre; al creer y ser bautizados nos incorporamos a la misma Iglesia, que nos precede, y pasamos a engrosarla. Todos los cristianos creemos lo mismo; nos une la entrega personal a Dios, que se expresa auténticamente en el Credo, en el Símbolo de la fe, formado, custodiado y transmitido por la Iglesia. Para ser un fiel cristiano no basta una actitud creyente genérica; se requiere también que la actitud creyente tome forma y cuerpo recitando con los labios la fe que habita en el corazón. «Si profesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9).

    La Iglesia, sobre todo en el ámbito del culto, fue fijando unas fórmulas que expresaban la realidad creída en la unidad comunitaria de la fe. Estas fórmulas tienen valor normativo, como aparece en las expresiones de san Ireneo “la regla de la verdad” y de Tertuliano “la regla de la fe”. En el siglo III surgen las primeras redacciones de la profesión de fe que en el siglo IV fue llamado “Símbolo de los Apóstoles”, profesado en las Iglesias de Oriente y Occidente, y explicado en el actual Catecismo de la Iglesia Católica.

    La Iglesia, y en su interior, acogido y sostenido por ella, cada cristiano, al recitar los enunciados del Credo no se queda en la letra de las fórmulas, sino que alcanza la realidad y la verdad revelada por Dios, ya que el acto del creyente no termina en los enunciados, sino en la misma realidad creída. Si en el Evangelio proclamado por el apóstol está presente, por el poder del Espíritu Santo, la realidad anunciada, en la fe del creyente, profesada con la gracia del Espíritu, se afirma a través de los artículos del Credo la misma realidad creída.

    Nosotros profesamos la fe de la Iglesia. «A ti te profesa la Iglesia santa extendida por toda la tierra» (Te Deum). Con el Credo, con el Símbolo, que ella ha formulado y nos ha entregado, nos unimos en la fe recibida. Nadie, consiguientemente, está habilitado para crear y recitar su propio credo individual en la celebración eclesial. Por la comunión con la Iglesia Madre que nos lo ha transmitido, por respeto a la comunidad que celebra la fe, por fidelidad a lo creído, rechacemos la pretensión de componer credos particulares. En el Catecismo de la Iglesia Católica se enseña de manera auténtica el Credo que regula con seguridad la fe de la Iglesia.

    La fe cristiana opera en el amor al prójimo (cf. Ga 5,6; 6,15). Ef 4,15 contiene una expresión densa, «alezeuontes en ágape», que podemos traducir como ‘profesando la verdad (el Evangelio) en el amor (del prójimo)’. La fe, que es aceptación del mensaje, se hace efectiva y se cumple en el amor fraterno. En la fe, el amor tiene lo que lo hace posible; y en el amor, la fe tiene lo que la hace activa y por ello la realiza (Heinrich Schlier). Con palabras del Papa en la Carta Apostólica Porta fidei, 14: «Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que nos impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida». Fe y amor cristianos caminan unidos y se refuerzan mutuamente; la fe auténtica impulsa al amor, y el amor verdadero purifica las pupilas del creyente para ver a Dios. Sobre la base de esta mutua interacción de la fe y el amor, se comprende que por el amor evangélico son reconocidos los discípulos de Jesús, que Dios Padre se manifiesta en el origen de ese amor y que el amor cristiano es evangelizador. El amor del prójimo acredita el Evangelio y forma parte, por ello, de la evangelización.

    En la transmisión de la fe, el testimonio ocupa un puesto relevante e insustituible. Jesús es el «Testigo fiel y veraz» (Ap 1,5; 3,14) del Dios invisible (cf. Jn 1,18; 6,46; 1Jn 4,12). El Verbo eterno, por quien todo fue creado, hecho hombre, es para nosotros el “Narrador” de Dios (cf. Jn 1,18; cf. Exhortación Apostólica Verbum Domini, 90) . Los Apóstoles son también testigos de lo que han visto y oído al lado de Jesús; no solo conocieron la historia de Jesús porque convivieron con Él, sino que también lo han visto resucitado, lo han conocido con un conocimiento singular (cf. Hch 10,36-43). Pues bien, todo cristiano, todo predicador y catequista, está llamado a ser testigo del Señor no solo por el conocimiento del Evangelio y de la doctrina cristiana, sino también por un “conocimiento interno” de Dios (san Ignacio de Loyola), por una experiencia personal de Dios en la fe. El testimonio acredita a su modo el Evangelio con la vida de los testigos. Por eso, «la primera condición para la transmisión o difusión de la fe en la sociedad actual es la existencia de una comunidad cristiana renovada, espiritualmente vigorosa, unida y consciente del tesoro que posee y de la misión que le incumbe. Una Iglesia misionera tiene que ser una Iglesia de santos y de mártires» (Fernando Sebastián). Para transmitir la fe no basta el lenguaje renovado, los pertinentes conocimientos socioculturales y la adecuada organización de los recursos pastorales; se necesita el testimonio vibrante del Señor, el conocimiento hondo de la fe, el amor a la Iglesia, la oración apostólica hablando a Dios de los hombres y a los hombres de Dios, la cercanía compasiva a los necesitados, el celo por el Evangelio (cf. 1Co 9,16). «El amor de Cristo nos apremia» (2Co 5,14). El Santo Cura de Ars es un ejemplo magnífico de cómo la palabra de la predicación era respaldada eficazmente por la vida santa, convirtiéndose la persona en interpelación insoslayable para los oyentes.

    El testimonio de los creyentes es una llamada concreta a la fe, dentro de un itinerario que va desde la percepción de los signos, pasando por la realidad anunciada, hasta la respuesta creyente, conducido por la gracia de Dios, la luz del Espíritu Santo y la apertura sincera del hombre. También los signos desempeñan una función importante. La fe, que es escucha del Evangelio anunciado por los testigos (cf. Rm 10,17), respeta y apela a la dignidad racional del hombre. La fe no es transparente a la razón, como si fuera la consecuencia lógica de una argumentación rigurosa. La fe no es racional, pero sí es razonable. El hombre, al creer, no da un paso irresponsable; es una decisión plenamente humana, aunque, no sea exclusivamente racional. El hombre, ejercitando la razón, que no se ciñe solo a lo instrumental y funcional sino que está abierta a la trascendencia, en presencia de todos los signos de la revelación que va escrutando, está hondamente invitado a responder a Dios otorgándole la fe, que no niega sino plenifica la misma razón. La fe es la entrega personal del hombre a Dios, que solicita la actividad conjunta de la razón, el testimonio de los creyentes y la libertad del hombre para pasar de la increencia a la fe. Por otra parte, desde el interior de la fe brotan en el corazón del creyente una luz que potencia la inteligencia y una fuerza que robustece la voluntad. Cuanto más honda es la fe, con tanta mayor claridad ve la razón. Explicitemos esto con una realidad concreta. En la discusión contemporánea sobre el divorcio, Jesús remitió al principio, al designio original de Dios en la creación. La permanencia en lo que Dios ha unido, la estabilidad e indisolubilidad del matrimonio, se comprende mejor y se vive fielmente con la fuerza del Espíritu, que ablanda “la dureza del corazón” (cf. Mt 19,3-8). Creación y Evangelio están en honda sintonía; fe y razón son buenas hermanas; son como las dos alas para levantar el vuelo hacia la Verdad.

    En nuestras latitudes, actualmente es más difícil la transmisión de la fe a las nuevas generaciones en las familias, las parroquias y la Iglesia en general, probablemente porque el ambiente cultural es, podemos decir, en buena medida “rupturista”. Esta especial dificultad para transmitir lo recibido por la tradición es probablemente signo de que está naciendo un mundo nuevo, y nos cuesta trabajo entenderlo y operar en él. Se produce una especie de “desenganche” y de distanciamiento de la fe cristiana y de la Iglesia que no siempre se debe a experiencias negativas. Es una actitud en la que se mezclan desatención, descuido, indecisión, irrelevancia, clima cultural, moda ambiental… y que retrae a muchos para recibir la antorcha de la fe personal, incluso cuando está inculturalizada en el propio pueblo.

    Ante esta situación, se agolpan las preguntas. ¿Por qué los padres no enseñan a rezar a sus hijos ni rezan con ellos, como iniciadores en la fe, que se transmite particularmente a través de la oración? Fe y oración se alimentan mutuamente; la oración supone la fe y nace de la fe, y la oración es como oxigenación y fortalecimiento de la fe. ¿Por qué hay padres que piden los sacramentos de la iniciación para sus hijos, estando ellos distantes? ¿Por qué no participan muchos niños inmediatamente después de recibir la primera comunión en la eucaristía del domingo? La familia debe ocupar un puesto muy activo en la transmisión de la fe a sus hijos desde el comienzo de la vida. La multiplicación de divorcios y rupturas matrimoniales es un problema mayor para los cónyuges, sus hijos, las respectivas familias, la sociedad y la Iglesia. ¿Cómo no va a repercutir esta situación en la educación y transmisión de la fe a los hijos? En estas condiciones la catequesis se hace muy difícil, ya que falta la comunicación estrecha entre padres y catequistas para bien de los niños. ¿Por qué adolescentes y jóvenes, sin apenas haber pensado ni decidido personalmente, sin guardar recuerdos negativos en relación con la Iglesia, se alejan de su vida y misión? ¿Qué dinamismo oculto los lleva al distanciamiento? Quizá los padres se alejaron por el impacto de acontecimientos socioculturales de los años juveniles; y los hijos, al parecer, viven el alejamiento con naturalidad. ¿Por qué adultos que siempre se sintieron dentro de la Iglesia, en la actualidad, vacilan, experimentan cierta incomodidad y, si participan, les falta convicción y contento? En los escritos preparatorios a la próxima Asamblea sinodal aparece varias veces la expresión “cansancio de la fe”, la cual no se refiere al cansancio posterior a un trabajo, sino a un estado previo de ánimo lacio, inapetente, desganado, débil por agotamiento prematuro. La nueva evangelización debe afrontar estas y otras perplejidades, diagnosticarlas con sinceridad y alentar la participación personal y comunitaria en la vida y misión de la Iglesia. Unas veces la fe necesita recobrar gozo y convencimiento; y otras necesita ser pasada de una generación a otra.

    Quizá descubrimos ahora que las formas anteriores de transmisión y educación en la fe llegaron a niveles superficiales y no son suficientes en la actualidad ante los desafíos planteados y el escaso apoyo social. Si no se asume personalmente la tradición, se convierte fácilmente en rutina e inercia.

    Muchos cristianos, al vivir a la intemperie de una sociedad y una cultura poco propicias a la religión e incluso adversas, han experimentado que la fe se les difumina, que se agosta como las plantas en verano o se congela con el frío en invierno, y se les vuelve irrelevante para la vida. Ir tirando así no basta, y propicia un éxodo silencioso, sin ruidos ni traumas. Debemos hacer un alto en el camino para preguntarnos por la historia de nuestra fe; debemos interpelar con respeto a otros e interpelarnos personalmente sobre el significado de Dios en nuestra vida. La fe necesita ser avivada, despertada, alentada, formada, custodiada, defendida. Necesitamos personalizar más la fe y afianzarla con mayor hondura. ¿Qué creo, por qué creo, creo realmente, por qué marco distancias en relación con la Iglesia, que es la familia de la fe? ¿Qué me otorga la fe? ¿Qué he recibido al creer? ¿Por qué la tendencia a privatizar la fe es tan fuerte y padecemos la tentación de clandestinizarla? ¿Por qué en lugar de dar gracias a Dios por la fe y de testificarla valiente y humildemente, nos sentimos extraños y nos desentendemos?

    La fe es al mismo tiempo personal y comunitaria. Nadie puede creer en lugar de otro; pero, al creer, atravesamos el umbral de la Iglesia, dentro de la cual no estamos solos. El que cree en Jesucristo es al mismo tiempo hermano de otros cristianos dentro de la Iglesia. Sin decir personalmente a Dios “aquí estoy”, no somos creyentes; pero necesitamos que la comunidad cristiana nos acompañe, ayude y sostenga. La comunidad cercana, de dimensiones humanas familiares, está llamada a proporcionar gran parte de lo que el ambiente social aportaba en otros tiempos. Sin “sociedad cristiana” puede haber cristianos, pero sin comunidad la persona cristiana es un candidato al naufragio. Es muy conveniente que la fraternidad cristiana y la participación común en la parroquia se reflejen también en trato cercano y amistad, que tanto necesita el hombre de hoy, amenazado por el individualismo y el anonimato despersonalizadores.

    En nuestra Diócesis de Valladolid, la piedad popular es abundante y frecuentemente profunda. Tiene manifestaciones excelentes, en las que se expresa la fe personal y el alma de nuestro pueblo. Se unen en simbiosis fecunda la fe, la piedad, la cultura, la historia, la solidaridad, la idiosincrasia. En una carta a los seminaristas, el Papa escribió el 18-10-2010 : «A través de la piedad popular, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia (...). Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro (de la fe), pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el “Pueblo de Dios”». Es un patrimonio de fe y de piedad, de arte y de belleza, que está vivo y nos habla. El rostro de Cristo esculpido por imagineros geniales y creyentes al mismo tiempo es como una puerta abierta, una llamada, un reflejo de la trascendencia. En el rostro de Jesús reverbera la imagen del Dios invisible. La serie admirable de Crucificados en la Procesión General del Viernes Santo en nuestra ciudad es como un continuo centellear del amor, paciencia y compasión infinita de Jesús. Contemplar a Jesucristo atado a la columna, coronado de espinas, colgado en la cruz, con el rostro iluminado en la oscuridad de la noche; escuchar la música que rasga el silencio y acompaña el avanzar lento y grave de la procesión en medio de una multitud que desde las aceras y las plazas mira y admira sin hablar el sucederse ordenado de los “pasos” y sus cofrades, fácilmente toca y conmueve el corazón para recordarle la fe y despertarlo a la fe. Inmerso en ese acontecimiento religioso y cultural tan denso, el hombre puede escuchar estas preguntas: “¿dónde estás?, ¿qué buscas en la vida?, ¿qué has hecho de tu fe?”. La piedad popular tiene también su lugar en la nueva evangelización.

    c) “Dad explicación a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (cf. 1P 3,15)

    La publicación hace veinte años del Catecismo de la Iglesia Católica, que había sido pedido por el Sínodo Extraordinario de Obispos de 1985, es un hito señero en el itinerario posconciliar. Aquella Asamblea sinodal recordó con gratitud el Concilio Vaticano II, hizo un balance de su recepción, propuso unas claves de lectura de sus documentos (Iglesia misterio, comunión y misión), que fueron valiosas directrices en sucesivos Sínodos, e impulsó su actuación continuada en la vida de la Iglesia. El papa Juan Pablo II eligió para su publicación el 11-10-1992, a los treinta años de la inauguración del Concilio, ya que el Catecismo es fruto auténtico del Vaticano II. El Papa, en cuanto supremo custodio de la unidad en la fe, el amor y la misión, lo entregó a la Iglesia como «instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial y regla segura para la enseñanza de la fe» (Fidei depositum, 4) . La publicación del Catecismo fue recibida en algunos ambientes con cierta frialdad, en parte porque se sospechaban intenciones que aparecieron infundadas, y en parte porque no se distinguía bien lo que es un Catecismo Mayor de lo que es una “Suma Teológica”. Necesitamos probablemente hacer un acto de renovada confianza en el Catecismo. Su utilización, facilitada por los diversos índices, nos ayudará eficazmente a recordar, aclarar, precisar, retener y transmitir los contenidos de la fe y de la doctrina cristiana. Tiene cuatro partes, como el Catecismo del Concilio de Trento, que son como los pilares de la iniciación cristiana y de su maduración: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana. De forma sobria y clara se expone lo que creemos en el Símbolo de la fe, lo que celebramos en los sacramentos, el camino de vida y sabiduría que nos indican los Diez Mandamientos de Dios a la luz de la enseñanza de Jesús, y el Padre Nuestro, que es la oración del Señor. El Catecismo es referente seguro, normativo y obligado para otros catecismos, compendios y síntesis que aconseje redactar el servicio catequético y pastoral.

    La catequesis tiende a alimentar, cuidar y acompañar el crecimiento en la fe del cristiano. Es una actividad maternal de la Iglesia que mira a la formación de Cristo en sus hijos, a las raíces del árbol, a los cimientos del edificio, a los fundamentos del hombre creyente. El cristiano suficientemente formado y fortalecido podrá testificar la fe en medio de la complejidad del mundo, igual que el niño que habiendo madurado poco a poco afrontará la vida como un adulto.

    Un cristiano debe ser educado en la fe sin polémicas, sin criticismos, sin incertidumbres ni inseguridades, con afecto y confianza hacia la Madre Iglesia. En la catequesis no se deben transmitir hipótesis personales ni discusiones teológicas; son legítimas en sí mismas para que la Teología avance siguiendo el método que caracteriza su reflexión específica sobre la fe, pero la catequesis no es su lugar. No se catequiza con ensayos teológicos, ni con parcialidades, ni con fijaciones en unos puntos silenciando otros. La autenticidad de la fe es fundamento de la unidad de la Iglesia, como lo son también la esperanza y el amor. Si la fe se fragmenta, si se privatiza, si practica una selección en su integridad y pierde su armonía, se rompe la concordia de la comunidad cristiana.

    La adultez en la fe se levanta sobre unos cimientos sólidos y claros, compartidos eclesialmente, vigorosos y sencillos. Si la catequesis se centrara en contenidos que para unos serían el quicio de la fe y para otros serían opcionales, que unos “absolutizarían” en el sentido etimológico de la palabra (es decir, rompiendo la conexión del conjunto) y otros relativizarían, se quebraría la base sobre la cual debe asentarse el cristiano adulto, capacitándolo para discernir en su momento con criterios adecuados. Las contraposiciones, sin suelo común, dividen y crean malestar. La crítica prematura dificulta el crecimiento y genera escepticismo. Así no se propiciaría la formación de cristianos adultos y serenos con capacidad de futuro.

    El Catecismo no es simple reflexión de teólogos sobre el cristianismo, sino transmisión de la fe y de la doctrina cristiana, garantizada por la autoridad apostólica de la Iglesia. El Catecismo de la Iglesia Católica, que es un fruto maduro de la enseñanza conciliar, está llamado a prestar a la Iglesia un servicio inestimable, como sin duda viene ya ocurriendo.

    La predicación, la exposición de la doctrina cristiana, la orientación de la Iglesia católica en temas confusos y cuestiones controvertidas, la seguridad de pensar como piensa la Iglesia, sin convertir las opiniones particulares en competitivas con la enseñanza del Magisterio, se verán muy beneficiadas con la consulta habitual del Catecismo de la Iglesia Católica. El Catecismo es deudor de la renovación bíblica, litúrgica, teológica, patrística y ecuménica, como lo fue el Concilio Vaticano II. Con fidelidad a la Tradición de la Iglesia, ha acogido, previo discernimiento de los obispos como maestros en la fe, los frutos maduros del esfuerzo de generaciones de investigadores y teólogos, y está abierto a incesante profundización teológica y a la misión evangelizadora en nuestro tiempo.

    La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana es el gran desafío planteado actualmente a la Iglesia, y de manera particular en nuestras latitudes. Evangelización y fe cristiana son inseparables, ya que «la fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra de Cristo» (Rm 10,17). Como Diócesis, respondiendo a la convocatoria del Papa, nos implicamos en este trabajo evangelizador y pastoral inmenso; a todos invito cordial y encarecidamente. Tengamos la convicción de que también hoy, y desde posturas que aparecen distantes, se pide a la Iglesia que hable de Dios y que testifique su amor a los hombres.

    2. Algunas lecciones de la crisis actual

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    Los cristianos no vivimos la fe, la esperanza y el amor al margen de las situaciones históricas personales y sociales; la fe no es evasión, sino luz y fuerza de Dios en medio de la historia. No somos peatones de las nubes, sino caminantes que comparten con los demás hombres las incertidumbres, necesidades y forcejeos para vislumbrar la luz a distancia. Benedicto XVI escribió ante el Año de la fe: «La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin la fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino» (Porta fidei, 14). «Así como la fe se manifiesta en la caridad, así también la caridad sin la fe sería filantropía. En el cristiano, fe y caridad se exigen mutuamente, de modo que una sostiene a la otra» (Instrumentum laboris para la Asamblea del Sínodo de los Obispos de 2012, 123). La fe descubre el rostro de Jesús en quienes hallamos en el camino, y el amor es testificación de la fe. Pues bien, como cristianos nos preguntamos también por nuestra orientación en medio de la situación actual. ¿De qué forma nos ayuda el reconocimiento de Dios a cargar con el peso de la crisis y a trabajar sin desmayo por superarla?

    La crisis está siendo larga, dura y profunda; es como un tejido en el que tirando de un hilo han salido otros. No es una crisis solo económica y financiera, sino también laboral y social, personal y familiar. Afecta a las razones para vivir y esperar. Ha hecho crujir los mismos cimientos de la visión del hombre y de la sociedad. Consiguientemente, deben ser tenidos en cuenta todos los aspectos que la configuran. ¿No puede ser gestación de un nuevo estilo de vida en sociedad? Como la coyuntura actual ejerce un influjo muy fuerte en la vida de todos nosotros, también en la perspectiva de la fe, me ha parecido oportuno dedicar una reflexión detenida a esta cuestión.

    La crisis en que estamos inmersos golpea duramente a muchas personas y familias; incide de forma particular en los jóvenes, que padecen por el aplazamiento indefinido de su inserción laboral. Esta situación comporta penosas consecuencias: ¿preparados profesionalmente, para qué?; ¿cómo constituir en esas condiciones una familia?; ¿cómo no estar incómodos dentro de una sociedad que retrasa tanto su plena incorporación al trabajo digno y estable?; ¿cómo no sentirse humillados al continuar dependiendo de la familia, o al volver a depender de ella perdiendo la autonomía que ya habían alcanzado? Con la cabeza y el corazón debemos comprender su situación, y, a pesar de las pruebas, alentar su esperanza, comprometiéndonos con ellos en la realización de sus nobles aspiraciones y mejores sueños.

    La crisis, que ensombrece la vida entera, pasará, Dios mediante, al menos en algunos aspectos, antes o después, de una forma u otra. Probablemente nos hallamos en el umbral de una época nueva; la crisis ha puesto al descubierto cuestiones humanas de fondo, que deben ser consideradas de cara a su adecuada solución. No es solo cuestión financiera y económica, sino también laboral y social, de armonización de trabajo y familia, de trabajo y descanso, de distribución del trabajo disponible, ya que la mecanización, la informatización y la globalización crean situaciones nuevas. ¡Que no queden al margen personas, grupos sociales, poblaciones, naciones, continentes! La mirada profunda y el ancho horizonte ofrecen las perspectivas para medir por contraste nuestros problemas con los de otras personas y situaciones. La crisis es al mismo tiempo desconcierto y búsqueda, sufrimiento y esperanza, terminación de una etapa y vislumbre de otra, examen sobre los fallos cometidos y germinación de orientaciones futuras.

    ¿Qué lecciones podemos sacar de lo pasado y de lo que estamos aún pasando para aprender a proyectar con ellas el futuro? Me permito sugerir algunas enseñanzas de carácter humanista, moral y pastoral, convencido de que el hombre sobre el cual brilla la luz de Dios es referente y camino. Sin saber lo que es el hombre, ¿cómo vamos a acertar con las vías de su auténtico desarrollo? «Sin Dios, el hombre no sabe dónde ir, ni tampoco logra entender quién es (...). La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa» (Caritas in veritate, 78) .

    a) «Llevemos una vida sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12)

    La vida del hombre no depende de sus bienes, dice la sabiduría evangélica frente al necio que, víctima de la avaricia, olvida esta lección elemental. Leemos en el Evangelio: «“Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?” Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,19-21). La necedad consiste en no tener en cuenta a Dios en la vida y apoyarse en lo que no es Dios. Con penetrante sabiduría, san Juan de la Cruz tenía otro criterio: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (Dichos de luz y amor, 34). La adoración de Dios, la búsqueda y encuentro de la verdad, la contemplación de la belleza, el descanso en la amistad, la admiración de lo creado por Dios y descubierto por el hombre, sacian su corazón y su espíritu. ¿Cómo llena el hombre el tiempo que el progreso técnico, al exonerar de ciertos trabajos, deja a su disposición?

    Jeremías recriminó en nombre de Dios a Israel: «Una doble maldad ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua» (Jr 2,13). El hombre puede poner su corazón en cosas que no le sacian, e incluso le producen vacío. Si sustituye a Dios por las cosas, el hombre comete una doble equivocación, como hemos leído en Jeremías; si prescinde de Dios, el hombre se convierte para sí mismo en enigma. «Les ocultaré mi rostro, y veré cuál es su suerte, porque son una generación pervertida, unos hijos desleales. Me han dado celos con un dios que no es dios, me han irritado con sus ídolos vacíos; pues yo les daré celos con un pueblo que no es pueblo, con una nación fatua los irritaré» (Dt 32,20-21). Adorar lo que no es Dios convierte al hombre en no-hombre. La dignidad del hombre se fundamenta, custodia y promueve con el reconocimiento de Dios, a cuya imagen y semejanza fue creado (cf. Gn 1,27). Esta convicción tan razonable de la fe influye poderosamente en la orientación del hombre en medio del mundo. Con muchas imágenes expresa la Sagrada Escritura el mismo pensamiento: Dios es la Roca segura en que el hombre halla cimiento estable; Dios es la fuente donde el hombre bebe un agua que salta hasta la vida eterna; Dios es la luz que ilumina el camino del hombre y da sentido a su existencia. Dios llena el corazón del hombre; en cambio, si este dobla la rodilla y doblega el espíritu ante el dinero como suprema aspiración de su vida, crecido como la espuma con especulaciones sin miramientos éticos ni sociales, encierra su corazón en la caja de los caudales, como el avaro de las florecillas de san Antonio de Padua. Decía san Agustín: “Te conviertes en lo que amas”; si amas con todo tu corazón el dinero, que es medio para vivir y no meta de la vida, te sale cara de euro. Un dicho popular lo expresa paradójicamente: “Había un hombre tan pobre que solo tenía dinero”.

    Aunque a muchos parezca irreal, es, sin embargo, una lección básica el aprender a colocar la seguridad del hombre en Dios y no en las cosas; en lo que resiste a la usura del tiempo y no en lo efímero. La avaricia es una idolatría insaciable; se necesita sentido de la medida y percepción clara del valor del dinero. El dinero es necesario como medio, no como sentido y meta de la existencia. Amar a Dios con todo el corazón rescata al hombre de la esclavitud del dinero y lo libera para el amor del hermano y la solidaridad (cf. Mt 6,24).

    En la raíz de la crisis que nos envuelve y desasosiega se han dado cita probablemente las responsabilidades de todos. Michel Camdessus, que fue director del Fondo Monetario Internacional desde 1996 hasta 2000, respondió a un entrevistador a la luz de su experiencia: «¿De quién es la culpa de esta crisis? De todos. ¡Todos hemos buscado maximizar beneficios a corto plazo!». Y prosiguió: «Habrá más responsabilidad en unos que en otros, pero el dinamismo en busca del dinero rápido ha movido a todos. Habrá algunos más responsables que el ciudadano de a pie, como bancos centrales, gobiernos, instituciones financieras, pero la avaricia ha azuzado a todos». Propuso un trípode para el futuro: regulación, vigilancia y ética. La libre iniciativa y el libre comercio tienen como fin el bien común. La ética exige que los actores del mercado libre no cedan a la avaricia y se preocupen de los demás. Porque la ética pone a raya la avaricia, es muy importante fomentar la generosidad del corazón, la solidaridad en el compartir, la atención a los más vulnerables. La solidaridad debe impregnar las relaciones entre ciudadanos y pueblos, entre generaciones presentes y futuras. El cuidado de la tierra, sin esquilmarla, pensando en el porvenir de otras generaciones, es una forma importante de actuar con responsabilidad a favor de la familia humana.

    Al hilo de las reflexiones que venimos haciendo, se comprende que la fe en Dios tiene mucho que ver con la sobriedad, la ordenación sabia de la creación, y la libertad para no caer víctima del dinero y poder compartir. La felicidad, que el hombre ansía, no reposa en el consumo, el lucro, el poder. Todos podemos reconocer por experiencia que la felicidad no consiste en la acumulación de cosas, igual que la auténtica libertad no equivale a satisfacer todos los deseos y menos los caprichos. Hemos vivido, y a ello hemos sido frecuentemente estimulados, por encima de nuestras posibilidades y más allá de lo que dicta una sabiduría que no altera el orden de los medios y los fines. Quizá pensamos que sería un itinerario sin límites lo que en realidad era un ritmo desbocado. La plenitud del hombre no reside en el crecimiento material indefinido. O no hubo lucidez para prever la crisis, o, si se entrevió, se ocultó, o no hubo decisión para actuar consecuentemente. La avaricia incontenible, el consumo compulsivo, el capricho para gastar sin sentido, la competitividad orgullosa deben curarse con unas relaciones personales y sociales distintas. No solo de pan vive el hombre (cf. Mt 4,4); el dinero no es todo ni debe ser el señor del hombre. ¿No debemos meditar esta lección elemental cuando miramos al presente y el futuro desde la crisis? ¿Por qué no volvernos a Dios desde la dura experiencia a que nos han conducido muchos factores, entre ellos el olvido de Dios y la adoración del dinero?

    b) “Compartid las necesidades de los demás” (cf. Rm 12,13)

    Si la fe en Dios Creador de todo y Padre providente nos impulsa a vivir con sobriedad, sin ceder el señorío sobre nuestra vida digna al dinero, la misma fe en Dios y su reconocimiento nos impulsa a no desentendernos de los demás, como respondió Caín (cf. Gn 4,9). Cada uno de nosotros es cuidador de los otros compañeros de camino. Debemos compartir las necesidades de los hermanos en la familia de la fe y en la familia de la humanidad. El mismo Padre del cielo nos fraterniza. Los bienes de la tierra están destinados a la humanidad entera, que debe ser como una familia. Con unas bellas palabras de un himno de la Liturgia de las Horas: Levantemos «una ciudad para todos, / un gran techo común, / una mesa redonda como el mundo, / un pan de multitud». Todos estamos invitados a sentarnos a la mesa de los dones de la creación y a edificar una casa común.

    Todos formamos parte de la sociedad tanto en sus momentos de bonanza como en sus momentos de estrechez, unas veces con el horizonte luminoso y otras con el panorama oscurecido. Debemos contribuir generosa y sacrificadamente al bien común, y no solo beneficiarnos de él. Ninguna persona es como una isla; ningún grupo humano debe recorrer su camino sin pensar solidariamente en los demás. Nadie se basta a sí mismo ni es autosuficiente. La unidad fortalece a todos, vigoriza la esperanza y otorga capacidad para responder a los desafíos planteados con mayor eficacia y prontitud. La división, en cambio, debilita a la sociedad, merma el resultado de los esfuerzos, crea disgusto en todos y favorece el egoísmo.

    La familia es un recurso insustituible en situaciones de crisis; y, por lo mismo, en las fiestas se siente más su ausencia. Probablemente el momento presente haya despertado en muchos el sentido de familia, al tener que acudir a ella y experimentar su ayuda fundamental. La fecunda eficacia que otorga reposa decisivamente en su genuina identidad; la familia se funda en el matrimonio, que es la unión estable por amor de un varón y una mujer, para la mutua complementariedad y para la transmisión de la vida y la educación de los hijos. El hogar es cobijo especial en las situaciones de intemperie. Por ello, una lección que debemos recordar en la coyuntura que estamos atravesando es el agradecimiento, la defensa y la protección también legal de la familia. ¡Cuidemos esta comunidad de vida, este techo protector en la salud y en la enfermedad, en el gozo y en la tribulación, en la cercanía y en la distancia! El matrimonio no es una simple cuestión privada e individual; es un bien de la sociedad; la familia es un pilar insustituible de la misma sociedad.

    Desde que la crisis comenzó a arreciar, han surgido iniciativas encomiables tendentes a ayudar a las personas, y a paliar la penuria y sus consecuencias. Al pedir a Dios el pan de cada día, se fomenta nuestra disponibilidad para compartirlo generosamente con quienes, de cerca y de lejos, lo tienen inseguro e incluso escaso. La oración desencadena y promueve en nosotros el dinamismo de la solidaridad. Lealmente, no podemos pedir a Dios aquello a favor de lo cual no queremos realmente comprometernos. Pedir perdón a Dios implica y suscita disponibilidad al perdón; pedir el pan de cada día comporta fe en la providencia de Dios y anchura de corazón para partirlo con el hambriento. Los numerosos gestos, tantos y tan admirables, que se han multiplicado entre nosotros, son como lámparas que nos marcan por dónde debemos caminar. Una persona generosa estimula; una persona egoísta decepciona.

    Sin desconocer la ayuda de otras instituciones y personas, quiero agradecer públicamente a Cáritas, Manos Unidas, congregaciones religiosas, Banco de Alimentos, grupos cristianos, cofradías, etc., su colaboración ejemplar. Hay gestos y servicios, como comedores sociales, despachos de alimentos y vestidos, atención múltiple a personas necesitadas, que además de ser humanizadores reflejan el Evangelio de la misericordia de Dios. La colaboración de los cristianos debe ser inseparablemente transparencia de Jesucristo, el Buen Samaritano y el Salvador de la humanidad. La proliferación de estos gestos, unos conocidos y otros ocultos, responde a la multiplicación de situaciones de personas que han hallado de esta forma buenos samaritanos en el camino de su vida. Por supuesto, la atención más intensa a las necesidades básicas de las personas no cierra la mirada al horizonte de promoción social y de futuro. Junto con las familias, diversas instituciones de la Iglesia y de la sociedad prestan en la coyuntura presente una ayuda necesaria y muy apreciada socialmente.

    ¿Cómo no recordar a los numerosos voluntarios? Es motivo de satisfacción el que, a medida que aumentaban las necesidades, haya aumentado el número de voluntarios y la colaboración económica. Al tiempo que Cáritas advertía a la sociedad de que la pobreza se extendía, se intensificaba y se “cronificaba”, han respondido muchas personas para prestar su ayuda generosa. Un voluntario social cristiano ejerce un servicio que procede de un corazón animado por el amor de Dios y del prójimo. En nombre de la Iglesia y de los beneficiados por este servicio, agradezco su generosidad a todos los voluntarios. Animo a proseguir con estas tareas tan solidarias y tan expresivas de la misión de la Iglesia. Siempre hay lugar para ejercitar la compasión del Buen Samaritano, que incluye sentimientos nobles y servicio sacrificado. El amor cristiano mueve a pensar bien, a sentir compasión y a actuar fraternalmente.

    «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). El que da no debe engreírse ni humillar a quien recibe (cf. 2Co 9,6 ss.). No solo damos algo; también queremos darnos a nosotros mismos, ya que el ser es más que el tener, tanto en el que da como en el que recibe. La comunicación de bienes debe acrecentar la fraternidad.

    El lema de Cáritas “Vive sencillamente para que otros, sencillamente, puedan vivir” señala una vía necesaria para superar la crisis actual. Une la sobriedad con la fraternidad, la vida basada en la sencillez y la esperanza del Evangelio, según el cual los pobres y excluidos deben encontrar justicia y caridad traducidas en gestos cotidianos que respondan a su dignidad personal. ¡Un desarrollo abierto a todo el hombre y a todos los hombres contribuirá eficazmente a la auténtica superación de la crisis! (cf. Caritas in veritate, 21).

    c) “Manteneos firmes en la tribulación” (cf. Rm 12,12)

    La esperanza, junto con la sobriedad, que es el reverso de tener en Dios el tesoro de la vida, y la solidaridad, que mueve a compartir las necesidades de los hermanos, es otra gran lección que debemos aprender en la crisis actual. La esperanza cristiana posee la capacidad de soportar pruebas, de no perder la calma e incluso de conservar la alegría del espíritu. ¿Cómo podemos salir de este bache que comporta tantos sufrimientos? Con lamentaciones sobre el estado de cosas y con acusaciones mutuas, nada se consigue. Es verdad que alguien no tuvo perspicacia para otear los peligros, alguien no fue honrado, alguien no tuvo valor para tocar el timbre de alarma y provocar el cambio, alguien empleó su inteligencia para especular con el dinero desentendiéndose de los demás. Pero, afirmado esto, se necesita la esperanza que se resiste a la resignación e inclina a la fortaleza para afrontar las dificultades con decisión y ánimo de superarlas. La esperanza no es sinónimo de euforia, ni inconsciencia ante la dureza de la situación. La esperanza es operativa: si no actúa, no pasa de ser un deseo; la esperanza se acendra y fortalece con las pruebas. La situación presente reclama personas de esperanza con todas las posibles perspectivas que incluye esta virtud humana y teologal. La peregrinación del hombre es alentada por la esperanza de alcanzar la Patria; y por la resurrección de Jesucristo hemos renacido a una esperanza viva para una herencia incorruptible (cf. 1P 1,3 ss.).

    La esperanza impulsa incesantemente a gestar proyectos y planificaciones de futuro, que los técnicos elaboran. La esperanza anima a buscar de manera concreta e histórica vías de solución a los problemas personales y sociales de la hora presente. La Iglesia no tiene soluciones técnicas para superar la crisis; pero nutrir la esperanza para que el hombre no se desaliente, no se postre y no tire la toalla, es un servicio precioso.

    La esperanza cristiana se apoya, en definitiva, en Jesucristo muerto y resucitado; es una esperanza pascual que arranca en la oscuridad de la cruz y conduce a la gloria de la resurrección. Con esta esperanza podemos esperar a pesar de los signos contrarios. La esperanza en Dios no defrauda. Los cristianos queremos ofrecer esta esperanza trascendente a los demás conciudadanos en la presente situación personal, familiar y social. El que espera en Dios, que ha resucitado a Jesucristo de la muerte, no espera solo para sí; queremos ofrecer la esperanza, y sus impulsos de aguante, de generosidad y de decisión de cara al futuro, como un servicio a los demás.

    Las actitudes de los demás repercuten en nosotros. Si una persona egoísta y corrupta nos produce tristeza y desencanto, una persona generosa, en cambio, alumbra la oscuridad y estimula en el camino del bien. Los cristianos, unidos a Jesucristo muerto y resucitado, podemos luchar sin desánimo contra el decaimiento que produce a veces la pesadumbre de la vida y la oscuridad del futuro. La esperanza no es evasión inútil; posee un sentido humanizador para las personas y la sociedad; apuesta incansablemente por despertar a los somnolientos y activar los esfuerzos requeridos, aunque las dificultades sean grandes y la luz sea tenue.

    El Año de la fe, en cuyo umbral nos encontramos, ya que comenzará el 11-10-2012, es una oportunidad para descubrir el sentido de Dios en la realidad humana con su anchura y profundidad: persona, matrimonio y familia, economía, trabajo, ciencia, arte, cultura, política. ¿No es verdad que hemos ganado tiempo libre, pero hemos perdido el sentido de la fiesta? ¿No puede ser la crisis, que nos envuelve a todos como una niebla y que produce sufrimientos incontables, una oportunidad para redescubrir que el hombre es frágil, que dejado a sus fuerzas se tambalea, y que debe volverse a Dios cuando se conmueven los cimientos? ¿No comete una insensatez el hombre si llega a decirse a sí mismo: “Yo estoy seguro, no vacilaré jamás”? ¿Por qué quiere el hombre prescindir de Dios? ¿Por qué no se fía de un Dios que es Amor? ¿Por qué se niega el hombre a contar con la luz de la fe al proyectar su desarrollo, estando constitutivamente abierto a Dios? Las realidades seculares son autónomas, es decir, tienen normas propias de funcionamiento, pero no son independientes de Dios, Creador de todo (cf. Gaudium et spes, 36).

    La crisis, que había irrumpido durante la redacción de la Encíclica Caritas in veritate, aconsejó pensar en profundidad cómo las dimensiones y características de la misma afectaban a la doctrina que se estaba formulando; consiguientemente, tuvo que ser retrasada su publicación. Hoy podemos afirmar que, aunque nació más tarde, nació a tiempo. La Doctrina Social de la Iglesia, de la cual Caritas in veritate es un capítulo actual e importante, debe ser estudiada nuevamente durante este Año de la fe. Posee una perspectiva misionera que es parte de la nueva evangelización (cf. Instrumentum laboris, 130). ¿Cómo podemos hablar de Dios al margen de la realidad que somos y en que estamos insertados?

    Al terminar estas reflexiones en el umbral del Año de la fe, al que nos ha convocado muy oportunamente el papa Benedicto XVI para celebrar los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II y los veinte de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, nos dirigimos al Señor con la invocación recogida en el Evangelio: «Creo, pero ayuda mi poca fe» (Mc 9,24). “Señor, creemos, pero aumenta nuestra fe”.

    Ponemos nuestras necesidades de pan y de solidaridad, de fe y de esperanza, de concordia en el amor de Dios y de los hermanos, en el regazo maternal de la Virgen María. Ella, “Madre de misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra”, nos acompaña en nuestra peregrinación por la historia. Santa María, “ven con nosotros al caminar”. “Sostén el ritmo de nuestra espera”.

    Valladolid, 8 de septiembre de 2012, Fiesta de Nuestra Señora de san Lorenzo, Patrona de la ciudad de Valladolid.

    † Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid