Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Catequesis

Año de la fe 2012-2013

«Creo en Dios, Padre Todopoderoso»

16 de noviembre de 2012


Temas: Dios (paternidad y omnipotencia).

Publicado: BOA 2013, 515.


Las primeras palabras del Credo contienen la profesión fundamental, ya que afirman la fe en Dios, origen, meta y guía del universo (cf. Rm 11,35), el Primero y el Último (cf. Is 44,6). Es la Realidad que determina todas las realidades. Por ello, no es lo mismo para el hombre creer en Dios que no creer en Él; la vida cambia radicalmente si Dios es reconocido, invocado y respetado. La fe, que significa solidez, afecta a los cimientos de la existencia. Ante la grandeza y santidad de Dios, el hombre palpa su debilidad, se siente anonadado, y reconoce su impureza, culpa y pecado (cf. Is 6,1 ss.).

Este temor sobrecoge también a Moisés cuando está pastoreando el rebaño en el desierto. Dios le llama desde una zarza que arde y no se consume. Se le presenta como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, y le encomienda la misión de sacar a su pueblo de la aflicción que padece en Egipto; pero Moisés no sabe en nombre de quién debe presentarse al faraón para exigir la liberación. Entonces, Dios revela su nombre: “Yahvé” puede ser traducido por ‘Yo soy el que soy’ o ‘yo soy el que es’ (cf. Ex 3,13-15).

Podría pensarse que la respuesta es una evasión, una negativa o una salida enigmática. ¿Qué significa el nombre con el que Dios se ofrece como poder liberador, y con el que será recordado de generación en generación? Su nombre ocultaba un misterio siempre inefable. Dios es el único verdaderamente existente, solo Dios es; los demás no existimos por nuestro poder, somos criaturas. Pero siendo trascendente y, por naturaleza, el “Dios invisible” (cf. Is 45,15), actúa en la historia de su pueblo y de la humanidad. «Yo estaré contigo», le asegura a Moisés (Ex 3,12). “Lo que yo soy podréis experimentarlo en mi protección constante”. La siguiente autopresentación puede ser una ampliación del nombre de Yahvé: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, era y ha de venir, el Todopoderoso» (Ap 1,8).

En todo su recorrido, la Sagrada Escritura afirma solemnemente que Dios es único: «Escucha (shemá), Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser» (Mc 12,29-30; cf. Dt 6,4-5). Como Dios es único, debemos amarlo con todo el corazón; la unicidad de Dios reclama la totalidad, la exclusividad y la perduración irrevocable del amor. Porque la fe en Dios va asociada a la conversión (cf. Mc 1,15), el reconocimiento de Dios es lo opuesto a la «idolatría, que es siempre politeísta» (Encíclica Lumen fidei, 13) . «Para nosotros no hay más que un Dios, el Padre, de quien procede todo y por el cual somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe todo, y nosotros por medio de él» (1Co 8,6; cf. Flp 2,11); probablemente, este versículo era una aclamación proferida en el ámbito bautismal. La fe en el Dios único y verdadero afianza la identidad del pueblo de Israel; en cambio, postrarse ante los falsos dioses convierte al pueblo en apariencia, en falso pueblo (cf. Dt 32,21). Los ídolos, cualesquiera que sean sus nombres, bien de los panteones de las religiones, bien del ateísmo moderno, esclavizan y no tienen poder para salvar. Frente a todo lo que infunde temor al hombre, santa Teresa de Jesús vivió, cantó y enseñó: «Solo Dios basta».

La primera parte del Credo, en la que confesamos a Dios Padre, nos remite a la segunda, que contiene la fe en su Hijo Jesucristo, según la misión confiada por Jesús a los Apóstoles: «Id y haced discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). «Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1,3; 2Co 1,3; 1P 13): con esta bendición glorificó la Iglesia desde el principio a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo, y así profesamos en el Credo nuestra fe. Dios es el Creador del mundo, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, la Verdad y el Amor, el fundamento de la historia de la humanidad, de quien venimos, aquel en cuya presencia existimos y por el que suspiramos como nuestro descanso. Los cristianos nos unimos con todos los creyentes en el reconocimiento de Dios (cf. Concilio Vaticano II, Declaración Nostra aetate). A propósito de la primera parte del Credo de la exposición “Las Edades del Hombre” en Arévalo , ha escrito uno de los inspiradores: «En Dios creen muchos hombres y muchas mujeres, grandes y pequeños, niños y ancianos, ilustres y analfabetos, a lo largo y ancho del mundo… Al Dios que se venera en algunas de esas religiones, no demasiado alejado del Dios de los cristianos, está dedicado un rinconcito de nuestra exposición» (José Manuel Sánchez Caro, Credo. Una historia que creer, una historia para contar, Valladolid 2013, p. 40). Se tiende la mano respetuosa y fraternalmente a otros credos más o menos afines, y especialmente al judaísmo y al islam.

Por medio de Jesucristo, a quien estamos unidos los cristianos en virtud de la fe y del Bautismo, y animados por el Espíritu Santo, somos hijos de Dios, “hijos en el Hijo”. Jesús anunció la proximidad compasiva de Dios, lo invocó como su Abbá con inmensa confianza y ternura, y nos enseñó a rezarle como nuestro Padre (cf. Mt 6,9), con la seguridad de que somos queridos por Él, que ve en lo escondido. Hay dos formas muy extendidas de falsificar la relación entre las personas: el temor y el halago. A Dios, que nos ha adoptado como hijos en el Hijo Jesús, «Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), y que nos ha otorgado el Espíritu de la filiación, podemos mirarlo cara a cara confiadamente, sabiendo que nos ama y que no necesitamos granjearnos su cercanía ni su protección. Por Jesús, hemos sido introducidos en la proximidad de Dios, que es Padre que nos ha amado cuando éramos pecadores (cf. Rm 5,1-11), que es rico en misericordia, y cuyo nombre es Amor (cf. 1Jn 4,8.16).

En la oración de Jesús, cuando estaba en el umbral de su pasión, se unen tres realidades, que a sus fieles siempre les ha costado mucho integrar: Dios como Abbá, la omnipotencia divina y el hombre en la suprema debilidad que solicita ayuda. Jesús manifiesta a sus amigos que su «alma está triste hasta la muerte», y en esta aflicción ora a Dios: «¡Abbá!, Padre: Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,34.36). Jesús, no solo en la exaltación, sino también en la hora en que las tinieblas mandan, se dirige a su Padre con la invocación singular de Abbá, que implica respeto y obediencia, pero también afecto entrañable y confianza ilimitada en contar con su protección. Pues bien, su Padre Dios, a quien reiteradamente suplica que le libre de apurar aquel trago, no le evita el recorrer la pasión, desde el beso de Judas hasta expirar en una cruz. Dios es ciertamente todopoderoso, es el Abbá de Jesús, que en Getsemaní siente pavor y angustia, y ante el poder temible del mal invoca una y otra vez la liberación de Dios.

¿Hablar de Dios después de Auschwitz? ¿Creer en Dios después del terremoto de Haití? Sí, porque en la entrega de Jesús hemos aprendido hasta dónde ha llegado la seriedad del amor de Dios (cf. Rm 8,32; Jn 3,16). También nosotros, que llamamos “Abbá” a Dios por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,15; Ga 4,6), apoyados en Jesús, y «participando en su modo de ver» (Lumen fidei, 18), podemos unir el “sí” a nuestra pasión, con la confianza firme en Dios.

En Jesús crucificado se unen, como en abrazo misterioso e inefable, el amor del Padre, la entrega de Jesús al poder de los enemigos y el poder de Dios omnipotente. Jesús, «a gritos y con lágrimas», suplicó al que podía salvarlo de la muerte, y fue «escuchado por su piedad filial. Y aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Hb 5,7-8). ¿De qué manera fue escuchado? Ciertamente, no le fueron ahorradas ni la pasión ni la muerte. Jesús, obediente a la voluntad del Padre, fue escuchado en su gloriosa resurrección. E incluso en la cruz de Jesús, Dios Padre estaba reconciliando al mundo consigo (cf. 2Co 5,19).

Supone una lección extraordinaria que el Credo haya unido la profesión de la fe en Dios Padre y el atributo de su omnipotencia. «En el Credo apostólico aparece la paradójica unidad del Dios de la fe con el Dios de los filósofos, en la yuxtaposición de “Padre” y “todopoderoso”», escribió el teólogo Joseph Ratzinger en 1968, en una obra excelente que adquirió una inmensa difusión (Introducción al cristianismo, Salamanca, 8.ª ed., 1996, p. 120). Dios es omnipotente, como manifiestan la creación del mundo, la liberación de su pueblo de la esclavitud de Egipto, su guía por el desierto “grande y terrible” hasta la tierra de la promesa, y el retorno de los cautivos de Babilonia. Dios «todo lo que quiere lo hace» (Sal 115,3); «para Dios nada hay imposible» (Gn 18,14; Lc 1,37). Dios, el Poderoso, ha hecho obras grandes, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes (cf. Lc 1,46 ss.); ha resucitado a Jesús de entre los muertos y lo ha exaltado. «Dios, el Todopoderoso, manifiesta especialmente su poder con el perdón y la misericordia» (Catecismo de la Iglesia Católica, 277) . En la celebración litúrgica, haciéndose eco de los cantos del Apocalipsis (cf. Ap 4,8-11; 5,12-13; 15,3-4), los cristianos glorifican particularmente el poder de Dios. Así enseña a rezar el librito de la Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles después de haber comulgado: «Ante todo, te damos gracias, porque eres poderoso. A ti la gloria por los siglos de los siglos» (X, 4). El poder de Dios es nuestra seguridad; Dios, que es compasivo, puede estar con nosotros en la tribulación (cf. Sal 91,15). El impasible en sí mismo se hace compasivo con nosotros; la omnipotencia de Dios es compatible con el pesebre y con la cruz de su Hijo Jesús.

Nos cuesta trabajo comprender la omnipotencia de Dios porque la separamos del amor. ¿El amor es débil? ¿Es prepotente el Todopoderoso? El amor que perdona (cf. Lc 6,27 ss.) y no lleva cuenta del mal (cf. 1Co 13,4-7) vence con su dinamismo paciente y en el momento oportuno al poder destructivo de la venganza y de la violencia. ¿Por qué intentar comprender el poder de Dios desde la capacidad ilimitada de humillar y aplastar a los adversarios? El amor de Dios es omnipotente en la resurrección de Jesús, al levantar al Crucificado de la postración de la muerte. El amor inmenso de Jesús llega hasta pedir el perdón al Padre a favor de los que lo crucifican. Dios es omnipotente de manera singular: no impide que sea ejercido el poder de la maldad de los hombres, ni evita la desolación de las catástrofes naturales. El misterio pascual de Jesús crucificado y glorificado es la respuesta al escándalo de la cruz y del mal en su capacidad de dañar. Nos remitimos a Dios, cuya sabiduría deslumbra a los sabios de este mundo; Él es Dios y Padre, trascendencia y cercanía, omnipotencia y misericordia, poder infinito y amor sin límites. «Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1Co 1,25). Ante el poder del mal, Dios es Todopoderoso de una manera distinta a como pensamos y deseamos los hombres. Terminamos como Jesús en la oración de Getsemaní: «No sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36).