Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creador del cielo y de la tierra»

1 de diciembre de 2012


Temas: Dios y creación.

Publicado: BOA 2012, 649.


En mi última carta os informé sobre la Asamblea del Sínodo de los Obispos , concluida el 28-10-2012 , en la que participé representando a la Conferencia Episcopal Española. Hoy quiero retomar la exposición del Credo, que deseo comentar a lo largo del Año de la fe . Es una síntesis realizada en los primeros siglos de la Iglesia, que recitamos particularmente en la celebración eucarística, uniendo los labios y el corazón. Como decía san Agustín, el Credo debemos retenerlo siempre en la mente y en el corazón; habiéndolo aprendido de memoria siendo niños, debemos recitarlo muchas veces. Aprender el Credo y el Padre Nuestro es tarea de la iniciación cristiana. A medida que vamos madurando, comprendemos mejor lo que significan las palabras y qué alcance tienen para la vida.

De la creación nos habla muchas veces la Sagrada Escritura. Hay dos relatos de la creación en los dos primeros capítulos del Génesis, las primeras páginas de la Biblia; los relatos tienen una forma literaria que estudian los técnicos, de cuyo trabajo nos beneficiamos todos. Los relatos no pretenden responder a las preguntas sobre cómo y cuándo ha surgido el cosmos, ni cómo y cuándo ha aparecido el hombre sobre la tierra. Son preguntas legítimas que se hace la ciencia y nos hacemos todos. Pero la Sagrada Escritura y la fe se sitúan en otro plano y en otro orden de cosas: ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es el origen, la meta y el sentido de la vida? ¿Procede todo de la casualidad? ¿Somos víctimas de un destino ciego? ¿Es todo como un caos dominado por poderes anónimos e incontrolados? Podemos afirmar que la Sagrada Escritura nos enseña no cómo va el cielo (firmamento), sino cómo se va al cielo, cómo debemos proceder para llegar a la plenitud de la vida, que es la salvación eterna. Del agua, por ejemplo, habla la química, y las obras para el consumo y la producción, y también la poesía; el agua purifica y da fecundad a la tierra, y tiene un sentido especial en el Bautismo. Es bueno que la ciencia y la fe se relacionen como hermanas bien avenidas; la fe abre horizontes a la razón y puede fortalecerla en su trabajo, y la razón ayuda a la fe para evitar degradaciones de tipo fundamentalista o instrumentalizaciones hasta violentas. Razón y fe son como las dos alas con las que se levanta el hombre hacia la verdad.

Al profesar en el Símbolo de la fe que Dios es el Creador del cielo y de la tierra, decimos que todo tiene su origen en la sabiduría, el amor y el poder de Dios. No nos hemos creado a nosotros mismos, ni somos autosuficientes; tampoco nos hemos marcado nuestra meta última. Dios crea libremente, “de la nada”, como atestigua la Sagrada Escritura; no había algo previo y preexistente sobre lo cual Él actuó. Hay tres expresiones bíblicas que aparecen iluminándose unas a las otras: Dios crea de la nada, resucita a los muertos y puede darnos una vida nueva con el perdón de los pecados (cf. Rm 4,17; Sal 51,12). La fe en Dios Creador afianza nuestra esperanza en Dios “Resucitador”, en la vida eterna. Una oración de la Vigilia pascual relaciona la primera creación y la recreación por la resurrección de Jesucristo. Es fuente de serenidad reconocer que Dios es el origen, guía y meta del universo.

Ante el origen de la vida, ante la inmensidad del mundo, ante el ADN de la vida, ante la belleza de la creación, la Sagrada Escritura nos invita muchas veces, con salmos y cánticos, a bendecir a Dios (cf. Sal 104; Dn 3,51-90). Cuando vivimos en relación de fe y amor con Dios, percibimos su mano, su presencia, su amor y su grandeza. El Cántico de las criaturas de san Francisco de Asís nos enseña a alabar a Dios, hasta por la “hermana muerte”.

En la creación del cielo y de la tierra, el hombre ocupa el lugar culminante. Es la cima de las criaturas; por ello, si al crear las cosas vio Dios que era bueno, el hombre creado a su imagen y semejanza le pareció muy bien. Dios creó al ser humano hombre y mujer, con idéntica dignidad y con la misión de dominar la tierra, de investigar la naturaleza, de vivir en armonía y de transmitir la vida. Dios otorgó al hombre el mando sobre las obras de sus manos; para cuidar la creación y hacerla fecunda, pero sin esquilmarla; para poner nombre a los animales (cf. Gn 2,19-20) en señal de señorío, pero sin maltratarlos. El hombre es como el administrador que domina el mundo en nombre de Dios, siendo responsable ante Él. Debe amar y respetar a los demás hombres; debe servirse de las criaturas ordenadamente. No le es lícito alterar el orden de las cosas ni cambiar la ley natural, inscrita por Dios en el mundo y en el corazón del hombre. Si violentamos la naturaleza, terminamos siendo víctimas, como sabiamente enseña el dicho popular o al menos bastante conocido: “Dios perdona siempre, el hombre a veces y la naturaleza nunca”.

Viviremos bien orientados humanamente si nos dejamos regular por Dios, nuestro Creador, cuya sabiduría cantan los cielos y podemos aprender en nuestra condición humana. Dios ama todo lo que ha creado (cf. Sb 11,24-26); no abandona la obra de sus manos. Si respetamos al hombre y al mundo, encontraremos en él hogar para todos, serenidad y confianza. Si nos hacemos señores absolutos, negando el encargo recibido de Dios como administradores, introducimos en todo desavenencias. Cuando Adán y Eva desobedecieron a Dios, el paraíso dejó de ser un jardín, se escondieron de Dios, se acusaron mutuamente, el trabajo se les hizo penoso y la tierra produjo cardos (cf. Gn 3). Todas estas imágenes son muy elocuentes también para nosotros. La comunión con Dios, en cambio, nos otorga el descanso por el que suspira nuestro corazón inquieto, nos hermana con los demás hombres, nos reconcilia con nuestra existencia y sus altibajos, y abre nuestros oídos para escuchar en la creación las noticias de su Autor (san Francisco de Asís).