Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Tú eres mi hijo, el amado; escuchadlo»

1 de febrero de 2013


Temas: Jesucristo (vida oculta y pública).

Publicado: BOA 2013, 22.


El Credo, que venimos comentando durante el Año de la fe , pasa inmediatamente del nacimiento de Jesús a su pasión, sin aludir a su vida pública. Antes de la Carta del papa Juan Pablo II , ocurría lo mismo con el Rosario; pasaba del último misterio gozoso, “Jesús perdido y hallado en el templo”, a la oración en el Huerto antes de la pasión. El Papa añadió los misterios luminosos: el Bautismo del Señor, la revelación en las bodas de Caná, el anuncio del Reino de Dios invitando a la fe y a la conversión, la transfiguración y la institución de la Eucaristía. Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica , entre el artículo tercero, sobre la concepción de Jesucristo por el Espíritu Santo y el nacimiento de Santa María Virgen, y el cuarto, sobre su pasión y muerte, ha introducido un texto largo sobre “los misterios de la vida de Cristo” (nn. 512-570). Desde hacía tiempo era reclamado un apartado sobre esta cuestión en la Cristología. Por lo dicho, se comprende que hoy no comentamos ningún artículo del Credo, sino que, apoyándonos en el Catecismo, tratamos sobre los misterios de la vida oculta y pública del Señor.

El marco de comprensión de estos misterios es, por un lado, la encarnación del Hijo de Dios, y, por el otro, la muerte y resurrección, es decir, la pascua, que proyecta su luz sobre la vida entera de Jesús. Recuerda el Catecismo los misterios de la infancia y de la vida oculta, dentro de los cuales debemos subrayar la sumisión de Jesús a María y José, y el valor de la vida cotidiana y del trabajo, ya que el Hijo de Dios «trabajó con manos de hombre» (Gaudium et spes, 22) . De la vida pública enumera los siguientes misterios: el bautismo, las tentaciones, la buena noticia del Reino de Dios, los signos, milagros y prodigios, la formación del grupo de los discípulos y de los Doce como inicio de la Iglesia, la transfiguración, la subida a Jerusalén y su entrada mesiánica en la ciudad santa. La vida pública de Jesús se resume a veces en el Nuevo Testamento con las palabras “pasó haciendo el bien”; hizo y enseñó, predicaba el Evangelio y curaba a los enfermos (cf. Mt 4,23; Hch 1,1; 10,38).

Cada uno de los misterios del Señor debe ser meditado detenidamente, leyendo la Palabra de Dios con fe y en ambiente de oración. A ello nos invita el Padre tanto en el bautismo de Jesús como en la transfiguración, que son dos acontecimientos semejantes entre sí. El bautismo abre la puerta a la primera parte de la actividad pública de Jesús: escuchadlo cuando anuncie la cercanía del Reino de Dios con poder y misericordia. Y la transfiguración tiene lugar al comenzar la segunda parte de su actividad apostólica, después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo en nombre de los demás y con la consiguiente promesa de Jesús a Pedro (cf. Mt 16,18), anunciando a los discípulos que suben a Jerusalén que allí será rechazado y condenado a muerte. Pero este discurso no les entraba en la cabeza a los discípulos de la primera hora, como tampoco a nosotros, que no comprendemos y nos resistimos a aceptar el camino de la cruz.

Justamente en esta situación, Dios, en la transfiguración de Jesús, lo presenta como a su Hijo amado, invitando a que lo escuchen también cuando desarrolle su forma propia de ser el Mesías y de cumplir la misión que el Padre le ha confiado, a saber, a través de la obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz. Juan Pablo II, en su Carta sobre el Rosario, asignó sendos misterios al bautismo de Jesús por Juan en el Jordán (cf. Mc 1,9-11) y a la transfiguración, según la tradición, en el monte Tabor. En la transfiguración estaban presentes los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, que presenciarían en Getsemaní la agonía y la angustia de Jesús ante la muerte que se avecinaba, y al mismo tiempo la oración al Padre, llamándole también entonces con un acento entrañable “Abbá” (cf. Mc 14,36). De esta manera, la transfiguración debe fortalecer la fe de los discípulos, ya que fue como un destello transitorio en el rostro resplandeciente de Jesús en su glorificación. El rostro de Jesús será desfigurado en la pasión, pero ha sido transfigurado en el monte como anticipo de la luz de su resurrección. La presencia de Moisés y de Elías conversando con Jesús representa el testimonio de la Ley y los Profetas acerca de los designios de Dios Padre sobre Jesús, su Hijo querido encarnado y Salvador nuestro, que fue entregado por nuestros pecados.

En la vida de Jesús se manifiesta de vez en cuando el misterio que le habita, el misterio del Hijo de Dios compartiendo nuestra vida y emitiendo signos de su condición divina y de su poder salvador.

Podemos decir, con palabras de la Exhortación Apostólica del Sínodo sobre la Catequesis, Catechesi tradendae: «La vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación total del sacrificio de la cruz por la salvación del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación» (n. 9).

Los misterios de las vidas oculta y pública de Jesús nos acompañan en el itinerario desde su infancia hasta su pasión y muerte, que pasaremos a comentar próximamente siguiendo el Credo de la fe de la Iglesia.

Meditemos los misterios de la vida de Jesús en las pocas semanas que nos ofrece este año litúrgico antes del comienzo de la Cuaresma, que será el 13-2-2013. ¡Que la Virgen María nos acompañe en la contemplación de los misterios de Jesús, como sucede en el rezo del Rosario!