Arzobispo
Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Año de la fe 2012-2013

Clausura diocesana del Año de la Fe

24 de noviembre de 2013


Temas: Jesucristo (Rey) y fe (amor, oración y misión) (Año de la fe 2012-2013).

Publicado: BOA 2013, 640.


Doy gracias a Dios por vuestra fe; es un don que el Señor nos ha regalado y que esta tarde nos convoca para la celebración en la conclusión del Año de la Fe . Os agradezco vuestra presencia y participación.

La celebración en nuestra Catedral quiere expresar también la comunión con el papa Francisco, que esta mañana presidió en la plaza de San Pedro la celebración de la Fiesta de Jesucristo Rey del Universo y clausuró oficialmente el Año de la Fe , convocado por el papa emérito ya, Benedicto XVI, en la Carta Porta fidei .

Este Año de la Fe fue convocado por el papa Benedicto para recordar la celebración de los 50 años del comienzo del Concilio Vaticano II . Es una forma preciosa de conmemorar esta efeméride; nos indica que la forma de acceder a los documentos y decisiones del Concilio es la puerta de la fe. Esta celebración, tan importante para la Iglesia de nuestro tiempo, subraya que tenemos en el Concilio una brújula para orientarnos en nuestra vida como creyentes y como comunidades.

Quien dice “rey” está sugiriendo poder, capacidad de mando, señorío, dominio; pero al confesar que Jesús es Rey, siguiendo la pista del Evangelio, nos encontramos con un Rey que contradice nuestras ideas de poder. Jesús fue condenado como pretendiente a ser el Mesías y el Rey de Israel, según las promesas del Antiguo Testamento. Él, condenado por el procurador de Roma, llevó pendiente del cuello, en el trayecto desde el Pretorio hasta el lugar de la ejecución, una tablilla que decía: «Jesús Nazareno, el Rey de los Judíos», para indicar como motivo de su condena la pretensión desorbitada de un megalómano. Pero Jesús, una vez que fue colgado en la cruz entre el cielo y la tierra, ejerce como Rey de una forma singular, y también nos invita a nosotros a recobrar el verdadero señorío de la libertad, siguiendo sus huellas.

En esta Fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, culminan las celebraciones del Año litúrgico de los misterios del Señor. Jesús es el Hijo de Dios encarnado, en quien reside la plenitud de la divinidad; pasó haciendo el bien y predicando la cercanía de Dios como Rey; y siendo inocente, fue crucificado por nosotros, pero ha resucitado. Dios Padre ha exaltado a su Hijo, obediente hasta la muerte de cruz, y ante Él se dobla toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo (cf. Flp 2,6-12); hoy estamos celebrando el señorío de nuestro Señor Jesucristo.

El buen ladrón, al ver que aquel que estaba crucificado junto a él era una persona singular, reconoce lo que él ha sido, increpa al otro ladrón, compañero de crucifixión, y se dirige a Jesús, pidiendo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino»; Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso».

Jesús no niega su condición de Rey, pero es un rey humilde y pacífico, un rey que triunfa en la cruz y por la resurrección. Nosotros sometemos nuestra vida ante Él, lo adoramos humildemente y le reconocemos como nuestro Señor. La imagen del Crucificado, el “Cristo de la Fe”, que ha venido presidiendo la procesión desde la Parroquia San Andrés, esta aquí delante de nosotros; nos postramos, le adoramos, le mostramos nuestra gratitud, y proclamamos su misericordia y su omnipotencia. Jesús es Rey de una manera insospechada: entregando la vida pacíficamente, perdonando y pidiendo al Padre perdón a favor de sus perseguidores; había enseñado el amor a los enemigos, y con su conducta corrobora su enseñanza. El poder del amor de Jesús, que está escondido en su debilidad, nos invita a acercarnos confiadamente a Él para recibir perdón y cobijo, comprensión y defensa.

Esta mañana, el Papa, en su homilía, ponderaba lo que significa esa petición del buen ladrón, y la extendía a todos los participantes. Nosotros, hermanos todos, nos dirigimos esta tarde a nuestro Señor Crucificado para decirle: “Señor, acuérdate de nosotros”. El Papa decía también que en nuestra vida seguramente hay de todo, fragilidad, fallos y pecados; con el peso de la vida, suplicamos: “Señor, acuérdate de nosotros”. Con estos sentimientos, venimos a glorificar a nuestro Señor, en esta fiesta singular en la que de alguna forma se recapitula lo que hemos celebrado a lo largo del Año litúrgico, depositando nuestra esperanza en Dios Padre y en nuestro Señor Jesucristo, reconocido como Salvador del mundo en Belén y como Redentor por la cruz, y confiando en su señorío.

Queridos hermanos, podemos temer el poder, y no digamos si es absoluto, de una persona sin corazón y sin entrañas; podemos temerlo, porque probablemente hará pesar sobre nosotros su prepotencia y nos oprimirá. Pero, queridos hermanos, la omnipotencia de Nuestro Señor Jesucristo es una omnipotencia de misericordia y de perdón; no tengamos miedo de acercarnos a Él, que nos conoce y sabe cuáles son nuestras entradas y nuestras salidas, conoce los mejores sentimientos que hay en nuestro corazón y también sabe cómo en ocasiones podemos ceder, y de hecho cedemos, a las insinuaciones del mal, del maligno, del tentador.

En esta celebración de la Fiesta de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, estamos clausurando el Año de la Fe. Deseo agradecer a todos vuestra participación, y en particular a tantas personas que han colaborado eficazmente en la organización de los encuentros y celebraciones, muy elocuentes por cierto, que han tenido lugar a lo largo de este año para recibir la llamada a la misericordia, a la esperanza y a fortalecer nuestra fe.

Tanto en la Encíclica Lumen fidei del papa Francisco como en la Carta Porta fidei, por la que el papa Benedicto nos convocaba para este año, aparece la conexión de la fe con diversas realidades fundamentales de nuestra vida cristiana. Dios quiera que, una vez concluida la celebración de este Año de la Fe, se incremente en nosotros la relación viva entre lo que significa la fe y esas otras actitudes fundamentales.

a) En la Carta Porta fidei del Papa emérito, se subraya especialmente la relación entre la fe y el amor. Por la fe descubrimos la presencia de Dios en nuestra vida y reconocemos también la dignidad inmensa del hermano y de la hermana, que son hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza; en ellos está presente nuestro Señor Jesucristo, tendiéndonos la mano. Por la fe descubrimos la dignidad de cada persona, incluso aunque su rostro esté desfigurado o aunque vaya arrastrando una existencia inmensamente miserable; también en esas personas Nuestro Señor Jesucristo está presente y nos suplica atención y ayuda.

Queridos hermanos, este descubrimiento por la fe sería baldío si no suscitara en nosotros una respuesta adecuada, ya que la fe sin obras es estéril, se queda en un sentimiento vacío. La relación entre la fe y el amor, un amor efectivo, no sentimental, sí afecta a los sentimientos hondos, pero no es sentimentalismo; desencadena una respuesta eficaz. ¡Cómo no va a desencadenar en nosotros la fe un recuerdo con afecto y al mismo tiempo una acción eficaz hacia los hermanos que hace unos cuantos días han sido tan gravemente damnificados por la catástrofe en Filipinas!

b) También van unidas la fe y la oración; Romano Guardini expresó con palabras preciosas el siguiente pensamiento: «Así como la respiración es el acto elemental de la vida, la oración es el acto elemental de la fe». Si no oramos, nuestra fe queda lacia, se amortigua, va perdiendo vigor; ciertamente, la oración nace de la fe, pero al mismo tiempo la oración fortalece y oxigena la fe. Un creyente no puede no ser orante; la fe y la oración deben hermanarse en nuestra vida y en nuestro corazón, pues de lo contrario la fe se adormecería y perdería luminosidad y calor. La fe y la oración están estrechamente unidas.

c) El papa Francisco recuerda reiteradamente otra conexión: la fe debe convertirse en misionera; no podemos reservarnos egoístamente la fe para nosotros, porque la fe encerrada iría menguando, se iría achicando, perdería vitalidad y fuerza. La fe debe hacerse apostólica y misionera.

La fe se fortalece transmitiéndola, dándola; también aquí, en este campo de la relación entre la fe y la misión, vige el principio que tiene mucho que ver con el misterio pascual de Jesús: dándonos, entregándonos, recibimos la vida; en cambio, ahorrándonos el esfuerzo, evitando el sacrificio y negando la donación, nos quedamos estériles por dentro. La fe se fortalece testificándola; dar la cara por el Señor nos ayuda a salir de la clandestinidad. A veces, en una sociedad como la nuestra, en la que todos evitan aparecer como cristianos, sumergiéndose en el anonimato y en la indiferencia, podemos perder la dimensión evangelizadora de nuestra fe.

La fe debe hacerse misionera en el contexto en el que vives, querido hermano; la fe se fortalece dándola y, en cambio, disminuye si no la transmitimos. Este Año de la Fe que estamos concluyendo ha sido una oportunidad muy importante para que, como cristianos, pensemos en lo que significa nuestra fe como luz que ilumina el corazón para comprender el sentido de la vida y no caminar como a tientas, con desazón tristona en el corazón.

d) A María le dice su prima Isabel: «Dichosa tú porque has creído» (Lc 1,45); en la fe hay escondido un gozo, hay garantizada una dicha. La preciosa Encíclica Lumen fidei, firmada por el papa Francisco y que cuenta con la colaboración eficaz de Benedicto XVI, termina con unas invocaciones a la Virgen, Madre de nuestra fe, Madre de los creyentes, Madre de la Iglesia y Madre de cada uno; y en esas invocaciones se resume de alguna forma lo que se ha venido desarrollando en los capítulos anteriores.

Pedimos a la Virgen que sostenga nuestra fe; que nos enseñe a escuchar la Palabra de Dios; que sigamos los pasos de Jesús día tras día, como ella, que unió la condición de discípula a la de madre; y que derrame la alegría del Resucitado en nuestra fe. También le pedimos que nos recuerde que ningún creyente está solo; no creemos solo para nosotros, creemos con otros, somos testigos de la fe para otros, y la Iglesia es precisamente la congregación de los fieles cristianos.

¡Que, como María, escuchemos la Palabra de Dios y la cumplamos (cf. Lc 8,21; 11,27-28)! ¡Que, como Pedro, cuyas reliquias sostenía conmovido el Papa durante el canto del Credo en la celebración de esta mañana, confesemos: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16)!