Cofradía Las Siete Palabras
José Heras Rodríguez, párroco de Santiago Apóstol y Santísimo Salvador

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Homilía

Semana Santa 2013

Sermón de las Siete Palabras

29 de marzo de 2013


Temas: Siete Palabras y Credo.

Publicado: BOA 2013, 146.


  • Introducción
  • 1. «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»
  • 2. «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
  • 3. «Mujer, ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre»
  • 4. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
  • 5. «Tengo sed»
  • 6. «Todo está cumplido»
  • 7. «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»
  • Conclusión

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    «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Fue el grito del centurión romano al expirar Jesús. Su respuesta a las siete palabras, que escuchó con el corazón. La confesión de fe de un pagano que vio, oyó y creyó.

    También yo confieso... perdón, nosotros confesamos, en este Año de la fe , en esta mañana de Viernes Santo y en Valladolid, lugar de autos de fe, que el que grita las siete palabras es Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador. Confieso, con mis debilidades y espaldas dobladas, que Cristo es el verdadero Ecce Homo, el que endereza a las personas, a las familias, a las ciudades, a las naciones que ya se doblan. Profeso con gozo y gratitud la fe en Jesucristo. Es el mayor regalo, transmitido, principalmente, por mis padres y catequistas, en Pozal de Gallinas, mi pueblo querido.

    Queridos hermanos y hermanas: Hemos venido a escuchar las palabras de Jesús crucificado, el que, siendo de condición divina, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo. Saludo, en primer lugar, a los que más sufrís el peso de la cruz, presentes acá, en esta Iglesia Catedral, o en otros lugares, y a todos los que seguís este acto a través de las ondas. Saludo a todos los presentes: Sr. Arzobispo, autoridades civiles, militares y eclesiásticas, que servís al bien común. Saludo a la Junta de Cofradías y a cada cofrade; especialmente a los de las Siete palabras, a quienes agradezco su invitación y confianza. Saludo también a los turistas, a los curiosos y a los vallisoletanos en general. Todos somos peregrinos, como nos han pregonado esta mañana lluviosa, y nos decía en sus últimas palabras como papa Benedicto XVI . Proclamo las siete palabras, no por tener un nombre importante, sino como párroco de Santiago Apóstol-Santísimo Salvador y consiliario de la Cofradía; y en este Sermón voy a dar voz a varias personas de la Parroquia, que también han intervenido. Me presento esta mañana ante vosotros débil, y me glorío en mis debilidades. Solo deseo una cosa hoy: no que salga bien, sino que Él sea glorificado.

    En la película La rosa púrpura de El Cairo, el protagonista sale de la pantalla e introduce a los espectadores como actores, para que no la vean pasivamente, sino que todos se impliquen. Aquí estamos personas de diversa edad y experiencia de fe, pero todos estamos invitados, en este atrio de los gentiles, a implicarnos en la siembra de los nuevos valores que salen del Calvario. Por Cristo hay que mojarse. Cristo, en su momento de agonía, nos ama hasta el extremo, nos introduce en su pasión y nos regala —esta es una mañana de regalos para ti— siete palabras. Septem Verba, como subraya el bello soneto del Pregón.

  • Siete palabras de rescate, en tiempos de rescatar economías y bancos; siete semillas que caen una tras otra del árbol de la cruz, que pueden germinar en el asfalto de tu calle o plaza de Valladolid, y que pueden florecer esta mañana en el corazón de cada uno, para mejorar esta tierra.
  • Siete palabras del Maestro, desde el mejor púlpito, el de la cruz, para la nueva evangelización y la nueva creación. Siete palabras que revelan la identidad de la única Palabra: el Verbo encarnado. No son palabras improvisadas ni fragmentos; tienen unidad y reflejan una vida entregada.
  • Siete palabras que muchos han escuchado y plasmado en música —como Dubois o Haydn—, en pintura, y en las grandes obras escultóricas de los pasos de Semana Santa, que son más que arte; han nacido de los adentros del alma del artista —sabéis que Gregorio Fernández rezaba antes de hacer sus imágenes— y son “lugares teológicos”. Son palabras de unas comunidades vivas. Estas obras, en este Año de la fe, han ayudado a la transmisión de la fe. Estas siete palabras sintetizan el Credo.
  • Por eso, con los ojos fijos en Él, como la gente en la sinagoga de Nazaret, y con el corazón en ascuas, aunque haga frío, porque “lo esencial es invisible a los ojos”, os invito a que miremos al Varón de dolores, que tiene la puerta abierta —Porta Fidei se titula la Carta Apostólica de convocatoria del Año de la fe — por la llave de los clavos. Confesemos hoy, con todos los sentidos: “Creo...”.

    1. «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»

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    «Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”» (Lc 23,33-34).

    ¿Qué es la cruz? Un árbol. «¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza. Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto!», hemos rezado en el Himno de Laudes esta mañana santa. Del árbol de la cruz, donde está clavada la salvación del mundo, cae hoy el fruto del perdón del Padre. «De ti, madero santo, nos viene la redención», cantaremos esta tarde en todas las comunidades. Sabéis que en el paso de esta palabra está el Cristo de los Trabajos, de Laguna de Duero, una advocación muy sugerente hoy, ante la realidad lacerante del paro. Quizás tú, que estás escuchando, ves imposible encontrar trabajo.

    Las tres primeras palabras del Crucificado no buscan gritar su sufrimiento; le duele más tu sufrimiento. «Y llevó los pecados de muchos e intercedió por los culpables» (Is 53,12). Pendiente de la cruz, Jesús oye los insultos de los paseantes, la burla de las autoridades, el silencio pasivo y apático de la gente que estaba allí mirando, y, en vez de quejarse y pedir venganza contra ellos, rompe su silencio para hablar con el Padre bueno y pedir el perdón. En esta oración no se acuerda de sus penas ni pide ayuda en su aflicción. Pide perdón sin nombrar a nadie, porque no quiere excluir a nadie, y a cada golpe responde con perfumes y flores: «Perdónalos».

  • Perdón a los que se burlaron, lo clavaron en la cruz y echaron a suerte sus vestidos.
  • Perdón a Pilato, que pronunció la sentencia y se lavó las manos. A los que gritaron «¡crucifícalo!».
  • Perdón a los sumos sacerdotes y letrados que lo acusaron falsamente.
  • Perdón a los Apóstoles, que lo abandonaron; a Pedro, que lo negó; y a Judas, que lo entregó.
  • Perdón al primer hombre y a su descendencia, porque «cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5,10). En ese perdón estás tú y estoy yo. En cualquier pecado, el perdón.
  • Jesús sí pone en práctica su mensaje: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian» (Lc 6,27-35). Perdonad hasta setenta veces siete... Y disculpad: «no saben lo que hacen».

    Así es Dios, el Padre que Jesús nos revela y entrega: misericordioso. El Dios del perdón y del amor que «disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites» (1Co 13,7). El «Dios que no envió a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo» (Jn 3,17). La falsa presentación del rostro misericordioso de Dios puede llevar al fanatismo religioso y hasta al ateísmo.

    Algunos os preguntaréis para qué sirve el perdón. Teresa de Calcuta nos dice: «La mayor enfermedad hoy en día no es el sida, la lepra ni la tuberculosis, sino más bien el sentirse no querido, no perdonado, no cuidado, abandonado. El mayor mal es la falta de amor y caridad, la terrible indiferencia hacia nuestro vecino que vive al lado de la calle, asaltado por la explotación, la corrupción, la pobreza y la enfermedad».

  • Acoger el perdón de Jesús enseña a perdonar y perdonarse, a sanar muchas heridas y a responder con la máxima justicia; como Zaqueo, que al sentirse perdonado devuelve lo robado y da la mitad de sus bienes a los pobres. «¡Cómo alegra el corazón la justicia, cuando uno ve que hay igualdad y alcanza para todos!» (papa Francisco).
  • Acoger el perdón que brota del madero de la cruz lleva a tener los sentimientos del Corazón de Cristo y a ser sus testigos; como los mártires, que mueren gritando: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7,60); como las hijas de Aldo Moro, asesinado por las Brigadas Rojas, que respondieron a los periodistas: «¿De que os admiráis porque hayamos perdonado a quienes mataron a nuestro padre? Lo hemos aprendido de Jesús».
  • Apúntate a esta apuesta atrevida de Jesús; a esta cultura de la misericordia y de la ternura. Es una salida para la crisis y una forma nueva de afrontar conflictos, porque nada pesa tanto como la incapacidad para perdonar.

    Mirando a Jesús, o mejor, por Cristo, con Él y en Él, nos dirigimos al Padre, al que nos regala en esta palabra, y profesamos: «Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra».

  • Creo en Dios Padre, que no envía a nadie a la hoguera. Que «está deseoso y gozoso de estar con sus hijos», como decía santa Teresa de Jesús; que nos ha creado para hacernos partícipes de su felicidad.
  • Alabo al Creador que no abandona la obra de sus manos, y nos llama cada mañana a recrear el mundo. Creo en Dios origen, guía y meta del universo, que quiere que el mundo sea una gran casa y una gran familia.
  • Creo en Dios, que perdona siempre y hace salir el sol y llover sobre todos, malos y buenos. Creo en el Dios revelado por Jesús y entregado en esta palabra.

    2. «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso»

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    «Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”» (Lc 23,39-43).

    La cruz, árbol de perdón en la primera palabra, se convierte ahora en puerta que lleva al paraíso: «Mirad de par en par el paraíso, abierto por la fuerza de un cordero», hemos proclamado también hoy en el Himno de Laudes. Cristo nos abrió todas las puertas, nos ganó todas las batallas, como el Cristo del paso de esta palabra. Las tres cruces parecían iguales y los tres crucificados parecían morir igual. Pero mirando de cerca, si tú miras de cerca, se descubre que uno de ellos tiene la salvación. Dimas sabe aprovechar la oportunidad, y resuena en él el perdón pedido por Jesús al Padre en la primera palabra. «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».

    Jesús no tiene buena memoria. Si hubiéramos sido tú o yo, le habríamos contestado: “No te olvidaré, pero tus crímenes tienen que ser expiados, al menos, con algunos años de purgatorio”. Sin embargo, Jesús le responde: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso». «Te aseguro»: ¡qué autoridad! «Hoy»: ¡qué prontitud! «Conmigo»: ¡qué compañía! «En el paraíso»: ¡qué descanso!

    Ese “hoy” es como el “hoy” de Belén —«hoy os ha nacido un Salvador»— y el de la sinagoga de Nazaret —«hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír»—; es hoy cuando los pobres y pequeños sienten, cuando el ladrón siente latir esas entrañas de misericordia de Jesús, ese beso de ternura del Maestro. Si los pobres no perciben en la vida de la Iglesia y de cada cristiano algo bueno, estamos más lejos de Jesús que el ladrón. Si la Iglesia de hoy, nosotros, nos contentamos con los llamados “buenos” y no salimos a los caminos a escuchar y a invitar a la mesa, estamos lejos del Señor. ¿El papa, con su nombre de Francisco, no nos está indicando un mayor compromiso de la Iglesia con los pobres? La pobreza es algo que está en la raíz y en la dimensión social de nuestras cofradías. Como en la enseñanza, es algo troncal, no optativo, en la vida de un cristiano. En este tiempo de crisis económica y de rescates, con grandes intereses, Cristo nos rescata sin pedirnos nada a cambio. Nos rescata hoy, tiempo nuevo de gracia. Podemos, puedes, empezar una vida nueva.

    Ese “conmigo” se convierte en un agarradero y una puerta abierta a la esperanza; en un verdadero beso y encuentro. El beso entre Dimas y el Maestro es de paz y simboliza el beso a cualquier víctima; un beso muy distinto al de Judas. ¿Son así los besapiés en nuestras cofradías? Permitidme una experiencia: cuando celebraba la Eucaristía los domingos en el módulo de mujeres del Centro Penitenciario de esta ciudad, al terminar, besaba el libro; y recuerdo cómo una mujer me preguntó: “¿Por qué besas el libro, cura?”. Le dije: “Porque lo quiero”. Al domingo siguiente, quien hizo la lectura, al terminar, empezó a dar besos al libro; yo le pregunté por qué lo hacía, y me contestó: “¿Solo tú tienes derecho a la caricia de Jesús? ¿Puedes apropiarte del Señor?”. Descubrí que el Señor logra que nadie nos pueda robar la esperanza.

    ¿Y qué es el “Paraíso”? Es «tener la luz, la paz, la casa juntas» (José Luis Martín Descalzo). No son los paraísos turísticos, y menos los fiscales, que engañan con la felicidad y crean más barreras de injusticia. El paraíso que no engaña es el que lleva a la verdad, y ese es Jesucristo.

    Con los ojos fijos en Él, como el Buen Ladrón, al que san Anselmo llama venerable mártir, le pido que «derrame sus mercedes sobre nosotros para poder gozar de la Gloria, como el Buen Ladrón en el Reino de los cielos». Con los ojos fijos en Él, como el Buen Ladrón, del que san Agustín dice que hace profesión de fe al llamar a Jesús Redentor y Señor, yo también confieso en esta mañana: «Creo en Jesucristo».

  • Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios, que descifra el misterio de Dios y del hombre.
  • Creo en Jesucristo, que pasó haciendo el bien y predicando el Reino de Dios.
  • Creo en Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte.
  • Creo en Jesucristo, que camina con nosotros y regala el Paraíso... Es el Señor.

    3. «Mujer, ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre»

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    «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la recibió como algo propio» (Jn 19,25-27).

    La cruz, árbol y puerta en las palabras anteriores, se convierte ahora en casa, y de ella brota el fruto de la nueva familia: la Iglesia. En la fe cristiana también es troncal ser Iglesia, hacer comunidad, engendrar hijos nuevos. Cerca de los crucificados se permitía estar a los familiares. Y las madres siempre están junto a las cruces de sus hijos; ¿pasa lo mismo cuando los padres están en la cruz del dolor, de la ancianidad? Jesús, después de mirar a los verdugos y a los malhechores ajusticiados con Él, pone la mirada en su madre y en el discípulo amado. ¿Para no dejarla sola y dejar su cuidado a Juan? No, la mirada es más profunda; es para una segunda anunciación, una segunda propuesta que Dios le hace: “¿Quieres a este hijo?”.

    María dice “sí” a esta propuesta, y acoge como hijos a los asesinos de su Hijo. Y Jesús, o mejor, la Santa Trinidad, nos entrega el regalo más preciado: a María, la mujer en toda su feminidad, ternura, humildad, compasión, encarnada en el pueblo y con todos sus derechos; a María, madre de la Iglesia y legado para la humanidad. Con su “sí” junto a la cruz, nos acepta como a hijos para ejercer con fidelidad y ternura el ministerio de madre: amar, trabajar, luchar, cuidar, educar, escuchar, esperar, transmitir la fe, sacrificarse, sentar a la mesa a los hijos y hacer que crezcan como hermanos. Bien sabéis de esto las que sois madres. Unos padres con los hijos en paro me decían: “Los padres se tienen para lo que haga falta. Somos amparo y apoyo siempre, y más en situaciones difíciles, como en estos momentos de ‘yo débil’ y con bajas defensas. El reencuentro familiar corrige el camino moral, pues la sociedad se corrompe fácilmente cuando se rompen los vínculos familiares”.

    ¿Y Juan, el discípulo amado? Según la tradición, es el que deja las redes para seguir al Maestro; el que experimenta el gozo del Tabor y la agonía de Getsemaní; el que «estaba reclinado a la mesa en el seno de Jesús» (Jn 13,23); el que corre más, porque ama más, y llega primero al sepulcro vacío (cf. Jn 20,4). En Juan se han visto desde el principio representadas la Iglesia y toda la humanidad. Es a esa humanidad, a la comunidad naciente, a la que se entrega a la madre. Juan la llevó a su casa, o mejor, la recibió como algo propio. El papa emérito, Benedicto XVI, en el encuentro de familias en Milán , invitó a un “hermanamiento de familias”, a recibir como algo propio a alguna familia concreta que sufra. Nuestro obispo, D. Ricardo, nos urge a ello; Cáritas nos ofrece varias posibilidades. Las cofradías penitenciales marianas, ¿no estáis llamadas, dentro de la Iglesia, a ser un signo de acogida, de acompañamiento, de valoración de la mujer, de saber ir a Cristo por María? «E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,30). Algunos interpretan que Jesús inclina la cabeza hacia la nueva familia y le entrega el Espíritu. Un Espíritu que, como me decían unos jóvenes de aquí, está alentando a la sociedad, para que escuche los gritos de los desahuciados y se abran las casas para todos; a las familias, para que cuiden, no solo lo material, sino también lo más preciado, que son las personas que nos rodean, especialmente los mayores; a los cristianos, para que miremos más a María, Madre y modelo de la Iglesia; y a la Iglesia, para que sea más samaritana, hogar y posada para todos, especialmente para los más pobres.

    Recordando al Cristo del Amparo de Gregorio Fernández, que preside esta palabra, dando voz a la nueva familia, y en este Año de la fe, unido a vosotros, cofrades (cofratres, ‘cohermanos’), profeso que «creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica».

  • Creo en la Iglesia, que es la gran familia de los que creen en Jesús y lo siguen.
  • Creo en la Iglesia, Pueblo de Dios, que escucha, se deja guiar por el Espíritu Santo y es luz para los pueblos.
  • Quiero a la Iglesia, mi madre.
  • Sueño con la Iglesia pobre y servidora querida por Jesús, donde cada cofradía es, en pequeño, tu iglesia.
  • Las dos palabras que siguen son una mirada de Jesús hacia sí mismo, y expresan el dolor físico por la sed y por el desconsuelo interior.

    4. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

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    «Al llegar la hora sexta, toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lema sabactaní” —que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”—. Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Mira, llama a Elías”». (Mc 15,33-35).

    La cruz, árbol, puerta y casa, se convierte ahora en zarza ardiente, como la que contempló Moisés cuando se le reveló el nombre de Dios. De la cruz, nueva zarza que arde sin consumirse, brota el amor hasta el extremo; y se nos revela que Dios es Jesús. Él había dicho: «Cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo soy» (Jn 8,28). Y toda la región quedó en tinieblas, porque se va la luz cuando cortan la vida al que es la Luz del mundo. Y Jesús grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

    Jesús, que nunca ha abandonado ni dejado tirado a nadie por el camino, porque ha sido el buen samaritano; Jesús, que ha invitado a ir hacia Él a todos los cansados y agobiados para aliviarlos (Mt 11,28), experimenta ahora el dolor y la soledad: el abandono de sus discípulos, el desprecio de su pueblo, la cobardía de Pilato, la acusación de blasfemo, el aparente abandono del Padre y hasta la mofa de los verdugos, pues creen que está invocando a Elías. Y en el abandono, Jesús habla. Es un grito, una queja lacerante, una palabra escandalosa para muchos, pero también es una oración: el comienzo del Salmo 21, que describe primero los sufrimientos y luego la confianza del Justo. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme... contaré tu fama a mis hermanos».

    Quiero haceros tres preguntas. 1) ¿Es que Dios abandona? «Sion decía: “me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”. ¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré. Mira, en las palmas de mis manos te llevo tatuada» (Is 49,14-16). 2) ¿Es que Dios no es Todopoderoso? En este Año de la fe, en el que se nos invita a volver al Catecismo de la Iglesia Católica , leemos en este que la omnipotencia de Dios es universal, amorosa y misteriosa, pero la fe solo puede descubrirla “cuando se manifiesta en la debilidad” (cf. n. 268). 3) ¿Es que Dios responde sin escuchar las preguntas? Permitidme otra experiencia. En un paredón de Madrid apareció una pintada: “Jesús es la respuesta”. Debajo, alguien escribió: “¿Y cuál es la pregunta?”. Y más abajo, alguien volvió a escribir: “Si existes, Dios, ¿por qué me has abandonado?”.

    En Jesús hay respuestas. En el grito del Hijo de Dios están los gritos de todas las personas, de todos los tiempos y lugares. Pongo solo un ejemplo: los gritos de los 178 hogares cristianos quemados el 9-3-2013 en Lahore (Pakistán). También están los silencios y las quejas lacerantes, especialmente en las manifestaciones contra la corrupción, el paro..., que tanto han escuchado y llorado las piedras y los adoquines de nuestra querida plaza Mayor. Las hermosas imágenes de los 32 pasos, ¿no expresan esos gritos del hombre y de la mujer? ¿No nos invitan a un “atrio de los gentiles”, donde creyentes o no dialoguemos juntos sobre las cuestiones siempre actuales de la vida y la muerte, la crisis y el bienestar, Dios y el hombre...?

    Ante tantos gritos, en época de desgarros, la Iglesia, siguiendo al Maestro, no puede taparse los oídos ni mirar a otro lado, porque «el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos, son también el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los discípulos de Cristo, y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón» (Gaudium et spes, 1) . Y eso es nueva evangelización.

    Ante tantos gritos de dolor, «creo en la comunión de los santos», en la «comunión en las cosas santas y comunión entre las personas santas» (Catecismo de la Iglesia Católica, 948), en la comunión de vida, de bienes, de carismas y de los gritos de abandono. Sueño con una Iglesia, con unas cofradías, con una ciudad, que estén ardiendo —¿no lo indican así las llamas de nuestro querido escudo?— con el fuego misericordioso de la cruz.

    Pensando en los gritos de los más pobres de la tierra y en mis quejidos “por nada”, por cualquier cosa, quiero dar voz a Gabriela Mistral en su poema de Viernes Santo, al que Martín Descalzo tenía especial cariño, y decir, mirando al Cristo: «En esta tarde, Cristo del calvario, vine a rogarte por mi carne enferma; / pero al verte, mis ojos van y vienen de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza. / ¿Cómo quejarme de mis pies cansados, cuando veo los tuyos destrozados? / ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, cuando las tuyas están llenas de heridas? / ¿Cómo explicarte a ti mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás? / ¿Cómo explicarte que no tengo amor, cuando tienes rasgado el corazón? / Ahora ya no me acuerdo de nada, huyeron de mí todas mis dolencias. / El ímpetu del ruego que traía se me ahoga en la boca pedigüeña. / Y solo pido no pedirte nada, estar aquí, junto a tu imagen muerta; / ir aprendiendo que el dolor es solo la llave santa de tu santa puerta. Amén».

    5. «Tengo sed»

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    «Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: “Tengo sed”. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca» (Jn 19,28-29).

    La cruz, árbol, puerta, casa y zarza ardiente, se convierte ahora en manantial de agua viva. «¡Oh cruz, fecunda fuente de vida y de bendición, Victoria, tú reinarás!», se cantará esta tarde. Jesús seguía orando con el Salmo 21, que dice en su versículo 16: «Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar» (Sal 21,16). Quizás estas palabras le hicieron más consciente de su sed, y por eso gritó: «Tengo sed». «Dice que tiene sed siendo bebida, / a voz de amor y de misterios llena; / ayer bebida se ofreció en la cena, / hoy tiene sed de muerte quien es Vida» (Tengo sed, de Francisco de Quevedo). Esta quinta frase o palabra la pronunció Jesús hacia el mediodía y en medio de las chanzas de los soldados que seguían mofándose; así se cumplió otro pasaje de la Escritura: «En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre» (Sal 69,22).

    Bien lo expresa el conocido “Paso grande de los nazarenos”, que ojalá podamos contemplar esta tarde. El Crucificado, todavía vivo, está recibiendo la esponja que un sayón le acerca a su boca con una lanza. Por detrás de la cruz se encarama por una escalera otro sayón, que se dispone a terminar de clavar el rótulo INRI. Acompañando al sayón de la lanza se encuentra el del caldero, que lleva esa mezcla de aceite que permite enjugar los labios resecos del reo. Delante de la escena aparece un pórtico: dos sayones se sortean las ropas de Cristo. ¿Puedes, podemos identificarnos con alguno de los personajes de este paso?

    «Tengo sed», «Dame de beber»: es la misma petición que Jesús expresó junto al pozo de Sicar a la mujer samaritana. Manifiesta su sed en el inicio y en el final de su vida, y a dos extranjeros. Es la sed de los pueblos explotados por intereses comerciales, que buscan cómo tener agua para su desarrollo; es la sed de las personas del tercer mundo que recorren caminos tortuosos para recoger agua de un pequeño manantial.

    Jesús, que pide agua, también la ofrece. Él gritó en pie, el día más solemne de la fiesta de las Tiendas: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Regaló su agua desde que «se hizo carne y habitó entre nosotros», y dio un sentido nuevo al agua en el Bautismo: ser «hijos de Dios» (Jn 1,12). Y ahora, crucificado, el agua y la sangre brotan de las manos, los pies y el costado abierto. Porque Jesucristo es el nuevo templo del que manan aguas cristalinas que van saneando los cauces y riberas, y los van llenando de vida, como profetizó Ezequiel (cf. Ez 47). Jesucristo crucificado, que grita «tengo sed», es la fuente que mana y corre, aunque es de noche. Así lo vivió Juan de la Cruz, que bebió de esta agua en Valladolid: «Aquesta eterna fonte está escondida en este vivo pan (roto cuerpo) por darnos vida, aunque es de noche».

    ¿Y hoy? «No hay persona que en su vida no se encuentre junto a un pozo con un cántaro vacío, como la samaritana, con la esperanza de saciar el deseo más profundo del corazón. Hoy son muchos los pozos que se ofrecen a la sed del hombre, pero conviene hacer discernimiento para evitar aguas contaminadas. Estamos llamados a sentarnos en los nuevos y viejos pozos de Sicar para proponer a las personas de hoy el agua siempre nueva y sanadora de Jesucristo» (Mensaje final del Sínodo sobre la nueva evangelización, 1) .

  • Queridos jóvenes: ¿No salís con el cántaro de vuestra vida a llenarlo de sentido, de trabajo, de valores, y os sentáis en muchos pozos que ofrecen pero no sacian? Uno de vosotros me ha confesado, en forma de crítica seria: “Tampoco la Iglesia, a la que llamáis fuente de la vida, nos ofrece un agua cristalina”.
  • Queridos cofrades: Hoy, que nos han dicho que vivimos por encima de nuestras posibilidades, en realidad vivimos por debajo, porque teniendo el agua viva bebemos de cisternas contaminadas. Sed fuentes en medio de nuestra ciudad.
  • Queridos creyentes, queridos padres y catequistas: ¿Es difícil transmitir la fe, despertarla en la noche? «Aun en la noche iremos, de noche; sin luna iremos, sin luna; que para encontrar la fuente, solo la sed nos alumbra» (Luis Rosales, Retablo de Navidad).
  • En esta Catedral, que es fuente para la ciudad, y en el recuerdo de la plaza Mayor, que siempre acoge y tiene aliento, y que ha saciado tanta sed, profeso la fe en el agua regalada por Jesús en esta palabra, que es el Espíritu: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que con el Padre y el Hijo es juntamente adorado y glorificado».

  • Creo que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado, y nos regala una mirada nueva sobre Dios, la Iglesia, los otros y el mundo.
  • Confieso que el Espíritu Santo es el protagonista de la nueva evangelización, porque «sin el Espíritu Santo, Dios está lejos; Cristo queda en el pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una simple organización; la autoridad, una dominación; la misión, una propaganda; el culto, una evocación; y el actuar cristiano, una moral de esclavos».
  • Creo en el Espíritu Santo que tiene en Jesús, el Ungido, su obra maestra.

    6. «Todo está cumplido»

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    «Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19,30).

    La cruz, árbol, puerta, casa, zarza ardiente y manantial, se convierte ahora en vid —«Yo soy la vid» (Jn 15,1)—, en cepa que regala el vino nuevo de la fiesta, el mundo nuevo de la salvación, el tiempo nuevo de la fraternidad. La mirada de Jesús se dirige al Padre para las dos últimas palabras antes de morir: “Todo cumplido; me pongo en las mejores manos, las de mi Padre”. El compositor austriaco Franz Joseph Haydn expresó en su obra Las siete últimas palabras de Cristo que en Jesús todo se cumple. Es música para escuchar y orar, también desde tu teléfono móvil. Según la Carta a los Hebreos, Jesús, «al entrar en el mundo, dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo... Entonces yo dije: He aquí que vengo... para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Hb 10,5-7). Al entrar en el mundo, Jesús firmó al Padre un cheque en blanco, y ha sido fiel, lo ha cumplido.

    Cumple la tarea en Galilea, en Samaria, en Judea y también al otro lado del Jordán. Realiza la misión con los judíos y paganos, y se conmueve especialmente ante los pobres y los débiles. Jesús, en la oración sacerdotal, casi al final de la jornada de su vida terrena, dice al Padre: «Yo te he glorificado sobre la tierra; he llevado a cabo la obra que me encomendaste» (Jn 17,4).

    Ahora contemplamos en la cruz cómo ha llegado a la meta. Ha realizado la dura tarea sin ningún tipo de dopajes ni de corrupción. Pese al dolor, ha terminado bien la misión de Siervo. Su poder ha sido servir. Y grita: «Todo está cumplido»; todo está consumado; todo está restaurado. La cruz es el culmen luminoso de una vida entregada. Su cuerpo roto es el cuerpo partido y entregado en la Eucaristía, que, como decimos, es «el sacramento de nuestra fe». La consumación de la obra mesiánica será la comunicación del Espíritu a su Iglesia. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, sobre todo Pedro y Pablo testifican que en Jesús se han cumplido todas las Escrituras (cf. Hch 3,18).

    «Todo está cumplido» es la voz que sale hoy del Cristo que preside esta palabra, el del pueblo de Bercero, que no solo lo ha prestado a las cofradías para unos días de pasión, sino que con Él está entregando la vida generosa de los pueblos. En su grito, muchos que somos de pueblos pequeños nos preguntamos: ¿Es que todo está cumplido y consumado para el mundo rural? Sí hay salidas.

    ¿Treinta y tres años, y vida consumada? ¿No es la de Jesús una vida malograda, sin tiempo para cumplir tan gran misión? No. Solo muere malogrado quien muere inmaduro. Jesús es el mejor fruto salido de la semilla, de la que tanto habló en sus parábolas. Es el Ecce Homo, rechazado, despreciado, burlado, excomulgado, suspendido, echado en el basurero, apartado de la vista, que se convierte en el verdadero modelo de persona, el Ecce Homo que todo lo hace nuevo y nos pasa por la cruz a la luz. Es el Maestro.

    Por Él, estamos orgullosos de la aportación del cristianismo a la humanidad. Con Él, sentimos el gozo de la fe, «que no consiste en una decisión ética o en una gran idea, sino en el encuentro con una persona viva que abre horizontes» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 1) . En Él, encontramos la respuesta a la pregunta: ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios, para poder decir cada jornada y al final de la vida “todo está cumplido”? «La obra de Dios es esta: que creáis en el que Él ha enviado» (Jn 6,29).

    «Es Viernes Santo. Todo está cumplido»: es un pregón para no olvidar esta lección de lágrimas y duelo; es un grito para realizar la tarea viviendo y no sobreviviendo. ¿Vivir desde la confianza absoluta en Dios, creciendo en las crisis y reconciliados, o sobrevivir en las apariencias y reduciendo a mínimos nuestras capacidades? Con el «todo está cumplido», Jesús nos entrega lo nuevo para el Reino, para cumplir cada uno su misión. Nos deja su testamento:

    “Yo, Jesús de Nazaret, cuando todo está cumplido, os entrego todas las cosas que desde mi nacimiento han estado presentes en mi vida y la han marcado de un modo significativo:

  • La estrella, a los que están desorientados y desean ver la luz; a todo aquel que desee ser acompañado o servir de guía.
  • El pesebre, a “los sin techo”, a los que no tenéis ni un sitio para cobijaros ni un fuego para calentaros y poder hablar con un amigo.
  • Mis sandalias, que son vuestras sandalias, las de los que estáis dispuestos a no asentaros y a estar siempre en camino.
  • La palangana, donde os he lavado los pies, a quien quiera servir, a quien desee ser pequeño en este mundo en crisis, y a quien esté dispuesto a crear puestos de trabajo sin lucro.
  • El plato, donde os he partido el pan; es pan para que viváis en fraternidad, para los que estáis dispuestos a hacer pequeñas comunidades vivas.
  • El cáliz os lo dejo a quienes estáis sedientos de un mundo mejor y una sociedad más justa, y vais a beber el cáliz amargo con los que sufren.
  • La cruz es para todo aquel que está dispuesto a cargar con ella. Es fecunda y florecerá, aunque parezca seca.
  • El bastón es para aquel que desee vivir la existencia como vocación, y, en especial, para los pastores, que deben amar y no aprovecharse de las ovejas.
  • También quiero dejar como legado a la humanidad entera las actitudes que han guiado mi vida y deseo que guíen también la vuestra (están en las siete palabras): la alegría, la humildad, el servicio, mi agua, mi hombro, mi perdón, mi Vida entera, Yo mismo. Os lo entrego todo para que cada jornada podáis decir: ‘Todo está cumplido’. Cumplid con libertad y alegría la misión encomendada por el Padre. Estaré siempre con vosotros. Jesús”.

    Agradecido por la vida cumplida y entregada del Maestro, profeso que sé de quién me fie y sé quién me acompaña hasta la vida eterna: «Creo en la vida eterna».

  • Creo en la vida eterna, que comienza en el Bautismo, va más allá de la muerte y no tendrá fin.
  • Creo en los cielos nuevos y la tierra nueva, donde habita la justicia.
  • Creo que la verdad, la bondad y la belleza resplandecerán siempre.
  • Creo en el Dios de la vida, que tiene la última palabra.

    7. «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»

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    «Era ya la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” Y, dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: “Realmente, este hombre era justo”» (Lc 23,44-47).

    La cruz, árbol, puerta, casa, zarza ardiente, manantial y vid, se convierte en cayado del Buen Pastor. El cayado que es sosiego y apoyo para el tránsito de la noche oscura a la mesa donde la copa rebosa (cf. Sal 22). El cayado del nuevo Moisés, que divide el mar para que los hijos del nuevo Israel pasen por lo seco a la tierra de la libertad (cf. Ex 14,16).

    Os hago una confesión. Mi padre, de vida entregada, como todos los padres, murió de un infarto en el patio de la casa y apareció debajo de un árbol del patio. En ese árbol estaba colgado el cayado que siempre lo acompañó. Yo lo llevo ahora como signo y apoyo. A veces lo dejo junto al Cristo de las Mercedes, el mejor pastor, y ante él resuena más fuerte en mí el Himno: «Pastor que con tus silbos amorosos / me despertaste del profundo sueño, / Tú me hiciste cayado de ese leño / en que tiendes tus brazos poderosos».

    Jesús, con esta última palabra que resume su vida, sigue orando y cristificando el Salmo 30: «A tus manos encomiendo mi espíritu; tú, el Dios leal, me librarás... En tus manos están mis azares» (Sal 30,6.16). Son las mismas palabras del responsorio breve de completas que toda la Iglesia recita y hace propias cada noche.

    La primera y última de las siete palabras de Jesús es “Padre”. Si esto es normal en cualquier hijo, ¿cómo no va a serlo en el Hijo Amado? “Padre” ha sido la palabra más repetida en su mensaje del Reino. Dedicarse a las cosas del Padre ha sido su pasión; no ha ido con su proyecto, sino con el del Padre: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49), dirá a María y a José en el templo a los doce años. La confianza en el Padre ha sido el perfil de su vida y «por el Padre ha sido llevado de la mano, cada jornada, al puerto más cercano, al agua más serena» (Himno de Completas del lunes). Y ahora, crucificado, se agarra y abandona en las manos del Padre. Así lo expresa Martín Descalzo en el Himno de Completas del jueves: «Como el niño que no sabe dormirse sin cogerse a la mano de su madre (padre), así mi corazón (mi espíritu) viene a ponerse sobre tus manos al caer la tarde». Al caer la tarde, en nuestra hora de nona, Jesús nos enseña dónde tenemos que agarrarnos para salir de las aguas caudalosas (cf. Sal 18,16).

    Permitidme dar voz a un matrimonio de la Parroquia Santísimo Salvador que vivió la muerte de un hijo de seis años: “A nosotros, Rosi y Alberto, nos resuena cada día esta palabra de Jesús. La última palabra que pronunció nuestro hijo Gonzalo fue precisamente “mamá”; sabemos, porque así nos lo dice nuestra fe, que en todo momento tenemos un Padre, un Abba que nos sostiene, aunque humanamente todo falle y el sentimiento de fracaso nos ronde. Él no deja de mirarnos, de derrochar gracia... La confianza que demostró Jesús crucificado nos habla de un Amor ciego que se rinde ante quien lleva grabado su nombre en la palma de su mano”.

    «En la palma de su mano duerme ya la noche, la muerte», proclama otro Himno de Completas. En la mano de Dios hay un lugar para todos. La oración del ritual de exequias, después de ser colocado el cuerpo en el sepulcro, también pone al que ha muerto en las mejores manos: «A tus manos, Padre de bondad, encomendamos el alma de nuestro hermano, con la firme esperanza de que resucitará». Meditando esta séptima palabra de Jesús, Carlos de Foucauld hace su oración de la confianza: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras; sea lo que sea, te doy las gracias... te amo y necesito darme, ponerme en tus manos, sin medida, con una confianza infinita, porque Tú eres mi Padre».

    Esta palabra la dice Jesús con voz potente; fue más fuerte que el sonido del Shofar, que está a punto de anunciar el inicio del descanso de la Pascua. El grito de Jesús es más que voz. Su fuerte clamor es de parto. Nace un mundo nuevo y se rasga el velo del Templo. Todo su espíritu lo recoge el Padre en sus manos creadoras, que modelaron el barro para crear al hombre y formaron un cuerpo en el seno de María (cf. Hb 10,5). Lo recoge en sus manos dadoras de vida (cf. Sal 18,17) y resucitadoras. Esa acogida, ese encuentro, es el “Amén”. Es el “sí” de Dios al hombre —“nunca te dejaré”— y el “sí” del hombre a Dios —“aquí estoy para hacer tu voluntad”—.

    Y el Padre, que no abandona jamás, regala a cada uno, a su Iglesia, en el día de Pentecostés, el Espíritu de Jesús, que alienta a toda la Iglesia para que confiese, celebre, ore y viva la fe. Por la fe, María acogió la palabra; por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro; por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad; por la fe, los mártires entregaron su vida; por la fe, hombres y mujeres de toda edad y tiempo han consagrado su vida a Cristo... también nosotros vivimos por la fe (cf. Porta fidei, 12); y por la fe somos cofrades, sacerdotes, catequistas, voluntarios en Cáritas, en Manos Unidas, en Pastoral de la Salud...

    En este encuentro de Cristo, de cada uno, con el Padre, también yo digo, decimos: “Amén”. Amén es el final al Credo que Jesús nos ha ido entregando en cada palabra. «Quien dice “amén” pone su firma», dice san Agustín. Confieso que Cristo es el Amén definitivo de Dios para nosotros. «Puedo decir un “amén” incondicional, únicamente porque Jesús se ha revelado para nosotros en su muerte y resurrección como fiel y digno de confianza» (Youcat, 165). Digo “amén”, porque a Dios no se le va la historia de las manos. Digo “amén”, aunque “yo solo soy un peregrino”. Mi amén, nuestro amén es Ecce (‘He aquí’, aquí estoy) y Fiat (‘Hágase’). Creo que el que nos regala las siete palabras es realmente el Hijo de Dios, como dijo el centurión.

    Conclusión

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    Ha muerto Jesús. «Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho» (Lc 23,48).

    Hemos asistido al drama de Jesús, a la tragedia del Gólgota, a la misa en el monte Calvario. En las vísperas de su llegada a la fe, Julen Green frecuenta la Misa. Al salir, ya en el atrio, le entristecen las ideas banales y las palabras vacías que dice la gente al salir de la iglesia. Y comenta: “¡Qué pena de cristianos! Bajan del Gólgota y van hablando del fútbol y del tiempo”. Bajamos del Calvario y podemos hablar del tiempo, del nuevo kairós, porque ser cofrade, escuchar las palabras de Jesucristo, implica mojarse en su proyecto, empaparse de su Palabra.

    «Y Jesús, envuelto en una sábana, fue colocado en un sepulcro excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía» (Lc 23,53). En el silencio y en la oración, con los sentidos bien abiertos, esperamos el gran pregón, que no es el de las Siete Palabras, sino el de la Resurrección. En la alegría pascual, escucharemos el mandato de evangelizar, lema de la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro: «Id y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28,19).

    Queridos todos: Confesar, caminar, construir y custodiar son cuatro verbos con “c” que sintetizan las palabras de Jesús y nos ha subrayado el papa Francisco en el inicio de su pontificado. No me miréis a mí, miradle a Él. Con los ojos y el corazón en el Santísimo Cristo de las Mercedes, titular de la cofradía, oramos para hacer vida la palabra: “Señor Jesús, a tu amparo nos acogemos para que confesemos en todo lugar y con gozo nuestra fe. Que caminemos tras tus huellas como discípulos apasionados que hacen del amor a Ti fundamento y guía de la vida. Que construyamos la Iglesia en medio del mundo siendo piedras vivas. Que custodiemos la naturaleza, la vida, a los más pobres: el tesoro de las siete palabras. Derrama tus mercedes sobre cada uno de los que estamos aquí, para gozar de tu Gloria, como el Buen Ladrón, en el Reino de los Cielos. Amén”.