Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Alocución

25º Aniversario de Las Edades del Hombre “Las Edades del Hombre, 25 años construyendo identidad”. Exposición conmemorativa en la Catedral de Valladolid

Veinticinco años
de una memorable historia

30 de octubre de 2013


Temas: Las Edades del Hombre (25º Aniversario).

Publicado: BOA 2013, 503.


Se cumplen ahora 25 años de la inauguración de la primera exposición de Las Edades del Hombre . Fue una sorpresa que conmovió gozosamente a sus numerosos visitantes. La memoria del tiempo transcurrido y su exitoso itinerario nos mueve a celebrar estas efemérides con gratitud por las personas que pusieron en marcha la iniciativa, que es indudablemente un acontecimiento religioso-cultural de primera magnitud.

Es un deber de reconocimiento recordar nombres como los de Mons. José Delicado Baeza, entonces arzobispo de Valladolid, que dio crédito a personas y proyecto; D. José Velicia, a quien hemos homenajeado hace poco tiempo en su pueblo natal, Traspinedo , y cuya inseparable pipa no contaminaba, ya que era siempre “pipa de la paz”; D. José Jiménez Lozano, que con su vasto saber, bella dicción y fina sensibilidad infundió un alma a aquella empresa guiada por el amor a la verdad, el afecto a una tierra y la responsabilidad ante la historia de la Iglesia, hondamente arraigada en este pueblo; D.ª Eloísa García de Wattenberg, excelente conocedora de la historia del arte, particularmente de Castilla y León; y D. Pablo Puente, que supo crear los espacios adecuados para mostrar en una catedral viva un patrimonio precioso y secular, que solo esperaba un toque para volver a emitir su mensaje de fe y de belleza con el mismo lenguaje que le dio a luz hace tiempo y lo mantiene vivo también hoy. Como arzobispo de Valladolid, me considero muy honrado al recordar a las personas que hicieron posible aquel comienzo admirable, que había de tener una continuidad larga y sin bajar la calidad. He recordado el nombre de algunas personas que dejaron su impronta imborrable, pero hay otros muchos en los inicios y en la continuidad que aquí han sido omitidos por falta de espacio, pero que están presentes en el recuerdo del corazón.

La exposición de Las Edades del Hombre —nombre sugerente que, en su apertura a diversos significados, estimula nuestra imaginación— constituyó para mí una inmensa y agradable sorpresa. La visité viniendo de una Asamblea Episcopal camino de Santiago de Compostela, donde pocos meses antes había recibido la ordenación como obispo. Lo que acababa de visitar me proporcionó exquisito alimento para meditar durante el largo camino. ¿Por qué exponer retazos de esta historia tan interesante y bella en una catedral que durante algunos meses cedió el ámbito de las celebraciones del culto a este encuentro de tanta profundidad y calidad? ¿Por qué halló lugar en Las Edades del Hombre la reproducción de una celda de un convento de la reforma teresiana? ¡Qué contraste tan admirable —como canta la Iglesia en la Vigilia pascual— entre los orígenes de la creación y el pecado, por una parte, y la redención realizada por Jesucristo, mostrada en las impresionantes imágenes del Crucificado, por otra! Son edades de la historia de la salvación, de la humanidad, de la Iglesia, de cada persona. Allí estaba todo genialmente expuesto, y allí estábamos todos delicadamente interpelados.

A mi entender, una de las razones de la sorpresa de ayer y de hoy reside en la continuidad de una misma historia sagrada y humana que está viva, que produce la satisfacción de ser entendida y que anima la esperanza. Ni la catedral es un museo, ni las piezas expuestas han enmudecido, ni los visitantes pueden tomar la distancia del desentendimiento. Es una historia viva, con muchos eslabones vivientes, unidos por la misma fe, la misma conmoción por la belleza y la misma humanidad. Los críticos de arte y personas entendidas se hicieron lenguas de lo visitado desde el primer momento; las personas sencillas de nuestros pueblos, de donde procedían muchas obras expuestas, las redescubrieron gozosamente. Lo disperso y escondido apareció dispuesto en una elocuente y maravillosa unidad. También los niños entendieron el lenguaje, y se dieron cuenta de que aquello no solo hablaba de su historia, antes muy rica y ahora sobreviviendo esforzadamente, sino que también tenía que ver con su futuro. Los guiones catequéticos, bien trenzados, ayudaban a percibir con mayor hondura el mensaje vivo, y a conectar lo visto, leído y escuchado con los desafíos, oscuridades e ilusiones del presente. Tan vivas son las exposiciones que incluso han incorporado las mismas calles y plazas del entorno. Las muestras expresan la vitalidad de la fe y la síntesis entre piedad y belleza, ya que la fe cristiana ha hablado siempre el lenguaje de la belleza; son hermanas bien avenidas. La conexión de la memoria y de la esperanza es otra lección magistral y constante en Las Edades del Hombre.

No dudo en calificar aquella iniciativa de genial e inspiradora de otras iniciativas semejantes, tanto en la nueva recepción de lo transmitido hace tiempo como en la incitación al futuro y en la comprensión del hombre y de su historia. La verdad, la belleza, la hondura de la piedad y de la fe, la admiración por el pasado sin ceder a nostalgias estériles y la llamada al futuro se han dado cita en Las Edades del Hombre para crear una síntesis fecunda.

En la memoria de un pasado extraordinario y bien comentado reside también la esperanza de un futuro alentador. Es muy distinto visitar estas exposiciones en un templo abierto al culto y cedido temporalmente a la cultura, comparado con visitar, por ejemplo, museos, sepulcros o templos en el antiguo Egipto de los faraones, con un pasado magnífico, pero muy distante del presente, y no solo en el tiempo. Las Edades del Hombre nos hablan de algo vivo que revitaliza a los visitantes; el patrimonio rico y valioso es una herencia viva que, al ser recibida, es revitalizada por las nuevas generaciones con sus sentimientos. Memoria del pasado, degustación en el presente y compromiso ante el futuro se funden en el visitante.