Publicado: BOA 2003, 21.
Ya es sobradamente conocida la postura del Papa contraria a que comience una guerra en Irak: aboga Juan Pablo II por agotar todos los recursos de diálogo o persuasión, porque la guerra nunca es solución. De idéntica manera nos hemos pronunciado obispos y organizaciones católicas, además de otros grupos de nuestra sociedad. La Iglesia, sin embargo, no entra en otros debates en su oposición a la guerra, tal vez legítimos para otros grupos sociales o políticos. Por esta razón, me gustaría repetir lo que en los últimos años ha subrayado la doctrina católica sobre la guerra y la paz.
El respeto y desarrollo de la vida humana exigen la paz. Pero, ¿qué paz? No se trata sólo de la ausencia de guerra, limitándose a un equilibrio de fuerzas adversas entre los países o facciones. Es decir, la paz no puede alcanzarse sin la salvaguarda de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad. Se entiende que la paz sea obra de la justicia (Is 32,17). Todos esos bienes, para los cristianos, los ha traído Cristo con su misterio pascual. Por ello, las exigencias de la paz son fundamentales y serán bienaventurados, como afirma Jesús, los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
El quinto mandamiento condena, en consecuencia, la destrucción voluntaria de la vida humana. Y a causa de los males e injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a orar y a actuar para que Dios nos libre de la servidumbre de la guerra. Todo ciudadano y todo gobernante, en principio, está obligado a empeñarse en evitar las guerras. Pero un texto del Concilio dice: «Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho de legítima defensa» (Gaudium et spes, 81) ▶.
¿Estamos en esa situación en el actual conflicto con Irak? La gravedad de una decisión de legítima defensa mediante la fuerza militar hay que someterla a condiciones rigurosas de legitimidad moral, pues es preciso a la vez: que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que pretende eliminar. Y ya sabemos cómo son los medios modernos de destrucción, de modo que muchos piensan que no se dan nunca las condiciones de la llamada guerra justa.
En todo caso, reparemos en lo que dijo también el Concilio: «Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar con firmeza y sin vacilación» (Gaudium et spes, 80). ¿Y no sucede siempre en la guerra moderna esa destrucción indiscriminada?
† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid