Publicado: BOA 2003, 14.
Hemos celebrado la Navidad, que acaba precisamente con la fiesta del Bautismo de Jesús. ¿Qué huella ha dejado en nuestras vidas la celebración de esta Navidad? Expresaré, aunque sea torpemente, mi propia vivencia: El que tiene en lo más alto de los cielos —es una manera humana de hablar— una morada invisible, posee también desde la Navidad una tienda de campaña, que ha colocado en esta tierra nuestra. Su tienda es la Iglesia aún itinerante. Y es aquí donde hay que buscar a Dios, porque en la tienda se encuentra el camino que conduce a la morada.
Esta tienda sobre la tierra la ha puesto Jesucristo al encarnarse, al hacerse Niño. En esta casa de Dios hay una fiesta perpetua. La armonía de esta fiesta encanta el oído del que camina en esa tienda y contempla las maravillas realizadas por Dios para la redención de sus fieles. Y así en Navidad, pese a la negrura de tantas situaciones humanas, gustamos ya de una secreta dulzura, y podemos vislumbrar ya, con lo más alto de nuestro espíritu, la vida que no cambia. La salvación, pues, no puede venirme de mí mismo. Lo diré, lo confesaré: mi Dios es la «salvación de mi rostro» (Sal 42,6).
Esta salvación ha llegado a cada uno de nosotros cuando hemos sido bautizados. Dios, por Jesucristo su Hijo, no nos ha conquistado sólo mediante ideas y teorías o mediante disposiciones de ánimo y sentimientos, sino mediante la acción corpórea realizada con su fuerza, mediante la acción realizada sobre nosotros a través de sus ministros en el Bautismo. Este es mi consuelo y confianza: Dios se ha comprometido con nosotros solemne y públicamente y ha derramado su Espíritu de amor en nuestros corazones desde los primeros días de nuestra vida.
Dios ha dicho en mi Bautismo: Tú eres hijo mío y templo de mi Espíritu. ¿Qué vale frente a semejantes palabras nuestra experiencia cotidiana, según la cual parecemos ser pobres criaturas abandonadas por Dios y su Espíritu? He sido bautizado, y creo en Dios más que en mí mismo. El suave Espíritu del buen Dios reside en lo más profundo de nuestro ser, quizá allí donde no logramos penetrar con nuestra deficiente psicología. Allí, el Espíritu Santo clama al Dios eterno: Abba, Padre. Allí, el Espíritu nos dice a nosotros: Hijo, hijo verdaderamente amado con amor infinito.
Sólo pediría en este final de las fiestas de Navidad ser consciente del don del Bautismo con que nos hemos convertido en verdaderos hijos de Dios. Así viviré de otro modo pasadas las fiestas, y no influirá en mi el desaliento de enero.
† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid