Cofradía Las Siete Palabras
Francisco Cerro Chaves, obispo de Coria-Cáceres

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Homilía

Semana Santa 2014

Sermón de las Siete Palabras

18 de abril de 2014


Temas: Siete Palabras (Amor).

Publicado: BOA 2014, 192.


  • Introducción
  • 1. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34) - La herida abierta del perdón
  • 2. «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraiso» (Lc 23,43) - La herida de dejarse robar el corazón
  • 3. «Mujer, mira a tu hijo. Hijo, mira a tu Madre» (Jn 19,26) - La herida del amor entregado
  • 4. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34) - La herida de la noche oscura
  • 5. «Tengo sed» (Jn 19,28) - La herida de la sed de amor
  • 6. «Está cumplido» (Jn 19,30) - La herida de amar hasta el extremo
  • 7. «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46) - La herida de la aceptación
  • “Octava Palabra” - La herida del corazón abierto

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    Querido don Ricardo, arzobispo de Valladolid; autoridades religiosas, civiles y militares; consiliario y alcalde-presidente de la Cofradía de las Siete Palabras; queridos amigos y hermanos:

    Es para mí un gran honor poder estar aquí hoy para pregonar las Siete Palabras de Jesucristo en la Cruz. Muchas gracias a todos por estar aquí; muchas gracias, también, porque me siento arropado por todos ustedes. Valladolid forma parte de mi vida; aquí viví años intensos con el inolvidable D. José Delicado Baeza y con un pastor bueno llamado don Marcelo. Vengo de Extremadura, de mi Diócesis milenaria de Coria-Cáceres, y me encanta esta gente castellana, transparente como el agua cristalina.

    La pasión de la gente, su sufrimiento, está asociada a la pasión de Cristo; si no penetramos en el misterio de la pasión de Cristo, no sabemos qué decir a la persona que sufre de manera desesperada. Sobre todo, hay que consolarles, confortarles, como Jesús fue confortado en Getsemaní; hay que confortar, y con mucha delicadeza: es todo un arte. Sería bueno que los experimentados iniciaran a los que comienzan sobre la manera de tratar a los enfermos, a los que viven solos, a los que se encuentran en todas las periferias existenciales, como nos recuerda el papa Francisco.

    Tratar a los que sufren es un oficio delicado; implica ayudar, animar y, al mismo tiempo, dar sentido pleno a la vida. Es una circunstancia que no se afronta por un cierto miedo, por un cierto temor; sin embargo, suele ser enormemente confortante para todos. Hay que procurar abrir nuevos horizontes al que sufre y hacerle ver que no se tiene que preguntar nunca sobre el “por qué”, ya que eso sería ponerse en el puesto de Dios, sino sobre el “para qué” de la aceptación humilde de la fragilidad. Con el Señor, todo tiene sentido; sin el Señor, la vida se oscurece.

    La manera más práctica de convencer a alguien del valor que tiene la cruz es la estima que mostremos a la persona que sufre. Los que sufren deberían ser el tesoro de la Iglesia, en una sociedad que no los encuentra. San Francisco de Asís decía que el sufrimiento que más agrada a Dios es el que aceptamos desde la realidad de la vida; es una llamada a unirnos al Corazón de Jesús, a sus grandes deseos. Se trata del sufrimiento con el que el Señor nos asocia al suyo; nos viene sin contar con nuestra voluntad, nos encontramos con él y queremos dar, a la vida o al sufrimiento, un sentido, una fecundidad, como se palpa en la cruz. El Señor nos llama, nos invita y nos asocia a su sufrimiento de la cruz siempre, para darle a nuestro sufrimiento valor redentor, para ayudar, para compartir con tantas personas que viven sin ninguna esperanza.

    Podríamos dividir la pasión en dos claves: la pasión interior, por dentro, desde el corazón entregado, y lo externo de la pasión, que se refleja de una manera única en la Semana Santa vallisoletana, y que es expresión de un corazón entregado. Getsemaní, que nos indica la actitud redentora de Cristo, es como la pasión del corazón; Getsemaní nos descubre a Jesucristo que ha dado la vida, que ha entregado su corazón por amor, y que nos lleva en lo más profundo de su corazón, amándonos desde dentro “hasta el extremo”.

    En la cruz podemos detenernos en las palabras de Jesús, que nos revelan las actitudes redentoras de Jesucristo. Son estas Siete Palabras, que se podrían resumir en una sola: “Te quiero”; su palabra se hace corazón abierto.

    Sin querer desarrollarlas todas, voy a destacar ese sentido de algunas de ellas y de los datos recogidos por los evangelistas en torno a la cruz; por tanto, es bueno para nosotros prestarles atención. He procurado dar a cada palabra un sentido que nos hace descubrir el significado de las heridas en el corazón de Cristo. Toda persona está herida; también Cristo. Ante el dolor, Jesús nos ha abierto su corazón; ahí, en su corazón, está su herida. Quienes aman siempre están heridos; lo que hay que pedir al Dios de la vida es que nuestras heridas estén abiertas para entregarnos por amor, como Jesús. El despojo de Jesús en la cruz es un elemento que hace reflexionar siempre.

    Contemplamos a un Jesús ensangrentado, flagelado, con la corona de espinas. Jesús despojado se ofrece, se entrega, entre burlas, desnudo; es lo que más impresiona en la cruz. Por ello, la cruz siempre significa acercarnos a la realidad de un amor que se hace vida entregada. La cruz no es el destino, pero sí es el camino, la dirección obligatoria para llegar a la resurrección y a la vida.

    Cuando Jesús sale en busca de los que vienen a prenderle, lo que Juan quiere destacar es su prontitud en ofrecerse. Él se adelanta, Él se entrega; Él mismo abraza la cruz para ser crucificado entre dolores espantosos, entre el desprecio. Es lo que se representa en El expolio, el famoso cuadro de El Greco. Es el Jesús que no arrastra la cruz, sino que se abraza a ella, como si se abrazase a cada uno de nosotros; nos quiere con locura.

    Cuando contemplamos a Cristo crucificado, tenemos que verlo desde el interior, desde su corazón, desde esa prontitud de ofrecimiento: “No me quitan la vida; la doy por amor a ti”. Cuando se destaca que Jesús va a ser entregado en manos de sus enemigos, podemos añadir que lo despreciaban. Es quizás lo que más nos duele a nosotros: las burlas, los desprecios y que no nos tengan en cuenta; es el rechazo del que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron», como explica san Juan en el prólogo de su Evangelio (Jn 1,11).

    Esa alma afirma que está alegre, contenta, aun en medio del sufrimiento. Lo que nos cuesta entender es que en la humillación, en el momento en que se siente más hundido, es cuando está realizando la redención. La Palabra encarnada que nace en Belén se hace ahora Palabra silenciada y rechazada, y Jesús, «como cordero llevado al matadero», nos ama más, no se echa atrás ante el dolor. Las burlas son también las de sus compañeros de suplicio; los dos blasfemaban contra Él, una blasfemia deliberada: «Si Tú eres el Mesías, el Salvador, sálvate a Ti y sálvanos a nosotros». Y Jesús, como respuesta, calla, calla… Jesús, en la pasión, va ofreciendo a todos, uno a uno, su amor incondicional; nadie te ama como Él.

    Es crucificado entre dos malhechores, y también eso tiene un profundo significado. Lo narran todos los evangelistas. San Mateo y san Marcos nos dicen: «Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda». San Lucas dice: «Uno de los malhechores crucificado le insultaba… Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía…»; no dice la posición en que se encontraban crucificados. San Juan no les pone apelativos, ni “bandidos” ni “malhechores”; dice: «salió al sitio llamado de la Calavera, que en hebreo se dice Gólgota, donde le crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio Jesús». Podríamos pensar que es un dato sin trascendencia, omitible, pero tiene mucha trascendencia, mucha importancia. ¿Cuál es ese sentido?

    En todo lo que es dolor, sufrimiento, tenemos que distinguir, como en la pasión, dos planos: el plano humano, de la voluntad humana, y el plano divino, el objetivo de Dios.

    En el plano humano, en la cruz hay un proyecto y unas manipulaciones humanas, que es lo que más nos cuesta; ser objeto de las manipulaciones de otros nos molesta enormemente. Ahora bien, el Señor sabe ordenar esas manipulaciones humanas a sus fines; por eso hay que distinguir siempre esos dos niveles. El manejo humano se ve en la pasión. Jesús dirá: «El cáliz que me dio mi Padre, ¿no lo voy a beber?»; el cáliz se lo preparan sus enemigos, y lo hacen con maldad humana. Sin embargo, Jesús lo considera como «el cáliz que me dio mi Padre»; descubre el latido del amor del Padre en todas las circunstancias de su vida.

    En el proyecto humano, ellos habían pensado desprestigiar a Jesús, y, para eso, convenía que el marco fuera de malhechores, para ponerlo en el mismo nivel y que quedara desprestigiado; así, Jesús agonizó en compañía de malhechores. No podían imaginarse que de esa manera estaban colaborando con el proyecto de Dios, que había predicho a través de Isaías: «Será contado entre los malhechores» (Is 53,12). No sabían que Jesús siempre quiere estar al lado de los que sufren, ni que, además, estaban dando signos y expresiones al gran misterio de la redención.

    El gran misterio de la redención es que Él se ha hecho uno de nosotros, un malhechor. El que no conocía pecado, se hizo pecado, malhechor; el Verbo de Dios hecho malhechor, hecho uno de nosotros, uno en medio de nosotros, para salvarnos. Y los hombres se colocan a su derecha y a su izquierda, como Él anuncia que sucederá en el Juicio final; la muerte de Jesús es una anticipación del Juicio final. Él es constituido Juez misericordioso, y la suerte de cada uno de nosotros la determina nuestra postura ante Cristo crucificado.

    Todos nosotros estamos representados en esos dos malhechores; todos nosotros somos crucificados, condenados a muerte. Todos crucificados en la cruz que tenemos cada uno, que llevamos cada día; la muerte es nuestro término, y Jesús está en medio de nosotros. Cristo es la mayor declaración de amor del Padre a cada persona; es el “te quiero” para siempre.

    Tenemos que pensar cuál es nuestra postura ante los compañeros de peregrinación que el Señor nos pone, aquellos con los cuales estamos crucificados, y ellos con nosotros. Debemos interpelarnos: “¿Qué hago con ellos?”. Jesús calla y se ofrece en silencio en una actitud admirable; el silencio de Jesús es la palabra que llega hasta el corazón, y es la palabra de su Amor silencioso.

    Las palabras de Jesús en la cruz son siete, pero yo siempre digo que son cinco, porque dos de ellas son recitación de salmos, y las otras cinco son realmente palabras suyas. Yo diría que incluso hay una “octava Palabra” de Jesús, que es la herida de su corazón abierto; su corazón está siempre abierto. Por ello, he querido darle a cada palabra de Jesús la perspectiva de que está “herido de Amor”, y todas ellas se explican al abrir su corazón la lanza (cf. Jn 19,34). Esas palabras de Jesús nos revelarán los matices de su amor redentor. Jesús levanta su voz con un grito de oración y de perdón.

    1. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34) - La herida abierta del perdón

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    Jesús hace uso de lo que es verdaderamente propio de Él, o, al menos, ha hecho propio, cuando se dirige a Dios con la palabra «Abba», que era exclusiva de Él. Empieza por ese grito: “Abba, papá, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, que es maravilloso. “Querido Papá, Abba”: la ternura de Jesús en las manos de un Padre bueno. Recuerdo que, volviendo de Tierra Santa en una de las peregrinaciones realizadas desde mi Diócesis, un niño judío vino diciendo, casi todo el trayecto del avión, abrazado a su padre: “abba, abba”… y me recordaba esos momentos de Jesús.

    La redención de Cristo es perdón de los pecados; no simple perdón, sino perdón pedido por Cristo crucificado. Pide perdón ofreciendo su vida; son las intenciones del ofrecimiento de su muerte. Ofrece su vida, según había dicho, «para el perdón de los pecados». Dios no sería Amor si no fuese siempre perdón incondicional; no existe ningún pecado que limite la misericordia de Jesús, como les decía Juan Pablo II a los sacerdotes de Gran Bretaña.

    Jesucristo pide al Padre perdón para los que le han rechazado, le han azotado y le han crucificado, y lo hace buscando una excusa para los que lo han hecho: «Porque no saben lo que hacen»; evidentemente, no saben cuanto han hecho. Así lo dice san Pablo: «Si le hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria» (1Co 2,8). Jesucristo, con esa petición de perdón, lleva a la práctica la doctrina que tantas veces había enseñado: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen» (Mt 5,44).

    También nosotros tenemos que aprender ese perdón, porque muchas veces no acabamos de perdonar del todo. El mayor obstáculo a la vida de unión con Dios es la falta de perdón. Hay una frase muy ilustrativa del padre Enrique Lacordaire: «Si quieres ser feliz un instante, véngate; pero si quieres ser feliz toda la vida, perdona». Hay cosas que nos quedan dentro, como resentimientos, que guardamos y conservamos. Recuerdo un encuentro con chicos de Confirmación en el que, de los nueve que había, siete me dijeron: “Nos cuesta perdonar; no lo vemos ni en nuestra familia ni, tampoco, en la sociedad”. Estaban perdidos porque no sabían perdonar.

    Recuerdo el perdón de las hijas de Aldo Moro, político italiano que fue asesinado por las Brigadas Rojas. Las cuatro hijas fueron a la cárcel a visitar a los asesinos de su padre. En medio de un gran despliegue de cadenas de TV, tres de las hijas no manifestaron nada, pero la última en salir, cuando fue preguntada por el motivo de la visita a los asesinos, les contestó: “Hemos venido a perdonar. No se extrañen ustedes, porque lo hemos aprendido de Jesús, en la catequesis de nuestra parroquia”.

    A pesar del trato que nos hayan dado determinadas personas en determinados momentos, hay que aprender del Señor el perdón. El perdón viene del amor; Jesús está ofreciendo su vida para el perdón de los pecados. Esa palabra de Jesús lo muestra como triunfador; a los oídos de los sacerdotes, escribas y fariseos, aparece como triunfador.

    Primero, Jesús llama a Dios «Abba», lo cual es declararse hijo; eso no es propio de un hombre cualquiera. Segundo, intercede por los que le torturan; eso no es propio de un malhechor. El justo intercede por ellos, como se dice de Job: «Él intercederá por nosotros». Por eso, contemplando la escena, con esta poesía anónima, decimos:

    «No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido; / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte. / Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera, / que aunque no hubiera cielo, yo te amara, / y aunque no hubiera infierno, te temiera. / No me tienes que dar porque te quiera, / pues aunque lo que espero no esperara, / lo mismo que te quiero, te quisiera».

    2. «En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraiso» (Lc 23,43) - La herida de dejarse robar el corazón

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    Al escucharle, el buen ladrón siente aliento; la palabra debió de entrar hasta el fondo de su corazón, y la rebelión cedió paso a la comprensión, signo del verdadero cambio en el corazón. Se vuelve abierto; está abierto el camino para el reconocimiento de sus pecados. Ante ese grito de perdón, él debió de pensar: “Si hasta la acción de sus verdugos se puede perdonar, también se podrá perdonar mi vida, mi pecado”. Reconoce sus pecados y se refugia en el corazón del Señor; eso es creer en su misericordia, pensar que, desde Jesús, la vida tiene solución siempre.

    Le dice «Jesús», le llama con esa familiaridad, como no le llamaban los Apóstoles, ni siquiera su madre en público. Le dice: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino»: cree. Cuando los Apóstoles titubean, él cree, y le pide solo que se acuerde. “No me olvides y seré feliz”. Y Jesús le dice: «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso».

    La redención es acercarnos a Cristo y creer en el perdón de los pecados. “Estarás conmigo hoy mismo”. Es la reconciliación, la unión con Cristo. San Agustín se asombra al ver que el buen ladrón reconoce en el Crucificado al Salvador, a su salvador, y en uno de sus textos se dirige al ladrón y le dice: «Pero, ¿es que has escrutado las Escrituras mucho más profundamente que todos los doctores de la Ley que rehusaban creer en Él?». Y se hace responder del buen ladrón: «No, absolutamente no; yo no he estudiado las Escrituras. Pero Él me ha mirado, y con esa mirada lo he entendido todo». Eso es propio de un cristiano maduro en la fe. «Nadie me ha mirado y amado como Él»: así lo recordaba José Luis Martín Descalzo en su famosa obra teatral Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos.

    «Estarás conmigo». Si quieres venir conmigo has de sufrir conmigo; tú hoy estarás conmigo, y eso será el paraíso. Estar con Cristo es un dulce paraíso; la redención es estar con Cristo en el Paraíso. La felicidad, hoy, es ser de Cristo. Sin Jesús, nos perdemos lo mejor de la vida; sin Jesús, todas las fiestas acaban apagando sus luces.

    El buen ladrón, que en un principio blasfemaba junto con el otro ladrón contra Jesucristo, escucha las palabras que Jesús dirige al Padre solicitando el perdón para los que le habían crucificado, se queda en silencio y deja de proferir blasfemias e insultos. Se da cuenta y se abre al reconocimiento de sus pecados; sus ojos, que miran al Crucificado, se han llenado de Él. En el final de sus días, su vida se ha convertido en escucha de la Palabra del Señor, de la palabra crucificada; se ha llenado de la belleza de la cruz de Cristo. Eso es lo que le hace pronunciar aquellas palabras: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino».

    3. «Mujer, mira a tu hijo. Hijo, mira a tu Madre» (Jn 19,26) - La herida del amor entregado

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    Al llegar la hora sexta, toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Es un fenómeno que suele darse en Palestina en el mes de abril, y lo provoca el viento sur negro, que arrastra arena oscura y rojiza. Las tinieblas envuelven el Calvario; una imagen, por otra parte, real, ya que sin Jesús todo permanece en oscuridad y tinieblas.

    Vamos a fijarnos ya en la otra palabra preciosa dirigida a María, que es un modelo al que debemos contemplar.

    Su postura fue siempre discreta, en lo más normal de la vida diaria y en medio de las otras mujeres que están ahí, que estaban también al pie de la cruz. Su Madre fue la mujer que creyó que para Dios nada hay imposible. Un grupo de mujeres, y María entre ellas, como las demás; las grandes misiones se cumplen en la naturalidad de la sencillez diaria. María está de pie, no desmayada, en pleno ejercicio de su misión, unida al Redentor, como la nueva Eva, y profundiza en el misterio, como revelación y obra del amor de Dios; en ella no hay gestos de lástima o de petición de que baje de la Cruz. María está cumpliendo su misión con inmenso dolor, pero con una penetración del misterio que está sucediendo y que Juan nos cuenta. Y en ese momento, Jesús se dirige a ella y le dice: «Mujer, ¡mira a tu hijo!»; no simplemente: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

    Es la misma expresión de san Juan Bautista cuando dice: «Ahí está el Cordero de Dios» (Jn 1,29.36). ¡Mira el Cordero de Dios!, es decir, considera a Jesús como Cordero de Dios, con esa mirada penetrante de fe que va más allá de lo que captan los ojos. Cuando levantamos la hostia, decimos: «Este es el Cordero de Dios»; la forma más exacta sería: “¡Mirad este Cordero de Dios!”, es mirada de fe. Ella escucha lo que le dicen a Jesús: «Bájate de la cruz». Menos mal, Señor, que no te bajaste de la cruz. ¿Qué sería de nosotros si te hubieras bajado de la cruz? Cuántos hombres y mujeres siguen crucificados por la muerte, la enfermedad, el paro, en todas las crisis, y no se bajan de la cruz. ¡Menos mal que no te bajaste de la cruz! Ayudas a los que están crucificados en la enfermedad, en la muerte de un ser querido, en no poder llegar a fin de mes.

    Él dice: «Mujer, ¡mira a tu hijo!», y luego le dice a él: «¡Mira a tu madre!». Ella es tu madre; es el matiz profundo de ese momento, del momento de la redención. ¿Qué nos revela esta palabra? Proclamar a María como Madre no es decirle simplemente “tómalo como hijo”, sino “¡Es tu hijo! ¡Está naciendo tu hijo!”. Así como la Carta a los Hebreos dice que Jesús fue perfeccionado por la pasión y proclamado Sumo Sacerdote según el rito de Melquisedec, también María, en su maternidad, fue perfeccionada en la pasión y proclamada Madre nuestra. Desde ese momento, el discípulo la toma entre los suyos, y se constituye como discípula de Cristo. No es que la considere como Madre, sino que la toma entre los suyos; somos hijos.

    Por eso no podemos ser cristianos sin ser marianos, como decía Pablo VI. Orígenes hace un comentario precioso sobre María junto a la cruz: «Nadie puede percibir el sentido del Evangelio de san Juan si no ha descansado sobre el pecho de Jesús, o si no ha recibido, de Jesús, a María como Madre suya». Y esto es necesario de forma tal y tan grande que lleguemos a ser otro Juan, para que, como Juan, también seamos mostrados por Jesús como si fuéramos Jesús; porque si no hay ningún Hijo de María, sino Jesús, y Jesús le dice a la Madre: «He ahí a tu hijo», y no mira a otro hijo, es como si le dijese: “Este es Jesús, a quien tú engendraste”.

    4. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34) - La herida de la noche oscura

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    Otra palabra de Jesús es experimentar el abandono en el dolor. Esta frase es la que cita del Salmo 21, y aquí muchas veces se hacen elucubraciones, llegando a cosas increíbles, sobre el abandono de Jesús. No es eso lo que Jesús proclama, sino que es: “¿Para qué me has abandonado? Dios mío, Dios mío”. No dice “Padre”; Jesús, simplemente, recita el salmo del momento de angustia, como nosotros tenemos algunos salmos o cantos para determinadas circunstancias. Muchos judíos tenían para los momentos de dolor el Salmo 21; algunos judíos también lo recitaron cuando entraron en el campo de concentración de Auschwitz.

    Jesús reza ese salmo, lo proclama. Se consideraba mesiánico; por tanto, es indudable que, en el Mesías, tiene una profundidad especial, que es la de su situación mesiánica, en ese momento en que está cargado con el pecado del mundo. Él quizá no siente en su interior la presencia del consuelo del Padre, y sí siente la presencia y la gravedad del pecado, y en ese pecado lo que experimenta es, no que el Padre le abandone, que no lo ha hecho nunca, sino cómo el pecado se aleja de Dios, rechaza a Dios. Y, en ese sentido, clama por su estado y su situación con ese sufrimiento, recitando ese Salmo 21.

    «¿Por qué me has abandonado?». Lo dice con la fuerza de su situación real. En estos momentos, cuando uno recuerda tantos pecados de la Iglesia, experimenta que el mismo Cristo, en su cuerpo, que es la Iglesia, vive el inmenso dolor, como decía el papa Francisco, de no ser coherente con las exigencias del Evangelio. La Iglesia es humilde cuando reconoce los pecados que tanto hieren el corazón de Dios, por parte de sus hijos predilectos.

    5. «Tengo sed» (Jn 19,28) - La herida de la sed de amor

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    «Tengo sed». ¿Sed de qué? Como Jesús le dice a la samaritana (cf. Jn 4,1-26), sed de amor, de redención, de salvación.

    La Palabra anterior es la culminación de la obra de Cristo, que es la constitución de la Iglesia al pie de la Cruz, la nueva humanidad, la generación nueva; se ha cumplido lo que Él tenía que hacer. Y ahora dice «tengo sed», y con ese «tengo sed» indica el comienzo de la acción del Espíritu Santo, que es evangelizar y saciar a todos, especialmente a los más pobres, con el amor de Jesús.

    «Tengo sed» de dar el Espíritu Santo a esa Iglesia constituida al pie de la Cruz. En el fondo es otro matiz de la redención. ¿Qué hace la redención? Nos da el Espíritu; por la redención de Cristo recibimos el Espíritu Santo.

    «Tengo sed» de dar el Espíritu: a esa voz le responde una incomprensión, como en el caso de la samaritana; cuando Jesús habla de un agua que Él puede dar, ella entiende un agua material, y le dice: «¿Cómo me vas a dar agua, si no tienes con qué sacarla y el pozo es hondo...?». Pues aquí, de una manera parecida, ante esta petición de «tengo sed» de dar el Espíritu, la interpretación es la sed material, y entonces le dan de beber vinagre que había allí.

    El vinagre se usa para limpiar la sangre, para limpiarse las manos después de la ejecución. Entonces, al oír el «tengo sed» y entenderlo de forma puramente material, tomaron una de aquellas esponjas y se la ofrecieron. A esa sed de Jesús le dan una respuesta cruel: vinagre en aquellas heridas abiertas.

    La sed de Cristo es la sed de la fuente: si una fuente tuviera sed, tendría sed de que vinieran a beber del agua que mana de ella. ¡Qué bien lo ha expresado un poeta de nuestro tiempo!: «De noche iremos, de noche; / sin luna iremos, sin luna; / que para encontrar la fuente / solo la sed nos alumbra» (Luis Rosales) .

    6. «Está cumplido» (Jn 19,30) - La herida de amar hasta el extremo

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    «Cumplido» no se refiere solo al cumplimiento de las profecías; significa también el cumplimiento de la obediencia al Padre, del encargo que le había hecho el Padre.

    “He terminado la obra que me encomendaste”: «¡Todo está cumplido!». La obediencia se lleva hasta el término, lo que había dicho: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo»; lleva a término el amor a los suyos. ¡Todo está cumplido! Obedecer hasta dar la vida y amar a los hombres: se ha llevado todo hasta el final; el extremo es su amor ofrecido incansablemente.

    Lo que el Padre le encomendó ya está hecho: «Todo está cumplido». El Evangelista lo recoge diciendo que Jesús da la vida llevando hasta el extremo su amor por ti y por mí.

    7. «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46) - La herida de la aceptación

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    De nuevo se cita el salmo que rezamos en Completas cada día: «A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu; Tú, el Dios leal, me librarás». Solo aquí es apropiado; allí dice “Tú, el Dios fiel”, y aquí dice: “Abba, Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Es el abandono confiado de la obra de la redención en manos del Padre y de su Iglesia, con la confianza que sostiene toda su acción redentora. El Señor se fía de mí; confía más en mí que yo en Él.

    «Inclinando la cabeza, entregó el espíritu». Ese inclinar la cabeza indica un “sí” pronunciado voluntariamente, deliberadamente; el gran “sí” de Cristo a la voluntad del Padre, el “sí” de la entrega de su vida, del amor. Inclinó la cabeza, dio su “sí”; se sometió al Padre. Él ama, e inclina la cabeza dando ese “sí” cósmico, inclinándola hacia María y Juan, hacia la Iglesia. «Inclinando la cabeza, entregó el espíritu»: No solo murió, expiró, sino que también entregó el espíritu, comunicó el Espíritu Santo.

    San Juan ve así la muerte de Jesús, inundada de su glorificación en esa mirada. La humanidad de Cristo inmolada, glorificada, como comunicación del Espíritu a través de esa humanidad de Cristo. Muriendo, entregó la vida; muriendo Él, nos da la vida. «Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu». Esto lo volverá a repetir con insistencia, como una constante, a partir de este momento. Muriendo, dio la vida y entregó la vida nueva, el Espíritu.

    “Octava Palabra” - La herida del corazón abierto

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    Luego dirá que del costado de Cristo «brotó sangre y agua» (Jn 19,34). Derramamiento de la sangre, entrega de la vida y don de la vida nueva: la sangre y el agua. Del mismo modo luego, en la vida resucitada, mostrando sus llagas, dará el Espíritu Santo; recibimos el Espíritu Santo que nos viene de la humanidad glorificada de Cristo.

    Entregar el Espíritu, sin quitar evidentemente el otro significado de morir, quiere indicar que en su acto de morir da realmente el Espíritu. Así es la muerte: «El que entrega su vida, la encontrará; el que pierde su vida, la ganará», como siempre repite Él. El que entrega su vida mortal da vida, da la vida por amor; el amor que da la vida es vivificante. Dando la vida, da vida al mundo, da vida a la Iglesia, y da vida nueva a María y a Juan; es como la anticipación de Pentecostés. El don del Espíritu al mundo nos viene por la inmolación de Cristo, que entrega su vida a los hombres.

    Queridos hermanos: Con todos mis sentimientos y con los ojos del alma mirando al Santísimo Cristo de las Mercedes, titular de la Cofradía de las Siete Palabras, y con mi corazón abierto hacia vosotros, vallisoletanos, que hace ya tiempo me acogisteis en vuestros corazones, voy a terminar, y lo voy a hacer pidiendo prestados estos versos al poeta:

    «Delante de la cruz, los ojos míos / quédenseme, Señor, así mirando, / y sin ellos quererlo, estén llorando / porque pecaron mucho y están fríos. / Y estos labios que dicen mis desvíos, / quédenseme, Señor, así callando, / y sin ellos quererlo estén rezando / porque pecaron mucho y están impíos. / Y así, con la mirada en Vos prendida; / y así, con la palabra prisionera, / como la carne a vuestra cruz asida, / quédeseme, Señor, el alma entera. / Y así, clavada en vuestra Cruz mi vida, / así, Señor, cuando queráis me muera» (Rafael Sánchez Mazas) .

    Muchas gracias.