Arzobispo  -  Homilía
Natividad del Señor 2002 - Medianoche
24 de diciembre de 2002

Publicado: BOA 2003, 23.


En la noche de los tiempos nació el hijo de Dios para ser Luz. ¡Feliz Navidad para todos vosotros que estáis en esta catedral y para cuantos forman la sociedad, crean o no en Jesucristo. En el seno de María comenzó la Historia a ser plenamente humana. La liturgia que celebramos nos recuerda que esa gracia, que esa posibilidad, «Dios con Nosotros», es para cada uno de nosotros, para cada hombre y mujer.

Decía san Gregorio de Niza: «Jamás le faltará espacio a quien corre hacia el Señor. Quién asciende no se detiene jamás, ve el inicio en el inicio, conforme a unos inicios que no se acaban nunca». Jesucristo está a disposición de todos, es regalo para todos, nadie le tiene en exclusiva. No es ni de los blancos, ni de los negros, ni de los europeos, ni de los africanos, ni de los americanos, ni de los asiáticos. Es de todos y para todos si le aceptamos entre nosotros.

Al llegar el Señor y salvador nuestro, y al hacer su aparición corporal con su nacimiento en Belén, los ángeles, dirigiendo los coros celestiales, evangelizaban a los pastores diciendo: «Os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo».

También hoy yo os anuncio esa misma gran alegría. Hoy Cristo, que es el rey de la paz, enarbolando su paz puso en fuga la divisiones, llenó de confusión a la discordia y, como al cielo con el esplendor del Sol, así ilumina a la Iglesia con el fulgor de la Paz. Porque hoy nos ha nacido un salvador.

Cristo es el salvador porque Cristo es la Paz. El ha hecho de los dos pueblos una sola cosa. Pero necesitamos, para gozar de esta fiesta de Navidad, llevar a cabo una operación absolutamente imprescindible.

Así como ante la visita de un rey se limpian las plazas y toda la ciudad o pueblo visitado es un festín de luces y flores, de modo que no haya nada que ofenda la visita del ilustre visitante, lo mismo ahora: ante la venida de Cristo, rey de la paz, hay que quitar de en medio toda la tristeza y, ante el resplandor de la verdad, debe ponerse en fuga la mentira, desaparecer la discordia, resplandecer la concordia. Todo es distinto si entendemos que lo que nos hace daño es nuestro pecado.

Alegrémonos, hermanos. El que ha nacido es un esclavo para que nosotros seamos hijos de Dios. ¡Qué increíble valor debe tener nuestra vida para que Dios venga a vivirla de tal manera! Pero, ¡qué increíble amor para quererlo hacer! Hoy, cerca de la Cueva de Belén, no es día de decir: «Dios mío, te quiero». Es el día de asombrarse diciendo: «¡Dios mío, cómo me fuiste tú!» (san Ambrosio).

Siempre me ha impresionado la tendencia que tenemos los humanos para valorar lo accidental y olvidar lo esencial; para dar importancia a las cosas que no la tienen y quitársela a las que deberían tenerla; para apreciar lo que hace mucho ruido e ignorar las cosas que llegan en silencio. Oímos muy bien la tormenta que estalla sobre nosotros; afinando un poco el oído, logramos oír la lluvia que cae; pero nadie logra escuchar el descenso de la nevada.

Así ocurre también en el mundo de los espíritus: percibimos estupendamente el dolor que es como una tormenta que estalla dentro de nosotros; si prestamos atención percibimos el paso del tiempo que nos va envejeciendo y que es como lluvia que cae sobre nosotros.

Pero nadie percibe la misericordia y el amor de Dios que caen incesantemente sobre el mundo como una nevada. Los hombres sufrimos por mil cosas sin importancia, y ni nos enteramos de que Dios nos está amando a todas horas.

Y la Navidad es como el tiempo en que esa misericordia de Dios se duplica sobre el mundo y sobre nuestras cabezas. Es como si, al darnos a su hijo, nos amase el doble que de ordinario. Sólo los que tienen los ojos bien abiertos se vuelven más niños en estos días de Navidad, porque es como si fuésemos redobladamente hijos y como si Dios fuera en estos días el doble de Padre.

¿Cuántos se dan cuenta de ello?, ¿cuántas están tan distraídas en estos días o con las fiestas familiares o de empresas o de amigos que no se acuerdan de su alma? ¿Cuántos vagan en navidad en el puro espectáculo sin silencio para la oración o la contemplación?

Por eso quisiera invitaros, hermanos y amigos, a abrir las ventanas y los ojos, a descubrir la maravilla de que Dios nos ama tanto que se vuelve uno de nosotros. «¡Norabuena vengáis al mundo, Niño Jesús, pues sin vuestra hora, no hay hora buena!».

Hermanos, vivamos pues estos días de asombro en asombro.

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid