Arzobispo  -  Carta semanal
Hablamos sobre la salvación (I)
2 de marzo de 2003

Publicado: BOA 2003, 134.


A Jesús de Nazaret los cristianos le llamamos el Salvador, y decimos que ha venido para salvarnos. Pero hoy, la idea de la salvación, vivida durante mucho tiempo como una evidencia, plantea algo más que reticencias. Por un lado, ¿a quién no le gustaría (en el caso de que lo necesitara) ser salvado? Por otro, sin embargo, esa idea de salvación provoca un gran malestar, sobre todo en los jóvenes, de modo que son muchos los que preguntan: ¿por qué necesito ser salvado? ¿De qué he de ser salvado?

Ciertamente, todos los hombres y mujeres quieren tener éxito en la vida y pienso que la idea de salvación parece ser un eco de este anhelo; pero esa idea ha entrado, sin duda, en una fase de desconcierto, pues la misma palabra “salvación” casi ha desaparecido del lenguaje referida a los seres humanos, salvo en el caso en el que decimos que tal o cual equipo lucha por su salvación en la Liga de tal o cual deporte. Y no nos referimos a esa salvación.

Estamos ante una paradoja humana, parecida a la que narra Gn 11,4, cuando los hombres se dijeron unos a otros: «Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo; así nos haremos famosos y no nos dispersaremos sobre la faz de la tierra». Es posible que aquí no quisieran los hombres escalar el cielo, como si su intención fuera desafiar a Dios, que los castiga. Pero sin duda tenían miedo a dispersarse. Y ésta es la ansiedad que experimenta el ser humano ante lo nuevo, ante lo diferente, lo original; y su refugio instintivo es refugiarse en sí mismo y no abrirse a Dios. Justo lo que pasa hoy entre nosotros. El “hacerse un hombre” es vivido como un modo de intentar escapar de la muerte por sí mismo, intentar salvar la propia vida.

Vemos así que la idea de salvación no está tan ausente entre nosotros. La grandeza del hombre no está en ganarse “un nombre”, sino en lo que enseña Jesús a sus discípulos: «¿De qué le sirve a uno ganar todo el mundo si pierde su vida?» (Mc 8,36). ¿De qué le sirven al hombre las grandes realizaciones, las empresas gigantescas, las torres de Babel de todas las generaciones, si el precio que tiene que pagar por ello es la pérdida de su propia integridad personal, su extravío total frente a la muerte?

La presuntuosa autosuficiencia del episodio de la torre de Babel es desde siempre la tentación más insidiosa, y en la cultura contemporánea se ha vuelto todavía más dura y terrible. Por eso el ser humano, en su cultura actual, se ha fragmentado, roto, atomizado y dividido de una manera tremenda, porque no resiste a la fatiga y a la responsabilidad de ser el centro de todo. No puede salvarse.

Necesitaríamos el coraje de no dejarnos hipnotizar por el barullo cultural de nuestro tiempo. Se trata del coraje de rehacer para nosotros mismos, también en medio de esta confusión y fragmentación de nuestro tiempo, unos puntos de referencia fundamentales, que ayuden además a otros a asumirlos. ¿Podremos caminar sin referencias y sin orientación y, por tanto, sin salvación?

† Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Valladolid