Arzobispo  -  Homilía
Toma de posesión
13 de octubre de 2002

Publicado: BOA 2002, 394.


Tenemos la dicha de poder asistir, como cada vez que celebramos la Eucaristía del Señor, a la manifestación de “los misterios de Dios”. Sí, hermanos, el Señor nos ha invitado por dos veces en las lecturas proclamadas a un banquete. El que describe el evangelio casi fracasa por la negativa de los convidados, por el maltrato incluso que éstos hacen de los criados, pues llegan hasta matarlos. Pero hay banquete, que Isaías califica de festín de manjares suculentos, de vinos de solera, de manjares estupendos y de vinos generosos, como si fueran los vinos de nuestra tierra.

Es impresionante que nuestro Dios utilice tantas veces la imagen del banquete para hablarnos de lo que su Hijo ha traído a este mundo, en definitiva, para hablarnos del Reino de los cielos. ¿Habéis caído en la cuenta? Dios es siempre mayor, es increíble: vayamos al banquete. Hoy, además, estamos aquí para agradecer la gracia de la apostolicidad en conexión con la sucesión apostólica en la Iglesia de Valladolid.

Estamos aquí casi todos: están los queridos cardenales, arzobispos y obispos; está el Nuncio Apostólico; está don José Delicado Baeza, mi arzobispo hasta hace pocos días, y que ha trabajado con sabiduría, sobriedad y sobre todo con amor por esta Iglesia. Gracias, queridos hermanos en episcopado; gracias Señor Nuncio; gracias sobremanera a ti, don José, a quien sucedo en esta Iglesia, fecundada por tu ministerio.

Están aquí casi la totalidad de los sacerdotes de Valladolid, muchos sacerdotes de Salamanca, de Osma-Soria y aún de toda Castilla y León, de Madrid igualmente: son mis antiguos compañeros en aquel presbiterio. Quiero saludar de modo especial a don Isidoro Fernández, cura leonés que me bautizó, y a quien he tenido la dicha de conocer siendo ya obispo. Están también los consagrados (religiosos/as). Y estáis también vosotros, los fieles laicos de Valladolid, que sois mayoría en la Iglesia. Os saludo de todo corazón a todos, sin olvidar a mis hermanos y a toda mi querida y extensa familia, y algunos de mis paisanos de Aldea del Fresno, y las buenas gentes de Salamanca, y seguro que de Osma-Soria y de las parroquias donde trabajé.

Están igualmente nuestras autoridades, las de nuestra Autonomía, provinciales y locales, civiles y militares. Gracias por su deferencia de estar con nosotros; gracias, Señor Alcalde de Valladolid, de Salamanca y de Aldea del Fresno, a ustedes y sus corporaciones. No es posible que estén todos, pero la celebración es ciertamente expresiva.

No falta tampoco Su Santidad Juan Pablo II, pues una Eucaristía sin la inclusión del Papa, ¿qué tipo de Eucaristía es? Además por medio del Señor Nuncio ha enviado sus Cartas Apostólicas, que me permiten comenzar hoy mi ministerio episcopal en esta Santa Iglesia de Valladolid y darle gracias a Dios por el don que es la misma Iglesia. ¿Será necesario decirle, Señor Nuncio, que agradezca al Santo Padre esta confianza para conmigo, al nombrarme arzobispo metropolitano? Yo se lo pido encarecidamente y, si puede, dígale también que mis hermanos obispos de esta Provincia eclesiástica y aún todos los que pastoreamos en Castilla y León lucharemos sin descanso por predicar el Evangelio y seguir plantando la Iglesia, para que el don de Dios no falte a nadie en nuestra tierra.

Os tengo que decir que siento muy vivamente esta tarde que la Iglesia es un don; y siento igualmente que es algo primordial en mi tarea de obispo, en la actual situación, intentar que todos los bautizados vuelvan a ser conscientes de que son Iglesia, que se han de sentir Iglesia, no sólo militantes de una organización externa a ellos, contribuyentes de una obra que no es suya, sino realmente Iglesia, en ella participantes y de ella responsables. La Iglesia no es sólo una institución a la que se pertenece, sino sobre todo una morada vital en la que se habita, una familia que se vive, una realidad que le constituye a uno. Fieles laicos y pastores tenemos una constitución recíproca, somos del mismo Pueblo de Dios, hijos del Padre y hermanos de Jesucristo en la misma responsabilidad por la misión.

Hemos escuchado en las Letras Apostólicas que el Papa me ha enviado para que pueda ser Pastor de esta Iglesia; que he de ser predicador de las verdades evangélicas, animando a que los hijos de esta Iglesia contemplen con atención el misterio de la misericordia divina y explicando la doctrina cristiana. Me invita también el Papa a gobernar, según Cristo el Buen Pastor, esta comunidad eclesial, que para mí es bellísima por ser la Iglesia del Señor. E insiste en que promueva la santidad de mis sacerdotes, religiosos y fieles laicos, dando yo ejemplo de santidad en caridad, humildad y simplicidad de vida.

Quiero hacer esto, pero me siento pequeño; no soy gran cosa, me conozco, aunque también sé, por experiencia, que es verdad aquello de san Pablo «cuando soy débil soy fuerte» (2Co 12,10). Significan estas palabras que no estoy solo y también que no soy el dueño de la Viña, ni el que proporciona ese banquete del que habla la Escritura. Sé muy bien que para ser, como obispo, servidor del Evangelio para la esperanza del mundo, para ser buen pastor tengo que tener día y noche en mi corazón la grandeza del Pastor Jesucristo, y la belleza de su servicio, acreditado hasta la cruz. Este es el modelo de todo ejercicio del ministerio episcopal. Ese ir siempre imitando y participando del destino de Cristo es lo que diferencia radicalmente el ejercicio de la autoridad en el cristianismo de su modo de ejercicio en otras instituciones de la sociedad civil.

Mi relación, mi encuentro con Cristo no puede ser teórico. Él me invitó a seguirle y a conocerle; en Cristo he visto y he contemplado, aunque me quede mucho, su amor personal; he visto y he comprendido, por su gracia, a ese Cristo Resucitado y vivo y Él me dará fuerza para hacerle presente en este pueblo y en esta tierra.

Así sí podré ser obispo vuestro, hijos de esta Iglesia. Pero yo no soy la Iglesia de Valladolid, soy parte de ella y tengo que tener en cuenta a las otras partes. El Señor me ha dado autoridad, sí, pero también y tal vez antes, me ha dado paternidad. Y no es fácil ser padre. Y me ha dado fraternidad, pues no quiero olvidar que los obispos «somos vuestros pastores, (pero) con vosotros somos apacentados» (san Agustín, Sermo de nat. Sanct. Apost. Petri et Pauli).

Quiero decir que el obispo, de cara a los fieles laicos, no ejerce su ministerio como si tuviera posesión privilegiada frente a una Iglesia vacía de gracia y santidad, ni realiza esas tareas desde fuera de la Iglesia, hablando desde su plenitud a un vacío. Leo en Lumen gentium, 73: «Dado que Cristo Jesús, supremo y eterno sacerdote, quiere continuar su testimonio y su servicio por medio de los laicos, los vivifica con su Espíritu y los impulsa a toda obra buena y perfecta». Son cosas muy serias las que se dicen aquí, pues significa que los fieles laicos constituyen la Iglesia también, la alimentan y la guían con la fecundidad intelectual, moral y religiosa de su propia vida, y tampoco olvido que los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en los que sólo puede ella llegar a ser sal de la tierra a través de ellos.

Tenemos que encontrar entre todos un lugar para la diferencia en la Iglesia dentro de la común igualdad y comunes derechos. En este sentido un obispo tienen que otorgar confianza, autoridad y peso a las opiniones de los fieles laicos, en especial a los creyentes que están en medio del mundo. No hace mucho que he leído que el obispo, después de haber preguntado y escuchado a los fieles laicos, debe «darles que pensar y darles que creer, darles que hacer y darles que esperar».

Otra parte de esta Iglesia son los religiosos y consagrados. Casi basta con leer aquí lo que dice Vita consecrata, 49: «El obispo es padre y pastor de toda la Iglesia particular. A él compete reconocer y respetar cada uno de los carismas, promoverlos y coordinarlos. En su caridad pastoral debe acoger, por tanto, el carisma de la vida consagrada como una gracia que no concierno sólo a un Instituto, sino que incumbe y beneficia a toda la Iglesia». Todo un programa. Me parece que debo, pues, ayudaros, a vosotros consagrados, al menos con mi crecimiento personal en la santidad, con el testimonio de mis palabras, actitudes y acciones, e incluso con la propuesta de una exigencia de que vosotros seáis también santos (Christus Dominus, 15). Y no debo olvidar que debo ser artífice de la unidad y mantener siempre un espíritu misionero. Y, eso sí, no dispensaros de vivir en la Iglesia local, que es lo que os permitirá que la apertura a la Iglesia universal no sea una realidad evanescente.

Para cumplir con mi tarea de obispo, he de contar y vivir con los presbíteros y diáconos. Recuerdo que en el aula del Sínodo de los Obispos, uno dijo algo importante: «Sólo es verdadero sembrador de esperanza el obispo que dedica una atención especial a sus curas, estableciendo con cada sacerdote una relación cordial, directa, sencilla, de confianza y confidencia. (...) Para ser un testigo eficaz de esperanza el obispo debe suscitar colaboración a su alrededor». Es precioso el texto, y es difícil, supongo, llevarlo a cabo, pero yo quiero hacerlo.

Sí tengo en cuenta que vuestra ordenación sacerdotal no es un rito que muestra públicamente las capacidades de una persona para ejercer unas tareas —eso es una oposición—; tampoco es un mero acto jurídico de la encomienda de la comunidad eclesial a un cristiano. No olvidemos que la parte central de la ordenación, tras la imposición de manos, es una plegaria, recitada por el obispo, donde la Iglesia suplica a Dios su intervención en el sacramento. Tampoco olvido yo que obispo y presbíteros estamos unidos en fraternidad sacramental y comunión jerárquica, ya que vosotros y yo participamos en el mismo sacerdocio de Jesucristo. Quiero vivir entre vosotros aquello que dice el Ritual de Órdenes: los presbíteros son colaboradores necesarios del «sacerdocio apostólico».

La unión que tengamos vosotros y yo en Valladolid repercutirá positivamente en la tarea evangelizadora y nos otorgará ánimos para llevar gozosamente el peso de los trabajos, ya que la amistad ensancha y conforta a los amigos. Y el apoyo recíproco defiende a todos del desaliento y de la tendencia a la mediocridad. Sólo os digo: quisiera tomarme en serio lo que el Cura de Ars dijo a su obispo, al preguntarle éste por lo más importante: «Preocúpese de sus sacerdotes y ámelos como un padre ama a sus hijos».

Y un par de cosas más, dirigidas a todos, pero en correo directo a los sacerdotes y diáconos. Ni vosotros ni yo estamos exentos de la tentación de limitarnos en la tarea eclesial a ser depositarios de las grandezas del pasado, de convertirnos en meros asistentes sociales o monitores de juventud. Nuestra vida está para ofrecer a cualquier hombre y mujer la posibilidad de cumplir su vocación de reflejar el rostro de Dios, siendo así felices. Sabemos, por ejemplo, que, como obispo y sacerdotes, estamos llamados a ser pobres al servicio del Evangelio; a ser servidores de la Palabra revelada, aunque sea preciso elevar la voz en defensa de los últimos; a ser profetas que pongan en evidencia los pecados sociales vinculados al consumismo, al hedonismo, a una economía que produce una inaceptable diferencia entre lujo y miseria, entre unos pocos «epulones» e innumerables «lázaros» (Juan Pablo II, Homilía en el inicio del Sínodo de obispos, 30-9-2001).

Una segunda cautela quisiera exponer: no es fácil nuestra vida de sacerdotes y diáconos, porque no nos disponemos de nosotros mismos, somos poco apreciados socialmente y nuestro celibato es puesto en tela de juicio. Y podemos caer en soluciones fáciles ante la falta evidente de vocaciones al sacerdocio. La Iglesia latina, que precisamente ha señalado con más énfasis el carácter permanentemente carismático y personal del servicio presbiteral es la que ha ligado, desde la más antigua tradición eclesial, el sacerdocio al celibato.

Creo sinceramente que exigir que sean separados sacerdocio y celibato es no ver ya ese carácter carismático, personal, del sacerdocio ministerial, y no ver en él más que la pura función que la institución prevé para su seguridad y sus necesidades. No es extraño que algunos piensen que el celibato es un escándalo que hay que suprimir cuanto antes. Pero la Iglesia no es nuestra Institución. Es la irrupción de otra realidad que no se fabrica simplemente desde nosotros mismos.

Se pueden organizar las comunidades cristianas de muchos modos, pero no olvidemos pedir a Dios vocaciones sacramentales, selladas en la propia persona, que responde personalmente con toda su vida y para siempre. De otro modo estaríamos, sí, satisfechos de nuestros medios y organización, pero nos haríamos independientes del don de Dios y nos pasaría lo que a Saul que, en vista de la gran cantidad de filisteos que rodeaban a Israel, de la tardanza de Samuel para ofrecer el holocausto y de la dispersión creciente de los israelitas fieles/infieles, ofreció é mismo el sacrificio, desobedeciendo. Pero Dios le dijo: «Lo que yo quiero es la obediencia, no los sacrificios» (1S 13,8-14; 15,22).

Me he extendido demasiado. Y no he hablado de los jóvenes, de los marginados, de los enfermos, ni de los parados, ni de los alejados y no creyentes, ni de la nueva evangelización, ni de la familia, ni de la situación de nuestros pueblos, los más solitarios, los de menos posibilidades. Pero debo finalizar. Todos esos grupos de personas, todos esos problemas me preocupan, ¡cómo no! A todos os llevo en el corazón y os saludo hoy desde el corazón de la Diócesis que es la Catedral. Me encomiendo a Santa María de san Lorenzo y a san Pedro Regalado. Su protección nos ayude a todos.

¡Alabanza al Señor en su Iglesia!

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid