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Ricardo Blázquez Pérez

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Homilía

Jornada de la Familia 2013

Fiesta de la Sagrada Familia

29 de diciembre de 2013


Temas: matrimonio y familia.

Publicado: BOA 2013, 644.


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En el marco de la Solemnidad de Navidad, del nacimiento del Salvador del mundo, celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia, constituida por el Niño recién nacido, por su madre María y por José. Si visitamos un “belén” o “nacimiento”, nuestra mirada se dirige al centro del misterio, justamente lo que encontraron los pastores (cf. Lc 2,16); el resto del nacimiento es un entorno más amplio o más limitado, según los gustos de quien lo preparó. Desde el portal o la cueva de Belén se difunden la paz y el gozo.

Estas fiestas de Navidad contienen, tanto en la liturgia como en la piedad y la fe cristianas, tres motivos principales: la Liturgia se centra en la encarnación del Hijo de Dios, que es la Palabra eterna que se ha hecho carne, y en el “admirable intercambio” que implica: el Hijo de Dios ha asumido nuestra condición humana para que nosotros recibamos parte en su divinidad; el Eterno se hace mortal para que nosotros participemos de su inmortalidad. En la liturgia de Navidad, además, la Iglesia venera y felicita a Santa María, Madre de Dios, junto al Hijo recién nacido. Con san Francisco de Asís y la piedad inspirada en el Niño de Belén, con su encanto y ternura, se abre una vía muy importante para acceder a la celebración del nacimiento del Señor, incorporando también elementos folclóricos y costumbristas, con multitud de detalles adaptados a la vida y a la cultura del pueblo, ya que el Hijo de Dios se hace cercano, vecino, compañero y hermano. Y en los últimos decenios se ha desarrollado mucho otro ingrediente de la Navidad: el Hijo de Dios nació en una familia y se hizo pobre, llamándonos de esta forma a estar cerca de los pobres; en torno al establo de Belén, los ángeles cantaron la paz, a la cual estamos convocados y en cuyo trabajo estamos comprometidos. La celebración de la fiesta de Navidad posee también una dimensión social, por la fe implicada en el corazón del misterio; pues bien, en este sentido celebramos hoy la Fiesta de la Sagrada Familia en el ámbito de la Navidad.

La situación actual de la familia es muy delicada; sufre acosos exteriores y tentaciones desde dentro. Por estos desafíos, que hasta llegan a poner en interrogación la misma identidad de la familia, como si esta pudiera extenderse a cualquier tipo de convivencia entre personas unidas por afecto, en diversos lugares se está celebrando con particular resonancia en los últimos años la Fiesta de la Sagrada Familia. Los encuentros internacionales convocados por los papas desde hace decenios desean ser una respuesta pastoral a esta situación, y a los mismos desafíos pastorales obedece la convocatoria por el papa Francisco de dos Asambleas Sinodales sobre este tema, una en 2014 y otra en 2015; aquella para aclarar qué retos y con qué alcance amenazan a la familia, que es como la célula de la sociedad y de la Iglesia, y esta con la intención de concretar iniciativas pastorales en la Iglesia.

José ocupa un lugar singular en el Evangelio de la infancia de Jesús. José pone nombre a Jesús (cf. Mt 1,21); por José, Jesús entra en la genealogía del Mesías (cf. Mt 1,16); y con su obediencia, José cubre el misterio que se está gestando en el seno de su esposa (cf. Mt 1,18-24). El papa Juan Pablo II escribió la preciosa Exhortación Apostólica Redemptoris custos (15-8-1989) sobre san José, cuya relectura recompensa. De José no nos han conservado los Evangelios ninguna palabra; pero «lo que él hizo es genuina “obediencia de la fe” (cf. Rm 1,5; 16,26; 2Co 10,5-6)» (n. 4). José encarnó la fe y la obediencia a Dios en la vida, como certifica el reiterado «hizo» (Mt 1,24; 2,14.21.22) de esos dos capítulos del Evangelio. Hoy ha sido proclamado el relato de la huída a Egipto cuando Herodes quería matar al Niño (cf. Mt 2,13-15.19-23). El papa Francisco acaba de referir a este acontecimiento la vida de tantos emigrantes, refugiados, perseguidos, desplazados o exiliados: José, con María y el Niño, se encaminaron a Egipto sin ninguna seguridad, fiándose plenamente de la providencia de Dios. La huida a Egipto no es solo una encantadora escena de descanso en un oasis del desierto, como han imaginado muchas veces los pintores; es también incertidumbre y salida hacia lo desconocido de José, con su esposa y su hijo recién nacido, confiados por Dios a su custodia. Es muy importante que la fe en Dios sea vivida en el espesor de la vida concreta, no en una zona etérea ni intimista.

Queridos hermanos, cuidemos a la familia como un tesoro. Fuera de la familia hace mucho frío, se padece la intemperie y la soledad; lejos de la familia, la persona está indefensa. Cuando la familia nuclear —que no debe ser calificada como “tradicional” en un sentido peyorativo—, la familia natural constituida por padre, madre e hijos, falla por muerte u otros motivos, la familia amplia, formada por abuelos y tíos, que es siempre un apoyo inestimable, pasa a serlo particularmente. ¡Qué apoyo tan decisivo presta la familia en situaciones de crisis, como la actual, tan larga y tan dura! Sin la ayuda de las familias ni de otras instituciones de carácter solidario y social, como por ejemplo Cáritas, probablemente hubiera surgido una revuelta social. Lo que es la familia se percibe singularmente tanto por su presencia como por su ausencia en acontecimientos importantes de gozo o de dolor, de fiesta o de duelo; con la familia celebramos los grandes acontecimientos, y en familia despedimos a los seres queridos.

El matrimonio es el hogar de la vida; es el lugar digno para que la persona sea concebida, esperada, acogida, criada y educada. Nadie tiene derecho a eliminar la vida de un ser humano, aunque sea pequeñito, aunque tenga el rostro desfigurado, o aunque su trayectoria haya sido calamitosa y miserable. ¡El niño en el seno materno es precisamente el más inocente e indefenso! «Un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo» (papa Francisco, Evangelii gaudium, 213) . «No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, en las que el aborto se les presenta como una solución rápida a sus profundas angustias» (ibíd., 214). Nadie, ni el padre, ni la madre, ni el Estado, ni los médicos, tiene derecho a eliminar un ser humano en camino, pero no basta con repetir este principio sobre el valor de la persona; se necesita acercarse a la mujer gestante con respeto para ofrecerle ayuda. Me alegro de que en nuestra Diócesis existan los servicios del Centro de Orientación Familiar (COF) y de Red Madre; gracias a Dios, con estos apoyos muchas veces se salva la vida del hijo y la conciencia de la madre. El sufrimiento que experimenta la madre, como un peso inmenso en su conciencia, cuando ha contribuido a la eliminación de su hijo en formación, manifiesta la verdad de lo que realmente ha acontecido, frente a todos los intentos de edulcorar la gravedad de lo ocurrido: ha eliminado a su hijo. El sufrimiento es una vía frecuente para reconocer la verdad, y también para discernir entre la auténtica libertad y sus apariencias engañosas.

En todas las vocaciones de la vida cristiana están presentes la cruz, las pruebas y su posible superación, las alegrías y las penas, ya que somos discípulos de Jesucristo, que fue crucificado y, como resucitado, está vivo para siempre; el resplandor de la resurrección ilumina la oscuridad de la cruz. No debemos, consiguientemente, extrañarnos de que la fidelidad sea probada; en las pruebas vencidas se verifica, ratifica, purifica y profundiza el amor. También el enamoramiento que encaminó hacia el matrimonio atraviesa diversas fases en su maduración; al sentimiento amoroso, por definición efímero, debe sucederle el amor, como compromiso sellado con la entrega sacrificada (cf. Evangelii gaudium, 66). El amor no es siempre una sensación placentera; hay momentos de la vida en que la fidelidad se realiza sin gratificación emotiva y en sequedad paciente. El amor en el matrimonio y en la familia es sentimiento, gratitud, respeto, servicio, sacrificio, silencio y oración. Probablemente todo matrimonio puede decir que, si han llegado a la ancianidad unidos en el amor, no es porque hayan faltado pruebas, sino porque las han superado; también en el matrimonio, la fe en el Señor, vencedor del pecado y de la muerte, es nuestra victoria.

En el matrimonio y la familia, la cruz puede presentar muchas formas. Aceptarse mutuamente los esposos, un día y otro día, lleva de ordinario su sacrificio; la educación de los hijos es tarea laboriosa y a veces muy complicada; puede haber penurias económicas e incertidumbres de cara al futuro; las enfermedades que esposos e hijos pueden padecer comportan inquietudes aflictivas… La fuerza de Dios, que ilumina la cruz y aligera el peso de la vida, es un ancla para asegurar la nave al puerto de la esperanza y de la serenidad.

San Pablo nos muestra las prendas del uniforme que deben ponerse el esposo y la esposa, el padre y la madre, los hijos y los hermanos; todos estamos concernidos por la bella exhortación paulina: «Sea vuestro uniforme la mansedumbre entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura y la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo» (Col 3,12-13). La unidad en el matrimonio y en la familia se fundan en el amor cordial y humilde, no áspero ni orgulloso. El perdón, una y otra vez solicitado y ofrecido, es insustituible para rehacer la paz; no es acertado llevar rigurosamente cuentas del mal y desconocer o negar el mal que hacemos nosotros. La lectura del apóstol Pablo concluye repartiendo deberes para todos: la esposa, reconocer la autoridad del esposo, y este, amar a la esposa con entrega diligente; a los hijos les exhorta a obedecer a los padres, que no son simplemente amigos, sino padres; y a estos, a tratar con paciencia a los hijos, sin exasperarlos. El mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos es el amor unido, fiel y perseverante.

Los padres han recibido de Dios el don más precioso de su amor, que son los hijos, a los cuales deben educar en su condición humana y cristiana; los padres deben ser evangelizadores de sus hijos y procurar transmitirles la fe cristiana. El nuevo Directorio Diocesano de los Sacramentos de Iniciación Cristiana, que acabamos de aprobar y comunicar a la Diócesis , insiste en la responsabilidad de los padres en la iniciación cristiana de sus hijos. La oración es una parte integrante de la iniciación que los padres deben enseñar a sus hijos, rezando también con ellos; el Padre Nuestro es parte de la iniciación de Jesús a sus discípulos, y también a los discípulos de hoy. Los padres tienen la misión y la responsabilidad, que se traduce en el derecho y en el deber, de ser apóstoles de sus hijos. Incluso debemos decir que la familia entera está llamada a ser misionera: es también sujeto de misión y de evangelización aquí, e incluso lejos de su propio hogar y hábitat, en misión ad gentes; en el Camino Neocatecumenal esto acontece desde hace años. El que los padres y sus hijos vayan a evangelizar a países extranjeros es una realidad impresionante. La salida emprendida, no forzados sino generosamente, solo se explica por la gratitud al don de la fe que han recibido y desean transmitir; por el amor a Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte, de sus pecados y de su muerte; por la fe, que se traduce en disponibilidad obediente para evangelizar; y por la comunión afectiva y efectiva de la Iglesia de donde proceden y de la Iglesia adonde son enviados.

Queridos hermanos, nos hemos reunido para dar gracias a Dios Padre, «de quien toma nombre toda familia» (Ef 3,14-15), por nuestras familias. La Familia de Belén, de Egipto y de Nazaret es modelo de las “virtudes domésticas” de cada uno de los miembros de la familia, y debemos recurrir a ella como a una escuela luminosa de vida. Recordamos hoy particularmente a las familias que están probadas por la enfermedad, el desempleo, las crisis interiores de convivencia y el futuro oscuro; que toda familia tenga su casa, para ser plenamente un hogar. Recordamos a los difuntos de nuestras familias, que nos han precedido en la vida y en la fe. Junto al establo de Belén, recibimos luz para poder orientarnos en la coyuntura actual ante los desafíos que padecemos hoy, tanto en la verdad como en la realización de la verdad, acerca del matrimonio y de la familia.

Dios nos ha creado por amor y para el amor, y, en la acogida del amor y en su entrega, la persona recibe el sentido de su ser y la plenitud de su vocación. De la salud de la familia depende la salud de la humanidad; por eso, si la familia se desquiciara, la humanidad perdería el eje. En el cuidado de la familia se decide el futuro de los hombres. ¡Que María y José nos muestren a Jesús, el Salvador del mundo!